02 junio 2016

MdT2: Incluso el propio tiempo (X)


Madrid, 22 de diciembre de 2015
   Salvador abrió por cuarta vez aquella hora la puerta de su despacho:
   - Menuda inocentada. ¿Seguimos sin novedades del paradero de la señorita Folch?
   Angustias estaba consternada. La insistencia del subsecretario, habitualmente mucho más desapegado y distante, dejaba ver que la desaparición de Amelia le afectaba más de lo que quería dejar ver:
   - Nada, jefe. Hemos dado la alarma a todos los Ministerios con puertas hacia las colonias españolas en la América del siglo XVI. Incluso el subsecretario De Las Cuevas, en 1587, está valorando avisar a la Reina Isabel de Castilla, pero la puerta con la que ellos cuentan conduce a 1490, diez meses antes de que el Rabino Levi le revelara el secreto de viajar en el tiempo, y dice que no quiere arriesgarse a alterar la historia del Descubrimiento.
   - Muy bien, siempre ha sido un hombre muy despierto, De Las Cuevas. Dígale que no descarte dejar una misiva en 1490 para entregar a la reina al año siguiente, pero que no lo ejecuten todavía. ¡Ah! Y extienda el aviso a los siglos XVII y XVIII. Por lo que sabemos, ese azteca podría ser mexicano y trabajar solo, no tenemos que dar por supuesto que vive en tiempos de Moctezuma. Manténgame...
   - ...informado, sí, jefe. En cuanto se sepa cualquier cosa, yo entro sin llamar.
   - Es lo que hace siempre.
   Angustias sonrió con el último sarcasmo de Salvador: aquello ya se parecía más a él.

   El subsecretario Martí se frotaba las manos dudoso mientras volvía a entrar en su despacho: Ernesto había convertido aquello en una especie de base de operaciones militar, y había hecho traer una mesa sobre la que se habían dispuesto mapas, cartas de navegación, libros de Historia, varias ediciones obsoletas del Listín de Puertas e incluso una colección de bandos y noticias "llegadas de Ultramar" en dieciseis volúmenes. En el sofá, Alonso estaba dictando a Velázquez la descripción más completa que podía del envenenador, y exprimía su memoria para poder arrancar detalles de sus dos confusos encuentros con él. Quien no paraba de revisar toda la documentación, casi con frenesí, era don Enrique Gaspar Rimbau.
   - Tómeselo con calma -le dijo Ernesto-. No esperamos encontrarles directamente, sólo el rastro que hayan dejado en la Historia.
   - No puedo tomármelo con calma -respondió el otro, cotejando datos de tres fuentes distintas sin conseguir que le aportaran nada nuevo-. Ha sido absolutamente mi responsabilidad.
   - La señorita Folch estaba al mando y es muy capaz de tomar sus propias decisiones.
   - No lo entiende: fue idea mía usarla como cebo, y culpa mía convencerla para que lo hiciera.
   - Ernesto tiene razón -dijo Salvador-: ha pasado algo que nadie podía prever. Usted dio sugerencias, como era su obligación. Ese es su papel en la Patrulla, señor Rimbau, ofrecer posibilidades. Posibilidades que ni siquiera a alguien con la preparación de Amelia se le pudieran haber ocurrido. Sus currículums andan parejos en algunos tramos, pero han vivido ustedes vidas distintas. Tenía que hacer usted esa sugerencia: y ella tenía que haber dicho que no.
   - También ha desaparecido Perucho -incidió Ernesto sin ánimo de cargar más culpa sobre los hombros de don Enrique, pero incapaz de pasar por alto un detalle tan importante.
   - Sí, hemos incluído también su descripción en la orden de búsqueda... Al menos mientras le recordemos. Si tardamos demasiado en devolverle a su tiempo, quizás desaparezca de nuestros recuerdos. Y no podemos permitirlo -aprovechó que Alonso había dejado de hablar con Velazquez para decir lo que menos ganas tenía de decir-. Espero que entiendan lo que les voy a decir: la prioridad es rescatar a Juan Perucho. Su influencia en las letras españolas de la segunda mitad del siglo XX es única e irremplazable. Por mucho que me duela, encontrar a la señorita Folch es secundario. 
   - Lo más probable es que sigan juntos -aportó Entrerríos-, y si empiezo a conocer bien a Amelia, si están con vida estoy seguro que se deberá a ella.
   - Estoy de acuerdo con usted. Pero su teléfono ha salido de territorio español: existe la posibilidad de que hayan aterrizado en un periodo muy convulso de la Historia al que no tenemos acceso sencillo. Si siguen vivos, sus vidas correrán peligro a cada instante -el silencio que siguió les llevó a todos a una incómoda introspección que les llevó a bajar las miradas. Salvador lo atajó con una última palabra, señalando los retratos de Amelia y Juan que presidían la mesa y que habían hecho llegar a los Ministerios anteriores-. Encontrémosles.


