TIC-TAC 12 (El monasterio del tiempo)
LUJÁN
- ¿Seis por uno? Mira qué verdes, ¡pero mira qué verdes!
Os preguntaréis cómo he llegado aquí. Me llamo Irene Larra. Por lo general dirijo la sección de recursos humanos del Ministerio del Tiempo en 2011. Hoy, en cambio, estoy vendiendo lechugas en el mercado de Abengibre, Albacete, en pleno 1723: una hace lo que le toca, y el resto de patrullas andaban de misiones. El bullicio a mi alrededor es tremendo: hombres, mujeres y niños van y vienen, tocan, sopesan, compran y venden. Hablan. Cantan. Gritan. Algunos trocan, no es del todo inusual aún en estos años. Tengo que estar atenta a mi puesto de verduras, no perder la cuenta de los octavos de real que me dan y doy, charlar con los lugareños y no hacer demasiadas preguntas para no llamar la atención como forastera, algo incómodo porque estoy buscando a alguien de quien apenas tengo una somera descripción. Si no hago algo, hoy va a morir, y la historia de España cambiará para siempre.
...
Bajo la cuesta, en dirección al mercado, con mi mujer Rosario del brazo. Avisto la iglesia: han empezado las obras para ampliarla: San Miguel no se merece menos. Tal vez pueda pedirle trabajo al maestro: mi espalda no soportará mucho más tiempo de arriero, y sé trabajar la madera.
…
Jacinto mira hacia la iglesia. No creo que esté pensando en el día de nuestra boda, más bien en la última trifulca de moros y cristianos que se corrió con los amigos, persiguiéndose de aquí para allá. Lo aprieto contra mí un poco: no les gusta a los demás, pues que se chinchen, que mi marido es mío, en casa y en la calle. ¿Han empezado las obras? Pues a ver si lo cogen, que Jacinto vale para más que para cargar cosechas y toneles y llevar carros arriba y abajo.
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El padre Salustio no está contento con el presupuesto que le he dado, pero si quiere hacer todos los cambios que ha pedido, eso es lo mínimo que va a costarle. Y eso sin contar con el retablo, desde luego, eso aparte. Le digo a los hombres que comiencen a cavar para plantar los pilares, mientras terminan de levantar los últimos niveles de la estructura de madera que nos permitirá llegar con comodidad al tejado. La planta poligonal de la cabecera nos va a traer de cabeza, pero tengo una idea para arreglar los desperfectos superiores que podemos solventar en un par de días. Me harían falta más trabajadores.
...
Jacinto se para frente a las obras, buscando con la mirada a Romualdo, el jefe de obras. Rosario, entretanto, sale a llenar el capazo, y se maldice por lo bajo por haber salido tan tarde de casa: seguro que ya se han llevado lo mejor. Romualdo llega hasta arriba y admira las vistas, sin atisbo de vértigo: cuanto más arriba, más libre se ha sentido siempre. Irene sonríe y vende lechugas mientras escanea y escanea todos los rostros en busca de una señal que le diga quién demonio es Luján y por qué demonios va a morirse y qué sucintas son las esquelas del XVIII que no te dicen la causa de la muerte de los difuntos: la historia invisible es la más difícil de proteger. De los personajes insignes todos se saben la vida y milagros, pero de la gente normal, sin renombre, nadie... No, mejor no seguir por ese camino, que ya sabes donde lleva pensar así, Irene.
Romualdo da un par de pasos hacia el chico nuevo: tiene las espaldas de un toro, y ha subido tres carretillas de pedruscos sin problema, pero ahora tiene los nudillos blancos, las manos apretadas alrededor del único tranco que lo separa del vacío.
Rosario se dirige hacia los puestos de hortalizas, y por un ligero desprecio de los locales hacia las libertades que demuestra con su marido en público, muchos se apartan de su camino. Ella levanta el mentón con orgullo.
La vista de Irene se va instintivamente hacia ese vacío que se ha abierto. A esa mujer que alza la cabeza ante la reprobación de los que la rodean.
Algo más atrás, Jacinto llama a Romualdo con un grito. En ese mismo momento, el maestro constructor le pone la mano en el hombro a su mozo, para tranquilizarlo. El contacto y el grito simultáneo, sin embargo, lo sobresaltan, y pega un brinco que hace oscilar el andamiaje de lado a lado.
Irene casi no registra el grito, una voz más entre tantas, pero estaba mirando a Rosario, y tiene línea visual directa hacia la iglesia. Las obras. El andamio que comienza a oscilar.
…
Suelto la lechuga en manos de la señora que viene hacia mí: imagino que puede ser Rosario. Aún no está embarazada, pero puede que lo consigan al año siguiente. Salgo corriendo por el pequeño pasillo que se abierto entre los desalmados que la miran con desprecio, y que ya empieza a cerrarse tras ella: pues por una vez ese desprecio quizás salve a alguien. Corro, corro. No grito, porque no sirve de nada con tanto bullicio alrededor. Corro, empujo y miro cómo el andamio oscila un poco más, acercándose a una piedra que lleva siglos en ese tejado, desgastada y, muy probablemente, suelta.
Jacinto se acerca al andamio:
- Cuidado, cuidado -dice intentando estabilizarla. Pero por fuerte que sea el arriero, desde abajo no puede hacer nada. Solo morir.
Romualdo calma al mozo:
- No pasa nada, hombre, que soy yo -se lo toma a risa-. Valiente gigante estás hecho, anda baja, antes de que nos tires a todos.
El andamiaje oscila una vez más. Empuja la piedra. Irene salta. La piedra cae. Jacinto mira arriba. La piedra de 5 kgs, acelerada por la gravedad, recorre los 13 metros de altura en un suspiro y se revienta, con fuerza asesina, contra el suelo de la plaza. Irene y Jacinto han rodado por el suelo. Romualdo mira por fin hacia abajo y se da cuenta de lo que ha estado a punto de ocurrir. Rosario, que ha seguido con la mirada a la mujer de las lechugas que tanta prisa tenía, ahoga un grito y se apresura para volver con su esposo.
- Estoy bien, estoy bien mujer. Esta... señora me ha apartado. Pero ya lo había visto venir.
- Gracias, muchas gracias...
Irene recibe los agradecimientos quitándoles importancia, e intenta desaparecer cuánto antes para cerrar el puesto del mercado. Tardará otras 3 horas y agotará las existencias, porque todo el mundo querrá comprar lechugas a la mujer que salvó a Jacinto Luján, el arriero. Salvador estará contento: ese dinero que ingresa el Ministerio. Romualdo ofrecerá un trabajo a Jacinto, pero para Rosario esta a ha sido la gota que ha colmado el vaso y será tajante:
- Se acabó: nos vamos a Fuentealbilla.
Me llamo Irene Larra. Os preguntaréis cómo he llegado aquí. Soy agente del Ministerio del Tiempo, una mujer con mil caras, todas iguales. Me ocupo junto al resto de funcionarios de que la Historia siga siendo como es. La de los nobles y los currantes, los actores, los curas y los deportistas: hoy he salvado a un antepasado de Andrés Iniesta Luján, para que él pueda llevar a España a ganar el mundial de fútbol de 2010, en Sudáfrica. Mañana quizás te salve a ti.
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