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Un acto de honor (VII)
“La
 gente piensa que todos los guerreros reflexionan sobre estar preparados
 para morir. 
Pero en lo que se refiere a la muerte, ésta no se limita a los guerreros.
Monjes, mujeres, campesinos lo saben (...) en esto no hay ninguna distinción“
Pero en lo que se refiere a la muerte, ésta no se limita a los guerreros.
Monjes, mujeres, campesinos lo saben (...) en esto no hay ninguna distinción“
Miyamoto Musashi, “Libro de los Cinco Anillos“
- Bah, no es para tanto, Julián. ¿Cuántas quedan?
   - Es la última -el enfermero giró
 las pinzas para mostrar a su compañero la esquirla de metralla que 
acababa de extraer-. ¿Cómo podías mover el hombro con tanto plomo 
dentro? 
   - Molesta, pero se puede. Si ya habéis terminado, tengo cosas que hacer... 
   - No, espera: ahora hay que desinfectar.
   - ¡Tonterías...! 
   - Ah, ¿para esto sí protestas? 
Hazme caso. Órdenes del doctor -Julián intercambió una mirada de 
complicidad con el oficial médico, que asintió muy seriamente-. ¿Dónde 
está Am... Folch? 
   - Dijo que no tenía ganas de ver más 
sangre. No se lo reprocho: nuestra barca ha tenido que pasar por entre los restos y... -Alonso le miró significativamente- ... cómo habéis dejado el río, ¿eh? 
   A Julián no le molestaba lo más 
mínimo hurgar en heridas, como estaba haciendo. Pero el recuerdo de los 
cuerpos arrastrados por la corriente le hizo sentir culpable. 
   - Venían sin parar, Alonso. Primero diez sampanes, luego otros ocho más. Cargados de guerreros armados hasta los dientes. O ellos o nosotros: eso dijo Carrión. 
   - Hicisteis bien. Ya sabes lo que
 hicieron con la aldea. Esta vez sólo habéis usado la artillería, 
¿verdad? La hemos oído, pero para cuando hemos llegado... 
   - Sí, cañones; nada de abordajes -Julián bajó la vista, avergonzado-. Fuimos a lo fácil. Aquello fue una carnicería. 
   - No fue demasiado honorable. Pero no 
ganaríamos nada perdiendo a más buena gente, como Pero Lucas -intervino 
el rodelero Gonzalo; llevaba unos minutos en la enfermería, como 
esperando algo-. Si lo tuvierais a bien, deseo pediros un
 favor. 
   
   El rostro de Alonso se 
ensombreció al recordar a su antiguo compañero de armas: la alegría por 
reencontrarse con su gente se había esfumado nada más conocer la triste 
noticia. ¡Precisamente Lucas! 
   - Pedid lo que sea: si está en nuestra mano... 
   - Fui camarada de Pero Lucas. Y 
arcabucero, hasta que me sucedió esto -Gonzalo mostró el brazo 
izquierdo: le faltaba una mano-. Yo antes usaba dos espadas, pero ahora 
con la zurda sólo puedo usar el escudo, con un arnés especial.
 Gracias a Dios, todavía puedo esgrimir la toledana con la diestra. 
Ahora... mirad: le ha sucedido lo mismo a mi camarada Hernán. 
   Julián examinó al herido que le señalaban: 
   - El cirujano ha cosido bien el 
muñón, sin tensarlo demasiado. No debería complicarse, es un corte 
limpio. Despertará pronto. No queda mucho más que yo pueda hacer. 
   - El capitán Carrión me ha dicho 
que sí. Dice que podéis ponerle en pie -Gonzalo le miró con una mezcla 
de rabia y esperanza-. Sé que quiere vengar a Lucas; todos queremos 
hacerlo... 
   - Tardará unos días en poder levantarse -interrumpió el oficial médico-. Ha perdido mucha sangre. 
   Julián dudó un momento. Pero si el capitán no tenía inconveniente... 
   - Ese muñón necesitará tiempo, antes de poder empezar a usar el brazo. Pero lo de la sangre lo puedo arreglar. 
