CAP. 1 | CAP. 2 | CAP. 3 | CAP. 4 | CAP. 5 | CAP. 6 | CAP. 7 | CAP. 8 | CAP. 9
| CAP. 10 | CAP. 11 | CAP. 12 | CAP. 13 | CAP. 14
| CAP. 10 | CAP. 11 | CAP. 12 | CAP. 13 | CAP. 14
Barcelona, 1 de junio de 1956
La serpiente de fuego tenía hambre: se había alimentado en las últimas semanas, ayer había podido probar de nuevo el sabor de la venganza. Pero Xiuhcoatl no podría estar saciada del todo hasta que el último de los tres hubiera sucumbido.
Durante el largo enfrentamiento contra los invasores, Cuitlahuac había luchado, espiado y contraatacado siguiendo las órdenes de sus líderes: todo para nada. El excelso Moctezuma había sido engañado, y murió apedreado por su propio pueblo, pagando por los excesos de aquel sangriento Pedro de Alvarado. Luego estaba Cristóbal de Olid, el que triunfó en Centla, Tlaxcala y Otumba, rematando con la toma de Tenochtitlan, pero sobre todo el que lideró la matanza de Cholula: 5000 macehuales desarmados, pasados a cuchillo en la mitad de medio día. Y por encima de cualquier otro, Cortés. El taimado Cortés. El demonio Cortés. El que se había hecho pasar por Quetzalcoatl revivido.
Pero había sido ahora, embarcado en esta misión sagrada, cuando había podido poner realmente en práctica todo lo aprendido en el calmécac, cada una de las enseñanzas de su duro tlamantimine Itzcatl, al que en su juventud había llegado a odiar. ¡Alabado su nombre y su sombra! Y por supuesto, todo lo que le habían enseñado los jaguares. En tierra enemiga, a siglos de su hogar, Cuitlahuac había tenido que pasar un año desapercibido, mejorar los rudimentos de su idioma, entender las costumbres, buscar a los hijos de los hijos de sus enemigos. Sin llamar la atención, con una sola oportunidad para ejecutar a cada uno.
Los tejados se habían convertido en una ruta ideal para moverse de noche, y en aquella sección de la ciudad que llamaban "Elclot" no era muy diferente. Las calles eran más amplias que las que acechara anoche, pero muchas veces habia árboles, palos telefónicos o farolas con los que podía contar para cruzar travesías sin tener que descender hasta el suelo.
Jaime Serra Cortés vivía con su joven esposa en un piso acabado de construir en la Avenida Jose Antonio Primo de Rivera. Cada día, al acabar su trabajo, se metía bajo tierra, se subía a aquella bestia metálica que llamaban "metro", y emergía cerca de su casa. Daba un pequeño rodeo para pasar por delante de los talleres donde construían unas máquinas similares pero aún más grandes, marcados con unas letras que, había aprendido, decían "RENFE". Cuitlahuac odiaba a los conquistadores, aunque la mayoría de aquellas personas no parecían dispuestas a conquistar ni siquiera sus propias vidas, pero admitía que su dominio del metal, su capacidad para doblegarlo a su voluntad y construir ingenios con los que se desplazaban de un lado a otro por tierra, mar y aire, era digna de elogio.
Serra entonces tomaba una calleja estrecha que pasaba por detrás del taller y se llegaba a su casa. Excepto que hoy Cuitlahuac venía desde el otro extremo, vestido con una camisa y unos pantalones que había robado, simulando que fumaba. Lo que tenía en la boca, sin embargo, era un tubo cargado con la penúltima dosis de veneno: matar a este descendiente de Cortés hubiera sido demasiado fácil. No sólo debía acabar con la vida de los hijos de los traidores, quería hacerlo arrebatándoles lo que más preciaban. No su familia ni sus posesiones: su identidad, su control, su cordura.
Distaba quince pasos de su objetivo... El otro le veía venir, pero no le dio mayor importancia. El callejón no permitía que ambos pasaran cómodamente, pero ya se dejarían pasar cuando se cruzaran. Diez pasos... Xiuhcoatl oyó unos pasos por detrás suyo alguien más venía desde el mismo lado del callejón que él. No se inmutó y siguió caminando: debía acabar tranquilamente con su objetivo y luego podría salir corriendo por el otro extremo de la calleja. Una suave brisa corría hacia él...
