Al menos, después del jueguecito vudú de la sombra no habían vuelto a atarlo. Julián buscó a tientas el Clavo Negro y lo encontró sin demasiado problema; moverlo de donde estaba clavado ya fue harina de otro costal. Era como si formara parte del suelo, lo que se sumaba al cúmulo de imposibles que lo rodeaban, porque el golpe que le había dado Leiva no había parecido tan fuerte.
Leiva... ¿Sería verdad lo que había dicho, o sólo había sido un truco para intimidarlo? ¿Había quedado la supervivencia de todos los Julianes alternativos supeditada a la suya propia? Era como si a Mario le quedara una sola vida en el Super Mario 1, y si la perdiera desapareciese también del Super Mario 2, del 3, del Mario Kart...
Le venían a la mente varias de las palabras del subsecretario de aquel Ministerio que cada vez odiaba con más fuerzas: las sombras son y no son a la vez, las sombras existen como negación de la luz, cuando esta habitación estaba a oscuras, usted no tenía sombra... Sin embargo, ahora Julián tenía la certeza ciega de que, incluso a oscuras, su sombra seguía clavada al suelo de la celda.
Buscó una de las paredes y se recostó contra ella: estaba fría. De vez en cuando, sentía el impulso de arrastrarse hasta el centro, tantear hasta tropezar con la forma delgada, dura y metálica del clavo, y notarla dentro de la mano. De algún modo, le calmaba.
¿Cuánto rato permaneció Julián a solas en la oscuridad? ¿Un par de horas, de días? Enseguida perdió la noción del tiempo. No quería dormirse, pero la oscuridad y el silencio lo invitaban, y acabó echando cabezadas sobre el incómodo suelo. Al despertar, se preguntaba qué estaría pasando con sus compañeros: a Amelia le harían muchas preguntas, sin duda; tal vez Diego saliera mejor parado. A fin de cuentas, era fácil imaginarlo como víctima de las circunstancias, engañado por los "traidores"...
En algún momento, se oyó un ruido de algo que giraba. Palpando con cuidado en la dirección del ruido, Julián acabó encontrando una bandeja con un pequeño bocadillo -pan y queso- y un vaso de agua. Dio buena cuenta de ello.
Lo despertó una punzada incómoda en la cara. Era la luz de la celda, que hacía que le dolieran los ojos tras tanto rato acostumbrado a las tinieblas. Primero no veía nada porque estaba oscuro y ahora por exceso de luz, ¡ironías! Empezó a incorporarse, mientras los ruidos que venían de la puerta de la celda le decían que se estaba abriendo. Agachó la cabeza, tratando de recuperar algo de visión antes de enfrentarse a sus captores. Lo primero que alcanzó a ver, en el suelo, fue como su sombra clavada repetía sus mismos movimientos, pero desconectada de sus pies, independiente. Sacudió la cabeza y alzó la mirada.
Habían vuelto a cerrar la puerta de la celda, pero ya no estaba solo. Para su sorpresa, no se trataba de Ernesto, ni de Leiva, ni siquiera de Amelia ejecutando un rescate inesperado. Ante él se encontraban Irene, Alonso de Entrerríos, y tras ellos un hombre alto de unos 50 años, vestido como de enterrador. Un perfecto desconocido, que miraba acobardado la sombra seccionada.
- ¿Poli bueno, poli malo? -preguntó Julián.
- Algo así -dijo ella. De alguna manera, en medio de la gravedad de la situación, a Julián le reconfortó ver que al menos para la jefa de personal las circunstancias habían sido distintas en este lugar. Con Leiva al mando, no se había vuelto majara y no le había destrozado la vida a Irene. Quizás había otras cosas buenas... Tal vez aquí, Maite estaba viva. Tal vez, pese a la desgracia, era un lugar mejor.
No, eso era imposible. Si Maite estuviera viva, su versión alternativa jamás hubiera acabado con Lola. No había ninguna historia posible que llevara a aquel final. ¿Cómo pudo suceder aquello, por cierto? ¿Qué había dicho Leiva?
- Lo lamento mucho -indicó Irene en un susurro-. Fuera hay dos guardias y esperan oir un interrogatorio. Tenemos poco tiempo.
La expresión de Irene era cómplice, conspirativa. No era su Irene, pero quería, ¿ayudarle? Alonso se puso delante de Julián y levantó la mano, listo para darle un soberano guantazo.
