Goldsboro (Carolina del Norte), 16 de enero de 1966, 5:34 PM
- ¿No me dirá que es usted supersticioso? -preguntó el capitán Wendorf, con un aire de malicia.
- Yo sólo digo que prefiero que los españoles no metan las narices donde no les importa -dijo el teniente Rooney.
- Lo sé, teniente -respondió el capitán Wendorf mientras sus hombres hacían las últimas comprobaciones-. Pero es un favor personal para nuestro embajador, quiere quedar bien con Franco, y no nos cuesta nada.
En la cabina inferior, el navegante y el operador de radar, el teniente Montanus y el capitán Buchanan, tenían todos los sistemas en marcha.
- Artillería: sargento Snyder, informe.
- Todos los sistemas comprobados y a punto, señor.
- ¿Guerrilla electrónica, teniente Glessner?
- Tan a punto como se pueda estar, capitán.
- Si me permite, señor -apostilló el copiloto Rooney-, el peligro de verdad está en Vietnam. Lo más peligroso que hacemos estos días es repostar en el aire.
- Y lo haremos tan bien como siempre, confío en ustedes, señores. Pongan a este gran cabrón en el aire, donde debe estar, y que le dé un poco el sol italiano...
- Sí, señor -respondieron al unísono los cinco hombres del capitán Wendorf.
El enorme B52-G, alias BUFF, vibró para moverse pesadamente por la pista de la Base Seymour Johnson, listo para elevarse como sus 11 compañeros que volaban en aquel momento por algún rincón del planeta. El Comando Aéreo Estratégico les dio permiso para despegar y el aparato comenzó a acelerar por la pista. Contra todo pronóstico lógico, sus ocho motores Pratt & Whitney lograron elevar aquellas 83 toneladas (más su nada desdeñable carga), y pronto dejaron atrás la Costa Este americana.
Detrás de las dos cabinas discurría un largo tubo para lanzar mensajes. Debajo del tubo, dentro de un compartimento presurizado, el dispensador rotatorio de armas contenía cuatro enormes bombas atómicas que sumaban 6 megatones de potencia, y las puertas que debían abrirse para usar el armamento contra los rusos, llegado el caso. Y montado a horcajadas sobre una de las bombas, se encontraba infiltrado Salvador Martí.
* * * * * * * * * *
Sierra de Cavalls (Tarragona), 30 de octubre de 1938, 7:30 AM
- ¿Qué es lo que sabes de los dos bandos? -preguntó Amelia mientras bajaban por la sierra.
- Republicanos, los que pierden, contra los nacionales de Franco, los que bombardean. Ya viste como se queda España en la posguerra. Y poco más, lo que me dijo Irene -aprovecharon un momento en que no había nadie a la vista para bajar unos cuantos metros más, hasta que se volvieron a parapetar tras unos arbustos-. El bombardeo es para cubrir la llegada de la División de Navarra, soldados de Alhucemas, de Tetuán e incluso de la Legión. Esto va a ser una carnicería.
- ¿Dices que tenemos que permanecer en este tiempo durante 28 años?
- Lo siento mucho... -Julián estaba consternado. Podía asumir que ponía su vida en juego, pero malgastar así la de una persona tan prometedora como Amelia...
- No -ella quitó hierro al asunto-, no me preocupa: recuerda que luchamos por deshacer todo esto. Ya te lo dije cuando empezamos: 6 meses ó 6 años, da lo mismo. Lo preguntaba, porque si tenemos que sobrevivir durante 28 años en la España de la posguerra, tenemos que quedar del lado de los vencedores. No podemos bajar hacia el lado de los que pierdan, sean del signo que sean.
Julián ya había pensado eso: no le hacía maldita la gracia, pero era lo más sano aunque sólo fuera porque significaba alejarse de las bombas.
- ¿Por qué no tienes sombra? -preguntó entonces ella.
