TERTIA PUGNA
CAPÍTULO 8.- SANGRE INOCENTE
Two hands to hеal the pain
La vida es como una caja de dinamita: puedes aprender a manejarla, pero no te descuides. Porque también puede ser que salgas volando cuando menos te lo esperas.
O que desaparezcas bajo las ruedas de un bólido de dos toneladas.
- ¡¡Maggie!! -gritó Nina, lanzándose hacia el vehículo que le había arrebatado a su amiga. Intentó rebuscar bajo el amasijo de hierros, rogando sin cesar-: Por favor, Dios mío, ¡que no esté muerta!
Entonces sucedió algo casi único. A fin de cuentas, como diría Gabriel, no es frecuente que un ser humano tenga ocasión de rezar en presencia del puto Arcángel Supremo.
La calle se inundó de luz purísima (y de un cursi olor a rosas). La invocación despertó en Azirafel un poder abrasador: a punto estuvo de descorporizarse. Pero consiguió dominarse, dejar de brillar como un foco halógeno e imponer las manos sobre el metal: se concentró para elevarlo...
... y le resultó mucho más fácil de lo que esperaba. El doble de fácil, para ser exactos.
Cualquier otro ángel se habría puesto en guardia al ver a Crowley, con las alas aún desplegadas, recitando un conjuro en la lengua del Infierno. Pero Azirafel sonrió:
- Gracias por...
- No lo hago por ti. ¡Sólo es porque conozco mejor que tú estos trastos! -le interrumpió Crowley. Sus ojos de serpiente se clavaron en los del otro, señalaron una dirección y el ángel obedeció. Juntos apartaron el maltrecho vehículo, sincronizándose como engranajes de una maquinaria, que por fin, volvía a estar completa.
Como en el pasado.
Como debería haber sido en el futuro.
- Maggie... -gimió Nina. La joven morena se acercó temblando a la librería, sin atreverse a mirar la entrada. Porque, contra la puerta, el Jaguar debería haber aplastado a...
- N-no... ¿¿¡no está!??
- ¡Milagro! -anunció la voz jubilosa de Muriel desde el interior del edificio. A través del hueco de la entrada (ya no había puerta), todos vieron que el ángel novato sostenía en sus brazos a Maggie-. ¡Por fin he hecho un milagro!
Nina entró, espoleada por la adrenalina:
- Maggie, ¿¡estás bien!? ¡Creí que ese trasto te había planchado contra la puerta!
- ¡Imagina lo que creí yo! -balbuceó la aludida, acabando de ponerse en pie-. Sí que es un milagro...
- Más bien medio milagro. Tienes una hemorragia interna -señaló Crowley desde el umbral. Se había quitado las gafas, para examinar las lesiones con su visión infrarroja de serpiente.
- Podría ser peor -sonrió valientemente Maggie-. No sé cómo lo has hecho, Muriel, pero gracias.
- Sólo quité la puert... - la sonrisa de Muriel se heló al ver quién más se aproximaba -. Aunqueee... ¡s-seguro que no cambié nada importante! N-no puedo interferir en asuntos de hu-humanos...
El Arcángel Supremo cruzó el umbral, miró al ángel novato y... se vio a sí mismo, años atrás. Ocultando sus bienintencionados deslices a sus superiores, tras la máscara de una sonrisa de terror.
- No temas Muriel -decidió, mirando para otro lado-. No he visto que hayas hecho nada inapropiado.
¿Así se sentía Gabriel cada vez que Azirafel mentía?
¿Sospechaba más de lo que parecía?
La voz de Crowley lo sacó de su ensimismamiento:
- ¡Ángel! ¡Haz lo tuyo!
- ¿Perdón...?
- ¿No la curas? ¡Está más blanca que tu despacho!
- Sólo es un mareo -protestó Maggie, aunque comenzaba a ver borroso. Tuvo que sentarse para contener las náuseas.
