05 junio 2015

MdT: El jardín de los tiempos que se bifurcan (16)

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Golfo de México, 2 de Junio de 1810
   La "Preciosa Catalana" era una fragata de tres mástiles construida en los astilleros de Canet de Mar en 1803 bajo la supervisión de Ramón Carbonell. Sus 16 cañones en cubierta debían protegerla de cualquier pirata demasiado atrevido, mientras que sus 225 toneladas, sus dos cubiertas y su avanzado diseño le permitían transportar mercancías entre el mar de las Antillas y España sin tener que preocuparse por las condiciones agitadas de aquel océano. La tormenta que ahora la azotaba había de ser la segunda peor que sufriese en toda su historia: la peor de todas la alcanzaría en su siguiente viaje, de vuelta de Cádiz hacia Veracruz, en Agosto de aquel mismo 1810. La Gaceta del Gobierno de México consignaría su destino dentro del apartado "Relación de los buques que han padecido avería en el temporal del día de la fecha" con una entrada sucinta:
"La fragata Preciosa Catalana: zozobrada."
   Incluso aquella "zozobra" no consiguió sacar definitivamente de las aguas a la "Preciosa Catalana", y así el Diario de Barcelona del 25 de septiembre de 1814 la consignaría entrando en el puerto condal unos días antes, procedente de La Habana y Alicante.
   En condiciones normales, nos diríamos que esta tempestad que ahora la zarandeaba por entre olas casi tan altas como su velamen no había de ser, por tanto, peligrosa para la embarcación: la Historia que conocemos nos dice que aún tenía futuro por delante. Pero, ¿era esta una tormenta natural, o acaso los patrones climatológicos habían quedado sutilmente alterados por al tira-y-afloja con el contínuo temporal, y esta tormenta no era sino aquella que había de hundir la fragata, avanzada a su tiempo? No podemos aún aventurarlo, pero lo cierto es que todos los hombres y la única mujer que viajaban a bordo de la "Preciosa Catalana" tenían la creencia de que aquel podía ser, perfectamente, el último día de sus vidas.
   Uno de los que así pensaba, pero el más firme defensor de que las circunstancias no eran tan fieras como aparentaban, era el capitán Francisco Jover. El capitán "Siscu", como le llamaban sus hombres de mayor confianza, se mantenía aferrado al timón con gesto casi indolente, mirando adelante, como si el aparato eléctrico que centelleaba cada dos por tres entre la cortina de agua fuera una buenaventura providencial que fuera a alumbrar algún escollo traicionero en su camino.
   - No deberíamos haber aceptado a esa pasajera a bordo -gritó a su lado el contramaestre Rigau, tratando de hacerse oir entre el estruendo del viento y del oleaje. Tardó en recibir respuesta, tanto que pensó que el capitán "Siscu" no le había oído, y no le extrañaba.
   Pero finalmente su superior se giró hacia él con una extraña sonrisa prendida de los labios:
   - Lo pensé, pero su oro era tan bueno como el de los demás. Y además, es una hermosa pubilla: que no se diga que la "Preciosa Catalana" no cuida de las suyas, ¡jaja!


