CAP.I | CAP.II | CAP.III | INTERLUDIO | CAP.IV | CAP.V | CAP.VI | CAP.VII | CAP.VIII | CAP.IX (Epílogo)
| Archivos (making of)
“El sentimiento más terrible, es
el de tener la esperanza muerta“
Federico García Lorca
(Hospital
General de Madrid, 4 de Mayo de 1808)
- Gracias por cuidar de León -se despidió Goya, ayudando a su maltrecho discípulo a subir al carruaje-. Este jovencito tiene que aprender a meterse en menos líos...
- En realidad, fue él quien me protegió en
la calle mientras yo curaba gente -admitió Julián-. Y usted dio refugio a mi hermana.
Gracias a ustedes.
El pintor, por toda respuesta, le entregó una especie de carpeta
rígida, con una sonrisa misteriosa. Julián examinó el dibujo que había en el
interior: era su favorito, “El sueño de la razón produce monstruos“. Después
leyó el mensaje que había al dorso y se quedó sin habla.
“Mis sombras no tendrán descanso; pero ella
sí. Descansará en paz“.
- ¿Saldremos de ésta? -preguntó Goya, con una mirada cómplice.
Julián asintió, preguntándose cuánto sospechaba aquel hombre en realidad. Cuánta cordura habría en esa clarividencia que muchos
tomaban por desvaríos. Pero no podía decírselo: se limitó a estrechar la mano
del maestro y del discípulo, deseándoles lo mejor. La patrulla se despidió de
ellos y contempló su marcha, preguntándose si volverían a verse alguna vez.
- Los franceses no encontraron mi revólver
-Amelia estaba encantada-. Registraron la casa, pero no a fondo, ni con
violencia. No sé cómo lo consiguió Goya. Nunca vi una exhibición de diplomacia
y mano izquierda como la suya...
- Tú misma lo dijiste -replicó Julián,
pensativo-. Se ha pasado la vida toreando las intrigas de la Corte y de la
Inquisición. Sabe nadar y guardar la ropa.
- Por lo que decís, debe ser el loco más
cuerdo de la Historia -resumió Alonso-. Me habría gustado tratar más con él.
El alta médica del prisionero estaba resuelta y el carro preparado. El funcionario Carrasco subió al pescante y se dispuso a partir: el Ministerio le había enviado al recibir la llamada de Julián. Resultaba extraño pensarlo: Carrasco aún no les conocía, pero ellos a él sí. Al fin y al cabo, aún estaban en Mayo de 1808, justo antes de la verdadera guerra (y de su primera misión). Curiosidades de los viajes en el tiempo.
- ¿Por qué no me vinieron a buscar desde el
principio? -preguntó al tomar las riendas.
- Vive vuesa merced fuera de las murallas
-replicó Alonso-. ¿Cómo ibamos a salir de la ciudad de noche, con un herido de
bala, sin que nos consideraran sospechosos los veinte mil soldados enemigos que
velaban a las puertas?
- Además, teníamos que vigilar a Goya
-añadió Amelia-. Por la fecha que era, y porque este espía y sus cómplices
acababan de intentar matarle.
El funcionario local asintió. Tenía su
lógica.
- Bien, me llevo el prisionero al
Ministerio. ¿Están seguros de que no quieren acompañarme?
Los tres agentes se miraron, dubitativos.
- Debemos atender un último asunto
-decidió Amelia-. Mañana por la mañana estaremos de regreso.
Carrasco se encogió de hombros y se puso en
marcha. Mientras el carro se alejaba, Julián sacó el listín y se lo pasó a su
superior.
- Tendremos que calcular bien las puertas
-reflexionó-. No quisiera dejar así al enfermero Alonso ni al cirujano Angulo;
les hirieron de gravedad por ayudar a la gente. Me gustaría intentar salvar a
alguno de los dos.
- Yo tampoco quiero dejar solo a Mariano
-dijo Entrerríos-. Está muy mal. Y en este país no tiene a nadie.
- A mí me preocupa José Muñiz -Amelia no
había tenido ocasión de dar las gracias al amable mozo de la posada. Además,
había algo en él que le gustaba, aunque se resistía a admitirlo abiertamente.
