07 junio 2012

El trono del rey de amarillo (I)


     Era un día soleado en la tumultuosa Zakarion, la ciudad de los sabios, la más grande urbe de todo el continente; aunque los que sabían leer los signos se preparaban para la intensa tormenta eléctrica que había de producirse al día siguiente. Un joven de cabello oscuro y mirada profunda, con un alfanje al cinto y un escudo en el antebrazo, tan azul como la casaca que vestía, avanzaba con decisión por las avenidas principales, preguntando de vez en cuando a las buenas gentes por la ruta que seguía.
     Zakarion era grande, muy grande, y además de por la complejidad de su entramado cabía quedarse encantado con la variedad de sus gentes, sus maravillosas espiras y la hermosura de sus mercados. El joven era sensible a la belleza, pero aunque intentaba mantenerse fiel a la labor que le había llevado hasta allí, seguía maravillándose por la variedad de razas: humanos, enanos, gnomos, seres nacidos de las cuatro fuerzas elementales, duendes, náyades, centauros y minotauros, y aún otras criaturas fantásticas que no sabrías determinar. Por los aires cruzaba alguna alfombra voladora y el ocasional genio, diablillo alado o grifo majestuoso.

     Finalmente alcanzó la plaza. El edificio en sí era de aspecto neoclásico, elevado sobre una pequeña plataforma, como un zigurat, y en el ágora que se abría ante él llamaba la atención una estatua de mármol sobre un plinto de un metro de altura: una cabra tan grande como una persona cuya mitad trasera se convierte en una cola de pez.
     - Amaltea -dijo el joven para sí. La ninfa que amamantó a Zeus y que le protegió cuando su padre Cronos le perseguía para devorarlo-. Hmm, qué oportuno.
     Había llegado a su destino, el Templo de Capricornio.
     Subió los escalones de acceso y en la entrada se encontró con un grupo de enanos. Claramente el líder de todos ellos era un noble de algún tipo. Vestía una armadura impresionante y ricos ropajes. Su barba estaba trenzada con hilo de oro y a su espalda llevaba un arco enjoyado y un carcaj de ébano. Del cinto le pendía una espada larga con una rica vaina. A su alrededor, vigilantes en todo momento, había 3 mujeres y un hombre de su misma raza, armados con lanzas, hachas e incluso una red de gladiador.
     Con seguridad, e ignorando al grupo, el joven apartó la cortina y entró en el templo.

     Parpadeó por el súbito cambio de luz; el interior estaba alumbrado con velas. Un tropel de voces llegaban de todas partes; y no sólo voces: en aquel lugar reinaba una especie de caos controlado. Asistentes, magos y videntes corrían de un lado para otro tratando de ultimar detalles, mientras tropezaban unos con otros y con ocasionales clientes, y se excusaban por ello.
     - ¿Que qué sucede? -dijo uno de los asistentes del templo-. Que el príncipe Talik ha vuelto a presentarse de improviso, eso sucede, y no había nada preparado para él. Ese enano y sus paranoias persecutorias...
     - En mal momento he llegado -maldijo el joven por lo bajo. Intentó alcanzar al vuelo a otro de los asistentes y le pidió audiencia inmediata con los Adivinos-. Lo que ofrezco a cambio de conocimiento -anunció solemnemente- es el poder de alcanzar las estrellas.
     El ayudante, sacado de los planes que cuidadosamente llevaba trazados, miró de arriba abajo al recién llegado, como si estuvieras loco. Entonces, acabó de comprender lo que le habían dicho, notó que el ademán del joven era sincero y urgente y que, aunque extraño, no parecía ni un embaucador ni un orate.
     - El Maestro no se encuentra aquí, y como veis los Administradores y los Oráculos andan todos locos. Talik suele pedir tres y hasta cuatro confirmaciones a sus preguntas y eso crea un desbarajuste en nuestra organización. Pero intentaré que os atienda Jethis. Tiene un cierto interés por las estrellas y la última vez a Talik no le gustaron sus maneras, así que esta vez no lo querrá ver. Por aquí, por favor.
     El joven siguió obediente a su guía del hall principal: atravesaron una puerta lateral y se encaminaron hacia una rampa ascendente que pareció llevarles dos pisos por encima de la entrada... Dos pisos que desde fuera nadie hubiera dicho que existían. Aquí el templo estaba más tranquilo; en realidad estaba casi muerto, puesto que casi todo el mundo se encontraba más abajo, preparándose para el príncipe enano y su comitiva. De vez en cuando, por alguna puerta entreabierta, al joven le llegaba un olor a incienso y otras sustancias similares que le recordaban algunas tendencias de su ciudad natal.
     Igual que con el cambio de luz de la entrada, de golpe le asaltó un aroma chocante e inesperado, por completo distinto: chocolate caliente. El asistente se había detenido ante una puerta batiente de madera similar a las del lejano Oeste. Pero lo que se veía al otro lado no tenía nada que ver ni con la puerta ni con aquel lugar: moqueta gris, una silla de oficina de cuero, una mesa moderna que combinaba roble, plástico y acero, y un par de sofás de cuero negro. En las paredes (forradas de papel pintado crema) colgaban títulos y diplomas y, extrañamente, la rueda del timón de un barco.
     - Aquí es -y antes de marcharse, con una mirada de incomprensión hacia el interior, añadió-. Suerte.
     No bien se hubo marchado el asistente, llegó una voz desde el interior:
     - ¡Pase y túmbese, señor Moreau!
     El joven se alisó las ropas, respiró hondo y entró con decisión.

