TIC-TAC 9 (Tiempo de leyenda)
R.M.
El ascenso hasta la cima de la loma fue más complicado de lo que su altura sugería: el calor y la humedad eran opresivos, y la altitud general de toda aquella geografía tampoco era benigna para gentes acostumbradas a terrenos más costeros. Desde arriba, R.M. y los guías y porteadores vieron la foresta que les esperaba colina abajo, y entendieron que lo realmente difícil podía empezar ahora.
El grupo atravesó el bosque tropical como si conocieran un camino secreto: los guías eran capaces de mantener el rumbo incluso cuando todo lo que tenían sobre sus cabezas eran ramas, lianas y un verdor exuberante. Uno de ellos se asustó terriblemente al dar con un viejo ídolo de piedra de facciones monstruosas, salió corriendo y nunca más volvieron a verle: R.M. sabía que aquello era señal de que entraban en territorio verdaderamente peligroso, y que iban por el buen camino.
Llegaron a un remanso de aguas sucias, no el primero que habían encontrado entre los árboles, pero sí el más ancho. En el suelo, un cuerpo tendido bocabajo con una única y delgada púa sobresaliendo entre los omoplatos:
- Es veneno -dijo el guía principal al sacársela y olerla.
- ¡Meca! -exclamó R.M. al darle la vuelta al cadáver-. Forrellers.
- ¿Le conocéis?
- Sí: Arnau Forrellers, era mi antecesor en esta misión. O mi competidor. Perseguíamos lo mismo, pero él sacó la pajita más corta y se presentó voluntario.
- ¿Era bueno?
- Muy, muy bueno.
- Los porteadores y el resto de guías no quieren seguir avanzando, R.M. Dicen que estamos ya demasiado lejos de Tecamachalco, que esta tierra tiene demasiados ojos encima, que es peligroso seguir adelante.
- Les pagamos por el peligro.
- No por esa clase de peligro.
R.M. suspiró. Se quitó el sombrero mientras echaba un vistazo a aquella panda de cobardes y se secaba el sudor. Con la mula tampoco iban a poder avanzar mucho más, ciertamente. Tal vez era mejor dejarlos donde estaban y usar esta zona de campamento base.
- ¿Y tú, Alfredo?
- Yo seguiré con usted, señor.
- Eres valiente.
- No crea, señor. Si nos atrapan, es más probable que yo hable su lengua, y siempre les puedo decir que es usted mi prisionero.
- Encantador.
R.M. y Alfredo cruzaron el remanso y no tardaron en encontrar las ruinas de una vieja edificación ruinosa compuesta por grandes piedras cuadradas, concretamente el nivel inferior que aprovechaba parte de un complejo de cuevas natural a la manera de sótano. R.M. ya había leído lo que le esperaba dentro, y esquivó diestramente todas las posibles defensas que podía esconder el templo maya, pues eso era, con el guía pegado como una lapa y asombrado de la perspicacia del explorador. Lo que antaño debió ser un complejo de cuevas laberínticas y oscuras, hoy quedaba menos espectacular ya que el techo se había derrumbado hace tiempo en muchas partes, y de resultas no hacía falta usar antorcha casi en ningún momento.
- ¡Mire señor! -exclamó entonces Alfredo. Señalaba unos escalones que había más adelante, al fin de los cuales, sobre un plinto de piedra cubierta de moho, refulgía un ídolo de oro macizo.
- Sí, sí. Eso debería estar en un museo -dijo R.M. pasando de largo.
- Pero... pero...
- Lo que yo busco -y se le iluminaron los ojos al ver una cruz pintada en el fondo de la siguiente estancia- es algo que debería estar en una biblioteca. Además, ahí hay más trampas que jugando al mus en Pajares.
R.M. entró en la estancia con precaución: los restos de la esquina le dejaron claro que ahí había vivido un misionero cristiano. Una estera de paja y un arcón bajo de madera cubierto con los restos de un hábito. La humedad del lugar era terrible, pero si había suerte, el arcón podía haber preservado...
- ¿Esto que es? -preguntó Alfredo, extrañado y pensando aún en el ídolo de oro de la cámara adyacente.
- Aquí, mi buen amigo -explicó R.M. mientras empezaba a manipular con una palanca la tapa del arcón-, se ocultó durante algunas semanas fray Toribio de Benavente, aunque por entonces se hacía llamar José Gregorio de Dios.
