18 mayo 2021

Disney: Forever Afterworld (I)

 

CAP. 1 | CAP. 2
   El mundo se venía abajo. Llovía muerte, silenciosa primero, luego más atronadora que una tormenta. Y cuando aquel estruendo se apaciguaba, seguía bramando la sirena que avisaba a todo el mundo de lo que ya sabía: los alemanes atacaban Londres.
   Pero, tan terribles y descorazonadores como eran los bombardeos, a menudo eran breves. Y en cuanto las sirenas callaban aquel agosto de 1940, los londinenses retomaban sus vidas, saliendo a la calle y continuando lo que estuvieran haciendo. Algunos, particularmente estoicos, seguían con ello incluso durante el bombardeo. Así pasaba, por ejemplo, en la pequeña tienda de curiosidades de la señora Fa Ming-Na. Entre los jarrones, los colgantes metálicos, las cajas con resorte y los biombos, los cristales y las estanterías repletas de baratijas, que vibraban y tintineaban con cada bomba, quedaba justo un espacio que hacía las veces de pasillo. Sinceramente, Ming-Na no creía que muchas de aquellas cosas fueran verdaderas antigüedades, la mayoría debían haber sido creadas y envejecidas unas semanas antes por compatriotas suyos en los ahogados talleres de Limehouse.
   Sí, tenía una vieja lámpara de aceite que había llegado desde Oriente, y que decían habían encontrado en las ruinas de la perdida Agrabah: se había cansado de frotarla hasta sacarle brillo, pero si alguna vez había contenido un genio, ahora debía andar de vacaciones. Luego estaba el viejo dragón de bronce familiar, el protector de los Fa, que tenía en el estante más alto tras el mostrador, tan arriba que le fuera imposible alcanzarlo si a alguien le interesaba. Y un par de cosas más que estaba estudiando en la trastienda, pero que con toda seguridad también serían falsificaciones.