- Me la quitó Leiva. Con un clavo negro de magia judía. Sí: como suena. Si me muero, se mueren todos los Julianes, de cualquier línea temporal.
- ¿Estás seguro? Quiero decir, ¿tú crees que antes de nosotros ya habían encontrado a otros viajeros de tiempos alternativos, para comprobarlo?
Julián señaló al suelo, dónde debía de estar su sombra, pero no había nada:
- Sólo sé que esta parte de su historia era cierta.
- Habrá que suponer que la otra también, por si acaso. No puedes arriesgarte.
- Estamos en medio de una guerra, Amelia.
- Lo sé: pero no puedes arriesgarte. ¿Me entiendes?
La cosa parecía despejada: salieron de su escondite y siguieron bajando hacia el oeste. Un precipicio de 20 metros hasta la base de la colina les impedía seguir bajando por donde iban. Tomaron un desvío tras unas peñas, y poco después, bajo un árbol, casi se toparon de bruces con dos hombres: un oficial acuclillado, de espaldas a ellos, junto a un hombre que boqueaba y gemía. La metralla de una explosión o un balazo le habían herido el pecho, y tal vez perforado un pulmón. Lo extraño del caso es que los dos hombres vestían uniformes de facciones distintas.
- ¿Por qué no tienes sombra? -preguntó entonces ella.
- Me la quitó Leiva. Con un clavo negro de magia judía. Sí: como suena. Si me muero, se mueren todos los Julianes, de cualquier línea temporal.
- ¿Estás seguro? Quiero decir, ¿tú crees que antes de nosotros ya habían encontrado a otros viajeros de tiempos alternativos, para comprobarlo?
Julián señaló al suelo, dónde debía de estar su sombra, pero no había nada:
- Sólo sé que esta parte de su historia era cierta.
- Habrá que suponer que la otra también, por si acaso. No puedes arriesgarte.
- Estamos en medio de una guerra, Amelia.
- Lo sé: pero no puedes arriesgarte. ¿Me entiendes?
La cosa parecía despejada: salieron de su escondite y siguieron bajando hacia el oeste. Un precipicio de 20 metros hasta la base de la colina les impedía seguir bajando por donde iban. Tomaron un desvío tras unas peñas, y poco después, bajo un árbol, casi se toparon de bruces con dos hombres: un oficial acuclillado, de espaldas a ellos, junto a un hombre que boqueaba y gemía. La metralla de una explosión o un balazo le habían herido el pecho, y tal vez perforado un pulmón. Lo extraño del caso es que los dos hombres vestían uniformes de facciones distintas.
El oficial les oyó llegar, pero no se giró:
- Disparen si tienen que disparar; si no, ayúdenme a curar a este hombre.
Amelia y Julián se quedaron de piedra:
- Julián... -murmuró ella.
Ahora sí, el oficial volvió la cabeza. La sombra del follaje ocultaba algo sus facciones, pero no impidió que lo reconocieran, ni que este se levantara como impulsado por un resorte.
- Amelia... -dijo-. Y... tú.
- O sea, tú -respondió Julián. Porque el oficial de los nacionales que estaba atendiendo al herido republicano, no era otro que él mismo. Julián Martínez. El Julián Martínez de este mundo.
Volvió a arrodillarse junto al herido, tratando de contener la hemorragia. Los dos Julianes lo hicieron.
- ¿Vienes del futuro? -dijo el Julián de este mundo-. ¿Vuelvo con el Ministerio, en el futuro?
- Es... es más complicado -respondió el otro-. Luego te lo explico. ¿Qué tienes?
- No tengo una mierda -exclamó el otro con rabia.
- ¿Quién es? -preguntó Amelia-. ¿Alguien importante?
- Ni idea de quién es, me lo encontré tirado, agonizando, y no podía dejarlo ahí. Eso lo hace importante para mí.
Entre todos lograron improvisar vendajes como para evitar que siguiera perdiendo sangre.
- Se le va a encharcar el pulmón y no servirá de nada.
