Madrid, 2015
Julián estaba a oscuras, de pie. Le habían atado las manos a la espalda y de sus ataduras partían otras dos que lo anclaban a las paredes a ambos lados. No podía sentarse, girarse ni ir a ninguna parte. Se escuchó el ruido de la puerta al abrirse, y algunos pasos cercanos:
- ¿Dónde están Amelia y Diego? -fue lo primero que preguntó.
Un potente reflector se encendió a su espalda, proyectando por el suelo de piedra de la celda la sombra bien recortada del prisionero. Julián no había estado en muchos interrogatorios a lo largo de su vida, pero estaba bastante seguro de que al interrogado se le tiraba la luz a la cara, no a la espalda, para molestarlo y minar su voluntad. Oyó la voz de Leiva detrás suyo:
- Qué curiosas las sombras, ¿verdad? Sólo existen porque hay luz: cuando
esta habitación estaba completamente a oscuras, usted no tenía sombra.
Las sombras existen como negación de la luz: su sombra existe porque su cuerpo
niega la luz. Las sombras son y no son a la vez.
Entonces pasó junto a él, con expresión inescrutable. Se puso delante suyo, a cosa de dos metros, y le mostró lo que llevaba en las manos. Un martillo normal, de los que había en cualquier caja de herramientas, y un clavo oscuro, recto, de unos 15 centímetros de largo.
- No necesitan torturarme...
- Esto es un Clavo Negro -le interrumpió Leiva-, construído según las estrictas especificaciones de Isaac Luria, un rabino sirio del siglo XVI, de madre española, con el que se carteó el segundo secretario del Ministerio. Sigue los principios de la cábala, y tiene consignada en su interior la fórmula del séptimo sefirah: Netzach, lo permanente, la pierna derecha del árbol de la vida. No espero que a usted le suene de nada: a mí tampoco me sonaba hasta que ascendí a subsecretario. Este clavo, según Luria, puede arrancar a cualquiera de la eternidad. Personalmente no creo en esas supersticiones, aunque he aprendido que a veces son historias que esconden un conocimiento muy profundo del funcionamiento de la realidad. De las realidades.
Leiva levantó el largo clavo para que Julián lo viese bien; lo manipulaba con cuidado, casi con respeto. Se agachó y apoyó la punta del clavo en el suelo de piedra, sobre la sombra del prisionero.
- Se lo diré, por tanto -continuó el subsecretario- con otras palabras más acordes a esta época. Su sombra es una representación en dos dimensiones de un cuerpo en tres dimensiones, la representación que la luz hace de su cuerpo sobre una superficie plana. Pero de hecho usted existe en cuatro dimensiones: no olvide el tiempo. Su sombra, evidentemente, no tiene volumen; sin embargo: ¿donde va la cuarta dimensión de usted cuando su cuerpo obstruye la luz? La respuesta es que no va a ninguna parte: está ahí. Usted ahora podría flexionar la cabeza hacia un lado o hacia el otro, y su sombra sería una u otra ligeramente distinta. Y gracias a esa peculiaridad de las sombras, que son por no ser... Cuánticamente hablando, todas las versiones posibles de usted están conectadas a través de su sombra.
Leiva levantó el martillo y dio un golpe al clavo negro: con un crujido, penetró con demasiada facilidad en el suelo de piedra. El subsecretario se incorporó y miró a Julián a los ojos: no era el hombre vengativo y desesperado que había conocido en su propia realidad, ni el general del imperio hispanoromano con el que se había topado en su primera visita al Ministerio alterno. Sin embargo, la calma de su mirada escondía abismos terribles, en su interior seguía ardiendo la misma dedicación absoluta a su causa. Julián se dio cuenta de que Leiva le miraba como se mira a un enemigo terrible.
- Soltadlo.
- Pero, señor... -era la voz de Ernesto, que al parecer había estado todo el rato ahí.
- Ahora -fue cuanto dijo Leiva.
Refunfuñando por lo bajo, Ernesto se acercó a Julián por la espalda con una navaja y cortó, primero una, luego la otra cuerda que lo tensaban entre las paredes. Luego, con un ultimo tajo, seccionó las ataduras de las manos. No se esperaba que Julián se girase como un rayo, le cogiese la pistola de la funda sobaquera y le apuntase a la cabeza.
- Suelta el cuchillo. Tenías razón: hay misiones en las que todo puede torcerse -se puso a su espalda, sin dejar de apuntarle a la cabeza. Ernesto soltó la hoja y entonces Julián se dirigió a Leiva-. Ya puede decirme ahora mismo donde están Diego y Amelia, y soltarlos, o me cargo a Ernesto.
- Sí, seguro -dijo el propio rehén-. Señor, no le haga caso, ya sabe que no es capaz...
Julián amartilló la pistola:
- ¿Te sientes con suerte?
- Oh, sí, qué miedo -dijo Ernesto con sorna-. Pero si te daba reparos incluso disparar a los blancos de la galería...
Julián mantuvo la mirada puesta en Leiva, que no decía palabra. De hecho, sonreía. ¿Tampoco él le creía capaz de matar a Ernesto? En condiciones normales tal vez no, pero ahora... Además, si lo mataba, todo se arreglaría cuando devolvieran el tiempo a su rumbo correcto.
Leiva seguía sin hablar, y miró hacia sus pies. Julián se permitió mirar también, por si las moscas. ¿Iba a salir gas por alguna parte, quizás? Con el Ministerio, y especialmente tras la charla patafísica de Leiva, podía esperarse cualquier cosa.
