04 septiembre 2013

El trono del rey de amarillo (III)

   Un primer rayo de sol se filtra por las contraventanas de la pequeña habitación. La mirada de Pater Torlonia se levanta lentamente de Las Esquirlas de Eltdown. Tres meses menos para reencontrarse con el Padre, con el Origen de todo. Tres meses perdidos absorto en el estudio de la letra del demonio, o más bien, de los demonios de más allá de las estrellas. ¿Por esto se volvió loco el hermano del padre Michael? Sólo en este instante de lucidez, la consciencia vuelve.
   "¿Por qué he renunciado a tu sabiduría, Padre? Tres meses, tres, como San Pedro".
   Las sombras danzan ténuemente en la habitación que ha sido su templo de perdición. Sombras que le recuerdan a la danza del trigo en su Umbría natal; ruinas de una infancia perdida en el olvido.
   "No, yo soy sólo tu instrumento. Tú has abierto mi mirada en este invierno de mi vida hacia el terror que nos amenaza desde que creaste el Universo. Ahora CREO. Siempre creí en el Cielo, ahora creo también en el Infierno, no como el de Dante, sino en un infierno infinito, frío y oscuro, plagado de aberraciones demoníacas. Tú me has dado las llaves para abrir y cerrar algunas de sus puertas".
   En lo más profundo de su alma la resolución se afianza inquebrantable como la enfermedad que le consume: "Puesto que has puesto en mis manos armas del demonio, las usaré. Pero sólo cuando tú me lo pidas. Por tí, Padre, sacrificaré mi alma".
   Una amarga sonrisa asoma a sus labios al ser consciente de la paradoja a la que se enfrenta.
   - Dios, dame fuerza.
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   En cuanto abre la oficina, Pater Torlonia envía un telegrama a la Santa Sede:
"Episcopatus ordinatur. STOP. Signa Artes Magae in area. STOP. Reddam? STOP".
   Tras ello, se dirige al mismo café de siempre y se sienta, dispuesto a iniciar una nueva jornada. En esa cafetería de Boston todo es tan humano, tan sencillo, tan sucio y tan grasiento como la propia vida. Ninguno de los que le rodean sospecha un ápice que la viven al borde del abismo, y que ese viejo sacerdote ha avistado una fracción de sus profundidades... y sus alturas.
   Una molestia imprecisa invade sus sentidos. Pronto se asienta como un olor que no pega con el café, un invasor. Alguien está fumando, cerca, y no es un tabaco habitual en este sitio. No se ha pegado a todo, como hacen los olores locales que lo visitan día tras día. Y además es un humo que le despierta al Pater un recuerdo. Tres meses... tres meses... Hacía tres meses que no olía ese aroma concreto de tabaco de pipa: estaba en el despacho del arzobispo cuando fue a verle por primera vez...