- Esperaesperaespera... -alcanzó a decir él atropelladamente mientras se protegía la cara con los brazos-. Que conozco la fuerza que tienes. Que me pegue él -dijo señalando al enterrador. Éste abrió los ojos y se señaló a si mismo con incredulidad. Alonso seguía con el brazo levantado, dispuesto a seguir con la bofetada si así lo indicaba Irene.
- ¿Yo? -preguntó, espantado, el hombre de negro-. Pero si yo no... Yo nunca...
- Mejor. Por favor -suplicó Julián-, que si me da él me desmonta.
El hombre de negro le dió una bofetadita que parecía casi una caricia.
- Eso fuera no lo van a oir -dijo Alonso.
- Dale -incitó Irene.
- Dame -incitó Julián.
El segundo cachete sonó un poco más. Julián dejó escapar un "ay" muy poco creíble.
- Dame -repitió.
El otro apretaba los dientes como si le estuvieran pegando a él.
- Perdona...
A la tercera ya le hizo salir un "joder" más auténtico. Irene se apresuró a hablar, mientras Alonso lanzaba improperios al aire:
- Perdona...
A la tercera ya le hizo salir un "joder" más auténtico. Irene se apresuró a hablar, mientras Alonso lanzaba improperios al aire:
- ¡Me contarás lo que quiero saber, perro sarnoso! ¡Hijo de mil madres, te voy a soltar la lengua...!
- Leí que habías conocido a Salvador en los 80 y empecé a buscar más. Había notas sobre nuestro Julián, sobre lo que sospechamos que trama con Lola, pero había crónicas e informes donde aparecías con Amelia, y no eran las misiones que se os encargaron: no eran nuestro Julián y nuestra Amelia, erais vosotros. Envié a un agente a Hispania, y supe que no habías intentado matar al emperador Teodosio, sino salvarlo.
Bofetada.
- ¡Maldito traidor repugnante! ¡Los de tu calaña me dan arcadas...!
- Salvasteis a Levi en 1111. Ayudasteis a Mercator en 1534. No estáis tratando de contradecir la Historia, la estáis corrigiendo.
- ¿Qué pasó con mi Alonso?
- Más o menos lo que os conté -dijo este Entrerríos, con una mueca de desánimo-, pero después de hablar conmigo, lo... ejecutaron por brujería.
Julián apretó los dientes. Bofetada.
- Perdón -volvió a excusarse el enterrador.
- Perdón -volvió a excusarse el enterrador.
- ¿Han matado ya al diputado?
- ¿El mexicano? -respondió Irene-. Irá Alonso a hacerlo. Destruirá la puerta y se encargará de que sobreviva.
- Gracias -aunque los golpes del hombre de negro no eran demasiado fuertes, Julián empezaba a notar la cara enrojecida.
- No nos las des. Sé lo que estáis haciendo, pero nunca conseguiré convencer a Armando, y mucho menos a Ernesto. No a tiempo. Son de ideas fijas.
- ¿Qué harán con nosotros?
- Diego vuelve a su casa. Vosotros... La sentencia de muerte ya está firmada -el corazón le dio un vuelco a Julián.
- Pero en España no existe...
- Aquí sí. La situación es muy dura, no hay dinero para mantener a los criminales en las cárceles. Cuando Juan de Borbón subió al trono en el 67, no la abolió, ni luego Juan Carlos.
- Entonces...
Bofetada.
- Esto es lo que puedo hacer -Irene le contó muy rápidamente su plan. Era una locura, era cambiar la muerte por algo demasiado parecido... pero les daba una oportunidad. Julián aceptó sin dudar.
- Se ha desmayado -exclamó entonces Alonso, en voz más alta de lo normal, haciendo un gesto al hombre de negro para que parase-. Échale ese agua y a ver si se recupera, no vayamos a matarlo antes de tiempo.
- ¿Y usted quién es?
El enterrador se encogió de hombros, apocado:
- Ramón, Ramón Florindo Medrano. Me conoces, Julián... O me conocía tu otro...
- Disculpe, pero yo no le he visto jamás.
