06 marzo 2017

MdT: Un Acto de Amor (VIII)

(Viene de "Un Acto de Venganza")


Un Acto de Amor (VIII)
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Por Mª Nieves Gálvez

  

  
  (La Coruña. 6 de Mayo de 1589, 6:00 h)
  
  Julián estaba acostumbrado a aquella agitación: disparos, carreras y órdenes. Nada que no hubiera visto en la guerra de Cuba. Pero aun así le impresionó lo que vio en el mar, desde lo alto de las murallas: casi doscientos barcos ingleses. Parecía una versión guiri de la Armada invencible, a menos de medio kilómetro. De pronto, algo brilló en ellos: múltiples puntos de luz, silenciosos durante un extraño segundo...

  Entonces recordó las clases que preparaba Maite en casa: "el sonido tarda un segundo en recorrer trescientos cuarenta metros". Y los proyectiles, probablemente no mucho más...

  - ¡Joder! -se encogió, espantado.

  El hijo de Alonso también lo vio; soltó la pistola y le acabó de derribar sin mediar palabra. Entonces les alcanzó el estampido de los cañonazos, sacudiéndoles atronadoramente. La muralla tembló bajo sus pies, desprendiendo cascotes. Se escuchó un alarido de algún desgraciado que no se había agachado tan a tiempo como ellos.

  Julián volvió a levantarse y echó una mano a alguien más, que parecía a punto de despeñarse.

  - ¡Si ese cañonazo llega a dar más arriba, os habría matado! -protestó el oficial al que acababa de salvar-. Marchaos: estar aquí es peligroso. ¡No sois soldado!

  - ¡Soy médico, y aquí es donde están los heridos! -gruñó el enfermero. Se alejó hacia donde habían sonado los alaridos, añadiendo por lo bajo-: Como si me quedara mucho que perder, no te jode...

  - Es un desagradecido, pero tiene razón -observó el hijo de Alonso, pegado a sus talones-. Curad a quien podáis, pero no os arriesguéis: vuestra misión es otra.

  La misión: eso era lo que Julián no quería recordar. O más concretamente, las mentiras de Amelia.

  - ¿Sabes lo que pasará si salvo a María Pita, Alonso?

  - Que corregiréis la Historia, ¿no? Si Dios nos da esa suerte.

  El enfermero se mordió la lengua y reemprendió la marcha. ¿Suerte? La suerte se reía una y otra vez en sus narices. No sabía cómo, pero si fracasaba, si no salvaba a María Pita... ¡Maite viviría! Y Amelia no se lo había dicho; él se había tenido que enterar por otros medios.

  "Me ha mentido" intentó no pensar; pero la idea volvía una y otra vez. "Creí que éramos amigos, pero miente. ¿Cómo voy a creer en ella nunca más?"

  No tenía ni puta idea.

  Descargó su ira contra el primer tocapelotas que vio: un oficial que intentaba echar de malos modos a dos mujeres. Éstas, sin dejarse intimidar, se afanaban en atender a un hombre inconsciente.

  - ¡El enemigo es Drake, no ellas! -bramó el enfermero, apartando al militar de un empellón.

  Éste volvió su arma hacia Julián por puro instinto; sólo la rapidez de Alonso, noqueando al oficial por la espalda, evitó una tragedia.

  - ¡Julián Martínez! -le increpó el joven- ¿Estáis loco?

  - Bingo - asintió el enfermero, sin mirarle. Ya estaba examinando al herido, con súbita profesionalidad.

  - ¡Ese nombre! -exclamó una de las mujeres-. ¿Vos sois...?

  - Médico -replicó él, sin percatarse del excesivo asombro de aquella voz-. Habéis hecho un buen vendaje en el brazo. Pero la pierna está rota, ¿veis la deformación? El traslado no debe realizarse sin entablillar primero. Sobre todo porque la fractura está demasiado cerca de la arteria femoral: un mal movimiento sería fatal.

  Ella clavó una extraña mirada en el enfermero y se aplicó a ayudarle, con tanta atención como eficiencia. Cuando todo estuvo listo, la joven (que decía llamarse "Mayor") guió al grupo hasta una zona resguardada, dentro ya de la ciudad: una iglesia donde varios religiosos habían improvisado una enfermería. Tres frailes se hicieron cargo del herido; uno de ellos ocultaba sus facciones con la capucha de su hábito.

  - Ése no va ataviado como los demás -observó el joven Alonso, con cierta suspicacia-. ¿De dónde habrá salido?

  - De fuera de las murallas. Como yo -intervino una voz amarga.

  Alonso y Julián se volvieron hacia ella. Les costó reconocerla: despeinada, cubierta de polvo, con el rostro tan dañado como sus ropas. Atendiendo las heridas de otros, sin preocuparse de las suyas. Con un rictus de amargura en las facciones, similar al de Julián en sus peores momentos. Pero sí reconocieron a los dos niños que se escondían tras sus faldas, tan doloridos como ella.

  - ¿Inés...? -comprendió Alonso-. ¿La que nos vendió telas para vendar a los heridos?