Entonces escuchó algo que no se esperaba:
- ¡Uejkapa, teyaotlani! Teteo anekuitian iknelili.
La imperiosa voz de mujer le conminaba a detenerse, le decía que no contaba con el beneplácito de los dioses. Y lo hacía en su propia lengua. Cortés se había detenido, sorprendido. Xiuhcoatl se giró y quedó deslumbrado por una presencia etérea que se encontraba al final del callejón, una aparición femenina tocada con plumas blancas, cubierta seductoramente en gasas del mismo color que flotaban al viento.
- ¡Man, amo xinequi! -insistió la aparición-. ¡Amo xinequi!
¡No! Los dioses no podían estar interfiriendo justo ahora, después de permanecer tanto tiempo silenciosos ante el oprobio que habían sufrido sus elegidos. Volvió a girarse hacia Cortés, dispuesto a terminar lo que había comenzado, pero desde los mismos tejados que había utilizado él para desplazarse saltó otro hombre hasta el callejón, interponiéndose entre ambos. Le conocía.
- ¡Guardaos vuestra ponzoña del demonio! -exclamó Alonso a la vez que lanzaba un tajo con la vizcaína, su hoja de dos palmos, más pensado para obligar al otro a ampliar la distancia que les separaba que buscando herirle. Tenía que responder a muchas preguntas, la principal de las cuales era qué puerta desconocida había utilizado para viajar hasta 1956.
Xiuhcoatl reaccionó con la celeridad que sólo podía tener un caballero águila, apartándose a un lado pero no dando ni un paso atrás, sino lanzando un puñetazo directo a la mandíbula de Entrerríos. Recuperando aún el equilibrio tras el salto, Alonso perdió la vertical por un momento, golpeándose la cabeza con la pared del callejón por el impulso. ¡Vive Dios que el oceánico pegaba fuerte!
El mexica aprovechó la ocasión para zafarse de la interrupción de Alonso y soplar el polvo venenoso a la cara del sorprendido descendiente de Cortés, que inhaló una gran cantidad antes de salir tambaleándose por dónde había venido. Juan Perucho y don Enrique Gaspar Rimbau le habían estado siguiendo y le esperaban a aquel lado:
- Venga, rápido -conminó Rimbau. Sí, la historia alterada decía que Jaume Serra moría esta noche, el Ministerio ya había dado los pasos necesarios para que su hijo no-nacido... o alguien parecido, pudiera ver la luz del sol. Pero seguía sin poder dejar a aquel pobre bibliotecario en medio de aquella pelea del callejón.
Alonso se había repuesto y volvió a embestir con la vizcaína, pero el oceánico había desenvainado un cuchillo de obsidiana con el que plantaba cara. La nube venenosa seguía flotando en el aire, resistiéndose a posarse, pero esta vez Entrerríos estaba preparado y aguantó la respiración: en las encamisadas había aprendido a hacerlo durante un buen rato, si se terciaba. Ambos se medían en el estrecho espacio que ocupaban. Cuitlahuac se dio enseguida cuenta de la precaución del español: la comisura de los labios se torció en un amago de sonrisa y respiró profunda y ostensiblemente aquel aire envenenado. Aquello pilló a Alonso desprevenido.
- ¡No hagáis eso, loco! ¡Os vais a matar!
La sonrisa del otro se ensanchó.
- ¡Alonso! -exclamó Amelia a sus espaldas al darse cuenta de que su compañero había vuelto a respirar el polvo venenoso.
Por detrás de Cuitlahuac, Jaime se había detenido y miraba a su alrededor con desconfianza y aprensión. ¿Se estaban haciendo más profundas las sombras? ¿Era posible que estuvieran... deshilachándose? Y entonces, al fondo del callejón, donde había creído ver a dos hombres que le llamaban ofreciéndole seguridad, ahora veía a un ogro con dos cabezas, un humanoide jorobado, obeso y purulento cuyo aliento fétido hablaba de canibalismo y otras perversiones. Serra cayó de rodillas, con lágrimas en los ojos, mientras una voz balbuceante escapaba de sus labios:
- Te...te... teke-lili, tekeli-li... -era cuanto lograba pronunciar.
Alonso no estaba dispuesto a morir sin plantar batalla:
- Estáis loco... estáis loco -volvió a repetir. Las sombras empezaban a emitir zarcillos que pronto iban a convertirse en tentáculos. La oscuridad más profunda del callejón era como el fondo de un ojo gigantesco, un pozo más antiguo del tiempo que quería tragárselo. Ya lo había vivido antes, y ahora sabía que todo era mentira.
