20 julio 2015

Lobos errantes (V)

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 EXILIO

   El cuerpo de Sylvia no aparecía por ninguna parte. Busqué en el lugar del crimen, en el hospital y en todos los sitios que solíamos frecuentar; pero no encontré nada. Ni siquiera se la mencionaba en los cotilleos que, tras adecentarme un poco, intenté sonsacar a mis conocidos. Tal vez habría sido buena idea preguntar a Andrés, pero tampoco pude localizarlo.
   Encontrarla era el problema número tres, y estaba siendo el más difícil de resolver.
   Comencé a albergar algunas esperanzas: ¿y si, después de todo, yo no había llegado a matar a Sylvia?
   Pero el recuerdo del enorme charco de sangre me devolvió a la realidad: en cualquier caso, debería estar demasiado herida para haberse marchado por su propio pie. Alguien debía habérsela llevado, viva o no. Y debería haber dejado algún rastro al hacerlo. Por ejemplo...
   Contuve una exclamación de terror. ¿Dónde estaba mi muñequera de cuero?
   Maldiciendo para mis adentros, regresé a los lugares de ambos crímenes y los registré palmo a palmo. No quería que nadie me relacionase con ninguno de los dos. Pero no hallé nada de lo que buscaba. Ni rastro de Sylvia... ni mío, me consolé.
   O Sylvia estaba viva, y seguramente escondida y aterrada, o alguien se estaba tomando muchas molestias para encubrir su muerte. Pero ¿quién?

   La obsesiva idea sólo consiguió que reapareciese mi dolor de cabeza, llenándome de náuseas. Me arriesgué a probar una dosis del remedio de Eric y vagué sin rumbo mientras esperaba a que me hiciera efecto. Al pasar cerca del hospital, decidí hacerme pasar por Sylvia para conseguir más información sobre la muerte de Stefan. Pero apenas había empezado a leer el informe médico cuando los enfermeros me solicitaron algún documento para probar mi identidad. Fingí haberlo olvidado en la furgoneta y me alejé del hospital, pensativa.
   La buena noticia era que el remedio de Eric funcionaba bastante bien. Y que, según los médicos, las personas atacadas aquella mañana por Stefan no habían sufrido mordeduras; sólo contusiones. Se habían librado de sufrir el mismo contagio que yo.  Probablemente, nunca sabrían lo afortunados que habían sido.
   La mala noticia era que el chico de la pistola tenía razón: su disparo sólo había herido levemente a Stefan. La causa de la muerte era muy distinta.
   "Asfixia por mordedura", rezaba el documento.
   Sentí escalofríos. Tal vez lo había matado yo misma. Durante mis pesadillas, por ejemplo.
   Tenía que hacer algo. No podía seguir así.

    Eric contestó a mi llamada con voz tranquilizadora. Le di la dirección y colgué el teléfono. La furgoneta no tardó demasiado en venir a recogerme. Durante el breve viaje de vuelta, me derrumbé en el sofá-litera, sin ganas de hablar. Estaba física y mentalmente hundida.
    "¿Qué me está pasando, Eric?" pregunté cuando apagó el motor.
    Él echó el freno de mano y se sentó más cerca: 
    "Por fin lo preguntas".
    Su mirada no mostraba reproche, sino comprensión. Incluso su levísima sonrisa cómplice me pareció, por primera vez, compasiva.
    "Ya sabes lo principal: Stefan sufría una encefalitis crónica". Eric hablaba con calma, como si estuviera exponiendo un trabajo en clase, mientras abría un informe en su ordenador. "Puede deberse a varios tipos de enfermedades..."
    Eché un vistazo al monitor y distinguí palabras sueltas. Meningitis. Rabia. Sífilis. Alzheimer. Los demás términos me resultaban incomprensibles. Yo no estudiaba medicina, sino electrónica.
    "Y no todas afectan a las mismas zonas del cerebro" prosiguió mi interlocutor. "Por eso los síntomas pueden variar: dolor de cabeza, pérdida de memoria, temblores, inconsciencia..."
    "Y alucinaciones" recordé. "No sólo Stefan. Un pariente mío tuvo Alzheimer y..."
    "Sí, aunque no es frecuente" asintió Eric. "Probablemente afecta a un área cerebral muy específica. Los enfermos mentales no son tan peligrosos para los demás como se suele creer; normalmente es más bien al revés. Lo de anoche fue raro, y lo siento mucho".
   "Debería pedir perdón yo" confesé, arrepentida. "Animé a Stefan a tomar lo que no quería y..." recordé el remedio de Eric y le mostré el frasco. "De no ser por lo de hoy, se habría curado algún día con esto, ¿no?"
   "No del todo" replicó Eric en un tono sereno que, sin embargo, no me gustó. "Estamos ante una enfermedad desconocida".
   "Bueno, pero podemos pedir algo mejor a un hospital. Cada día se desarrollan medicamentos nuevos".
   "Sí, cuando hay suficiente mercado. Pero nadie se ocupa de las enfermedades raras".
    Fruncí el ceño con incredulidad: 
   "¿¡Por qué!?"
   "No sería rentable. No habría suficientes compradores para compensar los gastos de investigación".
   Me quedé helada. "Pero no pueden hacer que... muera gente sólo por... por..."
   "¿Dinero?" Eric sonrió amargamente. "Pregunta a los afectados por el síndrome de la persona rígida, la ataxia de Friedrich, progeria... son enfermedades raras, y casi no existen fármacos. Es más rentable desarrollar productos para la depilación o la impotencia sexual. El mercado decide qué se investiga".
   "No puedo creerlo. ¡Los médicos tienen que intentar algo!"
   "Con mis padres lo intentaron" asintió Eric. "Probaron tratamientos que suelen funcionar bien con otras encefalitis. Pero nadie desarrolló ningún medicamento nuevo".
   "¿Y qué pasó?"
   "Un fracaso. Los recluyeron a la fuerza para el resto de sus días. No iré a un hospital para acabar como ellos".
   Lo decía fríamente. Reconocí aquella serenidad. Era la lucidez de quien intenta evitar volverse loco.
    Y entonces, súbitamente, lo entendí:
    "¡Tú también estás…! ¿Y Sylvia?"
    Eric asintió lentamente.
    "¿Por eso vivís viajando?” deduje. “¿Para que no os encierren y tiren la llave?”
    "Y por eso intentamos hacer pocos amigos" confesó Eric. Recordé su aparente grosería cuando nos conocimos, la timidez de Stefan y de Sylvia.... intentaban protegernos.
    "¡Por eso siempre ibais juntos a todas partes!"
    "Siempre de tres en tres" asintió Eric, mirándome con una franqueza insólita en él. "Así, si tienes un ataque, siempre habrá uno o dos amigos para ayudarte. No podemos hacer una sola excepción: ya has visto por qué".
   Sí, lo había visto. Supe lo que tenía que hacer, y no me gustó nada. Pero de nuevo, aquella aterradora lucidez me mantuvo serena:
   "Eric... creo que he matado a Sylvia“ confesé al fin. "Y quizá también a Stefan".
   "No" repuso Eric, en voz muy baja. "Tal vez yo maté a Stefan"
   Le miré, atónita.
   "Estuve toda la noche en vela" prosiguió, sin mirarme. "Por la mañana, después de que se marchara, ya no pude más. Hay un rato del que no recuerdo nada".
    Sentí náuseas. 
   "¡No quiero saber nada más!" estallé. "Quizá tengan razón. Quizá sea mejor que nos encierren".
   Me sobresaltó la brutal fuerza de las manos de Eric en mis hombros.
   "¡Eso no!" su mirada rebosaba energía. "¡Podemos seguir adelante!"
   "¿Poniendo en peligro a la gente?"
   Eric señaló de nuevo el ordenador. De pronto comprendí que los términos médicos no estaban escritos en un simple informe: se trataba de un foro médico privado. Cada dato, cada investigación, venía precedida por el nombre de un usuario diferente.
   "¡Investigando!" me reveló. "Pronto seré médico. Stefan ya se había graduado en Farmacología, y su cóctel de antiinflamatorios te ha ayudado bastante hoy. Este usuario de Sydney es biólogo. Esta neuróloga de Bangkok está llevando a cabo ensayos en dos voluntarios, los únicos afectados de su país".
   "¿Enfermos... estudiando para esto?"
   "No es lo ideal, pero alguien tiene que hacerlo. Además, hay profesores y compañeros de Universidad dedicando sus becas a investigar nuestro caso. Entre todos lo conseguiremos. Sólo necesitamos libertad para trabajar“.
   Sonaba muy bien. Pero eran pocas personas con pocos medios. Y el recuerdo de un gran charco de sangre se burló macabramente de mis ilusiones:
   "¿Y mientras tanto?" objeté. "¿Cómo evitaremos que haya más muertes?"
   Eric frunció el ceño, abrió la nevera y tiró algo a la basura. Eran las bebidas alcohólicas.
   "Así. Tenía que haber hecho esto antes. Nada de alcohol ni drog…”.
   “¡Y aislándonos más!” estallé, con dolor. “¡Eso también lo tendríais que haber hecho antes!”.
   "Stefan y Sylvia... bueno, lo intentaron" replicó Eric, dolido. "Y tú, ¿habrías sido capaz?”