   Abrió un maletín de material 
médico del Ministerio, que emitió una leve neblina: estaba sellado para 
conservar en frío varias unidades de plasma. Ató una banda de goma al 
brazo del herido, desinfectó con alcohol y buscó
 el punto donde introducir la aguja. 
   - Gonzalo, aguantad esta bolsa en alto. Doctor, necesito que vuestro ayudante instale un gancho para 
colgar esto. Alonso, avisa al capitán: supongo que tiene un móvil para 
comunicarse con el Ministerio, y en algún sitio lo
 debe recargar. Dile que nos hace falta un enchufe para mantener en frío
 las demás bolsas de sangre -Julián recordó con un escalofrío el 
castillo enemigo que aguardaba allá fuera, y el loco plan suicida de 
Carrión-. Vamos a necesitar todo eso y mucho más. 
* * * * * * * * * *
   - ¿Volver al Ministerio? 
   - Así es, Folch -asintió 
Carrión-. Según decís, ya habéis tenido tratos con vuestro objetivo, ese
 tal... -consultó el informe que Amelia acababa de redactar para 
Salvador-... “Shinmen Hirata Munisai, del pueblo de Miyamoto”.
 Así que una de las naves auxiliares os llevará de vuelta a los tres, en cuanto amanezca. 
   - Pero falta el combate más difícil... 
   La joven no miraba a su 
interlocutor, sino por la ventana redonda del camarote: a través de ella se distinguía un castillo oriental de varios pisos, cada uno 
rematado por las características y elegantes formas curvas
 de los tejados japoneses. Era bastante grande: una auténtica ciudad 
fortificada, oculta a las patrullas costeras por un recodo del río "Tajo" de Cagayán. La 
flotilla de Carrión la había rebasado furtivamente, sin atreverse a 
alertar a sus habitantes.  
   - Precisamente por esa razón 
-contestó el capitán-. Ya habéis hecho suficiente. No voy a continuar 
exponiendo las vidas de agentes del Ministerio para mis asuntos. Ésta no
 es vuestra guerra, Folch. Es la mía. 
   - No estoy tan segura de eso 
-Amelia paseaba inquieta por el camarote, intentando convencerse de que 
no lo estaba haciendo por vengar a la aldea tagala-. Está escrito que la
 familia Shinmen Hirata de Miyamoto aprenderá nuestro
 estilo de lucha con armas dobles o reinventará uno parecido, y ya está hecho. Pero si 
esta batalla se pierde, ¿quién se molestará en recordarnos y escribirlo?
 Les pareceremos inferiores y nos olvidarán. En realidad, eso es lo que 
inquieta al Ministerio: no se trata del libro,
 sino de la posibilidad de perder las islas Filipinas ahora. 
   - ¿Sería peor para los españoles ese cambio? 
   Amelia se esforzó para no 
sonreír con amargo sarcasmo. Había pedido a Julián que consultara el tema 
la noche anterior, en la “red de redes”: 
   - No mucho. Ganando ahora, 
tendremos unos años de paz con los gobiernos nipones de Hideyoshi y de Ieyasu. 
Pocos, pero... perdiendo, tal vez ninguno. De todos modos, no importa: 
el Ministerio prefiere no cambiar la Historia. 
   - Cierto. No debería cuestionar 
las órdenes. Pero el precio va a ser alto -el capitán también contempló a
 través del ojo de buey el estado de su plan: las trincheras estaban 
casi listas, y la tripulación ya había empezado
 a descargar los cañones desde las naves-. Si queréis ayudar, podemos 
aceptar el material médico que deseéis aportar, Folch. Pero sólo eso: 
vuestro oficial Julián nos enseñará a utilizarlo y regresaréis a España
 cuanto antes. 
   - No creo que el trabajo de 
Julián pueda aprenderse en una noche -Amelia intentó apartar de su mente
 la otra razón por la que se resistía a marcharse-. Lo hablaré con él, 
pero no prometo nada. 
* * * * * * * * * *
   El capellán Remigio ofició una 
misa al alba. No se había encendido ninguna luz aquella noche, para no 
delatar la posición al enemigo. Ni siquiera el fuego de las cocinas. 