Lanzó una estocada al oceánico que le bloqueó con ciertas dificultades con la hoja de piedra negra. No parecía atreverse a detener con todas sus fuerzas: Amelia ya le había explicado a Alonso que los mayas y los aztecas no sabían forjar metales como el acero, y que sus armas de piedra estaban en desventaja contra el metal toledano. Ahora fue Alonso el que sonrió: sin hacer caso a la voz que, a sus espaldas, repetía su nombre impregnado en el olor de la hierbabuena volvió a atacar al oceánico, una, otra y otra vez. La primera le hirió, la segunda no alcanzó su objetivo, y con la tercera, la daga de obsidiana se partió en tres trozos. Recibió un golpe brusco en la base del cuello y un rodillazo en la entrepierna que le hicieron ver las estrellas: el oceánico estaba preparado para luchar con o sin armas, era tan buen soldado como él mismo.
- Ïa... ïa... -dijo Alonso mientras se derrumbaba en el callejón-. Padre nuestro que estáis en los cielos...
- ¡Tekeli-li! -entonaba Jaume cada vez más enfebrecido.
Cuitlahuac cogió la vizcaína de Alonso. Amelia disparó una vez. La bala arrancó chispas a la derecha de Cuitlahuac: era la segunda vez que Amelia disparaba y seguía teniendo una puntería más bien discreta, especialmente en aquella penumbra, pero bastó para que el mexica se alejara de Entrerríos. Amelia Folch buscó bajo su disfraz vaporoso la última dosis del antídoto que había elaborado Mei Ling, y que había conservado precisamente por si ocurría esto. ¿O tal vez ella también había estado pensando en la posibilidad de salvar a Jaime Serra?
Alonso se aferraba rezando a los últimos restos de su humanidad, balbuceaba oraciones que no había repetido desde que era muy pequeño. Pero incluso aquella fe era capaz la droga de utilizarla en su beneficio, y cada vez intercalaba nombres más extraños entre los de los ángeles y los santos. Amelia luchó por hacerle beber el preciado antídoto, aunque Entrerríos se debatía con fuerza y no conseguía distinguir el acercamiento de su compañera de patrulla de algo mucho más terrible y gomoso.
Sangrando en el costado, pero prestando por el momento poca atención a la herida, Cuitlahuac llegó hasta una tapa de alcantarilla que había cerca de dónde había caído Jaime. Miró ferozmente a Juan y Enrique, blandiendo la espada corta de Alonso.
- Hemos avisado a la policía -aventuró Perucho sin atreverse a entrar más en el callejón-. No tiene usted escapatoria.
- Buen intento -susurró Rimbau, valorando sus escasas oportunidades.
- ¿Usted lo ha hecho? -le respondió Perucho soto voce.
- Yo no.
- Yo sí.
Y casi como por arte cinematográfica, en ese momento preciso empezaron a oirse unas sirenas en la distancia que, si uno creía creerlo así, se acercaban. Aquello les dio el valor necesario para dar un paso dentro del callejón.
Cuitlahuac abrió la tapa de la alcantarilla introduciendo la vizcaína por uno de sus agujeros. Comenzó a pronunciar palabras en una versión tan antigua de su propio idioma nahuatl que ni siquiera él mismo comprendía su significado. Pero sí su cometido.
Amelia tuvo que dejar la pistola en el suelo y usar las dos manos y todo su peso para conseguir por fin que Alonso se tragara el remedio chino-africano de Mei Ling. El plan casi había funcionado, el disfraz había convencido al asesino, las frases que don Enrique había preguntado por teléfono a un viejo colega académico de finales del XIX habían llamado su atención y Alonso casi lo había sorprendido. Pero en este trabajo, "casi" podía significar la muerte.
Lejanamente, su consciencia había registrado que el asesino decía algo en una lengua exótica. Una parte de su cerebro particularmente atenta le había dicho que no la entendía pero que tenía una estructura similar al nahuatl que había memorizado. Lo importante es que las facciones de Alonso recuperaban la serenidad: esta vez le habían dado el antídoto decididamente a tiempo, debería restablecerse en pocos momentos. Y, tarde, otra parte de su mente le dijo que el asesino se había callado.
