- ¿Se sabe algo de Tom? -preguntó Baya de Oro. Meriadoc levantó la vista del "Herbario" al que dedicaba, incluso entonces, tantas horas, y apesadumbrado negó con la cabeza. No fue capaz de decir nada, le partía el corazón ver a la hermosa Hija del Río forzando una sonrisa, aparentando seguridad, o refugiándose tal vez en los últimos vestigios de la auténtica-. Bueno, vendrá pronto. Daré un paseo hasta el Tornasauce, podría regresar desde allí.
- Sobre todo no lo cruces -dijo automáticamente el Brandigamo. Baya de Oro se puso seria.
- No. No hay que cruzar el Tornasauce. Es importante recordarlo -y se marchó.
Meriadoc suspiró profundamente. Había días como aquel en los que los insectos zumbaban y el sol se colaba entre las ramas del Bosque Viejo, y todo invitaba a salir a dar un paseo y tal vez llegarse hasta más al Oeste de la Comarca. Eran los peores. Se ajustó las gafas de montura de plata que utilizaba cada vez que se ponía a escribir, mojó la pluma en el frasco de tinta (uno de los pocos que le quedaban, se recordó), y siguió desgranando sobre el papel todo lo que había aprendido sobre la planta de hojas largas que los hombres de Gondor habían llamado "Hojas de Reyes" y los elfos de Valinor "assëa aranion". La Athelas purificadora.
La Athelas.
Así había comenzado todo, ¿verdad? El Rey Brujo, general de los Nazgul, había herido a Frodo Bolsón con aquella daga maldita, aquel arma de Minas Morgul que habían supuesto envenenada, por lo enfermo que se había puesto el hobbit, y la celeridad con la que Trancos había creído conveniente utilizar la Athelas para hacer que se recuperase. "Las manos del rey son manos que curan", se decía, y era cierto, la Athelas sólo obtenía todas sus propiedades arropada por el aliento y el tacto del que sería coronado como digno heredero del trono de Arnor y Gondor, Aragorn Rey Elessar Telcontar. O como le llamaban hoy, "El Heraldo del Desastre".
Un súbito ruido de ramas y hojas removidas le erizó el vello de las orejas. Mortalmente serio, Meriadoc (poco quedaba ya del joven Merry) tiró el "Herbario" sin preocuparse por la tinta corrida y desenvainó a Dardo aún sentado. Por supuesto, no brillaba: hubiera sido extraño que un orco se adentrara por estos lares del Bosque Viejo incluso en los buenos tiempos. Hoy era raro ver a un orco en ninguna parte. Pero Dardo tenía otras virtudes.
Se levantó de un salto. No había nadie tras él; tampoco encima. Aquellos malditos trepaban con una facilidad pasmosa. Pero no. Con Dardo fuertemente apretada, Meriadoc Brandigamo se acercó a los arbustos de donde creía proceder aquel ruido.
- Te voy a dar una sola oportunidad -dijo en voz baja, mientras una gota de sudor comenzaba a bajarle por la frente-. Sal de ahí o te trincharé como si fueras un pavo. Relleno. Con trufa y piñones.
El arbusto tembló un poco y, con mucho cuidado y las manos en alto, emergió una criatura temblorosa. Medía apenas un pie más de altura que el hobbit, aunque tenía una constitución similar. Vestía ropas sucias y rasgadas, y botas con gran necesidad de remiendos, y tenía toda la cara manchada de polvo y sangre.
- Estoy... estoy limpia -era una humana joven, tendría 15 o 16 años-. Te juro que estoy limpia.
- Tienes sangre -señaló Meriadoc con firmeza, apuntándola aún con Dardo.
- ¡Pero estoy limpia! -gritó ella, desesperada. Le temblaba la barbilla, y los labios no paraban de abrirse y cerrarse mientras boqueaba. Entonces, la muchacha comenzó a quitarse los harapos que llevaba encima y a arrojarlos al suelo en un montón-. ¿Ves? ¿Ves? Estoy limpia, limpia. Son cortes y golpes que me he hecho con las ramas y... y un zorro que me encontré ayer me arañó. Pero estoy limpia, por todos los cielos, tienes que creerme.
Meriadoc bajó a Dardo y apartó la mirada con tristeza de su cuerpo macilento:
- Vístete, por favor. Ahí... ahí hay frutos y... el río está al lado, puedes beber sin problema.
- Gracias, ¡oh, gracias! -dijo ella mientras volvía a ponerse sus harapos.
- No soy el dueño de este lugar, muchacha.
- Erin.
- Erin, yo no soy el dueño. No puedo decidir si te podrás quedar.
- A ti te ha dejado.
- A otros no -dijo Meriadoc apretando los dientes-. Cuando vuelva Tom, él decidirá.
Al cabo de un rato, sintió la confianza suficiente para preguntarle:
- ¿De donde has venido?
- Desde Bree.
- ¿Quedan muchos?
Ella lo miró con sorpresa:
- No queda nadie -el ánimo de Meriadoc se ensombreció. No hacía falta decir más.
Sólo habían sobrevivido tanto tiempo por pura suerte. Muchos reinos habían caído antes que aquella pequeña población. Bree también había perdido, y era como decir que todo estaba perdido. ¡Qué irónico! Brandigamo había sobrevivido a la batalla de los Campos de Pelennor y al Saqueo de la Comarca, pero aquello le parecía mucho más terrible.
- Yo maté al Rey Brujo, ¿sabes? -Erin no sabía de qué estaba hablando el hobbit, pero parecía importante-. No lo maté solo, pero estaba allí, le herí y... junto a mi amiga lo matamos. Pero debería haberlo hecho antes, porque en realidad los he matado a todos.
- ¿A todos? ¿Hay más Reyes Brujos?
- No. No Erin -Brandigamo hizo un gesto en general a su alrededor-. A todos. Yo siento que... los he matado a todos.
Descorazonado por la pérdida del pequeño pueblo de Bree, donde los Hombres habían resistido el último embate del mal descarnado, el recuerdo de Meriadoc voló de nuevo hasta la cuna del gran Desastre, de la Gran Carcajada de Sauron. Había nacido en Amon Sûl, con la herida de la hoja de Morgul. Se había sellado en el Monte del Destino, con una dentellada. Y, como los volcanes de los que hablaban en el Norte, había estallado tras cocinarse bajo tierra, sí, estallado, con una violencia como Arda no había conocido nunca a manos de sus criaturas. En un lugar cuyo mera mención era hoy denostada por cualquiera que la oyese, y por nadie más que por Merry:
- Bolsón Cerrado... Ahí nació el Desastre.
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