   Han pasado años desde aquella pregunta. Desde que vi con dolor el futuro que me esperaba y tomé una decisión. Me obligué a mí misma a asentir, mientras mi estómago se rebelaba contra la horrible sensación de que ya nunca volvería a ver a mi familia ni a mis antiguos amigos.

   "Habrá que serlo" decidí, sin ánimos para seguir hablando. "Pero basta de charla. Tenemos trabajo".
   Eric consultó su teléfono e intentó decirme algo, pero no fui capaz de escuchar más. Le di la espalda y empecé a desahogarme conectando cables, mientras él ponía en marcha el vehículo. Durante un rato sólo quise pensar en mis aparatos de laboratorio; era lo más fácil. Además, serían útiles: por fin entendí por qué mi proyecto le había gustado tanto a Sylvia. Ahora tendría que montar el laboratorio yo sola, entre los traqueteos de la furgoneta. Sylvia no estaba y Eric no tenía ni idea de electrónica.
    Él respetó mi silencio un buen rato, hasta que apagó el motor. Echó el freno de mano, se acercó a mi pequeño taller y me interrumpió: 
    "Debo recoger a alguien. Es peligroso que sólo seamos dos, uno no siempre puede con el otro... lo ideal es viajar de tres en tres".
    "¿Uno de tus investigadores?" Me encogí de hombros.
    "No".
    Esta vez sí dejé mi trabajo y lo miré, con el ceño fruncido: 
    "¡No me digas que hemos contagiado a alguien más!"
    Miré por la ventana y lo que vi me encogió el estómago. ¡La tienda de campaña de Andrés! La había movido a un sitio algo apartado cuando empezó a salir con Sylvia, para tener intimidad. Y en ese sitio acabábamos de aparcar.
    "No... ¡él no! Es mi mejor amigo, maldita sea. ¡Estoy harta de malas noticias!"
    "No es lo que piensas" intentó excusarse Eric. Pero yo ya corría hacia la puerta, indignada.
    Pagué mi frustración con el pomo, olvidando que se abría hacia el otro lado. Eric me ayudó con una extraña expresión de júbilo que me hizo gruñir, porque sólo podía estar burlándose o delirando. Yo no creía en milagros.
   Por eso me sorprendió que la puerta se abriera y me llevara la contraria: allí, en el umbral, había un milagro. Era Sylvia, con los ojos semiocultos tras unas gafas oscuras. Vendada, débil, pero viva. Triste, pero aún capaz de sonreírme entre las lágrimas.
   El corazón me saltó en el pecho, pero esta vez de alegría. La abracé, con mi conciencia por fin tranquila. Me invadió un inmenso alivio al ver que seguía con vida.
   Eric le dio la bienvenida y subió al asiento del conductor. El motor de la furgoneta comenzó a ronronear. La radio emitía una alegre canción que contrastaba con los restos de mi tristeza.
   Sylvia puso un objeto en mi mano. Era pequeño, pero lo explicó todo: mi muñequera de cuero.
   "La escondió él", señaló, mirando por la ventana.
   Seguí su mirada: allí fuera nos saludaba Andrés, lleno de tristeza. Estaba claro: él había rescatado a Sylvia, la había curado y además había acabado de ocultarle mi rastro a la Policía. Siempre ayudando a sus amigos, absolutamente a todos. Así era él.
   Sentí una punzada de dolor por Sylvia, que lo amaba y no volvería a verlo. Por mí, pobre tonta que también había estado secretamente enamorada de él, años atrás.
   Y lo sentí por él. Sentí claramente su dolor, diciendo adiós con la mano, mientras miraba con una valiente sonrisa cómo su querida Sylvia se alejaba para siempre.
   Debía tener el corazón destrozado. Pero no podía acompañarnos.
   La furgoneta se alejó muy lentamente, como si ella tampoco deseara abandonar aquel lugar amargo. Lleno de recuerdos horribles, pero también bellos: el sitio donde nos habíamos permitido saborear por última vez la vida, la amistad, el amor... 
   Por última vez.
   Eric y yo nos aseguraríamos de que no volviese a repetirse nunca más.
   Sylvia y yo contemplamos durante largo rato cómo aquel lugar se perdía lentamente en la distancia.
   Cada vez más pequeño. Más lejano.
   Hasta que sólo fue una diminuta mancha en el atardecer.

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16 julio 2015

Lobos errantes (IV)


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   LUCIDEZ

   Ahora sé que la locura te hace prudente. De hecho, hace falta estar muy loco para enfrentarse fríamente al horror; para calcular cada paso con suficiente precaución y lucidez. Nadie en su sano juicio podría mantener la serenidad en ciertas situaciones.

   Yo no podía deshacer aquel horror, pero sí ocultarlo. Eso me dio un objetivo, y con ello una paradójica lucidez. Mis colegas solían bromear con que no hay festival de rock sin lluvia, y por una vez eso jugó en mi ventaja: había bastante barro. Enterré el horrible charco de sangre y tapé con fango las rojas manchas que me cubrían. En pocos minutos oculté lo más sospechoso. Nadie se sorprendería demasiado al verme tan embarrada: en un terreno así, cualquiera puede sufrir una caída.