De forma súbita, un mazazo le golpeó la nuca y la dejó inconsciente. Alonso había recuperado lo suficiente el conocimiento como para levantar las manos hacia ella, pero sin fuerzas. Cuitlahuac cogió a Amelia como un fardo, se la cargó a hombros con una sola mano y avanzó de nuevo hacia Jaime con la vizcaína en la otra. Alonso, que estaba tendido hacia arriba, consiguió reunir fuerzas para girarse y trató de ponerse en pie. El oceánico se agachó junto al cuerpo tembloroso de Jaime, con Amelia a sus espaldas. Aferró con fuerza la vizcaína, apuntándola hacia abajo. Al darse cuenta de lo que iba a hacer, Juan Perucho consiguió reunir todo su valor y se lanzó en tromba por el callejón. Pero la vizcaína viajaba ya hacia abajo a una velocidad tan imparable como su odio: atravesó el corazón frenético de Jaime Serra Cortés, salpicando sangre como si hubiera estallado, y sólo la empuñadura quedó asomando fuera de la camisa empapada en carmesí.
- ¡No! -gritaron a la vez Alonso, Juan y Enrique, sus voces ahogadas por el aullido de una sirena tan cercana que ya venía acompañada de destellos de luz rebotando en las paredes del callejón.
Sin detenerse a contemplar el fruto de su obra, Cuitlahuac se puso derecho, dio dos pasos y saltó con Amelia dentro de las alcantarillas. Inmediatamente detrás de él, saltó Juan Perucho.
Sólo unos segundos después, Alonso, renqueando, y don Enrique Gaspar, avergonzado por su cobardía, llegaron hasta la alcantarilla abierta casi a la vez. En el extremo norte del callejón, un policía desenfundó su arma reglamentaria y les apuntó:
- ¡Quieto todo el mundo! ¡Arriba las manos!
Alonso y Enrique miraron dentro de aquel agujero redondo. Cruzaron sus miradas.
- Es imposible -dijo Entrerríos, levantando las manos.
Rimbau le imitó, sacudiendo la cabeza con incredulidad:
- Imposible.
El agujero de la alcantarilla daba a un pozo que tras apenas medio metro de profundidad quedaba bloqueado por una reja soldada a las paredes. No había rastro ni de Amelia ni del asesino oceánico. La luz de la sirena de la policía arrancaba suaves destellos a la sangre de Serra, que empezaba a cubrir el callejón.
La serpiente de fuego tenía hambre: se había alimentado en las últimas semanas, ayer había podido probar de nuevo el sabor de la venganza. Pero Xiuhcoatl no podría estar saciada del todo hasta que el último de los tres hubiera sucumbido.
Durante el largo enfrentamiento contra los invasores, Cuitlahuac había luchado, espiado y contraatacado siguiendo las órdenes de sus líderes: todo para nada. El excelso Moctezuma había sido engañado, y murió apedreado por su propio pueblo, pagando por los excesos de aquel sangriento Pedro de Alvarado. Luego estaba Cristóbal de Olid, el que triunfó en Centla, Tlaxcala y Otumba, rematando con la toma de Tenochtitlan, pero sobre todo el que lideró la matanza de Cholula: 5000 macehuales desarmados, pasados a cuchillo en la mitad de medio día. Y por encima de cualquier otro, Cortés. El taimado Cortés. El demonio Cortés. El que se había hecho pasar por Quetzalcoatl revivido.
Pero había sido ahora, embarcado en esta misión sagrada, cuando había podido poner realmente en práctica todo lo aprendido en el calmécac, cada una de las enseñanzas de su duro tlamantimine Itzcatl, al que en su juventud había llegado a odiar. ¡Alabado su nombre y su sombra! Y por supuesto, todo lo que le habían enseñado los jaguares. En tierra enemiga, a siglos de su hogar, Cuitlahuac había tenido que pasar un año desapercibido, mejorar los rudimentos de su idioma, entender las costumbres, buscar a los hijos de los hijos de sus enemigos. Sin llamar la atención, con una sola oportunidad para ejecutar a cada uno.
Los tejados se habían convertido en una ruta ideal para moverse de noche, y en aquella sección de la ciudad que llamaban "Elclot" no era muy diferente. Las calles eran más amplias que las que acechara anoche, pero muchas veces habia árboles, palos telefónicos o farolas con los que podía contar para cruzar travesías sin tener que descender hasta el suelo.