- Puede salvarse si lo llevamos al hospital de campaña que hay a dos kilómetros -dijo el Julián de este mundo.
- A un campamento nacional. ¿Vestido así?
- Por el grado, es ingeniero -respondió el otro-. Con esos suelen tener bastantes miramientos. Eso es lo que he estado haciendo los últimos tres años: me alisté en el Ejército como oficial médico para intentar salvar tantas vidas como fuera capaz. He enviado a docenas a otras épocas con Lola, y a otros sencillamente les he cuidado como he podido. Y tú no tienes ni idea de lo que te estoy hablando, así que desde luego no vienes de mi futuro. ¿Me lo vas a explicar?
Julián miró a Amelia y tomó en aquel momento una difícil decisión. Una de las más difíciles que tomaría nunca. Cogió a su otro yo por los hombros y se apartaron algunos pasos. Allí se lo contó todo.
Todo.
Cuando volvieron, Amelia percibió que el Julián de este mundo estaba aturdido, y el otro mostraba expresión culpable.
- Tengo que ser yo, entonces -fue cuando dijo el Julián alternativo.
Antes de que ninguno pudiera añadir nada más, oyeron el ruido de un motor que se acercaba. Miraron hacia arriba, instintivamente, pero aquello no venía de los cielos, ni mucho menos pertenecía a un bombardero o un caza. El motor era más agudo, más ligero, más terrenal. desde abajo una nube de polvo atravesaba campo a través en dirección a ellos.
- ¿Qué hacemos?
- Son de los míos -dijo el Julián de este mundo-. Bueno, ya me entendéis. Hacia allí está el campamento. Parece un sidecar...
- Pero solo hay un jinete -dijo Amelia-. En fin, conductor.
El sidecar no disminuyó su velocidad al llegar a la colina y empezó a subirla sin variar el rumbo.
- Yo creo que ya nos ha visto -dijo Julián.
- Mejor, así podemos evacuar al herido.
- ¿Y tú y yo?
- Gemelos.
Amelia empezó a hacer señales al motorista para que se les acercara. Así, además, aclaraba que no buscaban esconderse. El sidecar llegó hasta las inmediaciones del árbol, y frenó. El piloto llevaba un uniforme abotonado de arriba abajo, típico de los correos motorizados. El casco sólo dejaba ver un rostro lleno de arrugas. Se lo quitó, y liberó una magnífica melena plateada.
- A la hora prometida -dijo la anciana.
Amelia y los dos Julianes entornaron los ojos. Aquella abuela de 80 años les era familiar a los tres, muy familiar.
- Qué jóvenes sois todos...
Entonces, por un gesto cayeron en la cuenta: la anciana era la propia Amelia Folch.
- Con la que está cayendo -señaló a los aviones que pasaban sobre ellos-, mejor seré escueta. Cuando Julián nos traicionó en la Residencia de Estudiantes y se marchó con Lola, me sentí muy decepcionada con Leiva y abandoné el Ministerio.
- No quería haceros daño a ti y a Alonso, pero no podía seguir trabajando para Armando. No me dejaba ver ni hablar con Maite... No pude evitar que mis padres se separaran. Nunca podíamos salvar a los que nos importaban...
- En cuanto llegué a mi casa -continuó ella-, en 1880, recibí un telegrama de Irene a través de Aurelio Pimentel, pidiéndome que la llamara: pensé que quería hacerme reconsiderar, que volviese. Pero el código que me dio era para que la llamara un mes después de mi partida. Me dijo que este Ministerio, este mundo, estaba mal, que había encontrado a alguien que quería arreglarlo, y que hoy, a esta hora, aquí, necesitaría mi ayuda.
- No soy yo -dijo el Julián de este mundo-. Son ellos. Él me ha explicado lo que ha ocurrido: Irene tiene razón. Todo esto está mal.
- Nuestro mundo no es perfecto -dijo el otro.
