20 julio 2015

Lobos errantes (V)

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 EXILIO

   El cuerpo de Sylvia no aparecía por ninguna parte. Busqué en el lugar del crimen, en el hospital y en todos los sitios que solíamos frecuentar; pero no encontré nada. Ni siquiera se la mencionaba en los cotilleos que, tras adecentarme un poco, intenté sonsacar a mis conocidos. Tal vez habría sido buena idea preguntar a Andrés, pero tampoco pude localizarlo.
   Encontrarla era el problema número tres, y estaba siendo el más difícil de resolver.
   Comencé a albergar algunas esperanzas: ¿y si, después de todo, yo no había llegado a matar a Sylvia?
   Pero el recuerdo del enorme charco de sangre me devolvió a la realidad: en cualquier caso, debería estar demasiado herida para haberse marchado por su propio pie. Alguien debía habérsela llevado, viva o no. Y debería haber dejado algún rastro al hacerlo. Por ejemplo...
   Contuve una exclamación de terror. ¿Dónde estaba mi muñequera de cuero?
   Maldiciendo para mis adentros, regresé a los lugares de ambos crímenes y los registré palmo a palmo. No quería que nadie me relacionase con ninguno de los dos. Pero no hallé nada de lo que buscaba. Ni rastro de Sylvia... ni mío, me consolé.
   O Sylvia estaba viva, y seguramente escondida y aterrada, o alguien se estaba tomando muchas molestias para encubrir su muerte. Pero ¿quién?

   La obsesiva idea sólo consiguió que reapareciese mi dolor de cabeza, llenándome de náuseas. Me arriesgué a probar una dosis del remedio de Eric y vagué sin rumbo mientras esperaba a que me hiciera efecto. Al pasar cerca del hospital, decidí hacerme pasar por Sylvia para conseguir más información sobre la muerte de Stefan. Pero apenas había empezado a leer el informe médico cuando los enfermeros me solicitaron algún documento para probar mi identidad. Fingí haberlo olvidado en la furgoneta y me alejé del hospital, pensativa.
   La buena noticia era que el remedio de Eric funcionaba bastante bien. Y que, según los médicos, las personas atacadas aquella mañana por Stefan no habían sufrido mordeduras; sólo contusiones. Se habían librado de sufrir el mismo contagio que yo.  Probablemente, nunca sabrían lo afortunados que habían sido.
   La mala noticia era que el chico de la pistola tenía razón: su disparo sólo había herido levemente a Stefan. La causa de la muerte era muy distinta.
   "Asfixia por mordedura", rezaba el documento.
   Sentí escalofríos. Tal vez lo había matado yo misma. Durante mis pesadillas, por ejemplo.
   Tenía que hacer algo. No podía seguir así.