Jaime Serra Cortés vivía con su joven esposa en un piso acabado de construir en la Avenida Jose Antonio Primo de Rivera. Cada día, al acabar su trabajo, se metía bajo tierra, se subía a aquella bestia metálica que llamaban "metro", y emergía cerca de su casa. Daba un pequeño rodeo para pasar por delante de los talleres donde construían unas máquinas similares pero aún más grandes, marcados con unas letras que, había aprendido, decían "RENFE". Cuitlahuac odiaba a los conquistadores, aunque la mayoría de aquellas personas no parecían dispuestas a conquistar ni siquiera sus propias vidas, pero admitía que su dominio del metal, su capacidad para doblegarlo a su voluntad y construir ingenios con los que se desplazaban de un lado a otro por tierra, mar y aire, era digna de elogio.
Serra entonces tomaba una calleja estrecha que pasaba por detrás del taller y se llegaba a su casa. Excepto que hoy Cuitlahuac venía desde el otro extremo, vestido con una camisa y unos pantalones que había robado, simulando que fumaba. Lo que tenía en la boca, sin embargo, era un tubo cargado con la penúltima dosis de veneno: matar a este descendiente de Cortés hubiera sido demasiado fácil. No sólo debía acabar con la vida de los hijos de los traidores, quería hacerlo arrebatándoles lo que más preciaban. No su familia ni sus posesiones: su identidad, su control, su cordura.
Distaba quince pasos de su objetivo... El otro le veía venir, pero no le dio mayor importancia. El callejón no permitía que ambos pasaran cómodamente, pero ya se dejarían pasar cuando se cruzaran. Diez pasos... Xiuhcoatl oyó unos pasos por detrás suyo alguien más venía desde el mismo lado del callejón que él. No se inmutó y siguió caminando: debía acabar tranquilamente con su objetivo y luego podría salir corriendo por el otro extremo de la calleja. Una suave brisa corría hacia él...
Entonces escuchó algo que no se esperaba:
- ¡Uejkapa, teyaotlani! Teteo anekuitian iknelili.
La imperiosa voz de mujer le conminaba a detenerse, le decía que no contaba con el beneplácito de los dioses. Y lo hacía en su propia lengua. Cortés se había detenido, sorprendido. Xiuhcoatl se giró y quedó deslumbrado por una presencia etérea que se encontraba al final del callejón, una aparición femenina tocada con plumas blancas, cubierta seductoramente en gasas del mismo color que flotaban al viento.
- ¡Man, amo xinequi! -insistió la aparición-. ¡Amo xinequi!
¡No! Los dioses no podían estar interfiriendo justo ahora, después de permanecer tanto tiempo silenciosos ante el oprobio que habían sufrido sus elegidos. Volvió a girarse hacia Cortés, dispuesto a terminar lo que había comenzado, pero desde los mismos tejados que había utilizado él para desplazarse saltó otro hombre hasta el callejón, interponiéndose entre ambos. Le conocía.
- ¡Guardaos vuestra ponzoña del demonio! -exclamó Alonso a la vez que lanzaba un tajo con la vizcaína, su hoja de dos palmos, más pensado para obligar al otro a ampliar la distancia que les separaba que buscando herirle. Tenía que responder a muchas preguntas, la principal de las cuales era qué puerta desconocida había utilizado para viajar hasta 1956.
Xiuhcoatl reaccionó con la celeridad que sólo podía tener un caballero águila, apartándose a un lado pero no dando ni un paso atrás, sino lanzando un puñetazo directo a la mandíbula de Entrerríos. Recuperando aún el equilibrio tras el salto, Alonso perdió la vertical por un momento, golpeándose la cabeza con la pared del callejón por el impulso. ¡Vive Dios que el oceánico pegaba fuerte!
El mexica aprovechó la ocasión para zafarse de la interrupción de Alonso y soplar el polvo venenoso a la cara del sorprendido descendiente de Cortés, que inhaló una gran cantidad antes de salir tambaleándose por dónde había venido. Juan Perucho y don Enrique Gaspar Rimbau le habían estado siguiendo y le esperaban a aquel lado:
- Venga, rápido -conminó Rimbau. Sí, la historia alterada decía que Jaume Serra moría esta noche, el Ministerio ya había dado los pasos necesarios para que su hijo no-nacido... o alguien parecido, pudiera ver la luz del sol. Pero seguía sin poder dejar a aquel pobre bibliotecario en medio de aquella pelea del callejón.
