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Un acto de honor (VI)
   Los rumores de una flota eran ciertos: al doblar un recodo del río, dieciocho sampanes acudieron al encuentro de las naves españolas. Eran embarcaciones orientales pequeñas y ligeras, de velas de mimbre; pero igualaban en tamaño
 al "San Yusepe", y estaban repletas de guerreros bien armados.    
   Julián protestó con repugnancia cuando escuchó las órdenes de Carrión.
   - ¡Eso va a ser una masacre!
   - No será demasiado honorable, 
pero nos superan holgadamente en número; mirad lo que nos ha sucedido 
antes, por tener demasiados miramientos -contestó fríamente el capitán, 
señalando el camarote donde Gonzalo velaba los restos
 de Pero Lucas-. Han muerto bastantes de mis marineros, este veterano 
combatiente que era de mi máxima confianza, y varios valientes de los 
Tercios han quedado mutilados.
   - Habíais dicho que eran pocas bajas...
  - Sí, para haber derrotado un junco de doscientos hombres. Pero en esos
sampanes vienen otros cien piratas bien curtidos, como poco. A 
nosotros sólo nos queda una treintena de veteranos en condiciones de luchar; el resto son novatos españoles y tagalos.
    - Tiene que haber otra solución.
   - ¿El abordaje, como antes? Queríamos probar el temple de los
rônin y ya lo hemos probado en demasía. Basta ya. ¿Preferís que sobrevivan los piratas y continúen arrasando aldeas?
   Julián se mordió la lengua, no 
sabía bien si para contener sus palabras o sus náuseas. Se metió en la 
enfermería para no contemplar la carnicería: los cañones y culebrinas de
 las dos naves españolas ya habían comenzado a
 barrer con fuego las cubiertas de los sampanes. Pronto no quedaría ni rastro de la flotilla pirata.
   Pero lo que encontró en el 
interior no fue mucho mejor: el capellán y el cirujano estaban ayudando al
 sargento a interrogar a un pirata capturado.
   - Preguntadle a quién sirve su jefe Tay Fusa -ordenó el sargento.
El religioso tradujo la pregunta, entre palabras apaciguadoras, encaminadas sin duda a ahorrar sufrimientos al desgraciado y trabajo al cirujano; pero el prisionero le escupió en la cara.
El religioso tradujo la pregunta, entre palabras apaciguadoras, encaminadas sin duda a ahorrar sufrimientos al desgraciado y trabajo al cirujano; pero el prisionero le escupió en la cara.
   - ¡Perro infiel! -se encolerizó el sargento, usando los puños a conciencia.
   Julián tuvo que contenerse para 
no montar un escándalo: había visto heridas terribles muchas veces sin 
inmutarse, pero no soportaba la violencia contra alguien indefenso, 
fuera quien fuese. Por ningún motivo.
   - Esperad -improvisó el enfermero-: el capitán me ha pedido que ayude. Creo que puedo hacerle colaborar de otra manera. Con... opio de China. 
Una inyección de pentotal sódico y varios minutos después, obtuvieron la respuesta sin necesidad de más escenas desagradables:
- Daimyô Hideyoshi-sama -respondió al fin el pirata
Una inyección de pentotal sódico y varios minutos después, obtuvieron la respuesta sin necesidad de más escenas desagradables:
- Daimyô Hideyoshi-sama -respondió al fin el pirata
   - Toyotomi Hideyoshi-sama? -se alteró el capellán-.
Daimyô Oda Nobunaga-sama no hatamoto?
   El pirata asintió, con la mirada vidriosa por la droga.
   - Daimyô Oda Nobunaga-sama shibô shita.
   El capellán se enjugó la frente, repentinamente perlada de sudor frío.
   - Sargento... hemos de poner sobre aviso al capitán Carrión inmediatamente. Y al gobernador español en Manila.
   - ¿Por qué? ¿Qué significan esos nombres?
   - Que esto no es simple piratería. Esto es la cabeza de lanza de una invasión.
   - Ha nombrado a Oda Nobunaga... ¿ése 
no es el que acaba de unificar casi todo Japón? Él no toleraría una cosa
 así -el rostro del sargento se había relajado al escuchar el nombre; 
casi parecía hablar con cierta simpatía.
-Un misionero de Nagasaki nos habló una vez de él -asintió el barbero-: un general de agudo ingenio, aunque incluso su propia gente lo llame loco a veces. Tanto le gusta el lujo como codearse con la tropa. Y odia a sus propios sacerdotes budistas, pero se lleva casi bien con los cristianos...
-Un misionero de Nagasaki nos habló una vez de él -asintió el barbero-: un general de agudo ingenio, aunque incluso su propia gente lo llame loco a veces. Tanto le gusta el lujo como codearse con la tropa. Y odia a sus propios sacerdotes budistas, pero se lleva casi bien con los cristianos...
   - Eso se acabó: le ha sucedido su
 general Hideyoshi -el capellán se santiguó, angustiado-. Dios nos 
proteja: Oda Nobunaga ha muerto.
* * * * * * * * * *
   - Alonso, por favor, envaina las armas -rogó Amelia con nerviosismo-. Este
samurai me ha defendido...
   - Eso es verdad -reconoció caballerosamente Entrerríos. Sin bajar la guardia, preguntó en japonés-: ¿Por qué?
   - Esos wo-kou traicionaron nuestro honor. Teníamos una misión -contestó Hirata Munisai en el mismo idioma. Alonso tradujo sus palabras.
   - ¿Misión? -estalló rabiosamente 
Amelia, señalando los restos de humo de la malograda aldea costera-. 
¿Eso era tu misión? He visto morir niños. ¡He escuchado a los que 
sufren...!
   El samurai miró de manera especial a Amelia, cuando Alonso tradujo las palabras de la mujer. Bajó la vista con respeto antes de continuar:
   - Nuestra misión era ganar tierras para el nuevo líder de nuestro país:
Hideyoshi-sama. Luchar contra soldados, no campesinos ni niños. Estos wo-kou deshonraron la batalla...    
   