- Tranquila -Julián le guiñó un ojo-. José
saldrá de ésta. Le examiné yo mismo.
- Tal vez no nos haga falta el listín
-sonrió ella-: pensándolo bien, el Ministerio debería permitirnos venir de vez
en cuando, para asegurarnos de que nadie vuelve a atentar contra Goya, ¿verdad?
Durante unos días, al menos. Y ya de paso...
- Mejor unas semanas -Julián le miró con
complicidad-. Hay que asegurarse bien.
- Totalmente de acuerdo -asintió Alonso,
mucho más aliviado-. Por cierto, ¿sabéis por dónde cae la posada en la que trabaja
Muñiz? Su jefe Villaamil me debe un orujo: ¡nos lo apostamos despachando
westfalianos!
* * * * * * *
* * *
(Oficinas
del Ministerio, 2015)
- Esta vez lo tenemos, señor -resumió Alonso,
disimulando una ligera resaca; Villaamil había sido generoso con su orujo-. El prisionero herido es de la partida que hirió a Amelia
en 1834. El mismo que ha intentado matar a Goya en 1793.
- ¿Ha confesado lo que pretendía en 1834?
-inquirió el subsecretario Salvador.
- Infiltrarse entre los carlistas, para
intentar atacar a alguien importante cercano a Zumalacárregui -contestó Julián, con un dolor de cabeza bastante similar al de Entrerríos-. Aunque no creo que recuerde habérmelo dicho: estaba
drogado con pentotal.
- Bien: es mejor que no sepa cuánta
información tenemos -asintió Ernesto-. ¿Por qué atentó contra Goya?
- Porque ese pintor fue un agitador
-contestó Alonso-. Quería silenciarlo, para cambiar las guerras del siglo XIX.
- Interesante -reflexionó el subsecretario-.
Buen trabajo. En el penal del Ministerio le interrogaremos más a fondo.
- Pero hay algo que no encaja -intervino
Amelia-. Goya avivó la rebelión sólo al principio, con sus sátiras contra el poder,
en los “Caprichos“. Y con dibujos patrióticos, como el de Agustina de
Aragón. Pero después criticó la guerra, más que fomentarla...
- Dio el chispazo inicial, que es el más
importante -supuso Salvador.
- No sólo eso. Hizo algo más: documentar la
guerra -señaló Amelia-. De manera más completa que la propaganda oficial. Sin él, sería difícil descubrir ciertas alteraciones en la Historia.
- ¿Intentaron matarle para que no detectemos
qué cambios están tramando? -dedujo el subsecretario.
- Hablando de cambios: Leiva intentaba atentar contra Isabel II
en 1844, ¿y sus seguidores de 1834 contra el bando contrario? -se extrañó
Ernesto-. Eso tampoco encaja.
- A no ser... -Amelia reflexionó un momento
y se quedó sin aliento-... que quieran eliminar a los dos pretendientes al
trono. Dejar sin líder a ambos bandos. ¡Adelantar la República!
Sus interlocutores dudaron unos instantes,
sopesando las consecuencias.
- Eso acortaría las guerras carlistas
-reflexionó Salvador-. Y adelantaría la época liberal.
- Menos guerras. Paz y progreso. Pero a base de atentados. Si no fuera un plan
tan bestia... -Julián cruzó una mirada con su compañera.
- Sí -asintió Amelia-. Se parecería a alguna
de las ideas de Lola.
- Pero Lola sigue en prisión, ¿verdad?
Además, matar no es su estilo...
* * * * * * *
* * *
(Huesca,
1053)
En la oscuridad de las mazmorras resultaba
difícil saber si era de día o de noche. La falta de referencias a veces
distorsionaba incluso la percepción del ritmo del tiempo. Lo que en ocasiones
parecían horas, a veces sólo eran minutos. Lola sólo sabía qué hora era por aquel
sonido: las llaves, el chirrido de los goznes y el leve golpe del cuenco de
barro sobre el suelo. Abrió los ojos para aprovechar el único minuto de luz de
la jornada: la antorcha del carcelero.