     - Buenos días Maestro -se sentó en uno de los sofás conteniendo el impulso de tumbarse, como en el psicoanalista. Había visitado unos cuantos; posiblemente ahora le hacían más falta que nunca-. Mi nombre es Vincent y soy un pintor parisino del siglo XX.
     El otro hombre del despacho estaba de espaldas a él. Vestía unos pantalones cortos de surfista con palmeras verdes, camisa blanca con chorreras del siglo XVIII y llevaba una especie de casco de soldado hoplita. Estaba de espaldas a Vincent, mirando algún detalle en los cuadros que tenía en la parte más lejana del despacho, y en algunos casos colgándolos del revés. Parecían dibujos infantiles.
      - Hola, hola -dijo sin mirar al cliente-. París en el siglo XX. Bonito. Menos arriesgado que el XVIII -se llevó una mano a la gorguera, y al cuello-. Excepto en los banlieus, supongo -y entonces añadió como si fuera una sola frase-. Querrás que te disculpe por cualquier ofensa que puedas cometer por desconocimiento, bla, bla, bla, típica educación francesa; necesitas mi ayuda, si no la necesitaras no estarías aquí, ahora mismo no tengo nada que hacer así que puedo ofrecértela de manera inmediata, y aunque ya tienes algo con lo que pagar, no pondrás pegas al precio que te pida, por lo que dejaré de leerte el pensamiento, o si no todo será muy aburrido.
     Se volvió, con una sonrisa. Llevaba barba de tres días: es lo primero que notó Vincent. Lo segundo, que era más joven de lo que había esperado, de unos 30 años. Jethis se quitó el casco de hoplita, se sentó en el sofá que había junto al francés, y le hizo un gesto para que se explicara. Sin amilanarse, Vincent Moureau planteó concisamente sus problemas:
     - Vengo en busca de una cura para un chamán indio que ha quedado atrapado en forma de oso, su avatar totémico. Se transformó para defender a su tribu del ataque de un ser hecho de caos y horror, pero la desaparición de los Antiguos Dioses impide que deshaga la transformación. Sé que han desaparecido por culpa de seres de otra dimensión...
     - Sí -le interrumpió Jethis-, la desaparición de los Antiguos Dioses nos está dando quebraderos de cabeza. Hemos perdido al 80% de los Adivinos sacerdotales, imagínate. Y nadie ha conseguido saber aún donde han ido los Dioses o si han muerto, probablemente el asunto llegue al Logarca dentro de poco. Eso se supone que no debo contártelo, pero por eso precisamente te lo cuento: no hagas nunca todo lo que se espera de ti. He ahí un poco de caos positivo. En fin -recapituló-: devolver al chamán su forma humana. No es difícil. Puedo decirte cómo hacerlo, qué necesitas y dónde conseguirlo. ¿Qué tienes a cambio?
     Vincent rebuscó entre los profundos bolsillos de su casaca hasta sacar un estuche de hueso y se lo entregó a Jethis, que extrajo con cuidado un pergamino en muy buen estado de conservación. Lo desplegó: estaba escrito en una suerte de chino arcaico mezclado con pequeñas nociones de tibetano. Pronunció una única sílaba de poder y una parte concreta del texto se hizo comprensible para él. Era un conjuro.
     Al comprender lo que estaba leyendo, Jethis silbó, admirado.
     - Esto cubre de sobras el coste. Amigo mío: dé a su chamán por transformado.

(CONTINUARÁ)

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