   Que fueran reales o falsas, en realidad, a ella le daba igual. Y a su cliente, también. Ninguno de los dos comerciaba con lo cierto. Con lo auténtico. Más bien le tenían alergia. A tres manzanas, un edificio se desplomó, acertado de pleno por un proyectil alemán. Ellos siguieron con su charla, paseando entre los montones de nuevas antigüedades con una tacita de te en las manos.
   - El último truco que me vendió salió fantástico, señora Ming.
   - ¿No me diga, profesor Browne? Lo utilizó Asche cuando estrenó Chu Chin Chow en el His Majesty's, durante la anterior guerra, así que me sorprende que aún funcione.
   - Y, dígame, ¿no tendrá por un casual algún libro que trate asuntos arcanos, un grimorio...?
   - No trato con libros. Cogen demasiada humedad. Mal negocio. Mal negocio.
   - Lo suponía, una lástima.
   - Pero puedo preguntar. ¿Busca algo concreto?
   - No, nada en especial. Me sirve cualquier tomo. He tenido que cerrar mi Colegio de Hechicería por correspondencia porque el... libro de texto que empleábamos estaba incompleto.
   - Mmm, ¿y no sabe donde puede estar?
   - Oh, no sé dónde, pero casi seguro que lo tiene el gran Bookman -torció el gesto, burlón-. Un hombre con muy poco sentido de los negocios y del humor, créame. No, gracias, no me apetece volver a tratar con él. Pero cualquier libro de hechizos me serviría. No tengo imaginación para crear esas fantasmadas desde cero, pero como corrector se me da de perlas.
   - ¿No cree usted en la magia? -le preguntó ella ya en la puerta, dejando la tacita de te sobre un gran maletón derecho lleno de etiquetas, que había visto más mundo que muchos exploradores.
   - Mi querida Ming, soy un mago. ¿Cómo voy a creer en la magia? Si alguien saca un conejo de una chistera, sé donde guardaba el conejo antes. 
   Y el profesor se fue de la tienda imitando a un conejo, lo que a la señora Fa Ming-Na le hizo muchísima gracia. Recogió las tazas y cruzó su oscura y solitaria tienda hasta el mostrador.
   - Pensaba que no se iba a ir nunca -la sobresaltó de pronto una voz suave de hombre.
   Se giró asustada y vio que, a su lado, había un hombre alto, que no sabía de dónde había salido ni cuánto tiempo llevaba ahí. Parecía antillano, con un bigote fino como el del profesor Browne, pero una expresión mucho más ladina. Vestía una llamativa camisa fucsia y una chaqueta morada, fajín rojo y una chistera que no parecía pegar con el resto del conjunto. Tenía la mirada fija en el dragón de bronce sobre el mostrador, como si no acabara de fiarse de él.
   - ¡Ah! -exclamó Fa Ming-Na llevándose la mano al pecho-. Es usted sigiloso, no le había oído entrar.
   El hombre sostuvo un poco más la mirada al dragón, y luego dirigió sus profundos ojos púrpura hacia la dueña de la tienda, curvando sus labios en una amplia sonrisa. Ming-Na notó que tenía muy separadas las paletillas.
   - Bonita tienda. Venía a interesarme por el dragón.
   - Oh, siento mucho que haya venido hasta aquí, pero es una reliquia familiar y...
   - No, no. No me he explicado bien -con gesto de prestidigitador, alzó una mano y señaló al guardián familiar-. Ya supongo que no puede desprenderse de él. No me interesa -señaló un poco más abajo, hacia la cortina que separaba el local de la trastienda-. Me interesa el otro dragón.
   Ming-Na miró la cortina y luego al hombre:
   - ¿Cómo ha sabido...? Si todavía no... -entonces pareció comprender-. ¡Oh! Ha hablado usted con el caballero francés.
   - Se la trajo un caballero francés -afirmó y preguntó a la vez el enigmático hombre.
   - Sí, sí. No he podido tasarla, pero es una pieza interesante. Supuestamente es de principios del siglo XV.
   - ¿De qué color es? ¿Roja, tal vez? -aventuró el visitante-. ¿Azul?
   - Negra, negra mate. Muy oscura. Tan oscura... Pero no le puedo decir el precio aún.
   - Oh, yo se lo voy a poner muy fácil -el visitante estaba satisfecho-. Fíjese en esta oportunidad única: dígame qué quiere por esa escama, y yo se lo daré.
   - ¿Como que... lo que yo quiera?
   - Piense a lo grande. Piense en lo que más añora. En lo que más ha querido siempre.
   - Yo... yo... -Fa Ming-Na se sentía acongojada y a la vez casi en trance por la voz de aquel hombre que parecía un charlatán, pero a la vez capaz de cumplir lo que le estaba diciendo. Lo que ella quisiera... "Los genios están de vacaciones" repitió una vocecilla en su cabeza, espabilándola-. ¿Y cómo va a hacer eso?
   Al visitante se le torció la sonrisa.
   - SÍ, ESO -dijo una segunda voz, más aguda y sarcástica-. A MÍ TAMBIÉN ME GUSTARÁ SABER CÓMO LO PIENSAS HACER, DOCTOR. CON NOSOTROS YA NO TIENES CRÉDITO.
   - ¿Quién anda ahí? -preguntó Ming-Na retrocediendo un paso. No veía a nadie más entre la oscuridad de la tienda-. ¿Ha venido usted con alguien? 
   La mujer se refugió tras el mostrador. Ahí se sentía un poco más segura. Entonces, algo se levantó desde el suelo. Una figura negra como la tinta se fue acumulando, goteando, estirándose, creciendo con rapidez, hasta imitar la forma del misterioso visitante: sus pies de obsidiana estaban enganchados a los de él. Ming-Na se dio cuenta de que lo que se había alzado era la sombra del visitante.
   - Normalmente no pueden hacer daño directamente -dijo el hombre quitándose la chistera. Parecía humillado y pesaroso, no por ella sino por su propio infortunio-. Pero cuando muere gente, se abren los caminos y lo tienen más fácil para... involucrarse.
   - Y ESTOS DÍAS LONDRES ES UNA PUERTA MUY, MUY GRANDE.
   La sombra se abalanzó sobre Ming-Na. El visitante entró en la trastienda mientras ella, a su espalda, se debatía por respirar.

   Ninguna de ellas se fijó más en el dragón de bronce que quedaba sobre la repisa. El guardián de la familia Fa, cuyos ojos brillaron de verde, cuya piel se volvió roja, y cuyo cuerpo serpentino se retorció cobrando vida. Se tapó la boca con un gesto aterrorizado por la grotesca escena que contemplaba, obligándose a no gritar, y se escondió tras el pedestal despertando a su vecino. Entonces, con un susurro, el dragón se dirigió al grillo:
   - He fracasado, Cri-Kee. Los Antepasados me van a despedir otra vez, pero hay que avisarles.
   - Me llamo Jiminy -contestó el grillo-. Pero estoy de acuerdo. Los jefes tienen que saber que el Doctor Facilier ha vuelto.

(CONTINUARÁ)
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