Azirafel asintió, deseando ayudar, pero miró a su espalda... y se quedó rígido en el sitio.
Maldición. Nos vigilan.
- ¿De verdad no puede interferir? -se exasperó Nina - ¿A estas alturas? ¿Después de lo que nos mangoneó en el baile?
El exdemonio contempló, boquiabierto, cómo el arcángel se marchaba. No sabía si lo que sentía era asombro, furia o decepción. Sólo se preguntaba cómo había dedicado tanto tiempo de su vida a alguien así.
- Crowley, ¡al menos, ven tú! -suplicó Maggie, con un brusco espasmo de dolor.
La invitación deshizo la barrera invisible que retenía a Crowley: éste perdió el equilibrio, cayó dentro de la librería, se levantó entre blasfemias y examinó el mapa de luces infrarrojas que era Maggie:
- ¡Una arteria enorme se está oscureciendo! Su luz se derrama fuera de...
- ¿¡Qué!?
- No lo ves, pero confía en mí -Crowley señaló un punto bajo la piel de Maggie. Ahí dentro hay una arteria rota, Detective Contable. ¡Repárala!
- No d-debo -tembló Muriel-. Y no puedo. Yo no soy suficiente...
- Conmigo, sí lo eres. ¡Yo contengo la hemorragia interna y tú reparas!
Muriel miró con angustia la salida, por la que había desaparecido su superior. Pero se volvió hacia sus amigas y también vio temor en ellas. Ambas alternativas le daban miedo, tanto si elegía obedecer como si no.
Pero, al menos, podía elegir.
Y lo hizo.
Hay un aura humana: siéntela. No está completa: dentro hay algo roto. Pero has leído libros y sabes cómo debería ser esa arteria. Intentas canalizar un poco de poder para restaurar su forma. Y lo consigues: es como reparar un tubo. Aunque vacío, claro: no sabes llenarlo...
- Buen trabajo, Detective Contable -elogió Crowley-. ¡Mi turno!
Se dice que los demonios no pueden curar, pero había algo que Crowley sí sabía remediar: la resaca. El truco estaba en retirar el alcohol de sus venas para devolverlo a la botella, combinando mecánica de fluidos y tacañería. Haría falta mucha imaginación para curar a nadie con eso, pero la imaginación era su especialidad. Visualizó a Maggie como si fuera una botella, chasqueó los dedos y...
- ¡Le está volviendo el color a la cara! -celebró Nina-. Maggie, ¿me oyes? ¡Dime algo!
- ¿La sangre ha vuelto a su sitio? -Muriel miró a Crowley con admiración-. ¿Cómo lo has hecho?
- ¡Con un truco de borracho! Si puedo mover alcohol de un sitio a otro, también puedo mover otros líquidos. ¡Siglos de vicio me han preparado para este momento!
- Eso no tiene sentido, pero gracias -sonrió Maggie, más recuperada-. Bendito seas, Crowley...
- ¡No bendigas, joder! ¡Que eso escuece!- protestó él.
Pero, en realidad, sonreía cuando dio la espalda al trío: estaba satisfecho. Sobre todo, por la reacción de Muriel.
Se le podía tentar. Sabía desobedecer.
Apartando de su mente intrusivos recuerdos de borrachera, se dirigió al exterior. Tenía asuntos que atender. El primero, averiguar a dónde había ido con tanta prisa el puto Arcángel Supremo.
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Un gélido aguacero azotaba las calles del Soho. Azirafel se encogió al salir de su librería, pero no a causa del frío:
- Veinticinco Lázaros -le sobresaltó una voz acusadora-. ¡Otra vez!
El Arcángel Supremo se detuvo en el umbral y reprimió una disculpa. Llevaba milenios disculpándose; le estaba costando quitarse esa costumbre.
- Sesenta y cinco -corrigió, intentando sonar autoritario-. Pero no necesitas venir para eso, Miguel. ¡Es mi caso!