Alonso se había repuesto y volvió a embestir con la vizcaína, pero el oceánico había desenvainado un cuchillo de obsidiana con el que plantaba cara. La nube venenosa seguía flotando en el aire, resistiéndose a posarse, pero esta vez Entrerríos estaba preparado y aguantó la respiración: en las encamisadas había aprendido a hacerlo durante un buen rato, si se terciaba. Ambos se medían en el estrecho espacio que ocupaban. Cuitlahuac se dio enseguida cuenta de la precaución del español: la comisura de los labios se torció en un amago de sonrisa y respiró profunda y ostensiblemente aquel aire envenenado. Aquello pilló a Alonso desprevenido.
- ¡No hagáis eso, loco! ¡Os vais a matar!
La sonrisa del otro se ensanchó.
- ¡Alonso! -exclamó Amelia a sus espaldas al darse cuenta de que su compañero había vuelto a respirar el polvo venenoso.
Por detrás de Cuitlahuac, Jaime se había detenido y miraba a su alrededor con desconfianza y aprensión. ¿Se estaban haciendo más profundas las sombras? ¿Era posible que estuvieran... deshilachándose? Y entonces, al fondo del callejón, donde había creído ver a dos hombres que le llamaban ofreciéndole seguridad, ahora veía a un ogro con dos cabezas, un humanoide jorobado, obeso y purulento cuyo aliento fétido hablaba de canibalismo y otras perversiones. Serra cayó de rodillas, con lágrimas en los ojos, mientras una voz balbuceante escapaba de sus labios:
- Te...te... teke-lili, tekeli-li... -era cuanto lograba pronunciar.
Alonso no estaba dispuesto a morir sin plantar batalla:
- Estáis loco... estáis loco -volvió a repetir. Las sombras empezaban a emitir zarcillos que pronto iban a convertirse en tentáculos. La oscuridad más profunda del callejón era como el fondo de un ojo gigantesco, un pozo más antiguo del tiempo que quería tragárselo. Ya lo había vivido antes, y ahora sabía que todo era mentira.
Lanzó una estocada al oceánico que le bloqueó con ciertas dificultades con la hoja de piedra negra. No parecía atreverse a detener con todas sus fuerzas: Amelia ya le había explicado a Alonso que los mayas y los aztecas no sabían forjar metales como el acero, y que sus armas de piedra estaban en desventaja contra el metal toledano. Ahora fue Alonso el que sonrió: sin hacer caso a la voz que, a sus espaldas, repetía su nombre impregnado en el olor de la hierbabuena volvió a atacar al oceánico, una, otra y otra vez. La primera le hirió, la segunda no alcanzó su objetivo, y con la tercera, la daga de obsidiana se partió en tres trozos. Recibió un golpe brusco en la base del cuello y un rodillazo en la entrepierna que le hicieron ver las estrellas: el oceánico estaba preparado para luchar con o sin armas, era tan buen soldado como él mismo.
- Ïa... ïa... -dijo Alonso mientras se derrumbaba en el callejón-. Padre nuestro que estáis en los cielos...
- ¡Tekeli-li! -entonaba Jaume cada vez más enfebrecido.
Cuitlahuac cogió la vizcaína de Alonso. Amelia disparó una vez. La bala arrancó chispas a la derecha de Cuitlahuac: era la segunda vez que Amelia disparaba y seguía teniendo una puntería más bien discreta, especialmente en aquella penumbra, pero bastó para que el mexica se alejara de Entrerríos. Amelia Folch buscó bajo su disfraz vaporoso la última dosis del antídoto que había elaborado Mei Ling, y que había conservado precisamente por si ocurría esto. ¿O tal vez ella también había estado pensando en la posibilidad de salvar a Jaime Serra?
Alonso se aferraba rezando a los últimos restos de su humanidad, balbuceaba oraciones que no había repetido desde que era muy pequeño. Pero incluso aquella fe era capaz la droga de utilizarla en su beneficio, y cada vez intercalaba nombres más extraños entre los de los ángeles y los santos. Amelia luchó por hacerle beber el preciado antídoto, aunque Entrerríos se debatía con fuerza y no conseguía distinguir el acercamiento de su compañera de patrulla de algo mucho más terrible y gomoso.