    Eric contestó a mi llamada con voz tranquilizadora. Le di la dirección y colgué el teléfono. La furgoneta no tardó demasiado en venir a recogerme. Durante el breve viaje de vuelta, me derrumbé en el sofá-litera, sin ganas de hablar. Estaba física y mentalmente hundida.
    "¿Qué me está pasando, Eric?" pregunté cuando apagó el motor.
    Él echó el freno de mano y se sentó más cerca: 
    "Por fin lo preguntas".
    Su mirada no mostraba reproche, sino comprensión. Incluso su levísima sonrisa cómplice me pareció, por primera vez, compasiva.
    "Ya sabes lo principal: Stefan sufría una encefalitis crónica". Eric hablaba con calma, como si estuviera exponiendo un trabajo en clase, mientras abría un informe en su ordenador. "Puede deberse a varios tipos de enfermedades..."
    Eché un vistazo al monitor y distinguí palabras sueltas. Meningitis. Rabia. Sífilis. Alzheimer. Los demás términos me resultaban incomprensibles. Yo no estudiaba medicina, sino electrónica.
    "Y no todas afectan a las mismas zonas del cerebro" prosiguió mi interlocutor. "Por eso los síntomas pueden variar: dolor de cabeza, pérdida de memoria, temblores, inconsciencia..."
    "Y alucinaciones" recordé. "No sólo Stefan. Un pariente mío tuvo Alzheimer y..."
    "Sí, aunque no es frecuente" asintió Eric. "Probablemente afecta a un área cerebral muy específica. Los enfermos mentales no son tan peligrosos para los demás como se suele creer; normalmente es más bien al revés. Lo de anoche fue raro, y lo siento mucho".
   "Debería pedir perdón yo" confesé, arrepentida. "Animé a Stefan a tomar lo que no quería y..." recordé el remedio de Eric y le mostré el frasco. "De no ser por lo de hoy, se habría curado algún día con esto, ¿no?"
   "No del todo" replicó Eric en un tono sereno que, sin embargo, no me gustó. "Estamos ante una enfermedad desconocida".
   "Bueno, pero podemos pedir algo mejor a un hospital. Cada día se desarrollan medicamentos nuevos".
   "Sí, cuando hay suficiente mercado. Pero nadie se ocupa de las enfermedades raras".
    Fruncí el ceño con incredulidad: 
   "¿¡Por qué!?"
   "No sería rentable. No habría suficientes compradores para compensar los gastos de investigación".
   Me quedé helada. "Pero no pueden hacer que... muera gente sólo por... por..."
   "¿Dinero?" Eric sonrió amargamente. "Pregunta a los afectados por el síndrome de la persona rígida, la ataxia de Friedrich, progeria... son enfermedades raras, y casi no existen fármacos. Es más rentable desarrollar productos para la depilación o la impotencia sexual. El mercado decide qué se investiga".
   "No puedo creerlo. ¡Los médicos tienen que intentar algo!"
   "Con mis padres lo intentaron" asintió Eric. "Probaron tratamientos que suelen funcionar bien con otras encefalitis. Pero nadie desarrolló ningún medicamento nuevo".
   "¿Y qué pasó?"
   "Un fracaso. Los recluyeron a la fuerza para el resto de sus días. No iré a un hospital para acabar como ellos".
   Lo decía fríamente. Reconocí aquella serenidad. Era la lucidez de quien intenta evitar volverse loco.
    Y entonces, súbitamente, lo entendí:
    "¡Tú también estás…! ¿Y Sylvia?"
    Eric asintió lentamente.
    "¿Por eso vivís viajando?” deduje. “¿Para que no os encierren y tiren la llave?”
    "Y por eso intentamos hacer pocos amigos" confesó Eric. Recordé su aparente grosería cuando nos conocimos, la timidez de Stefan y de Sylvia.... intentaban protegernos.
    "¡Por eso siempre ibais juntos a todas partes!"
    "Siempre de tres en tres" asintió Eric, mirándome con una franqueza insólita en él. "Así, si tienes un ataque, siempre habrá uno o dos amigos para ayudarte. No podemos hacer una sola excepción: ya has visto por qué".
   Sí, lo había visto. Supe lo que tenía que hacer, y no me gustó nada. Pero de nuevo, aquella aterradora lucidez me mantuvo serena:
   "Eric... creo que he matado a Sylvia“ confesé al fin. "Y quizá también a Stefan".
   "No" repuso Eric, en voz muy baja. "Tal vez yo maté a Stefan"
   Le miré, atónita.
   "Estuve toda la noche en vela" prosiguió, sin mirarme. "Por la mañana, después de que se marchara, ya no pude más. Hay un rato del que no recuerdo nada".
    Sentí náuseas. 
   "¡No quiero saber nada más!" estallé. "Quizá tengan razón. Quizá sea mejor que nos encierren".
   Me sobresaltó la brutal fuerza de las manos de Eric en mis hombros.
   "¡Eso no!" su mirada rebosaba energía. "¡Podemos seguir adelante!"
   "¿Poniendo en peligro a la gente?"
   Eric señaló de nuevo el ordenador. De pronto comprendí que los términos médicos no estaban escritos en un simple informe: se trataba de un foro médico privado. Cada dato, cada investigación, venía precedida por el nombre de un usuario diferente.
   "¡Investigando!" me reveló. "Pronto seré médico. Stefan ya se había graduado en Farmacología, y su cóctel de antiinflamatorios te ha ayudado bastante hoy. Este usuario de Sydney es biólogo. Esta neuróloga de Bangkok está llevando a cabo ensayos en dos voluntarios, los únicos afectados de su país".
   "¿Enfermos... estudiando para esto?"
   "No es lo ideal, pero alguien tiene que hacerlo. Además, hay profesores y compañeros de Universidad dedicando sus becas a investigar nuestro caso. Entre todos lo conseguiremos. Sólo necesitamos libertad para trabajar“.
   Sonaba muy bien. Pero eran pocas personas con pocos medios. Y el recuerdo de un gran charco de sangre se burló macabramente de mis ilusiones:
   "¿Y mientras tanto?" objeté. "¿Cómo evitaremos que haya más muertes?"
   Eric frunció el ceño, abrió la nevera y tiró algo a la basura. Eran las bebidas alcohólicas.
   "Así. Tenía que haber hecho esto antes. Nada de alcohol ni drog…”.
   “¡Y aislándonos más!” estallé, con dolor. “¡Eso también lo tendríais que haber hecho antes!”.
   "Stefan y Sylvia... bueno, lo intentaron" replicó Eric, dolido. "Y tú, ¿habrías sido capaz?”