   Alonso de Entrerríos había pasado del miedo al terror, del terror al pavor y finalmente, del pavor a la furia. Estaba furioso con el mar, furioso con la tormenta, furioso con sus miedos estúpidos e infantiles. Y por supuesto, estaba furioso contra aquel hatajo de traidores: Julián Martínez, que le dejó colgado en el Madrid de 1924, avisando a Lola Mendieta de que iban a caer sobre ella y fugándose junto a ella para tratar de cambiar la Historia en lugar de preservarla. Amelia Folch, quien fuera su superior, que desde aquel momento perdió la fe en el Ministerio y lo abandonó, para volver a la normalidad sin responsabilidades del siglo XIX... o eso había pretendido, puesto que ahora ayudaba a Julián. Y Diego Rodríguez, hijo del Cid Campeador, a la sazón insigne miembro de un Ministerio pasado, pero que, engañado o de grado, ahora estaba ayudando a estos dos en sus pérfidos fines.
   O tal vez no era exactamente así: Alonso había encontrado a un doble suyo, un hombre que hablaba, vestía y tenía su misma altanería. Fuerte y diestro con la espada. Aquel hombre de las mazmorras de León se había negado a traicionar a sus compañeros, pero en el brillo de sus ojos al mencionarlos (sus mismos ojos), Entrerríos había leído que en efecto era compañero de Julián y Amelia. En el Ministerio habían dicho que era una anomalía, un Alonso de Entrerríos de un universo paralelo, de un mundo donde la Historia había transcurrido de otra forma; precisamente, aquello contra lo que el Ministerio luchaba. Un mundo que, en circunstancias normales, debería estar totalmente separado de éste, al otro lado de un muro tan alto e infranqueable como el del propio tiempo para el común de los mortales. En el "Libro de las Puertas", Abraham Levi había teorizado que mundos alternos así existieran, pero consideraba llegar a contactar con ellos como totalmente imposible, ya que "el tiempo es el que es, y no el que podría haber sido".
   En cualquier caso, tanto si aquel Julián y aquella Amelia eran sus antiguos compañeros vendidos al mejor postor de Lola Mendieta como si eran versiones de un mundo diferente, pretendían arrebatar a España sus colonias en las Indias, y aquel atentado contra el Reino no era algo que Alonso de Entrerríos fuese a permitir. Tenía órdenes de infiltrarse entre aquellos rebeldes viajeros del tiempo, haciéndose pasar por su compañero escapado, y conducirlos en cuanto pudiera a la trampa que el Ministerio les estaba preparando. Pero antes debía asegurarse de que no pudieran llevar a cabo aquel plan infame. Ellos estaban seguros de que un diputado de las Cortes que viajaba en el navío era la clave para deshacerse de las colonias; en el Ministerio, con el que había contactado por teléfono en un momento de soledad antes de zarpar, estaban seguros de que el diputado había desaparecido durante su viaje a Cádiz y que nunca había llegado a pisar España. Así que Alonso tenía vía libre para deshacerse de él: quizás se caería él solo por la borda, teniendo en cuenta cómo se agitaba el barco, pero no le importaría facilitar su pérdida de equilibrio.
