TIC-TAC 7 (Tiempo de venganza)
EMILIO REDÓN
Aunque sabía lo que le esperaba, y no era plato de su gusto, Gonzalo decidió no alargar más la espera, y tragó saliva y llamó a la tan temida puerta.
- Adelante -dijo la voz del subsecretario.
Gonzalo cogió aire y entró deprisa, con la cabeza baja. Se dio la vuelta y cerró la puerta, y solo entonces se permitió volverse hacia su superior. No resultaba particularmente intimidatorio, con sus gafas redondas y su aspecto de ordenanza burocrático, pero don Emilio Redón era, de todas formas, el jefe supremo del Ministerio del Tiempo.
- Ah, sí. Pase, Gonzalo, siéntese -dijo con voz calmada mientras revisaba unos papeles que tenía delante. Gonzalo sabía que todo era una pose estudiada: Redón hacía como si su visita fuese fortuita, como si el informe que tenía delante le acabara de llegar, para que uno bajara la guardia, pensara que no habían descubierto sus meteduras de pata y cometiera algún desliz que las agravara aún más.
- Fatal. Estos carlistas nos van a volver locos o nos van a dejar sin presupuesto, que no sé lo que es peor. Veamos: se le ordenó viajar al Madrid de 1474, a los días anteriores a la muerte de Enrique IV, y localizar al supuesto clérigo que se llevó a Portugal el testamento del rey. Siempre ha planeado la duda de si Fernando el Católico ordenó quemar el testamento, terminó en manos de algún miembro del consejo real o terminó sus días en el país vecino. Se trataba, por tanto, de una misión de documentación temporal crucial para que nuestro ministerio conozca con mayor precisión la línea temporal, y al tratarse de un documento técnicamente perdido entra dentro de nuestras facultades conseguirlo para el Archivo. Bien: tengo aquí su informe, pero prefiero que usted me explique lo que ha sucedido para que yo lo entienda.
"Claro, subsecretario, usted no se entera nunca de nada, pero lo acaba sabiendo todo", pensó Gonzalo. Y empezó a explicarse:
- Verá, señor, los primeros compases de la investigación me llevaron al Alcázar de Madrid. Fue un poco complicado, porque don Pacheco pone las cosas difíciles para que nadie entre en contacto con la princesa Juana. Bueno, tras la muerte de su padre Enrique, la reina Juana.
- De si es o no reina va todo el problema de que la apoden "la Beltraneja", precisamente. Pero prosiga.
- En esos días doña Juana contaba solo 12 años, pero tenía una mente muy despierta, y empieza a tener un conocimiento muy preciso del papel que juega en todo lo que se mueve a su alrededor. Tiene seguidores tan fieles como sus detractores.
- La casaron con 8 años, no me extraña que su majestad despertara rápido.
- El caso es que conseguí entrar en el Alcázar con las credenciales que me habían facilitado, para convertirme en el nuevo instructor de danza de doña Juana. Solo tuve que esperar seis días y apareció por el Alcázar el Arzobispo de Toledo.
- ¿Don Alfonso Carrillo? -preguntó Redón, que tenía abundantes conocimientos de la Castilla bajo-medieval.
- Lo sé, me sorprendió verle. El caso es que allí estaba, y llevaba el testamento con todos sus sellos, eso lo tengo claro. No pude entrar en el dormitorio de doña Juana mientras le hacía lectura privada del mismo, pero sí sé que tres horas después se presentaron en el Alcázar cuatro clérigos distintos que visitaron la habitación y salieron en cuatro direcciones distintas.
- Juana oyó el testamento y vio claro que debía hacerlo desaparecer. Uno de ellos debía llevarlo consigo.
- Eso mismo pensé yo. Pero eran cuatro, y yo uno, sin olvidar que el propio arzobispo podía tener aún consigo el testamento.
- Era otro clérigo, ciertamente. Y aunque familiar de Pacheco, apoyó claramente a Juana en los meses siguientes y levantó su voz contra Fernando e Isabel.
- Así que, como solo podía perseguir a uno de ellos, me decidí por el que marchaba en dirección al oeste, a Portugal. Lo fui siguiendo durante varios días, y no le di alcance hasta que estaba a punto de cruzar la frontera, para seguir actuando en territorio ministerial.
Gonzalo hizo una pausa:
- Bueno -preguntó el subsecretario con un ansia que hizo pensar al agente que quizás era cierta la impresión de que no se había leído su informe-, ¿y qué pasó?
- Eh... Nada. O sea, sí. Lo atrapé, se negó, le pegué una paliza al clérigo... y resultó que solo llevaba un montón de poesías épicas que había transcrito doña Juana en sus clases de escribanía.
Don Emilio Redón se quitó las gafas y las limpió mientras reflexionaba:
- Así que un fracaso. O, al menos, un fracaso parcial. Dentro de un año y 44 días tendremos otra puerta alineada que nos permitirá acceder a las mismas fechas. Enviaremos a otros tres agentes y haremos que sigan a los otros clérigos. No, mejor cuatro, por si el arzobispo se quedó el testamento.
- ¿Y si se lo quedó Doña Juana?
- En ese caso, Gonzalo -le dijo mientras se levantaba y lo acompañaba hacia la puerta-, tendremos que esperar, no querrá que vayamos a robar a la reina. Aunque sea una niña. Y no nos sobran los agentes...
Gonzalo asintió, y se marchó, contento de haber escurrido más o menos el bulto. Se iba a ir directo al teatro a celebrarlo, a ver un buen Calderón...
Don Emilio Redón volvió a su butaca y releyó la última página del informa de Gonzalo. Lo había leído todo menos la conclusión de la aventura de su patrullero: la vida era tan aburrida, que le gustaba tener algo de emoción en el despacho, aunque solo fueran los relatos que le hacían los funcionarios que podían viajar por el tiempo.
Sin aviso previo, se abrió de nuevo la puerta. Redón pensaba que era Gonzalo, que volvía para discutir algún gasto que no iba a serle reembolsado o añadir algún detalle. Pero no: los guardias a la puerta de su despacho dejaron entrar a un hombre alto, de semblante hosco y barba negra y poblada, que llevaba una larga chaqueta de cuero. Le habló con firmeza pero bastante educación.
- ¿Señor subsecretario Emilio Redón?
- Servidor.
- Para servirle -repuso el otro, extendiendo su mano, que el subsecretario estrechó blandamente.
- ¿Quién es usted, y a qué debo el... honor de su visita?
- Soy Armando Leiva, jefe de un comando intertemporal del Ministerio...
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