- Pero podría ser peor. Podría ser este.
- ¿Y pudiste...? -preguntó la Amelia joven.
- El futuro no está escrito en ninguna lápida -le contestó la mayor-. Sólo el pasado.
- ¿Qué vamos a hacer? -pregunto Julián.
- Para empezar, salvar a ese hombre -dijo la Amelia joven.
- Y para acabar... terminaréis vuestra misión -dijo el otro Julián.
Los Julianes se intercambiaron las ropas y las identidades:
- Desde ahora eres Gabriel Gómez, médico de campaña. Tienes el grado de teniente. En ese bolsillo está tu identificación y el certificado de buena conducta. En mi tienda hay un diario, nada sobre viajes en el tiempo -miró a las Amelias con una sonrisa socarrona-, pero está falsificado todo mi historial, por si necesitas darle datos a alguien -suspiró-. ¿Crees que volveré a ver a Lola?
- No lo creo. Pero ella sí que te verá a ti.
El otro Julián asintió, y comenzó a subir por el monte.
- Voy contigo -dijo la Amelia anciana-. Si es que puedes seguirme el paso.
- No puedes... Yo voy a...
- Sigo siendo tu superior, jovencete.
Y juntos se marcharon, cogidos por la cintura, para encontrarse con su destino. Cuando estaban ya algo arriba, él se giró y llamó por última vez a su otro yo:
- ¡Julian!
- ¿Qué?
- ¡Sea quien sea tu subsecretario: cuando vuelvas... ve con Maite! ¡Ella es lo más importante! ¡Nunca lo olvides!
- Nunca la olvido -respondió él, tan bajo que sólo lo oyeron él mismo y Amelia.
Cargaron al herido en el asiento del sidecar, se apretaron los dos en la moto, y pusieron rumbo hacia su última aventura.
Oyeron la explosión de ¿cuantas bombas más de camino hacia el campamento nacional? ¿Tres, cuatro? Sin embargo, Julián estaba seguro de que fue la quinta, y no otra, la que acabó con la vida de su otro yo.
Ya no tendrían más ayudas externas, más complots del propio tiempo a su favor: desde aquel momento y durante los próximos 28 años, estaban solos.
Todo.
Cuando volvieron, Amelia percibió que el Julián de este mundo estaba aturdido, y el otro mostraba expresión culpable.
- Tengo que ser yo, entonces -fue cuando dijo el Julián alternativo.
Antes de que ninguno pudiera añadir nada más, oyeron el ruido de un motor que se acercaba. Miraron hacia arriba, instintivamente, pero aquello no venía de los cielos, ni mucho menos pertenecía a un bombardero o un caza. El motor era más agudo, más ligero, más terrenal. desde abajo una nube de polvo atravesaba campo a través en dirección a ellos.
- ¿Qué hacemos?
- Son de los míos -dijo el Julián de este mundo-. Bueno, ya me entendéis. Hacia allí está el campamento. Parece un sidecar...
- Pero solo hay un jinete -dijo Amelia-. En fin, conductor.
El sidecar no disminuyó su velocidad al llegar a la colina y empezó a subirla sin variar el rumbo.
- Yo creo que ya nos ha visto -dijo Julián.
- Mejor, así podemos evacuar al herido.
- ¿Y tú y yo?
- Gemelos.
Amelia empezó a hacer señales al motorista para que se les acercara. Así, además, aclaraba que no buscaban esconderse. El sidecar llegó hasta las inmediaciones del árbol, y frenó. El piloto llevaba un uniforme abotonado de arriba abajo, típico de los correos motorizados. El casco sólo dejaba ver un rostro lleno de arrugas. Se lo quitó, y liberó una magnífica melena plateada.
- A la hora prometida -dijo la anciana.
Amelia y los dos Julianes entornaron los ojos. Aquella abuela de 80 años les era familiar a los tres, muy familiar.
- Qué jóvenes sois todos...