   Amelia asintió al escuchar la 
traducción: por eso Munisai se había vuelto contra algunos de sus 
aliados. Ahora entendía eso, y algo más: por fin recordaba dónde había 
leído antes el nombre del
samurai que tenía delante. Todo encajaba...    
   - Alonso, ya me explicarás luego cómo es que hablas japonés. Pero ahora envaina las armas y continúa traduciendo, por favor.
   - ¿Envainar? No, no, no. Ya lo habéis oído: es un enemigo de nuestro país... 
Amelia se interpuso entre los dos hombres, que la miraron con idéntica hostilidad: aquello violaba todas las reglas de combate de cualquier rincón del mundo.
Amelia se interpuso entre los dos hombres, que la miraron con idéntica hostilidad: aquello violaba todas las reglas de combate de cualquier rincón del mundo.
   - ¿Habéis perdido el juicio, Amelia?
   - No me matará, Alonso. No moriré ni aquí ni hoy.
   - ¿Cómo lo sabéis? -se exasperó Entrerríos, cada vez más irritado.
   - Porque he visto mi lápida. Sé cuándo moriré.
   Alonso se quedó sin aliento y contuvo una mirada asesina.
   - Pero... si es así... ¡habéis desobedecido las normas del Ministerio! ¿Por qué debería obedeceros yo, entonces?
   - Porque este hombre es nuestro objetivo.
   - No puede ser. Musashi todavía no ha...
   - ¡Envaina, Alonso!
   A regañadientes, el soldado obedeció.
   - Envaina, Munisai.    
   El samurai, al escuchar 
las mismas palabras, imitó el gesto de Alonso, aunque también de mala gana. Parecía extraordinariamente ofendido: aquella mujer tal 
vez fuese una
hime, una aristócrata con poder sobre un soldado de su país 
natal, pero no tenía ningún derecho a darle órdenes a un súbdito del 
emperador de Japón...   
   