   - Réquiem aeternam dona eis, Domine -fueron las palabras dedicadas a Lucas y a los marineros fallecidos; serían enterrados en aquella tierra extraña-.
Et lux perpetua luce at eis. 
   - Amén -contestaron más de
 cien voces al unísono, mientras recibían en la frente, uno por uno, la 
misma señal y el mismo óleo que los difuntos. No sólo los treinta 
veteranos de los tercios y sus oficiales, sino
 otros setenta más entre marineros, novatos españoles e incluso un 
grupo de nativos tagalos fieles, supervivientes de las poblaciones 
arrasadas. 
   - La extremaunción -comprendió Amelia, sobrecogida-. Nos están dando la extremaunción a todos. 
   - Pues qué alegría, ¿no? -susurró con sarcasmo Julián-. Cómo deja la moral...
   - Estáis a tiempo de marcharos 
-gruñó Entrerríos, bastante molesto por aquella falta de respeto-. A 
algunos no nos asusta ponernos en paz con lo que tenga que venir. Así ya
 tenemos una preocupación menos. Ayuda a concentrarse
 en la batalla. 
   - Hombre, claro: si te pones en lo peor, ya sólo se puede ir mejorando. 
   - Nadie puede vivir eternamente, 
Julián; pero sí elegir cómo muere. Algunos prefieren morir en combate y 
pasar a la Historia, antes que pudrirse de viejos sin que nadie los 
recuerde. Es su decisión. ¿Por qué no? 
   - Sí, a la Historia van a pasar. Eso seguro. 
   Eternamente... a Amelia le dio 
un vuelco el corazón. Sí, a ella le quedaba poco tiempo: era terrible 
saberlo. Y sin embargo, era más del que le quedaría a algunos de los 
hombres que tenía alrededor. En cierto modo, era
 tranquilizador saber que la fecha de su muerte aún no había llegado. 
Estaba próxima, pero todavía no...
    Entrerríos de pronto cayó en la 
cuenta de lo que había dicho y enmudeció, sin atreverse a mirar a 
Amelia. Ésta se limitó a recordar unas palabras que había escuchado en su 
Universidad, entre los estudiantes que pensaban alistarse
 para combatir en Cuba:   
   - ”Dios dio a los españoles un pequeño país como cuna. Y para compensarles, les entregó el mundo entero como tumba”. 
   
 * * * * * * * * * *
   - Veo que sois los tres igual de tozudos, ¿verdad, Folch? Deberíais haber partido al alba. 
   - Lo lamento, capitán... les di a elegir.
   - De Alonso de Entrerríos me lo esperaba. Pero creí que vos odiabais la guerra, maese Julián...  
   - Desde luego. Pero si en ese 
castillo hay seiscientas personas, lo tendréis difícil: seis contra uno,
 y eso contando a los que no sabemos luchar. Necesitaréis ayuda. 
   - No os arredra el peligro 
-sonrió Carrión-. Lo que sucede es que os repugna la injusticia con los débiles, ¿eh? Ahora 
entiendo por qué os habéis quedado: los que corremos peligro hoy somos 
nosotros. 
   - Bueno, tanto como débiles, no diría yo... 
 El estrépito de los cañones 
les interrumpió. Habían pillado a los defensores de la ciudad por sorpresa: los muros 
tenían base de piedra, pero por arriba estaban hechos de madera. Estaban
 pensados para resistir fusiles, flechas o lanzas, pero
 no artillería europea. Y gracias a las trincheras, nadie en la fortaleza había sido 
consciente de la estratégica posición de las baterías de Carrión hasta que comenzó 
el ataque. Ya habían pasado dos horas desde el alba, y los muros 
comenzaban a ceder.
   El estrépito de los cañones 
les interrumpió. Habían pillado a los defensores de la ciudad por sorpresa: los muros 
tenían base de piedra, pero por arriba estaban hechos de madera. Estaban
 pensados para resistir fusiles, flechas o lanzas, pero
 no artillería europea. Y gracias a las trincheras, nadie en la fortaleza había sido 
consciente de la estratégica posición de las baterías de Carrión hasta que comenzó 
el ataque. Ya habían pasado dos horas desde el alba, y los muros 
comenzaban a ceder. 