Sangrando en el costado, pero prestando por el momento poca atención a la herida, Cuitlahuac llegó hasta una tapa de alcantarilla que había cerca de dónde había caído Jaime. Miró ferozmente a Juan y Enrique, blandiendo la espada corta de Alonso.
- Hemos avisado a la policía -aventuró Perucho sin atreverse a entrar más en el callejón-. No tiene usted escapatoria.
- Buen intento -susurró Rimbau, valorando sus escasas oportunidades.
- ¿Usted lo ha hecho? -le respondió Perucho soto voce.
- Yo no.
- Yo sí.
Y casi como por arte cinematográfica, en ese momento preciso empezaron a oirse unas sirenas en la distancia que, si uno creía creerlo así, se acercaban. Aquello les dio el valor necesario para dar un paso dentro del callejón.
Cuitlahuac abrió la tapa de la alcantarilla introduciendo la vizcaína por uno de sus agujeros. Comenzó a pronunciar palabras en una versión tan antigua de su propio idioma nahuatl que ni siquiera él mismo comprendía su significado. Pero sí su cometido.
Amelia tuvo que dejar la pistola en el suelo y usar las dos manos y todo su peso para conseguir por fin que Alonso se tragara el remedio chino-africano de Mei Ling. El plan casi había funcionado, el disfraz había convencido al asesino, las frases que don Enrique había preguntado por teléfono a un viejo colega académico de finales del XIX habían llamado su atención y Alonso casi lo había sorprendido. Pero en este trabajo, "casi" podía significar la muerte.
Lejanamente, su consciencia había registrado que el asesino decía algo en una lengua exótica. Una parte de su cerebro particularmente atenta le había dicho que no la entendía pero que tenía una estructura similar al nahuatl que había memorizado. Lo importante es que las facciones de Alonso recuperaban la serenidad: esta vez le habían dado el antídoto decididamente a tiempo, debería restablecerse en pocos momentos. Y, tarde, otra parte de su mente le dijo que el asesino se había callado.
De forma súbita, un mazazo le golpeó la nuca y la dejó inconsciente. Alonso había recuperado lo suficiente el conocimiento como para levantar las manos hacia ella, pero sin fuerzas. Cuitlahuac cogió a Amelia como un fardo, se la cargó a hombros con una sola mano y avanzó de nuevo hacia Jaime con la vizcaína en la otra. Alonso, que estaba tendido hacia arriba, consiguió reunir fuerzas para girarse y trató de ponerse en pie. El oceánico se agachó junto al cuerpo tembloroso de Jaime, con Amelia a sus espaldas. Aferró con fuerza la vizcaína, apuntándola hacia abajo. Al darse cuenta de lo que iba a hacer, Juan Perucho consiguió reunir todo su valor y se lanzó en tromba por el callejón. Pero la vizcaína viajaba ya hacia abajo a una velocidad tan imparable como su odio: atravesó el corazón frenético de Jaime Serra Cortés, salpicando sangre como si hubiera estallado, y sólo la empuñadura quedó asomando fuera de la camisa empapada en carmesí.
- ¡No! -gritaron a la vez Alonso, Juan y Enrique, sus voces ahogadas por el aullido de una sirena tan cercana que ya venía acompañada de destellos de luz rebotando en las paredes del callejón.
Sin detenerse a contemplar el fruto de su obra, Cuitlahuac se puso derecho, dio dos pasos y saltó con Amelia dentro de las alcantarillas. Inmediatamente detrás de él, saltó Juan Perucho.
Sólo unos segundos después, Alonso, renqueando, y don Enrique Gaspar, avergonzado por su cobardía, llegaron hasta la alcantarilla abierta casi a la vez. En el extremo norte del callejón, un policía desenfundó su arma reglamentaria y les apuntó:
- ¡Quieto todo el mundo! ¡Arriba las manos!
Alonso y Enrique miraron dentro de aquel agujero redondo. Cruzaron sus miradas.
- Es imposible -dijo Entrerríos, levantando las manos.
Rimbau le imitó, sacudiendo la cabeza con incredulidad:
- Imposible.
El agujero de la alcantarilla daba a un pozo que tras apenas medio metro de profundidad quedaba bloqueado por una reja soldada a las paredes. No había rastro ni de Amelia ni del asesino oceánico. La luz de la sirena de la policía arrancaba suaves destellos a la sangre de Serra, que empezaba a cubrir el callejón.
(CONTINUARÁ...)
No hay comentarios:
Publicar un comentario