   Problema número dos: la fiebre. Stefan me había contagiado su enfermedad. Había que buscarlo y averiguar de qué se trataba exactamente. Pero no quise exponerme a la curiosidad de Eric: todavía no me sentía capaz de darle explicaciones. Incluso la locura tiene sus límites. Así que decidí seguir a mis amigos hasta la pelea que mencionó Pulpo. No tuve que buscar mucho: era la noticia del día. Seguí a los curiosos hasta que el descampado dio paso a bosquecillo, inusualmente lleno de gente. El personal de una ambulancia estaba inclinado sobre una camilla, cerrando una bolsa de plástico para cadáveres. No muy lejos, una cerca provisional protegía de los curiosos una silueta toscamente dibujada en el suelo. Dos agentes con uniformes de la policía científica se inclinaban sobre el lugar del hallazgo. 
    Un poco más cerca de mi escondite, otro agente tomaba declaración a unos borrachos que ya empezaban a estar sobrios. Los chicos tenían toda la pinta de no haber dormido aquella noche. No se molestaban en bajar la voz; parecían un poco hastiados, como si hubiesen repetido ya varias veces la misma historia. 
    "Se nos tiró encima como un loco. Ya era de día. Casi me estrangula..."
    "Yo sólo disparé al aire para asustarlo. No quería darle, se lo juro. Oiga, esta pistola es de balines, no mataría ni a un conejo. ¡No pensará que yo…!"
    "No, no sé por qué nos atacó ese pirado. Quizá se pasó con las drogas".
    ¿Loco? Tuve un mal presentimiento. En cuanto el personal de la ambulancia se alejó para hablar con los agentes, me acerqué al vehículo un instante: lo justo para entreabrir la cremallera.
En el fondo, conocía de antemano la respuesta.
Era Stefan.

   Mi aspecto no debía ser muy bueno cuando me acerqué a la caravana. El toldo bajo el que Sylvia y yo solíamos tomar el fresco estaba vacío. Tan vacío como la litera que Stefan no volvería a ocupar, recordé amargamente. A través de las cortinas de encaje distinguí la leve luz del ordenador de Eric.
   Espié a través de la puerta entreabierta: Eric tecleaba sin cesar. De vez en cuando se detenía para pasarse un pañuelo por la nariz. Parecía sollozar.
   Me lancé sobre él con furia:
   "¿Qué le hiciste a Stefan?"
   No se sorprendió. Ni siquiera intentó defenderse. Sólo se volvió hacia mí con una mueca que parecía una sonrisa amarga:
   "Cuidarlo, como siempre. Evitar que te matara. Bajarle la fiebre, ser su niñera... y parece que no le gustó".
   "Mientes".
   "Estuvo aquí" señaló la litera, un poco manchada de barro, y los medicamentos que todavía quedaban encima. "Pero cuando se recuperó, discutimos. Dijo que se había hartado de hacerme caso, que aún no he terminado de estudiar Medicina, que quién me he creído para darle órdenes... y se marchó al hospital".
   "Es lo que tendría que haber hecho desde el principio".
   "¿De verdad?" nueva sonrisa amarga. "¿Has visto de qué le ha servido?"
   "Porque lo abandonaste. ¡Le dejaste ir solo! Tuvo otro ataque por el camino. No creo que llegara a pisar el hospital".
   "Eso aún no lo sé. He puesto patas arriba todo el hospital, y la comisaría de Policía. No paro de hacer llamadas. Pero sólo contestan que me avisarán cuando tengan el informe de la autopsia. Y cuando encuentren a Sylvia".
   Me puse en guardia.
   "¿No sabes dónde está Sylvia?" tartamudeé, fingiendo sorpresa.
   Eric me atravesó con aquella mirada inteligente y maliciosa. Supe con toda certeza que no conseguiría engañarlo.
   "No la he visto desde ayer“ contestó. "He buscado por todas partes, pero nadie sabe nada".
   Nadie excepto tú misma, parecía decirme su mirada penetrante. Era endiabladamente listo.
   Intenté que no me temblase la voz: "¿Has preguntado a Andrés?"
   "Parece que tampoco la ha visto" contestó Eric, mirando fijamente mi barbilla. "Dice que la dejó contigo esta mañana. Curioso, ¿no?"
   "Se fue en seguida" improvisé. "Me dolía la cabeza y le pedí que me dejara descansar un rato. No he vuelto a verla". Intenté sonar convincente: en parte, era verdad. Al menos hasta cierto punto.
   "Entiendo" dijo Eric lentamente. Puso en mi mano un frasco con tapón dosificador y volvió a concentrarse en la pantalla de su portátil, atiborrada de información médica.
   "¿Qué es esto?"
   "¿Úsalo si te vuelve el... ejem, dolor de cabeza" contestó, con la mirada fija en su trabajo. "Tres mililitros cada seis horas. Y avísame si ves a Sylvia".

  Al salir, vi mi imagen reflejada en el cristal de la puerta. Una costra de barro se había desprendido de mi barbilla, dejando entrever un reguero delator de sangre seca.
   "No deberías dejarte ver mucho" añadió Eric desde el interior. 
   No se molestó en mirarme. Ni yo en contestarle. No hacía falta.
   Eric lo sabía. Todo.

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14 julio 2015

Lobos errantes (III)

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   PESADILLAS
  
    Regresé a mi tienda de campaña con paso vacilante, intentando volver a la realidad. Conseguí despejarme un poco cuando empezó a lloviznar, pero las imágenes de la enloquecida pelea se repetían en mi mente una y otra vez. Quizá por eso tardé tanto tiempo en darme cuenta de que la manga de mi chaqueta negra estaba mojada. Sólo cuando me desvestí descubrí que no era por la lluvia: era sangre.
    Desinfecté la herida (en mi pandilla nunca faltaba alcohol), la vendé y la oculté bajo una amplia muñequera de cuero. No estaba segura de querer contárselo a Eric cuando lo viera. Bastantes problemas tenía él ya.

    Aquella noche me costó dormir. Cuando al fin lo conseguí, varias pesadillas sobre hombres lobo me dejaron más agotada que antes de acostarme. Ya era casi mediodía cuando Sylvia y Andrés irrumpieron en mi tienda de campaña, pero abrir los ojos me resultó tan doloroso como si aún estuviese en medio del primer sueño. Les costó mucho trabajo hacerme reaccionar.
    "Vaya resaca tienes, ¿eh?" rieron.
    "Buf, si os contara..." acerté a murmurar.
    "Bueno, todos hemos trasnochado. Fue un buen concierto, ¿eh?"
    Como para pensar en conciertos estaba yo. Cada esfuerzo por pensar era recompensado por nuevas y espectaculares variaciones de mi dolor de cabeza. Pero aún así, los recuerdos de la noche anterior me asaltaron sin piedad: Stefan, el peligro que dormía en la misma caravana que Sylvia. El juramento que me impedía contárselo. Y mi deber de avisarla.
    "Ehm... Sylvia... ¿dónde dormiste anoche?"
    Sylvia intercambió una mirada con Andrés. Ambos sonrieron con picardía.
    "¡Vaya! ¡Enhorabuena!" exclamé, aliviada. Era mejor así. Sonreí con una complicidad burlona digna de Eric: "¿Para cuándo es la boda?"
    "¡Cotilla!" bromeó Andrés, derribándome de un manotazo amistoso. Intenté levantarme, pero llegué a la conclusión de que estaba mejor tumbada.
    "Necesita un café” rió Sylvia. “¡Por vía intravenosa, esto es una emergencia! Voy a mi caravana a hacer uno".
    ¿La caravana de Stefan? Abrí los ojos horrorizada, pero por suerte, Andrés intervino: 
    "No hace falta. A Pitu y Marisa les ha dado el punto y han hecho café para todos. Voy a ver si es potable".