   - ¿Puedo preguntar una cosa? 
-inquirió Amelia con recelo. Una duda le atenazaba la boca del estómago:
 había algo que no le acababa de convencer. 
   - Sí, por descontado. 
   - ¿Sólo hay piratas ahí dentro? 
   El capitán torció el gesto, dubitativo. Julián y Amelia le miraron suspicazmente. 
   - Hay de todo. Los wo-kou fingen
 ser honrados comerciantes, que cambian plata japonesa por oro filipino y cazan ciervos por su piel. Quién sabe, quizá alguno de ellos incluso 
lo sea de verdad, sobre todo los que se
 han establecido en nuestras poblaciones. Pero los que prefieren vivir 
en este castillo son otro cantar... ahí manda un pirata que asalta 
barcos y aldeas. 
- Tay Fusa -recordó Amelia.
-Sí. Algunos dicen que es un simple criminal. Otros cuentan que fue un daimyô, un señor feudal, exiliado de Japón por esas larguísimas guerras civiles que llaman Sengoku Jidai. Ayer dijo un prisionero que incluso podría ser un corsario enviado por el nuevo gobernador de Japón, Hideyoshi en persona.
-¿Y qué opináis vos?
-Que sea lo que quiera: si desea rendirse, se lo permitiremos. No estamos locos. Pero si prefiere matar, seremos un hueso duro de roer, a fe mía. Vive Dios que lo seremos.
   
- Tay Fusa -recordó Amelia.
-Sí. Algunos dicen que es un simple criminal. Otros cuentan que fue un daimyô, un señor feudal, exiliado de Japón por esas larguísimas guerras civiles que llaman Sengoku Jidai. Ayer dijo un prisionero que incluso podría ser un corsario enviado por el nuevo gobernador de Japón, Hideyoshi en persona.
-¿Y qué opináis vos?
-Que sea lo que quiera: si desea rendirse, se lo permitiremos. No estamos locos. Pero si prefiere matar, seremos un hueso duro de roer, a fe mía. Vive Dios que lo seremos.
   Las murallas estaban seriamente 
dañadas, y los primeros defensores habían sido barridos por la 
artillería. En la torre del homenaje, una bandera pidió parlamentar. 
* * * * * * * * * *
   Julián estaba atareado 
instalando las placas fotovoltaicas que le había prestado el capitán. No
 tenían mucha potencia, pero servirían para conservar el plasma y los 
medicamentos unas horas más. El problema era que no podía
 situarlas en el fondo de la trinchera: necesitaban luz directa. 
   - Hasta de electricista tiene que hacer uno... 
   - ¿Qué es ese escándalo? -se sorprendió Amelia, al escuchar un creciente griterío. 
   - ¡Habráse visto tamaña 
desfachatez! -informó Gonzalo, acercándose a la patrulla-. ¿Sabéis lo 
que han pedido esos piratas por rendirse? ¿Podéis imaginarlo? 
   - Sorpréndeme... -rezongó Julián, intentando concentrarse en la instalación solar. 
   - ¡Una compensación en oro! ¡Y bastante cuantiosa! Por las ganancias que dejarían de tener si abandonan los saqueos... 
   A Julián casi se le cayó de las manos el destornillador. 
   - ¡Anda ya! Me estás tomando el pelo...
   - ¡Que no! ¡De verdad! 
   Por las trincheras, las reacciones de la tropa iban desde las carcajadas hasta la indignación.
   - Esto no es serio... -comentó Julián, conteniendo la risa-. ¿Y qué les ha dicho Carrión? 
   - Que se marchen sin nada y que no vuelvan. Ahora empieza la batalla de verdad. 
   
   Como subrayando sus palabras, 
una hilera de sacerdotes zen apareció junto al templete exterior de la 
fortificación, disparando al aire flechas zumbadoras mediante extraños arcos 
asimétricos. A Julián se le heló la sonrisa: conocía
 aquel sonido. Invocaciones para que los espíritus kami contemplasen la batalla. 
   - Agárrate, que vienen curvas... Folch, va siendo hora de que vuelvas al barco.
(CONTINUARÁ... Y FINALIZARÁ)
 
 
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