  - ¡Me salvasteis la vida con aquel arcabuz! - recordó Julián-. ¿Y vuestro marido?

  Ella negó con la cabeza. No encontraba palabras, pero tampoco tuvo ocasión de pronunciarlas: los niños se echaron a llorar al escuchar la inoportuna pregunta. El enfermero se intentó disculpar por su torpeza; debería haberse dado cuenta. El barrio extramuros de La Pescadería había sido arrasado. Él mismo lo había visto desde las murallas.

  - Estuvo disparando hasta el final, y yo también -dijo ella al fin, cuando unas ancianas se llevaron a los niños a tomar un bocado-. Hasta que llamamos la atención de los ingleses. Derribaron la casa con nosotros dentro. Los niños se guarecieron bajo las mesas de vender telas, pero mi esposo...

  Ni pudo ni quiso explicar los detalles: su marido, realizando un último disparo suicida hacia los artilleros, mientras una bala de cañón le derribaba el techo encima. La explosión. Ella, corriendo instintivamente hacia los niños. La búsqueda de cuerpos entre los escombros...

  - ¿Los niños lo vieron? -se atrevió al fin a preguntar Julián, abrazándola sin darse cuenta de lo inapropiado que era el gesto en aquel siglo. Si a ella le hubieran quedado ánimos para pensar en la decencia le habría esquivado, pero ya todo le daba igual.

  - Intenté que los niños miraran a otro lado, pero no había a dónde mirar -murmuró ella, con la expresión perdida. Ya no le veía. Las imágenes del combate se repetían en su mente sin descanso-. Todo el barrio estaba igual. Era un campo de batalla...

  - ¡Julián, ved esto! -interrumpió el hijo de Alonso, en un susurro nervioso.

  El enfermero le rechazó; no era un buen momento. Pero el joven le obligó a mirarle y susurró, bajando aún más la voz:

  - ¿No buscabais a un hombre con la oreja cortada? El espía que le dio a Drake armas del futuro. ¿Qué hace aquí?

  Julián se giró hacia el "fraile" que le señalaban: el que vestía un hábito diferente y había llegado del exterior de las murallas. Se estaba volviendo a poner la capucha caída, pero no había duda: era el hombre de las fotos de Lola Mendieta. ¡Un superviviente de la banda de Leiva!

  - Esta ciudad tiene una Puerta del Tiempo: la de María Pita -recordó el enfermero; ¡por fin, todo encajaba!-. Como Drake no pudo robar la Puerta de Gil Pérez, ¿quiere la de Pita? ¿Por eso ha venido Drake a La Coruña?

  - Yo me encargo de vigilar la Puerta -susurró una tercera voz a sus espaldas, sobresaltándoles. Era la joven llamada "Mayor"-. Vosotros seguid a ése. Ya nos reuniremos después.

  Los dos hombres la miraron con suspicacia, pero no había tiempo para dudas: el sospechoso, quizá notando la agitación, se alejó a buen paso hacia la salida de la iglesia. El hijo de Alonso se apresuró a seguirle, pero Julián se retrasó lo justo para una última pregunta:

  - ¿Cuánto rato lleváis espiándonos, Mayor?

  - Desde que supe vuestro nombre, Julián: Ernesto me encargó buscaros. Me llamo María Mayor Fernández de Cámara y Pita. Me esperan en la muralla, pero esto es más urgente.

   - ¿María... Pita?

  - Yo ocuparé vuestro lugar en la muralla, María Mayor -intervino Inés de Ben, regresando al fin a la realidad-. Así le llevaré a los defensores pólvora y armas. Es todo lo que he podido salvar de mi casa.

  -Es peligroso -protestó la agente del Ministerio.

  -Eso ya no importa -fue la amarga respuesta.

  Inés miró por última vez a sus hijos, atendidos por las caritativas ancianas, y se puso en marcha con su carga de armas. No sabía que sus ojos nunca volverían a ver a los pequeños. Pero aunque lo hubiera sabido, no le habría importado; tenía que ayudar a salvar la ciudad, precisamente por ellos. Y no pensaba ya en las consecuencias.

  Sólo pensaba en la última vez que vio a su marido: al cubrir su cadáver con una sábana, escombros y una cruz. Y con docenas de besos.

  "Pagarán lo que te han hecho, amor mío", sollozó Inés de Ben, apretando los labios en un rictus de furia, camino de las murallas. "Haré que usen bien esta pólvora y estas armas. Te vengaré".

  * * * * * * * * * *

  (Lisboa, Posada Del Gallego, 6:00 h)

  Amelia tenía una imaginación privilegiada. Había soñado (y conseguido) cosas casi impensables para una mujer de su época. Pero siempre había tenido límites: los que le imponía la decencia. O el orgullo de considerarse inalcanzable, reservada. Una mujer altiva que no pensaba dejarse coleccionar como un trofeo.
¿Reservada... para qué? ¿Para un marido?