    Oí cómo el servicial Andrés se marchaba a cumplir su encargo. Sentí cómo Sylvia pasaba un pañuelo humedecido por mis párpados doloridos. El alivio me despejó un poco. Pobre Sylvia; en cualquier momento volvería a su caravana y...
    "Sylvia, ¿confías en Eric?"
    Ella me miró con asombro.
    "Claro. Es mi primo. Sé que haría cualquier cosa por mí".
    "¿Y Stefan?"
    "¿Mi hermano mayor?" replicó ella, para mi sorpresa: por alguna razón no me había dado cuenta de que era un viaje familiar. "Es un encanto. Muy dulce. No me extraña que te guste, pero te advierto que es un poco aburrido".
    ¿Aburrido? Cerré de nuevo los ojos para ocultar la ironía de mi mirada. Si ella supiera...
    "¿Y no has notado últimamente... nada raro?"
    Sylvia pareció sorprendida. Después bajó la voz:
    "Sí".

    Un café se interpuso entre nosotras, interrumpiendo la conversación. Me esforcé por dedicar una sonrisa de agradecimiento al pobre Andrés: desde luego, el chico había sido rápido. Tras él aparecieron Pitu y Marisa, con sus respectivos ligues. He llegado a olvidar los nombres de estos últimos; para mis adentros siempre los llamé Pulpo y Lapa. No hace mucha falta explicar por qué.
    "¿Os habéis enterado?" anunció Pulpo con entusiasmo, sin parar de manosear a Marisa: "¡Ha habido una pelea! ¡Ha muerto alguien!" 
    "¿¿QUÉE??" 
    El corazón me dio un vuelco, pensando en la lucha de la noche anterior. Mi pulso redobló su latido en ambas sienes, aumentando el dolor de cabeza hasta niveles surrealistas: las imágenes a mi alrededor parecieron ondularse como espejismos de verano.
    Entreví borrosamente a Pitu encogiéndose de hombros: "Habrá sido una pelea de borrachos. Hay gente que no sabe beber".
    "O que fuma lo que no debe", sentenció Marisa, simulando una calada a un porro imaginario. 
    Deseé que no me estuvieran dedicando una indirecta. Curiosamente, cuando se trataba de censurar al prójimo, las dos parecían abuelitas gruñonas. Al contrario que cuando eran ellas quienes fumaban cigarritos de la risa.
    "¿Venís a ver qué ha pasado?" propusieron.
    Asentí, pero mi vaso de café se balanceó peligrosamente cuando intenté levantarme. La resaca me había dejado sin equilibrio. 
    "Id vosotros primero" me excusé, tomando un sorbo. "Ya os alcanzaré. Y gracias".
    Mientras se alejaban, intenté calmar mis nervios y mi incipiente dolor de estómago. No podía haberle pasado a mis amigos. Eric, prudentemente, había dejado a Stefan fuera de combate antes de llevárselo, ¿no?
    "Creo que he sido yo" me confesó Sylvia en voz muy baja.
    La miré con estupor. ¿La dulce Sylvia?
  
   Cuando Sylvia terminó de hablar, intenté disimular lo que pensaba. No pude.
   En resumen, Sylvia se preocupaba porque ni Stefan ni Eric la dejaban casi nunca sola. Incluso para escaparse con Andrés tenía que buscar excusas. La pobre pensaba que la vigilaban por alguna buena razón. No sospechaba que Eric, más bien, la estaba utilizando a ella para vigilar disimuladamente a Stefan.
   A Sylvia sólo se le ocurría un motivo: sus pesadillas. Ella también tenía sueños sangrientos, como yo. Y ratos de duermevela confusos, probablemente debido a la falta de descanso. Mentalmente lo achaqué a posibles ruidos nocturnos de sus compañeros de caravana. Pero la pobre chica no tenía razón para sospechar de ellos; por lo tanto, Sylvia comenzaba a temer a su propio subconsciente. ¿Había algo violento en su interior? se preguntaba. ¿Algo que con el tiempo, con la bebida, con un ataque de ira, pudiese salir a la luz?
   "Justo ahora que me he enamorado..." dijo tristemente. "¿Y si un día hago daño a Andrés? ¿Y si he hecho algo malo ya?"
   La rabia y la compasión fueron más fuertes que yo. Sylvia estaba sufriendo a causa del secreto de Eric y Stefan. No merecía algo así.
   "¡Al diablo el juramento!" estallé. "Sylvia, tengo que decirte algo..."
   "No lo entiendes" continuó ella. "Esta mañana ha vuelto a pasar. Andrés se ha marchado un rato y yo he soñado con otra pelea. Pero al despertar, me dicen que ha ocurrido de verdad..."
   "No, Sylvia" interrumpí, intentando dolorosamente poner en orden mis ideas. "Puede haber sido otra persona. Prometí que lo mantendría en secreto, pero..."
  
   Una ráfaga de dolor más intensa que las demás estalló en el interior de mi mente. No recuerdo nada más.
   Sólo sé que, cuando por fin conseguí enfocar la vista, me encontraba en otro lugar: el descampado cercano al recinto de conciertos, desierto a aquella hora. Y mi amiga ya no estaba. Sólo un charco de sangre.
   De sangre que olía igual que mis labios. Que mis dientes. Que mis manos teñidas de rojo.
   La sangre de Sylvia.
   "¿Qué he hecho...?"
   Comencé a intuirlo a través de las nieblas de mi mente.
   "No..."
   Comprendí qué significaba aquel dolor lacerante en mi cerebro. Supe que tenía fiebre. Y qué tipo de fiebre.
   "¡¡No!!"
   Tardé mucho tiempo en comprender que estaba pensando, o más bien aullando, en voz alta.
   Estaba sola.
   Había matado a Sylvia.

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10 julio 2015

Lobos errantes (II)

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FIEBRE
 
   Hay detalles que pasan desapercibidos fácilmente. Pequeños indicios que no parecen importantes. O que se ocultan deliberadamente… y precisamente por eso, pueden ser cruciales. Pero me temo que nunca he sido un lince para distinguir esas cosas. Debí haber prestado más atención a los detalles. 

   No parecía intencionado, pero... mis nuevos amigos nunca se quedaban a solas con nadie. Siempre iban de dos en dos a todas partes, o incluso los tres juntos. Debería haberme extrañado que una pareja viajase por el mundo acompañada por un "tercero en discordia", en lugar de disfrutar sus hormonas en la intimidad. Pero en fin, sólo pensé que si Stefan no era la pareja de Sylvia (ni de Eric), mejor para mí: me empezaban a entrar ganas de hincarle el diente a aquel chico.

   Y si Stefan era agradable, más aún lo era Sylvia. Parecía demasiado tímida para acercarse a la gente, pero era tan dulce que no lo quise permitir. La tomé bajo mi protección y la arrastré hacia mis colegas de estudios, con los que pronto llegó a compartir canciones y bebidas de muy buena gana. Sobre todo con Andrés, uno de mis pocos amigos de verdad; el bueno de Andrés, que al lado de Sylvia por fin pareció perder parte de su timidez. No tardaron en convertirse en algo más que amigos.

