16 julio 2015

Lobos errantes (IV)


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   LUCIDEZ

   Ahora sé que la locura te hace prudente. De hecho, hace falta estar muy loco para enfrentarse fríamente al horror; para calcular cada paso con suficiente precaución y lucidez. Nadie en su sano juicio podría mantener la serenidad en ciertas situaciones.

   Yo no podía deshacer aquel horror, pero sí ocultarlo. Eso me dio un objetivo, y con ello una paradójica lucidez. Mis colegas solían bromear con que no hay festival de rock sin lluvia, y por una vez eso jugó en mi ventaja: había bastante barro. Enterré el horrible charco de sangre y tapé con fango las rojas manchas que me cubrían. En pocos minutos oculté lo más sospechoso. Nadie se sorprendería demasiado al verme tan embarrada: en un terreno así, cualquiera puede sufrir una caída.

   Problema número dos: la fiebre. Stefan me había contagiado su enfermedad. Había que buscarlo y averiguar de qué se trataba exactamente. Pero no quise exponerme a la curiosidad de Eric: todavía no me sentía capaz de darle explicaciones. Incluso la locura tiene sus límites. Así que decidí seguir a mis amigos hasta la pelea que mencionó Pulpo. No tuve que buscar mucho: era la noticia del día. Seguí a los curiosos hasta que el descampado dio paso a bosquecillo, inusualmente lleno de gente. El personal de una ambulancia estaba inclinado sobre una camilla, cerrando una bolsa de plástico para cadáveres. No muy lejos, una cerca provisional protegía de los curiosos una silueta toscamente dibujada en el suelo. Dos agentes con uniformes de la policía científica se inclinaban sobre el lugar del hallazgo. 
    Un poco más cerca de mi escondite, otro agente tomaba declaración a unos borrachos que ya empezaban a estar sobrios. Los chicos tenían toda la pinta de no haber dormido aquella noche. No se molestaban en bajar la voz; parecían un poco hastiados, como si hubiesen repetido ya varias veces la misma historia. 
    "Se nos tiró encima como un loco. Ya era de día. Casi me estrangula..."
    "Yo sólo disparé al aire para asustarlo. No quería darle, se lo juro. Oiga, esta pistola es de balines, no mataría ni a un conejo. ¡No pensará que yo…!"
    "No, no sé por qué nos atacó ese pirado. Quizá se pasó con las drogas".
    ¿Loco? Tuve un mal presentimiento. En cuanto el personal de la ambulancia se alejó para hablar con los agentes, me acerqué al vehículo un instante: lo justo para entreabrir la cremallera.
En el fondo, conocía de antemano la respuesta.
Era Stefan.

   Mi aspecto no debía ser muy bueno cuando me acerqué a la caravana. El toldo bajo el que Sylvia y yo solíamos tomar el fresco estaba vacío. Tan vacío como la litera que Stefan no volvería a ocupar, recordé amargamente. A través de las cortinas de encaje distinguí la leve luz del ordenador de Eric.
   Espié a través de la puerta entreabierta: Eric tecleaba sin cesar. De vez en cuando se detenía para pasarse un pañuelo por la nariz. Parecía sollozar.
   Me lancé sobre él con furia:
   "¿Qué le hiciste a Stefan?"
   No se sorprendió. Ni siquiera intentó defenderse. Sólo se volvió hacia mí con una mueca que parecía una sonrisa amarga:
   "Cuidarlo, como siempre. Evitar que te matara. Bajarle la fiebre, ser su niñera... y parece que no le gustó".
   "Mientes".
   "Estuvo aquí" señaló la litera, un poco manchada de barro, y los medicamentos que todavía quedaban encima. "Pero cuando se recuperó, discutimos. Dijo que se había hartado de hacerme caso, que aún no he terminado de estudiar Medicina, que quién me he creído para darle órdenes... y se marchó al hospital".
   "Es lo que tendría que haber hecho desde el principio".
   "¿De verdad?" nueva sonrisa amarga. "¿Has visto de qué le ha servido?"
   "Porque lo abandonaste. ¡Le dejaste ir solo! Tuvo otro ataque por el camino. No creo que llegara a pisar el hospital".
   "Eso aún no lo sé. He puesto patas arriba todo el hospital, y la comisaría de Policía. No paro de hacer llamadas. Pero sólo contestan que me avisarán cuando tengan el informe de la autopsia. Y cuando encuentren a Sylvia".
   Me puse en guardia.
   "¿No sabes dónde está Sylvia?" tartamudeé, fingiendo sorpresa.
   Eric me atravesó con aquella mirada inteligente y maliciosa. Supe con toda certeza que no conseguiría engañarlo.
   "No la he visto desde ayer“ contestó. "He buscado por todas partes, pero nadie sabe nada".
   Nadie excepto tú misma, parecía decirme su mirada penetrante. Era endiabladamente listo.
   Intenté que no me temblase la voz: "¿Has preguntado a Andrés?"
   "Parece que tampoco la ha visto" contestó Eric, mirando fijamente mi barbilla. "Dice que la dejó contigo esta mañana. Curioso, ¿no?"
   "Se fue en seguida" improvisé. "Me dolía la cabeza y le pedí que me dejara descansar un rato. No he vuelto a verla". Intenté sonar convincente: en parte, era verdad. Al menos hasta cierto punto.
   "Entiendo" dijo Eric lentamente. Puso en mi mano un frasco con tapón dosificador y volvió a concentrarse en la pantalla de su portátil, atiborrada de información médica.
   "¿Qué es esto?"
   "¿Úsalo si te vuelve el... ejem, dolor de cabeza" contestó, con la mirada fija en su trabajo. "Tres mililitros cada seis horas. Y avísame si ves a Sylvia".

  Al salir, vi mi imagen reflejada en el cristal de la puerta. Una costra de barro se había desprendido de mi barbilla, dejando entrever un reguero delator de sangre seca.
   "No deberías dejarte ver mucho" añadió Eric desde el interior. 
   No se molestó en mirarme. Ni yo en contestarle. No hacía falta.
   Eric lo sabía. Todo.

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