Pero desde luego no se esperaba aquello:
- ¿Qué cojones...?
Julián se había movido un par de pasos hasta ponerse detrás de Ernesto. Pero la sombra de Julián seguía exactamente donde estaba antes. Miró abajo: el reflector proyectaba la sombra de Ernesto sobre el suelo, pero de sus propios pies no salía sombra alguna. Julián no tenía sombra.
Fue tal el estupor del enfermero, que Ernesto no tuvo problemas para zafarse de su débil presa y, sin gestos bruscos, quitarle el arma de las manos.
- Quizás tenía usted esperanzas de que Lola Mendieta o alguno de sus compañeros provoquen algún cambio en la Historia que deshaga su captura; incluso, llegado el caso, si ya le hemos matado -dijo Leiva-. ¿Me equivoco? Eso da muchos ánimos para resistir torturas y calamidades: saber que, si uno resiste, si calla y se traga lo que sabe junto al dolor, si muere por la causa, luego volverá a la vida como si nada hubiera pasado... porque no habrá pasado. ¡Qué fácil...! Ah, pero el Clavo Negro ha anclado su sombra al suelo, y la ha seccionado de la eternidad. Cuando muera usted, morirá en todas las líneas temporales posibles. Si cambia la Historia al precio de su vida, será una Historia sin su persona. Y ahora, Julián Martínez, tanto si es usted el hombre a quien recluté hace un año y que nos traicionó hace un mes, o una versión infiltrada desde alguna realidad alternativa, como ese Alonso de Entrerríos duplicado que viajaba con ustedes, vamos a hablar en serio.
- Quiere saber quién soy, de dónde vengo, qué pretendo...
- Para empezar.
- Está bien, se lo diré. Pero yo también quiero preguntarle algo.
- No está usted en posición de hacer tratos -le recriminó Ernesto.
- ¡He dicho que voy a colaborar, joder! Me llamo Julián Martínez, soy enfermero del SAMUR, o lo era hasta que vi a dos franceses que habían llegado por una puerta de Lola Mendieta y ustedes me reclutaron.
- Eso ya lo sabemos -le interrumpió Ernesto.
- No, no lo saben. El subsecretario que me enroló en el Ministerio no era Armando Leiva, sino Salvador Martí.
- ¿Salvador? Salvador lleva muerto 15 años y jamás llegó a ser subsecretario.
- En este mundo no, ya lo sé. Pero en el mío, él es el subsecretario. Y usted -señaló a Leiva- era uno de sus mejores agentes, hasta que se le fue la pinza porque no querían salvar a su hijo con la tecnología del siglo XXI, montó una rebelión y le encerraron en el penal de Huesca.
Leiva se puso serio.
- Sí, mi hijo murió -dijo.
- Señor, ¡no le dé información al prisionero!
- Mi hijo murió -insistió Leiva-, de leucemia. Pero jamás hubiera podido exigir nada para mí, no hubiera sido digno, con las penalidades que pasaba la España del siglo XX.
- Lo he visto. Hay lluvia ácida.
- La lluvia es lo de menos -Leiva tenía la mirada perdida. Los recuerdos de algo terrible se agolpaban tras aquellos ojos-. Los muertos se contaron por millones. El desastre económico fue absoluto.
Julián lo tenía al alcance de la mano:
- El Accidente -repitió el término que había utilizado el joven Salvador en la taberna de Flandes.
- Es el eufemismo más extendido.
- ¡Señor! -Ernesto se estaba soliviantando cada vez más. Julián había oído campanas de que él y Leiva nunca se habían acabado de llevar del todo bien. En su mundo, a Ernesto lo habían ascendido por la caída de Leiva.
- ¿Cuándo fue, qué ocurrió?
- ¿Para evitarlo? -la barba le tembló por un momento, y su mirada cercada de ojeras se tiñó de conmiseración-. Olvidese, es imposible. Todas las puertas de aquellos años fueron destruídas después de que perdiéramos a demasiados agentes. El último fue Salvador, hace 15 años: la nochevieja del nuevo siglo, se marchó él solo a 1966 para tratar de deshacerlo; tenía un futuro brillante y lo echó todo por la borda. No se resignaba a que no había éxito posible: hubiera provocado una paradoja...
- Es más que suficiente -dijo Ernesto, sacando a Leiva de la celda a empellones. Su superior no se resistió, y el jefe de seguridad se giró por última vez hacia Julián, escupiéndole-: tú y yo hablaremos de nuevo más tarde, a solas. O mejor dicho, hablarás tú.
Apagó los reflectores, cerró la puerta y echó la llave.
Apagó los reflectores, cerró la puerta y echó la llave.
1966. El Accidente. Millones de muertos. Lluvia ácida. Las quemaduras en la piel, en todas las versiones del siglo XX y XXI. El Alonso alternativo santiguándose cada vez que mencionaba o oía mencionar aquella ciudad. La franja negra en el mapa del primer Leiva.
¡Lo tenía! Ni Diego ni Amelia lo hubieran sabido nunca. Aquello era su "Alfa", aquello era lo que tenían que cambiar si querían cambiarlo todo.
Tenían que evitar la destrucción del litoral andaluz y la contaminación de toda la Península. Tenían que evitar que cuatro bombas atómicas explotaran sobre España.
Tenían que evitar que el incidente de Palomares se convirtiera en el Accidente de Palomares.
Y en las condiciones actuales, era absolutamente imposible.
(CONTINUARÁ...)
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