   Eric, en cambio, me inquietaba. Como si hubiese algo peligroso en su sonrisa socarrona. O como si su evidente inteligencia fuese capaz de adivinar los pensamientos de cualquiera. Era una sensación similar a la que impulsa, incluso a la persona más inocente del mundo, a hacer un rápido examen de conciencia al pasar junto a un policía. Me hacía sentir cautelosa, como si estuviese siempre a punto de pillarme en falta.

   Pero los problemas comenzaron con Stefan. Cuando conseguí mi soñado momento a solas con él, al salir del último concierto de la noche, algo salió mal. Terriblemente mal.

   Ahora admito que habíamos bebido demasiado. Y que la noche, la luna llena o los cigarritos de la risa pueden propiciar los deslices mentales. Pero nunca pude suponer que reaccionaría así. Que un chico tan agradable y dulce pudiese convertirse en...
   Bueno, al principio intentó comportarse cortésmente. De hecho, en el concierto me costó bastante convencerlo para beber y hacer el tonto. Su timidez hizo que me pareciese más deseable: me encantan los chicos que se resisten. Fue un auténtico placer descubrir que yo era la primera persona que había intentado entreabrir su ropa, y que además la idea le gustaba. Pero algo cambió, sutilmente, poco a poco…
   Cuando salimos del recinto su mirada enturbiada (por el alcohol, o eso creí), comenzó a adquirir un brillo febril. Como si en sus ojos brillase el deseo; ojalá hubiese sido sólo eso. La escasa luz y mi propia borrachera me impidieron ver a tiempo la verdad. No era sólo timidez: Stefan tenía otra razón para rechazar aquella escapadita a solas.

   Sin previo aviso, Stefan rugió. Sí, como una fiera, como un perro de presa, y de los grandes. Su mirada se volvió horriblemente enajenada. He de agradecer el instinto primitivo de aversión que me impulsó, como un resorte, a alejarme de un salto. Aquel ser demente que había sido Stefan se me echó encima con sorprendente agilidad, pero su manotazo apenas llegó a rasgar el borde de mi chaqueta. Eché a correr como alma que lleva el diablo, comprendiendo con asombro que aquel chico estaba fuera de sí. Como un loco, como una fiera, como un enfermo. Grité su nombre, pero eso no lo detuvo. Aproveché una rama caída para golpearlo al azar, pero eso sólo sirvió para retrasarme. Stefan me alcanzó, y esta vez mi ropa no cedió; caí de bruces. 

   Habíamos salido del recinto del concierto; el descampado circundante estaba salpicado de botellas rotas, y tomé una de ellas para describir un arco entre él y yo. Retrocedió ágilmente, pero el vidrio llegó a arañarle la ropa y la piel del pecho, aquella piel que yo habría preferido acariciar. Sus ojos desorbitados estaban enmarcados por las rojas e inconfundibles ojeras de una fiebre altísima. Me defendí a botellazos, gritando su nombre para intentar hacerlo reaccionar. Ni siquiera las heridas lo acobardaban: sin esquivar mis golpes, se lanzó hacia mi yugular y tuve que interponer mi brazo en el camino de sus colmillos. El dolor de la dentellada en mi muñeca fue feroz, especialmente cuando sacudió su presa con furia.
   Grité otra vez su nombre: 
    "¿Stefan? ¡¡No!!"
    Entonces un bulto cruzó fugazmente ante mis ojos… y Stefan ya no estaba allí. Se debatía un metro más allá, debajo de algo o alguien más pequeño, pero más fuerte. Con estupor distinguí a Eric, sujetando a su enloquecido amigo con una llave experta. Eric resistió las sacudidas durante interminables segundos, hasta que me di cuenta de que estaba pronunciando mi nombre como si fuese una orden. Me moví al fin, comprendiendo que durante unos instantes me había vuelto tan incapaz de reaccionar como Stefan.
   "¡En mi mochila! ¡Quita el tapón de la jeringa!"
   A pesar de las sacudidas, me las arreglé para abrir la mochila que Eric llevaba puesta y buscar cualquier cosa parecida a lo que me pedía. Acerté al segundo intento. Quité el tapón y acerqué la mano temblorosa al cuello de Stefan.
   "¡No!" dijo Eric. "¡Apunta hacia arriba y presiona hasta que salga una gota! Que no quede aire en la jeringa, o lo matarás".
   Obedecí. Inmediatamente, Eric me arrancó la jeringa de un manotazo. Sujetando aún a Stefan con el otro brazo y las piernas, consiguió inyectar a su amigo el calmante. La mirada de Stefan perdió su furia y quedó terriblemente vacía. Pronto pareció... no dormido, sino enfermo y demacrado.
   "Pero ¿qué...?" 
    No acerté a decir nada más. Y durante un minuto, Eric tampoco.
    "Es peligroso quedarse a solas con él" explicó al fin. "Y no debe beber. Se lo he advertido miles de veces, pero hoy no me ha hecho caso. La fiebre puede subirle en minutos, y con una encefalitis crónica como la suya, lo mínimo que puede pasar es que se desmaye. Y si hay mala suerte, como hoy, tiene alucinaciones. A saber qué habrá visto, para defenderse de ti de esa manera".
   "¿Encefalitis...?"
   "Entiendes esa palabra, ¿no? ¿O prefieres creer en hombres lobo y posesiones infernales, como los ignorantes de la Edad Media?"
   La ofensiva frase me hizo reaccionar como una bofetada. Comencé a comprender. Estaba enfermo. Y yo lo había golpeado...
   "Hay que llevarlo a un hospital" decidí. "Para bajarle la fiebre y para... para evitar que haga daño a  nad..."
   "Yo me ocuparé de el. Se pondrá bien" me cortó Eric. "Pero no te quedes a solas con él nunca más. Y no dejes que beba".
   Eric me obligó a jurar que no se lo contaría a nadie. Después se marchó hacia su caravana con Stefan cargado a hombros. No me permitió acompañarlo.

 
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08 julio 2015

Lobos errantes (I)


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DESCONOCIDOS
    
   Sé que mis hermanos no aprobarían este escrito, si lo encontraran. Pero he decidido escribir lo que pasó para el lector más importante del mundo: uno mismo. No deseo olvidar. De hecho, necesito que lo que soy, o más bien lo que fui, siga vivo en mi mente.
   Y no es fácil: mis recuerdos son cada vez más borrosos. Quizá sea por esta especie de borrachera que cada vez me ataca con más frecuencia, a pesar de mis esfuerzos por mantener la lucidez.
   Que nadie se confunda: he abandonado cualquier vicio y ya no tomo alcohol ni drogas; ni siquiera fumo. En un intento de evitar que mi maltrecha mente se desmorone, he adoptado una disciplina casi monacal: he abandonado casi todos los placeres de la vida. Esto es algo que quizá tampoco aprobarían mis hermanos.
   
   ¡Vaya cambio! Hace sólo unos años, mi verano consistía en una sucesión de acampadas, de uno a otro festival de rock. La gente que me rodeaba era, con pocas diferencias, la misma que compartía estudios y pellas conmigo el resto del año, sólo que cambiando el desastroso piso compartido por una aún más caótica tienda de campaña. Sólo teníamos una norma: "La cerveza, que no falte. ¡Ni en invierno ni en verano!"
   En aquella extraña reunión de pseudo boy-scouts vestidos de fiesta, la llegada de una furgoneta con matrícula belga llamó poco la atención. Bueno, algunas miradas se tenía que llevar: entre tanta minitienda, una furgoneta-autocaravana era todo un lujo. Pensé que quizá incluso tuviera una neverita de las de verdad, conectada a la toma de mechero. Además, los vinilos de Steppenwolf que tuneaban la pintura me indicaron que los propietarios compartían mis gustos. Así que me dirigí a curiosear, llevando unas cervezas como ofrenda de paz.
   
