06 agosto 2010

Diario de un final/1: de nudos y reyes

“1387” ha encarado su recta final. Después de escribir los capítulos más intensos en cuanto a desarrollo de personajes que he tenido que afrontar hasta ahora (pero con tantos protagonistas simultáneos que me parece que he dejado a demasiados fuera de foco), a falta de un pulido posterior para rematar ángulos y con el temor de no haber sabido contar las cosas de manera atractiva (“pero es que la historia es así”. Ya, ya sé que no soy el primero ni el único que siente que está explicando algo en lugar de inventándolo), el núcleo de la novela ya está visto para sentencia.

Ahora debo empezar con el final. Un final que puede ser más o menos largo: “1387” tiene actualmente unas 230 páginas que se convertirán en 350 antes de dar por acabado el libro, a buen seguro. Tienen que pasar aún muchas cosas, ni de lejos he dejado caer todavía todas las claves de la aventura. Pero el primer tramo de la aventura que yo tenía claro que quería explicar ya ha pasado. Ahora, los personajes me tienen que contar como llegan desde ahí al segundo clímax, a lo alto de la segunda etapa que tienen que escalar.

Hay cuatro personajes separados del grupo protagonista, al cual se han integrado nuevos acompañantes y del cual se van a separar otros en breve. Después de haberlos presentado y haber permitido que la necesidad y sus intereses les pusieran en contacto, es hora de que se conozcan de verdad, que dejen de ser sencillamente “aquellos con los que salvamos el pellejo cuando…” y empiecen a establecer relaciones de verdad. Eustaquio y Fray Enric comparten un pasado común, saben lo que pueden esperar del otro (aunque lleven tiempo sin verse) pero ¿que hay, por ejemplo, de Gratiano y Dusan? ¿Se van a caer bien o no? ¿Y el carnicero judío: formará parte del grupo, se quedará con el niño que ha rescatado…? ¿Y “la Neme” y “la Sinda”: que puede pasar ahora que sus mundos se han puesto del revés? ¿Y Merk, el pobre tabernero, que lo ha perdido todo, incluído su familia, sus amigos… y su pasado?

Pero aunque tengo ganas de escribir sobre ellos, y sobre el capitán Artemi y la pesada carga que transporta, y lo volveré a hacer pronto, ahora tengo que distanciarme un poco de todo eso. Tengo que ir a otro sitio, llevar a unos personajes que hasta ahora fueron secundarios al primer plano y hablar de un rey concreto y real, y de un entorno concreto y real, y de unos castillos y lugares concretos y reales que en 1387 pertenecían a Castilla, sí, habían sido reconquistados 50 años atrás a los hijos de Alá… pero que estaban prácticamente designando la marca hispánica sur. ¿Como se vivía en aquellas circunstancias? ¿En tensión, en paz hasta que uno u otro atacaba, calibrando al enemigo con respeto o tratando de provocarlo para que cometiera errores? Sabemos cosas sobre las armas y armaduras, sobre los castillos y los nombres que tenían los lugares y las gentes, de la nobleza y del pueblo; pero cuesta saber cómo eran las sensaciones, como olían los bosques y el tamaño que tenían entonces, cómo se veía al bosque y a la sierra, si como aliados o como terribles enemigos. No soy ni quiero ser un narrador histórico, no me he empapado tanto de la época como para poder volcar todo eso en mi novela, ni es lo que pretendo. La imaginación va a tomar el control, pero empapándose de unos ciertos vapores y caldos y posos históricos.

En ello estoy. Deshaciendo un nudo gordiano: sé que cortaré, pero espero liberar un poco de cabo a lado y lado antes de sacar la espada. Su Majestad castellana, Juan I, está presto para dar la orden.