04 junio 2020

MdT3: Crisis en Españas infinitas (VII)

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Barcelona, 20 de mayo de 1888
   Un sol espléndido brillaba sobre la Ciudad Condal, en un cielo azul sin nubes, digno de salvapantallas. En tierra, el bullicio era considerable: cientos y cientos de barceloneses habían acudido a contemplar la inauguración de aquella magnífica obra arquitectónica.
   - Es hermoso -dijo Amelia Folch, saliendo un paso de la sombra de su melancolía.
   Irene sonrió:
   - Sabía que te gustaría -ambas lucían vestidos elegantes y sobrios, en blanco y negro. Bueno, Amelia iba sobria, Irene se había dejado ir un poco con las plumas del tocado y la sombrilla.
   Las autoridades comenzaban ahora sus interminables discursos mientras procedían a la inauguración del Arco del Triunfo de Josep Vilaseca. Irene Larra se había saltado un poquito las normas: venía del Ministerio de 2019, y estaba en la pausa del almuerzo mientras supervisaba el traslado a la nueva sede: tenía que haber una forma mejor que desmontar todo el sistema de puertas. Hacía tiempo que quería volver a ver a Amelia, no solo para consultarle aquello, pero tras la muerte de su padre, de quien ni siquiera se había podido despedir, estaba trabajando mucho y muy duro para mantener el negocio familiar en 1884, y apenas empezaban a ver la luz al final del túnel. Así que había hecho trampa y había visitado a la Amelia de 1882 que aún no había abandonado el Ministerio, poco después de la misión del Cid, y se la había llevado a los fastos de apertura de la Exposición Universal de Barcelona. La ciudad de los prodigios.
   - Hemos... empezado a pensar en trasladar las oficinas del Ministerio a un edificio menos expuesto, menos céntrico. Lo de Lombardi fue un aviso al que deberíamos prestar atención.
   - ¿Y las puertas se pueden trasladar? -qué rápido se había dado cuenta del problema principal.
   - Por eso no nos decidimos: unas nuevas instalaciones nos permitirían respirar más y trabajar mejor, pero la logística de mover todas las puertas es... sería una locura.
   - Bueno, la logística es lo tuyo -Amelia esbozó una tímida sonrisa, asediada por una tristeza que nunca estaba demasiado lejos-. Pero, podríais poner un ascensor.
   - El montacargas nunca ha funcionado.
   - No, en la nueva sede: instaláis un ascensor, y ponéis una puerta del tiempo que vaya unos segundos atrás al viejo Ministerio. Puede estar en la puerta de entrada del ascensor, en la de salida, en el pozo mismo...
   - ¡Así no habría que trasladar más que las oficinas! Y lo que nos ahorraríamos de excavación... Lo he dicho siempre: ¡esa es mi chica! -la tristeza se volvió a apoderar del bello rostro de Amelia-. ¿Qué te ocurre? ¿Aún piensas en...?
   Amelia la cortó,  para que no siguiera. Hoy no creía soportar oír ese nombre. Irene no le iba a consentir esa debilidad.
   - A todos nos duele la pérdida de Julián.
   - Es injusto que haya muerto de esa manera -contestó Amelia, que no hacía ni dos semanas que había enterrado a su compañero. Bueno: que había enterrado un féretro vacío, porque Julián Martínez había desaparecido en la Batalla de Teruel.
   Irene sospechaba que la vida de Amelia comenzaba a tener demasiados féretros vacíos. Sacó dos pequeños binoculares de ópera.
   - Anda, explícame las estatuas, que yo solo veo ángeles.
   Amelia se obligó a animarse, empujando levemente el dolor a un lado, y observando el Arco con los binoculares se puso a repasar sus conocimientos, como si fueran un ungüento curativo.
   - Esos ángeles son en realidad Famas, para representar que la ciudad destaca con esta Exposición. Arriba en el centro, la que lleva el escudo en el pecho representa a Barcelona, y a su lado están Palas Atenea y la Cibeles.