- Déjame adivinar -le espetó burlonamente-:
¿gachas? Felicita al chef de mi parte: no deja de innovar.
El hombre la miró, perplejo: nunca acababa
de entender el habla de sus extraños prisioneros. Pero no le pagaban por
conversar. Se encogió de hombros y se dio la vuelta: había notado una presencia
imprevista. Alguien más se acercaba por el pasillo.
- ¿Traéis un preso? -protestó-. Aquí no cabe:
están casi todas las celdas llenas.
- En la otra galería no puede estar. Allí ya
hay uno de los suyos; nos han prohibido que estén cerca. Es otro de los de
Leiva.
¿Leiva? Los sentidos de Lola se pusieron
alerta. Aquello podía ser interesante.
- ¡Pardiez! Sea, pues -el carcelero señaló
una dirección, contrariado-. Allí. Es la última.
Lola vio cómo atravesaba el pasillo, ante su
celda, un prisionero que renqueaba visiblemente. El hombre también la vio; al
instante, su cojera se acentuó y se derrumbó en el suelo con estrépito. Un
pequeño objeto cayó con él.
- ¿Qué pasa ahora? -gruñeron los guardias-.
¡Arriba, gandul!
La cojera del hombre no era simulada:
realmente le fallaban las rodillas. Los carceleros tuvieron que ayudarle a
llegar hasta su celda. Pero no vieron el objeto caído: había atravesado los
barrotes de la celda de Lola, y ésta se había encargado del resto.
Era un teléfono móvil, protegido por una
carcasa de goma que había amortiguado la caída. Obviamente, el detenido
tenía instrucciones para el caso de ser apresado. La pantalla mostraba un
mensaje:
“Ya no puedo abrir las puertas del
Ministerio. Necesito las tuyas. Y tú necesitas salir. ¿Hacemos negocios?“
Lola tecleó unas instrucciones y sonrió con
sarcasmo. Presentía que estaba haciendo un pacto con el diablo, pero eso ya lo
resolvería más adelante.
No sabía que estaba cerrando un círculo: que
su próximo viaje la llevaría a Enero de 1793. Al inicio de una historia que
para ella todavía no había comenzado; pero que, para el hombre que renqueaba
hacia la última celda (y para la patrulla de Amelia), acababa de finalizar. El
pez que se muerde la cola. El fin, provocando el principio.
Pero aunque lo hubiera sabido, a Lola
Mendieta no le habría importado demasiado. Su partida de ajedrez ya estaba en
marcha: en cuestión de horas, sería libre.
* * * * * * *
* * *
(Quinta
del Sordo, 1824)
Velázquez y Alonso paseaban entre las
inquietantes Pinturas Negras, que cubrían las paredes de la finca. No había
rincón en el que poder refugiarse de ellas. Algunas eran amables, como el
retrato de un perro y el de la mujer de la casa, Leocadia. Pero otras parecían
fantasmas, acechando en cada esquina.
- Por la noche debe ser todo un reto -comentó el soldado-. ¿Quién podría querer vivir
en una casa así?
Velázquez le miró con desdén:
- Este hombre comenzó a pintar bajo las
normas del Barroco. Fue precursor de la pintura del Romanticismo
y la surrealista. El mundo tardó siglos en evolucionar así, pero él lo hizo en
pocas décadas. Ni vos ni los de su tiempo le comprendéis: por eso todos le creen
loco. ¡Pero es un genio! Mejorando lo presente, claro.
Alonso movió la cabeza como quien está ante
un caso perdido. Admiraba el talento, pero nunca había visto un hombre tan
pagado de sí mismo como Velázquez.
- Ustedes dos
son el vivo retrato de sus padres -observó Goya, señalando a Amelia y
Velázquez. Oficialmente, los dos agentes habían tenido que presentarse fingiendo
ser “hijos“ de los que él conoció en 1793 en Sevilla: eran las normas. Pero
Amelia dudaba que hubieran conseguido engañarle. Desde su conversación acerca
de Lola y de la Historia, sabía que Goya les había reconocido como gente de
otro tiempo.