   "Born to be wild!" saludé, haciendo el gesto de los cuernos.
   Los belgas rieron, abriendo la puerta entre grandes muestras de júbilo.
   "¡Aleluya! ¡Nos habíamos quedado sin cerveza!" festejó desde el interior (también en inglés) un chico asombrosamente bajito y feo, de sonrisa socarrona. Jocosamente dio la bienvenida a las bebidas, pero no a mí; me despidió tan rápidamente como a un repartidor de pizzas.
   A pesar de mi gusto por el rock duro y mi llamativa vestimenta negra, en el fondo reconozco que soy una pardilla. Estuve a punto de quedarme de patitas en la calle sin atreverme a protestar, pero el otro conductor de la furgoneta intervino en mi favor. Pronto me encontré bebiendo cerveza (¡en una jarra heladita!) en el sofá-litera que ocupaba uno de los lados del vehículo, sentada entre el burlón y una amable chica de aspecto frágil que dijo llamarse Sylvia.
   Mi salvador se unió a nosotros después de levantar las dos literas superiores para hacer sitio. "Me llamo Stefan" se presentó amablemente. Sonrió con picardía al disculparse por las cortinas de encaje: la furgoneta pertenecía a sus padres...
   Reí de buena gana. Stefan era tan agradable como hosco su acompañante, quien resultó llamarse Eric. Mientras hacíamos las presentaciones, contuve las ganas de preguntar a Sylvia qué relación tenía con ellos. No me dieron pistas sobre ese detalle, aunque sí contaron bastantes anécdotas del viaje que llevaban meses realizando por Europa.
   Según ellos, estaban tomándose un año sabático. Sin embargo, el ordenador portátil con un abultado objeto en su puerto USB (internet móvil, como supe después) y los libros de texto nuevecitos me indicaron lo contrario. Estaba claro que estudiaban a distancia.
   
    Aquella semana pasé casi más tiempo con los belgas que entre mis antiguos colegas. Bueno, los que yo me empeñaba en llamar colegas.
   "¿Es que te has olvidado de tu pandilla?" preguntó una tarde Sylvia mientras holgazaneábamos delante de la caravana, a la sombra de un toldo.
   "La verdad es que nunca he sido del todo popular entre mi gente".
   "Ah, no?"
    "Ahora ya no. Lo fui, en otra vida".
    "¿Por qué no me lo cuentas?"
    Me encogí de hombros:
    "No es un cuento interesante, pero venga: érase una vez, hace mucho tiempo, una niña buena y empollona" bromeé. "Tenía muchos amigos y todos se ayudaban mutuamente". 
   "Qué monada. Sólo falta lo de felices para siempre”.
    "Huy, no. Aquello duró poco. No por mi gusto; aquella gente era agradable. Pero mi familia emigró a otra ciudad".
    "¿No te fue bien allí?"
    "Allí eran... menos amistosos" suspiré. Nunca supe la causa; quizá la vida allí era tan fácil que el trabajo duro no se valoraba. O era tan difícil que todo el mundo se había vuelto hostil. “¡O quizá mi adicción al trabajo me había convertido en un muermo!”, admití, haciendo reír a Sylvia. 
    El caso era que ser buena estudiante allí estaba mal visto, lo que me convirtió súbitamente en paria. Así fue cómo tuve que aprender a disimular mis resultados académicos (que para mi desgracia seguían siendo impecables), a beber cerveza como los demás, a repetir sus chistes verdes. No le cogí el gusto a lo que fumaban, pero sí a su música: valoraban tanto como yo el buen rock, el que estaba lleno de duros ensayos, talento y poesía. Gracias al rock y al metal conseguimos entendernos; incluso llegaron a perdonar mis rarezas. Con el tiempo comencé a formar parte de sus fiestas y sus bromas. Casi fui feliz.
   
   Casi. Pero sólo podía ser yo misma con los "lobos", como empecé a llamar en mi mente a los belgas de Steppenwolf. Con ellos sí podía hablar de todo. No necesitaban disimular que eran buenos estudiantes, capaces de disfrutar por igual una juerga o un “bricolaje” de aparatos de laboratorio, que empecé a construir como pasatiempo en un rincón de su furgoneta (Sylvia consiguió que me hicieran sitio, e incluso me ayudó a construirlo). Aquel trío debía estar en los últimos cursos de la Universidad, a pesar de su juventud. Sabían más sobre medicina o tecnología que muchos de mis profesores. Incluso se ganaban la vida realizando trabajos informáticos on-line.
   Parecía buena gente, pensé mientras saboreaba con Sylvia una cerveza fresquita, recién sacada de la nevera. Aquel verano prometía ser memorable.
   No podía imaginar cuánto. Para bien y para mal...

   Se me emborronan los recuerdos, pero no es porque hayan pasado años. Es por el horror, la furia, la culpa. He intentado olvidar, pero ahora que lo estoy consiguiendo, no soporto el vacío que ha quedado a cambio. Debo admitirlo: al fin es hora de recordar....

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03 julio 2015

Superman es... ¡Clark Kent!

   En cómics recientes (Superman vol.3 #38), el hombre de acero descubrió un nuevo poder, bautizado como "super-flare", una especie de erupción solar localizada de gran potencia destructiva. Pero que tiene un desagradable efecto secundario: al utilizar toda la energía almacenada en sus células kryptonianas, deja a Superman sin poderes durante 24 horas. Posteriormente, sus poderes regresan... hasta que finalmente los poderes han ido desapareciendo sin retorno. Para colmo, Lois Lane, que en la continuidad actual  es colega de profesión y buena amiga de Clark Kent, pero en modo alguno la novia de Superman (el Supes está saliendo con Wonder Woman), descubrió e hizo pública la identidad del Hombre de Acero.
 
   La combinación de ambos acontecimientos ha supuesto un golpe durísimo para Superman, que se ha visto incluso desprovisto de su supertraje (la Fortaleza de la Soledad no reconoció su traumatizado ADN kryptoniano y se lo requisó considerándolo una reliquia robada), y se encuentra ahora sin identidad secreta, "traicionado" por su mejor amiga y prácticamente desprovisto de poderes. Por si fuera poco, todo indica que Bruce Wayne ha muerto en el enfrentamiento definitivo entre Batman y el Joker, con lo que ha perdido además a su mejor aliado. La historia arrancará en Alaska, con un Clark en el fondo del pozo que se convertirá en el Superman de la gente corriente, incluso con sus poderes ridículamente reducidos al nivel de 1938.
   No es, probablemente, un paso definitivo, sino la última vuelta de tuerca de la editorial DC para insuflar sorpresa y desafíos en el personaje más emblemático que tiene. Pero, aunque puede dar lugar a historias y conclusiones muy interesantes, tampoco es un paso novedoso. Repasaremos aquí las otras veces en que Superman ha perdido el "súper", y lo que ha significado para él.