- Soy el viudo de Angustias, que en paz descanse. Creí que mi mujer era secretaria en Gobernación, hasta que un día descubrí que viajaba por el tiempo. Y que... bueno, no tenía un comportamiento que en 1900 se hubiera considerado aceptable. Pero siempre volvía a casa, conmigo. En 2005, cuando ella murió... don Leiva se enteró de que yo existía, y como viudo de funcionaria, me invitó a participar en el ministerio. Justo como secretario, lo que yo creía que ella...
- No sabía su historia -admitió Julián, un poco perdido-, excepto algunas partes. De donde yo vengo, usted fue el agente y Angustias la secretaria del Ministerio cuando... enviudó.
- Oh -aquello sorprendió a Ramón Florindo, saber que en otra parte él estaba muerto. De golpe se le iluminó el rostro-. Por eso quise venir. Entonces, ¿mi Angustias sigue viviendo en su 2015? ¡No sabe lo feliz que me hace! La echo tanto de menos...
- Le comprendo... -la mirada de Irene le indicaba que aquí también conocía el drama de Julián-. Voy a tratar de impedir el Accidente, como sea.
Alonso chasqueó los dedos, había oído algo. Irene le dio un papel doblado a Julián:
- Lee, memoriza y destruye. No puedes llevar nada.
Entrerríos dio dos golpes en la puerta, que se abrió enseguida. Dos hombres que empuñaban metralletas estaban al otro lado. Siguieron alerta hasta que los funcionarios hubieron salido y la puerta se cerró. Esta vez, la luz tardó un poco en apagarse: Julián abrió la hoja, garabateada a mano con una letra pulcra. Una fecha y una hora, unas coordenadas, el nombre de un piloto, un aeródromo, un mozo de almacén. Nada más. Devoró los pocos datos y, cuando cayeron las tinieblas, hizo lo mismo con el papel.
Lo último que vio fue su sombra, clavada en el suelo.
Una hora después, Alonso de Entrerríos había marchado hacia el "Preciosa Catalana", que seguía navegando hacia Cádiz. Amelia había arrugado el gesto al ver la cara hinchada de su compañero. Julián se preguntaba cuánto sabía, si Irene había podido decirle lo mismo que a él. Había que contar con que no se habrían arriesgado dos veces, y a ella no parecían haberla maltratado. A los dos los habían sacado de sus celdas y los habían llevado a lo alto de la escalera del tiempo:
- Nos van a pegar un tiro -dijo Julián.
- No valen ustedes ni el coste de una bala -respondió Ernesto con su habitual sorna-. Se procede a la lectura de la sentencia, proceso de urgencia 15/43V6. Julián Martínez y Amelia Folch, procedentes de una línea temporal bastarda, serán purgados del sistema. De acuerdo con el procedimiento estándar, los reos atravesarán la puerta 157 hacia el 6 de septiembre de 1947, dentro del polvorín de Alcalá de Henares. Según el timing, serán las 21:43 cuando lleguen: dos minutos después, el polvorín estallará. La puerta quedará inactiva y el número 157 pasará a reasignación. Esta sentencia es firme e inapelable.
- Nos van a pegar un tiro -dijo Julián.
- No valen ustedes ni el coste de una bala -respondió Ernesto con su habitual sorna-. Se procede a la lectura de la sentencia, proceso de urgencia 15/43V6. Julián Martínez y Amelia Folch, procedentes de una línea temporal bastarda, serán purgados del sistema. De acuerdo con el procedimiento estándar, los reos atravesarán la puerta 157 hacia el 6 de septiembre de 1947, dentro del polvorín de Alcalá de Henares. Según el timing, serán las 21:43 cuando lleguen: dos minutos después, el polvorín estallará. La puerta quedará inactiva y el número 157 pasará a reasignación. Esta sentencia es firme e inapelable.
- Lástima, la iba a llevar a Estrasburgo -ironizó Julián
Amelia estaba aterrada ante lo que oía, pero de alguna manera consiguió mantener una fachada de serenidad.
Ernesto no respondió a la provocación, y empujó a los prisioneros hacia abajo, hasta el noveno pasillo: la Galería de los Traidores.
- ¿Donde está la 157? -preguntó al cabo de un rato-. Creía que era la cuarta...
- ¿Donde está la 157? -preguntó al cabo de un rato-. Creía que era la cuarta...
- Aquí -señaló Irene, que había seguido hasta un poco más adelante. En efecto, el cartel indicaba claramente la puerta que les había de conducir a su destrucción.
- ¿Algunas últimas palabras? -preguntó Ernesto.