   Han pasado años desde aquella pregunta. Desde que vi con dolor el futuro que me esperaba y tomé una decisión. Me obligué a mí misma a asentir, mientras mi estómago se rebelaba contra la horrible sensación de que ya nunca volvería a ver a mi familia ni a mis antiguos amigos.

   "Habrá que serlo" decidí, sin ánimos para seguir hablando. "Pero basta de charla. Tenemos trabajo".
   Eric consultó su teléfono e intentó decirme algo, pero no fui capaz de escuchar más. Le di la espalda y empecé a desahogarme conectando cables, mientras él ponía en marcha el vehículo. Durante un rato sólo quise pensar en mis aparatos de laboratorio; era lo más fácil. Además, serían útiles: por fin entendí por qué mi proyecto le había gustado tanto a Sylvia. Ahora tendría que montar el laboratorio yo sola, entre los traqueteos de la furgoneta. Sylvia no estaba y Eric no tenía ni idea de electrónica.
    Él respetó mi silencio un buen rato, hasta que apagó el motor. Echó el freno de mano, se acercó a mi pequeño taller y me interrumpió: 
    "Debo recoger a alguien. Es peligroso que sólo seamos dos, uno no siempre puede con el otro... lo ideal es viajar de tres en tres".
    "¿Uno de tus investigadores?" Me encogí de hombros.
    "No".
    Esta vez sí dejé mi trabajo y lo miré, con el ceño fruncido: 
    "¡No me digas que hemos contagiado a alguien más!"
    Miré por la ventana y lo que vi me encogió el estómago. ¡La tienda de campaña de Andrés! La había movido a un sitio algo apartado cuando empezó a salir con Sylvia, para tener intimidad. Y en ese sitio acabábamos de aparcar.
    "No... ¡él no! Es mi mejor amigo, maldita sea. ¡Estoy harta de malas noticias!"
    "No es lo que piensas" intentó excusarse Eric. Pero yo ya corría hacia la puerta, indignada.
    Pagué mi frustración con el pomo, olvidando que se abría hacia el otro lado. Eric me ayudó con una extraña expresión de júbilo que me hizo gruñir, porque sólo podía estar burlándose o delirando. Yo no creía en milagros.
   Por eso me sorprendió que la puerta se abriera y me llevara la contraria: allí, en el umbral, había un milagro. Era Sylvia, con los ojos semiocultos tras unas gafas oscuras. Vendada, débil, pero viva. Triste, pero aún capaz de sonreírme entre las lágrimas.
   El corazón me saltó en el pecho, pero esta vez de alegría. La abracé, con mi conciencia por fin tranquila. Me invadió un inmenso alivio al ver que seguía con vida.
   Eric le dio la bienvenida y subió al asiento del conductor. El motor de la furgoneta comenzó a ronronear. La radio emitía una alegre canción que contrastaba con los restos de mi tristeza.
   Sylvia puso un objeto en mi mano. Era pequeño, pero lo explicó todo: mi muñequera de cuero.
   "La escondió él", señaló, mirando por la ventana.
   Seguí su mirada: allí fuera nos saludaba Andrés, lleno de tristeza. Estaba claro: él había rescatado a Sylvia, la había curado y además había acabado de ocultarle mi rastro a la Policía. Siempre ayudando a sus amigos, absolutamente a todos. Así era él.
   Sentí una punzada de dolor por Sylvia, que lo amaba y no volvería a verlo. Por mí, pobre tonta que también había estado secretamente enamorada de él, años atrás.
   Y lo sentí por él. Sentí claramente su dolor, diciendo adiós con la mano, mientras miraba con una valiente sonrisa cómo su querida Sylvia se alejaba para siempre.
   Debía tener el corazón destrozado. Pero no podía acompañarnos.
   La furgoneta se alejó muy lentamente, como si ella tampoco deseara abandonar aquel lugar amargo. Lleno de recuerdos horribles, pero también bellos: el sitio donde nos habíamos permitido saborear por última vez la vida, la amistad, el amor... 
   Por última vez.
   Eric y yo nos aseguraríamos de que no volviese a repetirse nunca más.
   Sylvia y yo contemplamos durante largo rato cómo aquel lugar se perdía lentamente en la distancia.
   Cada vez más pequeño. Más lejano.
   Hasta que sólo fue una diminuta mancha en el atardecer.

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