   Todos los camarotes se encontraban en la "cubierta de cañones", que no era realmente tal porque en su conjunto viajaban en la cubierta superior: así llamaban los marineros a la segunda cubierta, por debajo de la línea de flotación, donde antaño había más piezas de artillería pero que en estos tiempos se utilizaban para acoger los cuarteles de la tripulación y el pasaje. La mayor parte de los marinos estaba en cubierta, luchando entre crestas de espuma por que la "Preciosa Catalana" no se fuese a pique. Había algunos que trataban de dormitar en sus literas, incluso en estas circunstancias; les convenía descansar un poco, porque pronto tendrían que relevar a sus compañeros más cansados. Otra área de la "cubierta de cañones" había quedado dedicada al ocasional pasaje: la fragata transportaba principalmente carga, valiosa carga, pero hacía tiempo que venía trayendo y llevando gente de un continente a otro en cada viaje, un negocio que proporcionaba una soldada extra a la tripulación. En esta ocasión eran sólo seis los pasajeros: Alonso, Amelia, Diego, Julián, el diputado Ramos Arizpe, y un hombre misterioso que había permanecido encerrado en el camarote número 3 durante todo el trayecto y al que nadie había visto en ningún momento.
   Amelia y Julián dormían en su camarote. Diego debía seguir en el que compartía con Alonso: habían quedado en turnarse para vigilar, ya que Alonso se veía absolutamente incapaz de dormir en el barco, y mucho menos en aquellas circunstancias infernales. Entre su camarote y de Arizpe estaba el del hombre misterioso, lo que le ayudaría a pasar desapercibido si el hombre trataba de armar alboroto... si es que el batir de las olas y el crujir de los aparejos y el retumbar de los truenos permitía que alguien oyera algo en absoluto.
   Los pestillos de aquellas puertas eran de juguete. La puerta del camarote de Arizpe se abrió sin problema en cuanto Alonso hizo algo de fuerza con su hombro. Dentro estaba oscuro, pero él iba preparado y dejó un candil en el suelo, junto a la entrada. Todos aquellos camarotes eran estrechos, no tardaría nada en sacar al diputado.
   Por segunda vez en pocas horas, Alonso se encontró al final de la espada de Diego Rodríguez, que le esperaba dentro del camarote número cuatro, por otra parte vacío.
   - ¿Ibas a alguna parte, Alonso? -preguntó Diego, con frialdad, mientras obligaba a Entrerríos a retroceder fuera de la habitación.
   - ¿Qué hacéis? -exclamó éste-. Bajad eso o le haréis daño a alguien. Sólo venía a comprobar si todo iba bien con el diputado.
   - El diputado está de puta madre -dijo a su espalda Julián-. Y lo seguirá estando.
   - Tú no eres Alonso -dijo Amelia Folch, a su lado. Tanto ella como Julián le miraban con dureza.
   - Claro que soy Alonso, ¿habéis perdido todos el juicio?
   - Sí, tienes la cara de Alonso. Tienes la voz de Alonso y hablas como él. Pero tú no eres Alonso de Entrerríos. No eres el nuestro, al menos.
   ¿Lo sabían? Pero, ¿cómo podían saberlo?
   - Nos enseñaste tus cicatrices -dijo Julián.
   - Al servicio del rey de León, ya os lo dije.
   - Sí, pero no tenías la herida de bala que sufrió Alonso a manos de los hombres de Leiva -dijo Amelia, con dolor contenido-. La del vientre. Sé perfectamente dónde la tenía Alonso.
   - Eso es porque... -sin terminar la frase, Alonso pisó la vela, cargó contra Julián y Amelia, derribándolos y corrió a ciegas hacia las escaleras que subían a cubierta.
   - ¡Detenlo! -gritó Amelia a Diego-. ¡Que no avise a los suyos!
   Diego salió disparado tras Alonso, y en cuanto se hubieron levantado, también Julián y Amelia.
   - Es peligroso salir ahí afuera -dijo él sin parar de correr.
   - No se me había ocurrido -respondió ella, igualmente.