La joven se detuvo al ver una pintura
especial: representaba a un anciano sereno, que ignoraba resignadamente a un
ser grotesco susurrando en sus oídos.
- ¿Esto es lo que le sucede a usted?
-preguntó a Goya, vocalizando bien para hacerse entender-. ¿Sonidos
fantasmales?
Francisco de Goya dejó el pincel, dio otra
bocanada a su cigarro y leyó los labios de la joven. El pintor estaba muy
envejecido. No era para menos: ya tenía casi ochenta años.
- Es lo peor de mi sordera -asintió-. No oigo nada real, pero sí voces como de ultratumba. Son exasperantes. No hay manera de
acallarlas. Eso le destroza los nervios a cualquiera.
Ella asintió. Tal vez por eso a él le
gustaban las Pinturas Negras: le ayudaban a dar forma a los sonidos. A ponerles
límites. A dominarlos.
- ¿Puedo hacerle una pregunta? -intervino
Velázquez-. ¿Cómo consiguió que la Inquisición no le juzgara por los
“Caprichos“ y “Los Desastres de la Guerra“?
- No llegué a publicarlos oficialmente.
Bueno, los "Caprichos" sí, pero sólo quince días -sonrió Goya con amargura-. Pero
distribuir de tapadillo obras censuradas es toda una tradición de este país,
¿no? Circularon clandestinamente. Lo importante es que no se olvide la verdad.
- La verdad -reflexionó Amelia- ¿Qué es la
verdad?
Él leyó sus labios, sonrió
misteriosamente y buscó algo en un escritorio. Después volvio a trabajar en su
óleo: representaba a un monstruo devorando a un niño.
- Para no gustarle los desmanes, se recrea
bastante en ellos -señaló Entrerríos.
El pintor percibió el gesto de aprensión y
soltó una carcajada inquietante. Llena de resentimiento.
- Sólo aquí, a solas, puedo vomitar todos
mis miedos. Y créanme: en esta vida he tenido mucho que tragar. Gobiernos
absolutistas, nacionales, extranjeros, Inquisición y sus respectivos espías: todos
cometieron injusticias. Y amenazaron a los que nos atrevimos a denunciarlas. Mis compañeros liberales acabaron muertos o exiliados. Y el tiempo me quitó el resto.
El pintor, entre pinceladas y
bocanadas de tabaco, se volvió a Alonso y le señaló el macabro óleo:
- Saturno, o Kronos, símbolo del Tiempo. Nos da la vida, la alegría, la salud...
nos lo da todo. Como a hijos. Y luego nos lo quita. Pedazo a pedazo.
Entrerríos le agradeció la explicación con
un gesto y ocultó un escalofrío. En aquella mente había demasiados fantasmas, y ése era un tema que el soldado no gustaba de tomar a broma.
- Usted sabe que una de estas pinturas tiene
que ser destruida, ¿verdad? -dijo Amelia dulcemente, señalando en la pared una nueva
versión goyesca de “El Grito“ de Munch-. Esta obra no es de usted.
Y ya la ha pintado dos veces; una en 1793 para Lola, y otra vez ahora...
- Sé que no debería haberla vuelto a pintar
-respondió Goya, con un guiño de complicidad-. Pero esta vez la hice para
usted: para hacerla venir de nuevo. Necesito ver a alguien que no se destruya con
el tiempo, aunque sólo sea una última vez.
Amelia le miró, asombrada. Aquel hombre
intuía demasiado bien ciertas cosas. Habría sido un buen agente.
- Sólo viajamos -confesó ella-. Pero...
envejeceremos y moriremos, como todos. Yo también.... - “y tal vez pronto“, recordó la joven, intentando
disimular su tristeza.
- ¿Volveremos a vernos? -preguntó el anciano.
Amelia negó con un gesto:
- Lo siento. Hoy nos hemos saltado una
prohibición para venir, y sólo porque necesitábamos asegurarnos de que “El
Grito“ siga siendo de Munch, y no de Goya.
