TIC-TAC 6 (Tiempo de pícaros)
ARMANDO
- Tranquila -dijo Irene-: la tecnología va más rápida que las personas.
- Sí, demasiado deprisa -respondió Angustias, resignada.
- Ponme un mixto, por favor -añadió Irene, dirigiéndose al camarero del bar del Ministerio-. Y un tercio.
- Marchando -respondió el camarero.
Angustias e Irene siguieron hablando mientras Armando preparaba el pedido, y luego se fueron a hablar una mesa. Él escuchaba lo justo, lo que tenía que ver con las comandas, pero nada más; e intentaba olvidar rápido, porque todo el mundo iba al bar a comentar sus misiones, sus problemas y sus quejas. Primero, porque todos confiaban en que no pasara. A un camarero convencional muchas veces se iba como al psiquiatra, a soltar tu rollo y, ocasionalmente, escuchar alguna perla de sabiduría. Armando había trabajado en una coctelería de Madrid, el "Bar de Copas", y allí era habitual: dar palique a los clientes solitarios, pero no demasiado en caso de que esperaran compañía. Escuchar dramas personales ahogados en alcohol caro. Pero aunque el trabajo estaba muy bien pagado, iba y venía como el Guadiana. El trabajo en el Ministerio era para toda la vida: una vida de birria si se quería, porque el sueldo era escaso, pero Armando vivía solo y tenía pocos gastos: coleccionaba monedas y veía el futbol como toda afición. Poco más. Aquí no se esperaba de él que socializara.
Segundo, porque se perdía. El de historia sabía lo justo, lo que tenía que ver con las monedas. Al Ministerio del Tiempo había ingresado por oposiciones, como era habitual en las administración. Los requisitos habían sido los convencionales, con un plus por secretismo, y un par de requisitos extra curiosos pero no del todo insólitos: facilidad para las matemáticas básicas (conversión de moneda) y para los "lenguajes y dialectos". Idiomas le habían pedido en muchas partes, "dialectos" nunca; pero ya hablaba inglés y alemán, y chapurreaba algo de francés, así que aprender cuatro cosas básicas de castellano medieval y las ocasionales frases en occitano y latín no le había costado. Ahora se estaba planteando hacer un módulo de idioma tartésico que ofrecía el Ministerio a los funcionarios: no pagaban por hacerlo, pero era gratuito y daba un punto extra de cara a optar a ascensos.
Se levantó Marcial, un funcionario con chaqueta verde que estaba trabajando en los años 50, para que le apuntara todo lo consumido en la cuenta, que luego le vendría a pagar. "La cuenta" no era un pozo sin fondo: con contadísimas excepciones, Armando solo "apuntaba" lo del día. Si tenías algo pendiente, aquí no se fiaba, porque si no luego le tocaba pagarlo a él de su sueldo e ir persiguiendo a todos con la lista de deudas, y a saber en qué tiempo andaban.
Armando no quería escuchar, pero era evidente que Irene, la jefa de personal, estaba conteniendo a duras pena un cabreo importante con lo que fuera que le estaba diciendo a la secretaria de don Salvador. Habían entrado prácticamente a la vez al Ministerio: en aquel momento había otro Armando en el Ministerio, un tal Leiva, que comenzó de jefe de operaciones pero acabó cayendo en desgracia. Irene djo algo de la puerta 36... a saber dónde y cuándo llevaría eso. Con la parsimonia habitual del que solo cumple con su trabajo, se acercó a su mesa y dejó el mixto que había pedido Irene. Ella se calló y se tapó la boca, dudando no del camarero, sino del resto de la cafetería. ¿Estaría hablando demasiado alto? Armando se dio la vuelta sin variar el gesto y volvió detrás de la barra, y enseguida siguieron las dos hablando.
Entró en la cafetería un cavernícola desastrado y peludo. Nadie le dedicó más de una mirada, porque lo conocían todos: en realidad Mariano era licenciado en Bellas Artes, rama de paleoarte, y estaba con su compañero Pepe haciendo una misión en Altamira desde hacía tiempo.
- Armando, ponme un café con leche y un bocata de calamares, anda.
- ¿Cuándo tienes que volverte a la cueva?
- En media hora tiene que llegar el experto que me tengo que llevar para allá: el jefe quiere iniciar una movida de misión que... bueno, no te puedo contar.
- Pues lo siento, pero no te lo puedo poner, Mariano.
- Pero que me estás contando...
- Órdenes de intendencia, mira -le sacó una circular del Ministerio que le había llevado Angustias dos días antes-: dieta paleo estricta para los funcionarios de Altamira, porque "si las defecaciones de los agentes incluyen nutrientes inapropiados para el periodo prehistórico, puede producirse una alteración indebida del suelo cántabro". Ni café, ni leche, ni azúcar, y lo de los calamares me lo tengo que mirar porque no está nada claro: aquí me pone que pescado sí, pero...
- Me cago en la leche, Armando, ¿ahora tenemos que hacer dieta paleo?
- Te puedo hacer un lomo con pimientos, pero sin tomate... y sin pan.
- Hazme dos, que le llevaré uno a Pepe. Lo va a flipar, ¿pero cómo esperan que sobrevivamos en Altamira sin café con leche? ¿Estamos locos?
Armando empezó a prepararle el pedido a Mariano sin prestarle mucha más atención, porque ahora venía la diatriba sobre la pérdida de la extra de navidad, y los trienios que no se pagaban... Lo de siempre. Echó de reojo un vistazo a la mesa de Angustias e Irene, pero ya se habían ido.
Le llevó a Mariano el lomo en un taper y un vaso de agua mineral: cuando le cobró y el pintor prehistórico se apartó a una mesa para comerse su ración, apareció detrás de él un hombre más bajito, moreno y bien rasurado que le esperaba, con un atuendo tardo-romano blanco y crema.
- ¿Senior Armandus? -preguntó el hombre, que no había visto nunca, con un fuerte acento-. Sonno Servius Libertus Gallio, cliente de...
- Sí, sí -le dijo Armando en voz baja, con un insospechado aire de confidencialidad-, con ese nombre ya imagino quién te envía. ¿Prefieres que hablemos en latín?
Afortunadamente le dijo que no, porque "tenía que practicar": el latín lo tenía bastante oxidado. Gallio puso sobre la barra del bar una moneda romana dorada, prácticamente recién acuñada. Armando la reconoció enseguida: era un áureo de Trajano. Aquello podía venderse por 7.000 euros o más, aunque si conseguía sacarla del Ministerio, él no tenía ni la más mínima intención de desprenderse de ella, ni por todo el oro del mundo. Sería la joya de su colección.
- Dile a tu jefe -susurró Armando echando el trapo encima de la moneda de oro esperando que nadie la hubiera visto, y empezando a garabatear una nota en el bloc sin dejar de hablar-, que le doy las gracias. Y que con esto estamos en paz: que cuente con dos garrafas de chocolate caliente y seis bandejas de churros para la próxima Juvenalia.
Arrancó el papel del bloc y se lo dio a Gallio. Ponía "En la cafetería han empezado a hablar de Babel".
- Gratias ago -respondió Gallio, memorizando aquellas palabras como le habían instruido y comiéndose a continuación el papelito. Y salió de la cafetería de nuevo hacia su puerta, para transmitir textualmente la frase a su señor.
Armando escuchaba lo justo, pero le habían dicho que prestara mucha atención si cierta palabra concreta comenzaba a mencionarse en las conversaciones de los jefes del Ministerio, y si él la oía... era casi imposible no fijarse. ¿Estaba traicionándoles con esta minucia? ¿Era ese el destino de todos los Armandos?
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