- Entonces, ¿eres tú el causante?
- Al contrario: soy el que lo investiga -Azirafel mostró el documento firmado por el Metatrón y leyó en voz alta-: "-65 Lázaros. Destruye al responsable".
- No venimos por eso. Es un tema menor -intervino alguien más. Incluso antes de verle doblar la esquina, su aura y el zumbido de su silla de ruedas eran inconfundibles-. Ha habido otro milagro hace unos minutos.
- Veinticinco Lázaros positivos -asintió Miguel.
Saraqael detuvo su silla junto a los restos humeantes de lo que había sido un Jaguar clásico y señaló los daños en la fachada de la librería:
- ¿Esta cosa chocó contra nuestra Embajada?
Azirafel asintió, inquieto:
- Sí, hace unos minutos. Lo aparté con un milagro y... ah, entonces sí fui yo -admitió. Posó una mano en el hombro de cada intruso y se los llevó hacia el ascensor-. Supongo que me excedí por accidente. Vayamos a transmitirle al Metatrón mis disculpas.
- ¿Sólo eso?
- Sólo eso -Azirafel les metió más prisa: no quería que se quedaran a curiosear en la librería-. ¿Qué más podría ser?
La respuesta fue rápida. Inoportunamente rápida.
El aire aumentó su densidad hasta un nivel casi sofocante. Las gotas de lluvia ralentizaron su caída, se detuvieron sin tocar el suelo y comenzaron a ascender lentamente. El efecto se propagó en todas direcciones, como una onda expansiva, pero muda y luminosa. Y el epicentro del milagro era...
- ¡Nuestra Embajada! -anunció Saraqael: el panel de control de su silla era un caos de luces y códigos de alarma-. ¡Esta vez son veinte Lázaros!
Miguel corrió hacia la librería, chocó contra alguien que salía y rugió al reconocerlo:
- ¡Demonio! ¡Abandona este lugar!
- Con mucho gusto -fue la burlona respuesta-. Este sitio es aburrido, ¡y tú también!
- ¡No tan rápido! -a Miguel siempre le molestaba que Crowley no se dejara intimidar-. ¿Qué maldad estabas haciendo ahí dentro? ¡Habla o te fulmino!
Antes de que Crowley elaborara una respuesta más insultante, una voz tímida intervino:
- N-no hacía nada malo... -Muriel se asomó al umbral temblando de miedo, pero continuó-: s-sólo me ayudaba a curar a un ser hum...
- Muriel, ¿estás interfiriendo en asuntos humanos? -se escandalizó Miguel-. ¿¿Y pactando con demonios??
Azirafel no pudo contenerse más. Sabía por experiencia cómo se sentía Muriel: debatiéndose con angustia entre el Bien y el Deber (que ni siquiera deberían ser antónimos). No era justo.
- ¡¡Basta!! -estalló-. Soy su superior. ¡Asumo la responsabilidad!
- ¿Estás seguro? -Miguel sonrió con astucia-. Porque un trato con demonios te podría costar el puesto de Arcángel Supremo.
Crowley se volvió con furia:
- ¡Si quieres quitarle el puesto, búscate otra excusa! Yo ya no trabajo para el Infierno. ¿Recuerdas?
- Es curioso que saques el tema - intervino una voz tan refinada como terrorífica, acompañada por el compás de dos carísimos zapatos de tacón y suela roja. La recién llegada señaló el vehículo siniestrado e inquirió-: ¿Tienes algo que ver con esta muerte, Crowley?
El interpelado echó un vistazo a los restos que señalaba Shax y se le heló la expresión. ¿Era el Jaguar contra el que había competido su Bentley en la M25? ¿Qué estaba haciendo allí?
Azirafel también se quedó helado. Porque en el documento firmado por el Metatrón, la cifra escrita cambió en aquel momento:
"-66 Lázaros. Destruye al responsable".
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