  "Ese tiempo ya pasó", reflexionó, apartando las sábanas: ya comenzaba a clarear el día. "Ahora veo que esa reserva no era por orgullo: era por obediencia a una tradición machista. La de ser virgen hasta casarme y sentar la cabeza algún día".

   Lo cual implicaba abandonar el trabajo y los estudios al casarse, según le habían enseñado en su tiempo. Menos mal que las mujeres de la época de Julián le habían abierto los ojos: se podía trabajar sin ser por ello mala esposa. Siendo amada con locura. Como Maite lo había sido.

   O vivir libre, como le enseñó otra persona: "Ella sí que es un buen ejemplo" sonrió con picardía, comenzando a vestirse. "¡Aunque mis padres la llamarían lo contrario!"

  Como si leyera sus pensamientos, el móvil emitió un brevísimo zumbido y quedó silencioso de nuevo. Era un mensaje de texto. De ella: del "mal ejemplo". Irene.

  "Tengo la información que le pediste a Angustias" rezaba el mensaje. "Ostende, 1603".

  Amelia frunció el ceño. No era el saludo que esperaba. El último tema que habían tratado era muy distinto.

  "Gracias" tecleó. "¿Recuerdas nuestro experimento?"

  "¿Qué experimento?"

  La respuesta le sentó a Amelia como un mazazo. Pero contuvo sus nervios y lo intentó de nuevo:

  "Cambiar la Historia. Ya sabes, hacer que María Pita sobreviva hoy al ataque de Drake".

  "¿De qué hablas, Amelia? Eso no es un cambio. ¡Claro que sobrevivió a Drake, cuando salvó La Coruña! ¡Es famosa por eso! Lástima que no pudiera salvar Portugal".

  Aquello no parecía ninguna broma. Sin darse cuenta, Amelia comenzó a dar vueltas por la habitación. Estaba inquieta: sus conocimientos de Historia no coincidían con los de Irene. Ya había sucedido antes; pero esta vez, una idea preocupante se abrió paso en su mente. Si sus conocimientos no eran ya correctos, ¿qué sería de los años de estudio, del liderazgo, del puesto de Jefa de Patrulla...? Tanto esfuerzo, ¿para perderlo todo así? No. ¡Inadmisible!
Intentó serenarse y tecleó una última pregunta:

  "¿Cuántas veces nos hemos besado tú y yo, Irene?"

  Al otro lado hubo una pausa larga. Incómoda. La cara de Irene debía ser todo un poema.

  "Sólo una, claro. Cuando nos conocimos" fue la respuesta, al fin. "¿Cómo iba a repetir, con la cara que pusiste? ¿Estás de broma?".

  Confirmado: Irene no recordaba el beso del día anterior, en el corral de comedias. Ni el experimento que habían ideado allí: corregir la Historia y estudiar cómo ello afectaría a la memoria.

  La buena noticia era que, de algún modo, María Pita ya no moriría antes de tiempo; alguien había corregido la Historia. Debía haber sucedido en las últimas horas, mientras Amelia estaba de misión e Irene no: por eso sólo una de ellas recordaba el cambio.

  La joven comenzó a teclear una explicación larga, detallada... pero acabó por borrarla, frase por frase. No era fácil resumir una misión tan compleja, que además ni siquiera estaba terminada. Aún podían cambiar demasiadas cosas.  

  "Es verdad: sólo es una broma" mintió al fin. "Los chicos hicieron un buen trabajo ayer, bebimos para celebrarlo y todavía estamos un poco... alegres".

  "¡Así me gusta, aprovechando el tiempo! Empiezas a aprender".

  Amelia sonrió con tristeza, tecleó una despedida y guardó el móvil.

  Una aliada menos. Estaba sola.

  Un sonido a su espalda le recordó que, en realidad, no del todo. Había alguien aún en el camastro, y por fin comenzaba a rebullir bajo las sábanas.

  - Tus pechos, como el mármol de los dioses... -musitó él, adormilado.

  A pesar de todo, la joven tuvo que contener una carcajada: ¿cuántas veces había oído ya aquellas palabras?

  - Conmigo tendrás que tener más ingenio, "Fénix" -sonrió, acercándose con seductora malicia-. Las musas del reino de Morfeo somos muy exigentes.

  Lope sonrió, poniendo en marcha su fértil imaginación. En el fondo le encantaban aquellos retos, aunque tuviesen lugar en condiciones tan extrañas. Amelia le había hecho creer que toda aquella estancia juntos era un sueño: nunca llegaría a contarla a ella en su colección de conquistas. Sólo ella sabía que todo era real. Para ella, él sí era un trofeo.

  La joven echó un vistazo por la ventana: era temprano. Podía volver al lecho por un rato...

   "¡Ah, qué bien sienta romper los viejos límites!" se animó, desciñéndose la ropa. "Irene tiene razón: voy aprendiendo a aprovechar el tiempo".
  
(CONTINUARÁ...) 


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1 comentario:

Percontator dijo...

^^ ¡Yupii! Muchísimas gracias.
PD-Más, por favor. ;)