La primera vez
   En Superman vol.1 #61 (1949), el hombre de acero acude al rescate de Lois Lane, que ha sido descubierta mientras investigaba a un timador mafioso que pretende ser un mago. Para su propia sorpresa, la maldición de pacotilla que lanza sobre Superman anula sus superpoderes, y el swami lo derrota con facilidad y escapa. Tras sufrir otras derrotas a manos del estafador, Superman acaba descubriendo que lo que provoca su debilidad es una extraña roca que el swami llevaba en el turbante, y cuyo origen parece ser meteórico.

   La Maravilla de Metrópolis supera la velocidad de la luz para viajar al pasado y rastrear el origen de los meteoritos, y acaba descubriendo que proceden de un planeta lejano y muy avanzado llamado Krypton. Y lo que es más, que él mismo fue enviado a la Tierra desde ese planeta para que sobreviviera a su destrucción.

   En efecto: el mismo número en que hace su primera aparición la kryptonita es también la historia en la que Superman descubre que no es humano, como había creído hasta entonces. Y es que en las primeras versiones de su origen no había ningún mensaje de Jor-El que guiara a Clark Kent acerca de su procedencia como hemos podido ver más tarde en las versiones cinematográficas de 1978 o 2013, o en el Man of Steel (1986) de John Byrne.

   Por tanto, tenemos una interesante vinculación entre la primera vez que Superman pierde sus poderes (por la que será su vulnerabilidad principal durante toda su carrera) y su propia identidad. Que Superman pierda sus poderes le llevará a saber que él es kryptoniano.

El hombre de arena
   En Superman vol.1 #233 (1971), el experimento de un científico tiene consecuencias imprevistas, y toda la kryptonita de la Tierra se convierte en plomo. Durante un tiempo parece que el Hombre de Acero ha superado su mayor debilidad (le quedan los rayos de sol rojo y la magia), pero en el siguiente número, pasada la euforia inicial, Superman empieza a perder sus poderes sin que la desaparecida kryptonita tenga nada que ver. Una extraña criatura de arena parece hacer acto de presencia cada vez que sus capacidades menguan, tomando a medida que pasa el tiempo un aspecto más parecido al suyo. La saga de este Hombre de Arena abarcó un total de siete números, algo totalmente insólito en la época, cuando las aventuras eran autoconclusivas o a lo sumo duraban un par de números.

   El trabajo conjunto del guionista Dennis O'Neal y el nuevo editor Julius Schwartz tenía la intención de devolver a Superman a un estadio más parecido al de su origen, rebajando sus poderes a un tercio de su capacidad y resaltando el ingenio a la hora de utilizarlos y el lado humano del personaje. En sus manos, Clark Kent dejó de ser un pelele y cambió la redacción del Daily Planet por los estudios de televisión de la cadena WGBS. La intención era buena, aunque no cuajó demasiado con algunos fans y otros autores, y en cuanto acabó la etapa de O'Neal Superman volvía a estar resolviendo tareas cósmicas, buceando en soles y haciendo malabares con planetas. En cualquier caso, habían inaugurado una nueva etapa, la conocida como Edad de Bronce, tras la Edad de Oro (iniciada con Action Comics #1 y la llegada de Superman) y la de Plata (desde Showcase #4 con el origen del Flash de Barry Allen).

   El "hombre de arena" tuvo un remake en 1992, en manos de Walt Simonson (en un cómic llamado, sencillamente, Superman Special), y una reelaboración bastante original dentro de los Nuevos 52, en Action Comics: Futures End #1 (2014), un tie-in con la saga que desarrollaba un posible futuro del universo DC dentro de 5 años.

Clark Kent no es Superman
   En Superman vol.1 #17 (1942), Lois Lane empezó a sospechar que Superman podía tener una identidad secreta y que esa identidad era su aparentemente torpe y cobarde compañero Clark Kent. Trató de pillar a alguno de los dos en falso durante mucho tiempo, sin demasiado éxito, y ésto se convirtió de hecho en una de las historias recurrentes durante los 50 y los 60, tanto como las apariciones de Mxyzptlk o las peculiares mutaciones a cargo de la kryptonita roja. Es decir, que lo que ahora ha hecho la Lois Lane del moderno universo DC no es sino la culminación de algo que llevaba 73 años persiguiendo.

    Pero hay una historia curiosa el respecto: en 1978 se celebraba el 40º aniversario de Superman. Nos trasladamos a Tierra-2, dentro del multiverso DC el mundo alternativo en el que transcurrían las aventuras de las versiones originales de sus personajes, las de la Golden Age. En Action Comics vol.1 #484, un mago (esta vez verdaderamente mágico) utiliza la Varita de Glastonbury para eliminar a Superman. Y lo consigue, con un pequeño problema: como no sabe que Superman tiene una identidad secreta, la Varita deja a un Clark que ignora que él mismo es el hombre de acero. Este Clark deja de ser el hombre apocado que había sido hasta entonces para pasar a ser un periodista de acción: Lois Lane acaba enamorándose de él y ambos se casan... tras lo cual ella acaba descubriendo la verdad, que Clark es el desaparecido Superman, y juntos consigan deshacer el hechizo. Este matrimonio, por cierto, permaneció desde entonces.

   Action Comics #484 fue en su momento toda una revolución que cambió el status quo aparentemente inamovible de los personajes, aunque se tratara de las versiones de Tierra-2. Nos plantea a un Clark que asumía parte de las virtudes de Superman al desaparecer éste, y que podría ser el origen de la famosa escena del vertedero en la película Superman III (1983). Algo que el dramaturgo catalán Josep Maria Benet i Jornet ya había sugerido en su obra de teatro Supertot (1973), en la que el superhéroe tiene un alter-ego por debajo de la media de los hombres normales, y al desaparecer el primero acaba mejorando las capacidades del segundo.

Montaje de Els últims dies de Clark K.
en la Sala Flyhard de Barcelona
   Curiosamente hay una segunda obra de teatro catalana, Els últims dies de Clark K. (2009) de Alberto Ramos, que pretende que Superman y Clark Kent no son la misma persona, contra lo que Lois y muchos otros dan por sentado, y que todo es fruto de una confusión mantenida malintencionadamente por uno de ellos. La confrontación entre ambos será inevitable, y llevará a un final drástico en el que tendrán que aceptar al otro y hacer sacrificios profundos respecto a su identidad.

Superman II (1980)
   La segunda película de Christopher Reeve como el hombre de acero tiene esencialmente dos tramas: el ataque a la Tierra de los tres criminales escapados de la Zona Fantasma y la relación romántica entre Superman y Lois. La periodista sospecha cada vez más que el héroe y Clark son la misma persona y acaba descubriendo su secreto en las cataratas del Niágara. Tras ello, Superman la lleva a la Fortaleza de la Soledad, donde consuman físicamente su relación (las consecuencias llegarán en Superman Returns, 2006) y él acaba tomando una decisión drástica: renunciar a sus poderes para vivir en igualdad con ella. Superman se obliga a elegir entre serlo o ser Clark Kent.