   Les saludó un monumental rayo que rasgó medio firmamento, alumbrando los montes acuosos que se alzaban blandamente a su alrededor. El viento había amainado un tanto, pero no la lluvia, y una pequeña cascada de agua bajaba por los escalones. Diego salió con premura y casi pierde la mano cuando un balazo le arrebató la espada de las manos y la lanzó varios metros más allá. Cuando recuperó el equilibrio, no alcanzaba a distinguir la forma de Alonso: esperaba que él tampoco la suya.
   Julián y Amelia llegaron detrás suyo:
   - Hay que separarse -gritó ella-. Tú mira por aquel lado, nosotros por este.
   De vez en cuando distinguían una forma humana a pocos pasos, y en todas las ocasiones era un marino que luchaba con una soga, arriaba velas o trataba de achicar el agua que se acumulaba en los lugares más inoportunos. Todos ellos les daban un aviso de que volvieran a sus camarotes, sólo uno, y después volvían a sus obligaciones: no podían permitirse distracciones.
   El barco escoró un tanto hacia estribor, y alguien saltó desde una escalera de cuerda, cayendo junto a Julián. Al principio creyó que era otro marino, pero pronto aquel alguien le pegó un directo a la mandíbula que le hizo girar sobre sí mismo y casi le hizo perder la consciencia. Alonso remató al jugada con un cabezazo directo al plexo solar con el que Julián trastabilleó, tropezando con la borda y cayendo al mar.
   - ¡Hombre al agua! -gritó Amelia con todas las fuerzas de sus pulmones-. ¡Hombre al agua!
   Pero sabía que la siguiente sería ella. No creía que este Alonso fuese a tener muchas consideraciones. Podía parecerse al suyo e incluso tener una historia parecida, pero en cualquier caso creía que estaba cumpliendo con su deber. Julián le necesitaba: aquello pasó a convertirse en su prioridad, y sin pensarlo dos veces, Amelia se lanzó al mar.
   Se hundió en unas aguas frías y negras que se le clavaron dolorosamente, como agujas por todo el cuerpo. La ropa tiraba de ella hacia abajo, pero se había preocupado por llevar algo práctico, y con un gesto abrió la presilla de la falda y la separó del resto de la ropa. Dio un par de brazadas en la dirección por la que creía que había caído Julián. A su izquierda estaba el costado de la "Preciosa Catalana", apenas una masa más de oscuridad contra el fondo de negrura que la envolvía por todas partes. Una negrura que amenazaba con absorberla, con llevarla a las profundidades. La lluvia seguía cayendo y todo era un caos de agua arriba y abajo, nada sólida, nada líquida y nada gaseosa por doquier.
   Un relámpago lejano iluminó otra vez la escena y Amelia vio a Julián, bastante cerca de donde se encontraba. Dio algunas brazadas que no parecían llevarla a ninguna parte, y vio que necesitaría impulsarse con todas sus fuerzas si quería llegar hasta su compañero. Amelia lo dio todo: no cabía reservar fuerzas, no cabía esperar a otro relámpago. Julián se hundía bajo la superficie cuando ella llegó a su lado y le sostuvo la cabeza por encima del oleaje. No podría arrastrarlo con ella de vuelta al barco, pero no pensaba abandonarlo. Se acordó del Cagayán... pero este mar no tenía nada que ver con el dulce verdor de aquel río...
   La popa de la fragata los sobrepasó, y Amelia se quedó sosteniendo a Julián en medio de la noche, en medio del océano. Ella empezó a decir el nombre de su compañero una y otra vez, tragando agua. Necesitaba que despertara, que recuperara...
   - ¡Nos hundimos! -balbuceó entonces él.
   Ella rió, agotada.
   - Algo así. Algo así...
   Entonces Julián recordó lo que acababa de pasar.
   - El barco, ¡tenemos que volver!
   - ¿Crees que podemos?
   - ¡Tenemos que volver!
   Y ayudándose mutuamente, Amelia y Julián comenzaron a nadar en medio de la tormenta. Cada relámpago les mostraba al barco un poco más lejos, un poco más fuera de su alcance. Pero, al borde de la extenuación, cuando estaban a punto de darse por vencidos, vieron algo distinto:
   - ¡Está virando!
   - ¿Qué dices?
   - ¡Está virando! ¡Estoy segura! Aguanta un poco más, Julián...
   En efecto: el "Preciosa Catalana" había dado media vuelta y volvía de camino hacia ellos. Cuando llegó a su altura había parado de llover. La luna nueva era un disco de oscuridad más que se volvía en su contra y les daba la espalda, pero las nubes se partieron con el fin de la tormenta y el cielo lleno de estrellas comenzó a arrojar una gota de esperanza sobre ellos.
   Desde arriba habían lanzado una escala de cuerda:
   - ¡Agárrense! -gritó un marino mexicano.
   Al segundo intento, Julián logró aferrarla, y con el otro brazo, ayudó a Amelia a hacer lo mismo. Ella sacó fuerzas de flaqueza y comenzó a trepar, en un ascenso breve que se le hizo, sin embargo eterno.
   - Gracias, muchas gracias -alcanzó a exclamar cuando alcanzó la cubierta. Alguien les echó unas mantas por encima. Amelia no veía prácticamente nada, el pelo empapado le caía sobre el rostro, y tuvo que hacer un esfuerzo doloroso para apartárselo de delante.
   - Es de bien nacidos ser agradecidos -respondió una voz conocida.
   En cubierta sí que había luz. Varios marineros miraban, incómodos, con lámparas de ojo de buey en las manos. A un lado, Alonso apuntaba con la pistola a Diego, directamente a la sien. Pero no era él quien había hablado: era el misterioso pasajero del camarote número tres, el que había conseguido que diera la vuelta el barco con un par de sencillas órdenes.
   - Fin del viaje -declaró Ernesto.
(CONTINUARÁ...)

1 comentario:

Percontator dijo...

*-* Uoooo! Está al rojo vivooo! Emoción, intriga, dolor de barriga! ... :)