- No se preocupe -replicó él con picardía-:
ya ha cumplido su función. Pintaré otra cosa encima. Mientras tanto, aquí tiene
su respuesta.
Entregó a Amelia el sobre que había sacado
de su escritorio un instante antes. Ella lo miró sin comprender.
- ¿La respuesta a qué?
- A lo que me ha preguntado antes -el pintor
volvió a concentrarse en su trabajo-. La Verdad.
* * * * * * * * * *
Al regresar al Ministerio, encontraron a
Julián esperándoles en la cafetería. Estaba escribiendo una carta.
- ¿Creéis que Goya conseguirá dejar de
pintar pesadillas? -les preguntó, con aire pensativo.
"La lechera de Burdeos". Goya, 1827 |
- Me pregunto
si tú y yo conseguiremos olvidar las nuestras -confesó Amelia con tristeza-.
Pero él sí: acabará visitando a sus amigos exiliados en Burdeos, sobre todo a
Moratín, y ya no querrá volver. Cuando sepa lo que es vivir sin esconderse, por
fin encontrará la paz. Después de pintar tantos horrores, ¿quieres ver su último
cuadro?
- Oye, pues sí.
Amelia le mostró un libro que acababa de sacar de la biblioteca. Lo había encontrado al reorganizar los que había utilizado Julián al inicio
de la misión.
- Mira esto -le enseñó la imagen, serena y
luminosa, de una joven de expresión amable-: “La lechera de Burdeos“.
- Se parece a lo que pintaba de joven, antes de los
problemas - reflexionó Julián, recordando los primeros tapices-. Así que al final, lo superó. Quién sabe; si él pudo, tal vez nosotros también. Algún día...
- Amelia, ¿qué es ese papel que os ha dado
hoy? -recordó Alonso; le podía la curiosidad.
Ella abrió el sobre y examinó el documento
que acababa de salir del escritorio de la Quinta del Sordo: por el estilo de
dibujo, debería pertenecer a “Los Desastres de la Guerra“. Pero la escena,
desde luego, no se la esperaba.
- La Verdad -recordó-. "Esto es lo verdadero".
La imagen no representaba una pesadilla, ni
un monstruo, ni una lucha. Sólo gente sencilla del campo trabajando
honradamente, en paz.
* * * * * * * * * *
Julián todavía tenía la imagen en su retina
cuando llegó a casa, acompañado por Alonso. A su antiguo hogar.
- ¿Estáis seguro? -le preguntó Entrerríos.
El enfermero asintió y abrió la puerta. Se
dirigió al tablero de la entrada, repleto de antiguas fotografías de su mujer,
dolorosamente felices. En una de las instantáneas Julián aparecía dos veces; una en primer
plano, joven y alegre, con Maite. La otra al fondo, sombrío y
furtivo, casi veinte años mayor. El día de la puerta 58.
- Esto es para ti -susurró dulcemente.
Colgó una imagen más junto a las
fotografías: “El sueño de la razón produce monstruos“. El regalo de Goya. La escena
cada vez le parecía menos inquietante y más bella: un hombre soñando con mil
imágenes. Mil ideas. No necesariamente malas.
Y al dorso del dibujo, un buen deseo de un
buen amigo:
“Ella sí. Descansará en paz“.
* * * * * * * * * *
“Querido Federico,
Gracias por tu carta. Me dio palabras, en un
momento en el que realmente las necesitaba.
Tenías razón, como siempre. Adivinaste algo
terrible, algo que me tocaba muy de cerca y que estuvo a punto de hacerme
acabar mal.
Sí, yo la amaba. Y es duro perder a alguien a
quien amas. Se pierde la esperanza. Dan ganas de dejar la vida y no volver.
Pero de alguna manera, estoy de vuelta.
Ahora sé que tengo algo más: a los amigos, como tú. Eso es lo que importa.
Un abrazo,
Julián“
FIN
CAP.I | CAP.II | CAP.III | INTERLUDIO | CAP.IV | CAP.V | CAP.VI | CAP.VII | CAP.VIII | CAP.IX (Epílogo)
| Archivos (making of)
No hay comentarios:
Publicar un comentario