   La elección acaba siendo un desastre: primero, Clark es humillado por un camionero chulito, y más tarde se ve obligado a recuperar sus poderes para poder plantar cara a Zod, Ursa y Non. Hay dos finales a la historia: según el montaje del director Richard Donner, Lois decide finalmente contar el secreto de Superman en un artículo, lo que nos pone en contacto con su decisión actual en los Nuevos 52. Pero el hombre de acero invierte el curso de la historia y acaba deshaciendo todos los hechos ocurridos durante la película. Es decir, la famosa escena de Superman dando vueltas alrededor de la Tierra y haciendo retroceder el tiempo (o viajando al pasado) no era originalmente el final de la primera película sino de la segunda. Cuando esto se cambió, el final que se estrenó en el cine y que más gente conoce presenta a Lois sencillamente frustrada al no poder contar el secreto a nadie (su sentido del deber periodístico pugnando por sus sentimientos hacia la persona), hasta que Clark borra ese dato de su memoria con un "superbeso" (inspirado en una escena de Action Comics vol.1 #306).
Action Comics #306: el superbeso original
No, el "superlogo-lanzable-atrapador" sí que se lo sacaron de la manga...

Whatever happened...?
   Alan Moore escribió algunas de las últimas historias de Superman antes del reseteo de la continuidad original de DC en el macro-evento Crisis en Tierras Infinitas. Curiosamente tres grandes narraciones en las que se explora el tema de la identidad y los poderes del personaje con resultados distintos.

"The Jungle Line", en DC Comics Presents #85 (Sep. 1985) une de forma bastante insólita a Superman con la Cosa del Pantano; insólita porque el hombre de acero acabará el encuentro sin saber del mismo. En esta historia, Kal-El se infecta con un hongo kryptoniano y sus poderes comienzan a fluctuar, apareciendo, desapareciendo y amplificándose sin aviso mientras su propio cuerpo y su mente se dirigen, aparentemente, hacia la destrucción. Incapaz de confiar en sus poderes, es un atormentado Clark Kent el que se dirige hacia los pantanos de Louisiana con la certeza de que su muerte se acerca rapido. Son varios los momentos en los que Kent parece convertirse en una especie de refugio para ese Superman que no es capaz de serlo, más patético pero a la vez más sólido: cuando Superman y Kal-El fallan, el que lleva la batuta es Clark Kent.

Un par de meses después, en Superman vol.1 Annual #11, otra planta extraterrestre pone en apuros a nuestro héroe, esta vez paralizando su cuerpo y haciéndole alucinar con que Krypton nunca fue destruído y él pudo desarrollar su vida allí como Kal-El. Desaparecen, por tanto, Clark y Superman, la dualidad en la que se mueve en su vida, desaparecen los poderes y su vida terrenal, y sólo queda la vida que nunca pudo tener, la vida que le ha sido negada irremisiblemente. El título de la historia, por supuesto, es "To the man who has everything...": lo que desearía Superman si pudiera elegir es ser Kal-El.

   "Whatever happened to the man of tomorrow?" es el título que cierra el multiverso pre-Crisis y la historia de su Superman. Comienza en Superman vol.1 #423, y nos cuenta los últimos días del hombre de acero según recuerda Lois Lane en el (entonces) futuro año 1997. En un momento de la historia, Clark Kent es asaltado por villanos en el Daily Planet, que descubren al mundo su identidad secreta. Kent, por tanto, "muere" primero, como también "morirá" Superman al final de la historia, en Action Comics vol.1 #583. En ambos casos las comillas están justificadas. Hay una especie de sensación, probablemente justificada, de que este Kent no era más que un accesorio, el disfraz en que Superman se ocultaba para pasar tiempo entre los humanos como uno más de ellos. Su desaparición pesa bastante menos que la de otros de los personajes secundarios que van sucumbiendo a medida que la narrativa avanza. Esta acaba siendo la última historia de Superman, sin su lado kryptoniano y sin su lado humano, obligado a aceptar un compromiso final.
Adios poderes
   Pasaron los años, el universo DC post-Crisis gozaba de buena salud, y en 1990 Superman se quedó temporalmente sin poderes por culpa de la kryptonita roja mágica creada por un Mxyzptlk asociado con Lex Luthor. Durante la llamada "Krisis de la Kryptonita Karmesí", Superman recibe la ayuda del Profesor Emil Hamilton, que le diseña una armadura temporal, y del superhéroe Starman, que trata de recargarlo con rayos solares concentrados y posteriormente se hace pasar por el propio hombre de acero para que no corran los rumores de su desaparición entre el mundo criminal de Metropolis.

   Justo la trama que precedía a esta, "El día del hombre de Krypton", la influencia de un artefacto de su planeta hace que Superman vaya abandonando tanto su personalidad humana como su uniforme y estilos superheróicos, en favor de unas actitudes cada vez más frías y kryptonianas. Cuando se recupera, Clark Kent reafirma la necesidad de vivir más ese lado humano, fortaleciendo su relación con Lois. La relación se sigue desarrollando durante el tiempo que Superman ha perdido sus poderes, culminando en Superman vol.2 #50 (1990), oportunamente titulado "El factor humano": primero, Clark Kent salva la situación entrevistando a Lex Luthor y consiguiendo que revele el origen de la pérdida de poderes de Superman, violando exactamente la condición que puso Mxyzptlk para que estos siguieran perdidos. Ya recuperado, Lois acepta la petición de mano de Clark, en un paso clave para esta versión de los personajes: esta vez no se trata de una versión alternativa de ellos, ni de una historia imaginaria (aunque, ¿acaso no lo son todas?), sino de la continuidad principal de la editorial. Dos meses después, el paso siguiente será revelarle su identidad secreta en Action Comics vol.1 #662 (1991).

   Por tanto, la pérdida de poderes y la dominación de la personalidad kryptoniana acaban fortaleciendo el lado humano del personaje. Superman es el disfraz, y esencialmente el personaje, en esta versión post-Crisis al menos, es Clark Kent. Esa aceptación le permite avanzar en su relación Lois y para ello acaba siendo imprescindible desprenderse, frente a ella, de la identidad secreta.

Grant Morrison dixit
   Y llegamos a la última etapa de este viaje. En los primeros compases de los Nuevos 52, Grant Morrison guionizó Action Comics vol.2 con las historias de los pasos iniciales de Superman en Metropolis mientras en la colección Superman vol.3 George Perez explicaba sus aventuras 5 años después, ya más curtido, en el "presente".

   Una de las cosas que hizo Morrison durante su tiempo con Superman fue matar a Clark Kent: en Action Comics vol.2 #10, Kent es dado por muerto mientras trataba de salvar a un suicida con explosivos, y Superman aprovecha para buscarse una nueva identidad secreta, un bombero que tentativamente llama Johnny Clark. Finalmente es Batman quien le hace ver que lo que él necesita realmente es ser periodista, y que en el fondo él no es otro que Clark Kent. Así que se las ingenian para explicar como Clark ha sobrevivido y todo vuelve a la "normalidad"... con un poco de ayuda mágica de la Quinta Dimensión.

   En definitiva: que Superman pierda los poderes y la identidad secreta no es una novedad. Generalmente siempre han vuelto, pero lo importante es que en muchas ocasiones esos "eventos" han servido para redefinir y humanizar al personaje, nadando hasta el fondo de quién es realmente y si son los poderes o el traje quienes determinan quien es él en realidad. Las reducciones de poder también han servido para explicar historias más cercanas, más ancladas en el mundo que conocemos, y para dotarle de una vulnerabilidad que aumente el valor de sus proezas: si todo cuesta más, si hay riesgo, todo es más emocionante. Veremos si en DC aprovechan la oportunidad para crear nuevas historias interesantes sobre su personaje insignia.