   - ¡Qué madrileño! -desde la basílica de Santa María llegaron las doce campanadas que señalaban el mediodía.
   - Como diosa madre de la tierra. Es curioso, porque Atenea no luce casi ningún atributo guerrero. Era diosa de muchas cosas, en realidad. Esas letras... Aquí parece que está como diosa del progreso. Pues es un arco de triunfo realmente insólito.
   - ¿Tú crees?
   - No hay ninguna alusión militar, en realidad. Solo a la paz, el progreso, las artes, la agricultura... ¿Qué es eso?
   Amelia había ido bajando con los binoculares después de repasar las figuras superiores, buscando algún detalle bélico en los pies del arco. Y en el espacio vacío del interior, por donde se accedía a la avenida que llevaba a la Exposición, le había parecido ver por un breve instante unas figuras humanas que aparecían y desaparecían.
   - Yo también lo he visto -contestó Irene, preocupada-. Parecía un ejército que pasaba por el arco, y de pronto no estaba.
   Aunque no importaba mucho, porque etonces lo vio todo el mundo: sorprendidos, vieron a las columnas de soldados aparecer bajo el arco de triunfo, dar un paso al frente, y desvanecerse. La mayoría creyó que se trataba de alguna fantasmagoría que se habían ingeniado para la inauguración, y rompió en un aplauso espontáneo... que el alcalde Rius i Taulet asumió sin problemas como propio.
   - ¿Qué está pasando? -cubriéndose con el parasol, Irene marcó el número del Ministerio. Las líneas habían caído-. ¿Qué coño está pasando?

Madrid, 1 de enero de 1946
   - ¿Qué cojones está pasando? -masculló Pacino.
   El ejército seguía avanzando por la Calle de Alcalá, y parecía que ya había terminado de emerger de los arcos de la Puerta. Pacino trataba de conservar la calma entre el caos de gente que le rodeaba. No solo era el pánico que sentían muchos ante la gente que desaparecía a su alrededor o los soldados que desfilaban impávidos. Había creído ver a Lorca por un momento, y a alguien que se parecía a Julián Martínez, pero a ambos los había perdido de vista a la vez.
   - Son unos mil -dijo Diego-. Si te ocupas con el arcabuz de los que disparen, creo que podría ocuparme de cien, quizás doscientos.
   - Oye, oye, que yo no soy un Superman como tú. ¿Qué, me cargo a tres, a cuatro? Yo veo al menos a setenta tíos con escopetas y rifles. Y lanzas a tutiplén.
   - Tenemos que retirarnos, y conseguir apoyo del futuro -sentenció Argamasilla.
   Buscaron abrigo en una de las calles laterales:
   - Joder, ¿qué les habrá pasado a Peral y Míkel? -exclamó Pacino-. Les enviamos directos a la Puerta de Alcalá. Tienen que haber visto esto de primera mano... Pero no han llamado, me da mala espina.
   Alguien dio una orden incomprensible, y el desfile de soldados se detuvo de golpe, con un último paso que lanzó ecos por todas partes. Desde la calle en la que se habían refugiado, Pacino podía ver a los de delante. Aprestaron las armas y mantuvieron la posición. Dos hombres pasaron a lado y lado las 200 filas de hombres, recorriendo desde la retaguardia hasta el frente. Tenían pinta de ser los oficiales al mando. Uno de ellos empezó a proclamar, en un castellano más que decente:
   - Gente de Madrid: no hemos venido para la guerra, sino para asegurar la paz. Podéis seguir con vuestras vidas: no se atacará a ningún civil. A las fuerzas del orden y el ejército os digo: la resistencia es futil. Quien alce su arma hoy, morirá ayer.