Entonces, por un gesto cayeron en la cuenta: la anciana era la propia Amelia Folch.
- Con la que está cayendo -señaló a los aviones que pasaban sobre ellos-, mejor seré escueta. Cuando Julián nos traicionó en la Residencia de Estudiantes y se marchó con Lola, me sentí muy decepcionada con Leiva y abandoné el Ministerio.
- No quería haceros daño a ti y a Alonso, pero no podía seguir trabajando para Armando. No me dejaba ver ni hablar con Maite... No pude evitar que mis padres se separaran. Nunca podíamos salvar a los que nos importaban...
- En cuanto llegué a mi casa -continuó ella-, en 1880, recibí un telegrama de Irene a través de Aurelio Pimentel, pidiéndome que la llamara: pensé que quería hacerme reconsiderar, que volviese. Pero el código que me dio era para que la llamara un mes después de mi partida. Me dijo que este Ministerio, este mundo, estaba mal, que había encontrado a alguien que quería arreglarlo, y que hoy, a esta hora, aquí, necesitaría mi ayuda.
- No soy yo -dijo el Julián de este mundo-. Son ellos. Él me ha explicado lo que ha ocurrido: Irene tiene razón. Todo esto está mal.
- Nuestro mundo no es perfecto -dijo el otro.
- Pero podría ser peor. Podría ser este.
- ¿Y pudiste...? -preguntó la Amelia joven.
- El futuro no está escrito en ninguna lápida -le contestó la mayor-. Sólo el pasado.
- ¿Qué vamos a hacer? -pregunto Julián.
- Para empezar, salvar a ese hombre -dijo la Amelia joven.
- Y para acabar... terminaréis vuestra misión -dijo el otro Julián.
Los Julianes se intercambiaron las ropas y las identidades:
- Desde ahora eres Gabriel Gómez, médico de campaña. Tienes el grado de teniente. En ese bolsillo está tu identificación y el certificado de buena conducta. En mi tienda hay un diario, nada sobre viajes en el tiempo -miró a las Amelias con una sonrisa socarrona-, pero está falsificado todo mi historial, por si necesitas darle datos a alguien -suspiró-. ¿Crees que volveré a ver a Lola?
- No lo creo. Pero ella sí que te verá a ti.
El otro Julián asintió, y comenzó a subir por el monte.
- Voy contigo -dijo la Amelia anciana-. Si es que puedes seguirme el paso.
- No puedes... Yo voy a...
- Sigo siendo tu superior, jovencete.
Y juntos se marcharon, cogidos por la cintura, para encontrarse con su destino. Cuando estaban ya algo arriba, él se giró y llamó por última vez a su otro yo:
- ¡Julian!
- ¿Qué?
- ¡Sea quien sea tu subsecretario: cuando vuelvas... ve con Maite! ¡Ella es lo más importante! ¡Nunca lo olvides!
- Nunca la olvido -respondió él, tan bajo que sólo lo oyeron él mismo y Amelia.
Cargaron al herido en el asiento del sidecar, se apretaron los dos en la moto, y pusieron rumbo hacia su última aventura.
Oyeron la explosión de ¿cuantas bombas más de camino hacia el campamento nacional? ¿Tres, cuatro? Sin embargo, Julián estaba seguro de que fue la quinta, y no otra, la que acabó con la vida de su otro yo.
Ya no tendrían más ayudas externas, más complots del propio tiempo a su favor: desde aquel momento y durante los próximos 28 años, estaban solos.
(CONTINUARÁ... Y TERMINARÁ)
1 comentario:
Me pregunto si el Julián alternativo podía haber fingido su muerte para engañar a Lola (en el 1111 ella le creía muerto en la batalla del Ebro, eso sí), y quedarse con ellos de gemelo.
La Amelia alternativa llegó a vieja sin el ministerio, eso sí.
Pero volvió para no dejar a su excompañero morir solo.
Leches, son alternativos pero me caen bien...
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