En la oscuridad, paradero desconocido
   Cuando Amelia abrió los ojos, volvió a cerrarlos y a abrirlos varias veces. Si había alguna diferencia, era muy escasa. Buscó el teléfono móvil que había escondido dentro del calzado. Aún se encendía, pero enseguida le preocupó descubrir que no tenía cobertura. Al levantarse sintió una oleada húmeda entre las piernas, a duras penas contenida: se alegró más que nunca de aquella charla sonrojante que tuvo con Irene al entrar en el Ministerio.
   A su escasa luz, pudo empezar a discernir lo que tenía alrededor. El tacto ya le había dicho que estaban en una cámara de piedra, de unos dos por tres metros, con una especie de catafalco en medio. No logró ahogar un grito cuando descubrió que sobre el catafalco yacía un esqueleto completo adornado con plumas, una máscara enjoyada y un vestuario ceremonial de aspecto mucho más noble y auténtico que el disfraz teatral que se había puesto. No parecía haber entrada ni salida alguna. Miró a su alrededor, enfocando el pequeño haz que arrojaba el teléfono: una forma en una esquina empezaba a moverse. Era Perucho.
   - Ai, quin maldecap! -se lamentó. Le sangraba la nariz, pero no parecía tener heridas de gravedad. Había algo raro en el aire, como si fuera más ténue.
   Un par de pasos más allá estaba el asesino mexica que les había tirado dentro de la alcantarilla. ¿Era donde estaban ahora? Se acercó a él con precaución: Juan Perucho le había dado un golpe fuerte al caer encima suyo, y la contusión que tenía en la cabeza ya comenzaba a inflamarse. 
   - Tenemos que salir de aquí -Amelia no alcanzaba a ver en el techo el agujero por el que se habían lanzado. Tampoco encontraba salidas en las paredes ligeramente inclinadas, pero sentía cómo la falda vaporosa que les habían prestado en el Paralelo se agitaba tenuemente al acercarse a uno de los lados. Empezó a presionar las losas de la pared, sistemáticamente.
   - ¿Buscamos una puerta oculta? -dijo Perucho, de pie ya y repitiendo sus acciones unos pasos más allá. No hizo más preguntas: había visto el esqueleto de la mujer y sencillamente quería salir de allí cuanto antes.
   Ninguna de las piedras parecía estar suelta, ninguna giraba ni se hundía. Cuando llegaron al final del muro, Amelia le dio un golpe con ambos puños, desesperada. Estaba casi segura de que tenía que haber una...
   Toda la pared se movió, basculando alrededor de su eje central. Entraba luz indirecta desde fuera Recuperando el equilibrio, Amelia Folch sonrió a Perucho, este le hizo un gesto de cortesía, y la líder de la Patrulla salió de la tumba.
   Fuera había otra cámara de piedra de muros también inclinados, el doble de amplia y con una entrada que daba al exterior, por el que se veía un cielo azul y un día luminoso. Hacía más calor que dentro de la cripta. Y un hombre en el suelo, arrodillado junto a un cuenco, un mexica escasamente vestido, con la cara pintada. Un hombre que la miraba con ojos de sorpresa, luego de pavor y que, al levantarse, mientras Amelia le hacía un gesto para que por favor no gritara, se fue chillando aterrorizado:
   - ¡Yetaxaaaaaaaaa!
   Amelia y Perucho salieron tras él. El sol casi les deslumbró, y cuando se acostumbraron a la luz, también lo que vieron a sus pies: desde una altura de 50 metros, contemplaban una enorme ciudad de piedra que crecía sobre un islote en el centro de un lago, con cientos de miles de personas caminando por sus calzadas de piedra, afanándose de un lado para otro. Había canalizaciones, altos muros, grandes monumentos, una enorme plaza y varias pirámides escalonadas como aquella de cuya cúspide habían emergido, un par de ellas incluso mayores.
   El hombre huía escalones abajo saltándolos de tres en tres, de cuatro en cuatro, arriesgándose a romperse la crisma.
   - ¡Yetaxaaaaaa! -gritaba, llamando la atención de todos los que le oían en la calle. Miraban arriba y veían los ropajes blanquecinos de Amelia flotando al viento, y la señalaban con el dedo.
   - Yetaxa -comenzó a oírse repetir desde abajo-. Yetaxa.
   - Es el México de los aztecas -se dijo Amelia-. Nadie nos va a encontrar nunca.
   - ¿Qué está diciendo, señorita? -inquirió Perucho, tan fascinado como preocupado.
   - El veneno -respondió ella, apresuradamente-. Nos está haciendo ver cosas que no son...
   - Potser. Una vez leí algo parecido -dijo él, ensoñado-. Una puerta... al pasado...
   Pero antes de que Amelia pudiera preguntarle nada más, de algún lugar del lago les llegó el eco claro y potente de una explosión
Tenochtitlan, 11 de mayo de 1521


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