- Sí -alcanzó a decir Amelia-. Que el Ernesto que yo conozco es mucho más digno que tú.
- Eres un error -fue todo lo que dijo el ofendido-. No es nada personal.
- Sois una panda de cobardes -dijo Julián-, por no atreveros a hacer las cosas
directamente, a mancharos las manos. Y de paso, os cargaréis a mi otro
yo, ¿verdad? Os damos igual, son él y Lola quienes os buscan las
cosquillas, quienes están cambiando las cosas. Con razón querían haceros desaparecer.
Ernesto abrió la puerta: aquello era el fin. Los empujó dentro, cerró y echó la llave. Se pasó la mano por el pelo que ya raleaba, admitiendo por fin con su gesto el nerviosismo que le producía aquello:
- El subsecretario ya no asiste a las ejecuciones -alcanzó a mascullar-. Muy cómodo para él.
* * * * * * * * * *
Julián y Amelia salieron de la oscuridad a un almacén no muy grande, de techo bajo, lleno de cajas de madera sin marcas. Ella dio un paso atrás:
- Son dos minutos. Podemos intentar salir...
- Amelia, escucha: nos han sacado. Irene cambió las placas de las puertas. No estamos en el polvorín pero hay que correr.
- ¿Qué estás diciendo?
En el exterior, desde alguna parte, llegaban ruidos convulsos: gritos de hombres, disparos; de pronto, una explosión.
- Que de todas formas tenemos que salir de aquí. Todas las puertas de la Galería llevan a sitios letales, en bucle.
Otra explosión, y otra, y otra, cada vez más cercana... De repente, una parte del techo se derrumbó con gran estruendo, dejando a la vista un cielo anaranjado. Amelia se abrazó a Julián, asustada. Él la guió hacia lo que parecía la salida, e incluso fuera no pararon de correr.
Estaban en una casita cuadrada en lo alto de un monte. No muy lejos se distinguían algunas fortificaciones, con sacos dispuestos en forma de barrera y algunas piezas de artillería moderna. El cielo estaba plagado de aviones que dejaban caer obuses, reventando las posiciones del enemigo, y de otros más pequeños que se perseguían a golpe de ametralladora. Aquí y allá se distinguían soldados disparándose, humo negro y los cráteres de las bombas que ya habían estallado.
Un segundo obús alcanzó de lleno la casita de la que habían salido providencialmente a tiempo. Entre la lluvia de cascotes, Julián y Amelia rodaron tratando de esquivar el desastre, aunque el desastre estaba por todas partes. El desastre era este lugar.
- ¡Han destruído la puerta! -gritó ella.
- ¿Es que querías volver?
Miraron en derredor:
- ¡Esto es una guerra!
- ¡1938! Aquí es cuando ganan los nacionales -dijo él en voz alta, para hacerse oír sobre la contienda-. Es la batalla definitiva de la Guerra Civil, la gran caída de los republicanos -señaló el ancho río que discurría valle abajo-. Después del Guernica. Estamos es la Batalla del Ebro.
- ¿Tienes un plan? -gritó Amelia.
Julián asintió:
- El plan es sobrevivir.
- Un poco simple, pero me gusta. ¿Y luego?
- Seguir haciéndolo. Cueste lo que cueste. Hasta 1966.
- ¿Qué pasa en 1966?
Otra bomba cayó demasiado cerca para su gusto, reventando lo que parecía una fortificación oculta bajo un saliente de la montaña.
- Te lo explico luego. Hay que salir de este infierno.
Y corrieron colina abajo, hacia donde los combates parecían menos enconados. Amelia, entonces, lo paró en seco:
- ¡Julián! ¡No tienes sombra!
- Ya lo sé.
- ¿Cómo es posible que no tengas sombra? -la suya propia se alargaba por la colina en aquellas primeras horas de la mañana.
La situación le dio risa al enfermero:
- Amelia Folch: sólo tú puedes pararte a eso ahora. Me encanta. ¡Corre!
- ¡Julián! ¡No tienes sombra!
- Ya lo sé.
- ¿Cómo es posible que no tengas sombra? -la suya propia se alargaba por la colina en aquellas primeras horas de la mañana.
La situación le dio risa al enfermero:
- Amelia Folch: sólo tú puedes pararte a eso ahora. Me encanta. ¡Corre!
(CONTINUARÁ...)
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