- ¿Fray Toribio? No me suena.
- Tú quizás lo conociste como Motolinia.
- Ah, sí, Motolinia "el pobre". Me acuerdo de que mi abuelo me hablaba de él. Que vino hace 100 años y decía que los nativos no tenían que pagar impuestos.
- Por eso se ocultaba: de Nuño de Guzmán y la Real Audiencia, que lo querían "corregir". Pero si tenemos suerte -la tapa crujió bajo los efectos de la palanca, y saltó hacia atrás. Dentro, envuelto en una tela impermeable, había un fardo de papeles escritos con letra diminuta y apretada, cuya integridad R.M. tanteó antes de desplegarlo entre sus manos.
- ¡Ye muy prestoso! -exclamó emocionado.
- ¿Tiene valor? -preguntó Alfredo, y aunque parecía sincero, la amenaza de una traición flotaba en el aire.
- Aquí, ninguno. Dentro de dos siglos y medio, será un tesoro.
"Doctrina christiana", rezaba la primera página, y añadía: "Mexicano idiomate". Aquellas pocas páginas eran un rarísimo catecismo que Motolinía había escrito para los indígenas y que nunca se había llegado a encontrar. ¡Oh, oh! Y le seguía el manuscrito del Calendario Mexicano, otro de los textos perdidos del misionero. Estaba seguro de que el fraile había venido aquí hacía seis décadas perseguido por los españoles, y se había granjeado a la amistad de las tribus locales: a fin de cuentas era un hombre santo que defendía sus derechos. Normal que le dejaran hospedarse en el templo.
Alfredo estaba entristecido, pero R.M. sabía cómo alegrarle:
- Nos vamos, ya tengo todo lo que necesitaba. Y tú.
- ¿Yo, qué tengo yo, señor?
- Tienes el sueldo que te has ganado, y la localización de un tesoro. Estoy seguro de que si haces circular el rumor de que sabes dónde hay un viejo ídolo de oro perdido entre la jungla, antes o después embaucarás... perdón, embarcarás a algún babayú.
- ¿Babayú?
- Memo. Algún memo.
Dos días después, el 6 de noviembre de 1612, R.M. volvió a Tecamachalco, donde desapareció sin que ningún lugareño volviera a verle. Él estaba demasiado ocupado en 1898, en la Real Biblioteca de Madrid, dando los últimos retoques a su Catálogo de Crónicas Generales de España con la información conseguida. Ya le hubiera gustado entregarles también la Doctrina y el Calendario, pero eso, como el cadáver de Forrellers, estaba en otras manos.
- ¿Cómo se encuentra el subsecretario? -preguntó a Román, el jefe de intendencia, mientras paseaban por el claustro del Ministerio. La luz del despacho estaba apagada.
- No muy bien, Menéndez, si le soy sincero. Hemos recibido ayuda del subsecretario Salvador Martí, en 2004, que va a ayudar a diagnosticar al menos lo que le ocurre, y ponerle nombre y apellidos. Pero no tengo esperanzas.
- ¡Qué lástima! Si ha sido el mejor...
- Y aún lo es. La cabeza sigue funcionándole perfectamente, y cuando el dolor y la parálisis se lo permiten, continúa siendo nuestro mejor activo. Él mismo ha insistido en que ingrese usted en la Real Biblioteca de manera permanente: impulsaremos el desarrollo del Catálogo de Manuscritos, lo que le permitiría viajar más de manera solapada.
- ¿Qué ingrese? ¿En plantilla?
- Eso limitaría sus movimientos: hemos creado el cargo de "auxiliar temporero".
- ¿Temporero o temporal?
- Jeje, usted siempre tan agudo. Las obras que nos trajo se han incorporado al Archivo del Ministerio, y contamos con que eche usted una mano en las labores de análisis siempre que lo desee y la cátedra se lo permita.
- Aún no soy catedrático.
- Su nombramiento es inminente: déjeme ser el primero en felicitarle, don Ramón Menéndez Pidal. Con 30 años y todo un catedrático. ¡Qué suerte tiene este Ministerio!
- Pero, por favor, no me envíen más al México colonial, que lo paso muy mal. A mí humedad y lluvia, toda la que quiera, pero ¡ese calor!
No hay comentarios:
Publicar un comentario