   - Miyamoto no Shinmen Hirata Munisai... -fueron las palabras que pronunció Amelia Folch, para asombro del 
samurai: ¿cómo podía saber ella su 
nombre completo, el de su pueblo y el de su señor? ¿Y cómo conocía el idioma su 
compañero, que luchaba como un
oni del mismísimo infierno?
   - He visto el futuro -prosiguió 
Amelia-. Tu nombre y el de tu hijo pasarán a la Historia. Seréis grandes
 entre los grandes y os recordarán durante siglos, si eliges bien tu 
camino. No debo ser yo quien te indique cuál es ese
 camino; pero sí te diré que has de elegirlo ahora. 
   - Amelia... ¿estáis segura de que debemos contarle esto?
   Ella asintió tajantemente. Alonso intercambió unas palabras con el
samurai, pero pareció desorientado ante la respuesta.
   - ¿Qué ha dicho?
   -”Perdonadme, hime... princesa... 
de Kwanon. Sí, yo también lo he visto y lo lamento: la corriente 
me ha arrastrado hasta aguas demasiado turbias. Eso debe cambiar. Hasta 
pronto: lavaré mi honor en la próxima batalla”.
   El samurai desprendió de 
las láminas de su pectoral una cinta de seda con unos complicados caracteres dibujados a pincel: la 
brisa la dejó a los pies de Amelia. Había un brillo de respeto reverente
 en los ojos de Munisai cuando les dio la espalda
 y se alejó hacia un sonido escalofriante, río arriba: los cañones de la
 "Capitana" se habían puesto en marcha otra vez. Una nueva batalla naval.
   - Allí nos veremos, Shinmen Hirata Munisai 
sama -se despidió Alonso, en japonés, aunque más bien para sí mismo: probablemente, su rival ya no podía escucharle. 
    
   El veterano de los Tercios tardó un largo instante en volverse a Amelia:
   - ¿Su nombre está en el libro? Es el padre de Musashi, ¿verdad?
   Amelia asintió y recogió la cinta de seda. Había visto antes esos extraños símbolos: los portaban en su armadura todos los piratas de Tay Fusa.
   - Si ya no lo usa, significa que ha renunciado a su vergonzoso señor -observó Alonso-. Y dice que os ha enviado Kwanon.
   - ¿Quién es Kwanon...? -preguntó 
distraídamente Amelia. Le había parecido oír voces en castellano, cada 
vez más próximas: sin duda, la gente de Carrión había venido a recogerles.  
   
La pareja se volvió hacia el río, pensativa. Tenían demasiadas preguntas para Munisai, pero ya nunca habría ocasión de formularlas.
La pareja se volvió hacia el río, pensativa. Tenían demasiadas preguntas para Munisai, pero ya nunca habría ocasión de formularlas.
   - Me lo contó un pariente que fue 
misionero aquí y después retornó a España -dijo Alonso al fin-. Él fue 
quien me enseñó algo de japonés. Una vez osó explicarnos, en secreto, 
una leyenda pagana: dicen que una Virgen María existió
 en Oriente, incluso antes que la nuestra. Kwanon, o Kanon, la Madre de 
Misericordia. Es... es lo que le habéis dicho al
samurai que hacéis vos, Amelia: “La que escucha a los que sufren”.
   - No tiene nada de extraño. ¿No hacen eso todas las madres?
Alonso se detuvo: el corazón le acababa de dar un vuelco.
   - Vos... ¿sois madre, Amelia? No lo sabía...
   - Lo seré, dentro de no mucho -contestó ella, con una extraña calma-. Y entonces moriré.
   Alonso le puso una mano en el hombro, quizá con demasiada fuerza. Tardó un rato en saber qué decir.
   - ¿Eso visteis en vuestra lápida?
   La mujer no se atrevió a contestar; en el 
fondo, no era necesario. Ocultó su larga trenza dentro del chaleco, lo 
cerró como pudo y prosiguió su camino.
   El rumor del agua les guió hasta
 el río. Les hicieron señas desde una pequeña nave española, cerca de la
 orilla: era hora de partir. Estaban seguros de que tenían 
por delante otra batalla: esta vez, soldados contra soldados, no contra aldeanos. Pero 
saberlo no les inquietó: de hecho, era lo más justo.
   Atrás dejaban una injusticia que
 no debería repetirse: el incendio de la aldea se había extinguido por 
completo. Sobre las inocentes familias tagalas que vivirían para 
recordar aquel día, el sol brillaba al fin de nuevo.
 La luz del mediodía inundaba un cielo azul intenso, de pureza 
inmaculada. 

 
 
1 comentario:
Traducción aproximada del interrogatorio al pirata japonés:
- El noble señor feudal Hideyoshi.
- ¿El señor Toyotomi Hideyoshi? -se alteró el capellán-. ¿El general del noble señor feudal Oda Nobunaga?
El pirata asintió, con la mirada vidriosa por la droga.
- El noble señor feudal Oda Nobunaga ha muerto.
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