   El general, de una edad avanzada, fue haciendo un arco con la cabeza mientras hablaba, primero totalmente de espaldas a Pacino, y al final de su discurso, mirándole directamente. La voz le sonaba un poco, pero la cara la reconocía sin dudas. Solo lo había visto dos veces, y no había estado en su entierro, pero estaba seguro de que el líder de aquel ejército era Julián, pero en viejo.
   - La puta de oros.

Madrid, 14 de noviembre de 2019
   Salvador, Ernesto, Angustias y X miraban absortos las imágenes que retransmitía el canal 24h de Televisión Española: un ejército de mil soldados, con uniformes y armas de docenas de tiempos y países, estaba emergiendo de la Puerta de Alcalá, y desfilando, de manera amenazadora, por el centro de Madrid. También estaban saliendo por el Arco de Bará, en Tarragona, y por el de Medinaceli. Las conexiones internacionales permitían ver que lo mismo estaba ocurriendo, a la vez, en el Arco del Triunfo de París, el Arco de Constantino en Roma, la Puerta de Brandeburgo en Berlín, el Arco de la Plaza de la Victoria de Moscú, la Puerta de la India en Nueva Delhi, el gran Arco de Pyongyang, e incluso el Arco de Carabobo en Venezuela. Al mismo tiempo, llegaban una tras otra alarmas temporales desde multitud de épocas, pero el sistema se había colapsado y era imposible leerlas todas.
   - Está pasando en todas partes a la vez -dijo Salvador, alucinado.
   - Y fíjese -dijo Ernesto-: son exactamente los mismos soldados en todas partes.
   - ¿No me diga que es un ejército de clones?
   - ¿Qué vamos a hacer? -dijo Angustias con preocupación.
   - ¿Y... y qué quiere que hagamos? ¡Que se ocupe el ejército, que bastante tenemos nosotros con el tiempo!
   - Señor es que...
   - Hable, Angustias.
   - Es que creo que recuerdo que esto ya pasó ayer. Y el día anterior.
   Salvador y Ernesto también empezaban a recordarlo. Les invadían... cada día... todos los días... Los mismos soldados saliendo de todos los arcos del triunfo del mundo. La cabeza empezó a darles vueltas.
   - Ya ha comenzado -dijo X, mirándoles con la satisfacción de la certidumbre, pero no contenta con lo que ocurría-. Su desorientación es el primer paso. Enseguida vendrán los problemas de verdad.
   - Pero... no luchan -dijo Angustias-. Son soldados, pero no atacan a nadie.
   - Es una invasión temporal -dijo Salvador-. No tienen que ganarnos, porque ya nos han ganado. Fíjese en la imagen de Roma: ¡ahí, ahí! ¿Ha visto cómo ha desaparecido esa persona? Deben haber matado a un antepasado suyo.
   - Señor, si esto -el mareo que sentía Ernesto le cortaba la respiración-... si esto lo están haciendo todos los días.
   - ¡Lo están haciendo!
   - La invasión de cada día debería generar una línea temporal divergente. No deberían ser las mismas, no pueden tener coherencia.
   Angustias se sentó de golpe:
   - No me encuentro bien.
   La secretaria se estremeció, con un escalofrío feroz. Hipó una vez y su misma imagen parpadeó: de repente ya no era Angustias, sino un señor delgado con gafas que se peinaba con la raya enmedio.
   - Oh, un poco mejor.
   Salvador reconoció a Juan Ángel, el ayudante del subsecretario de 1920. Entonces fue el propio Salvador el que se encontró mal.
   - Diga a Nieves y a Velázquez que salten al pozo -dijo Salvador, sintiendo que le quedaba poco tiempo-. ¿Me ha oído? Tienen que saltar y activar la co... la co...
   A Salvador le dio hipo una vez y, durante un momento, se convirtió en Susana Torres. Luego hipó otra vez y se transformó en un hombre casi calvo y un poco obeso con un bigotito típicamente franquista. Tras un tercer acceso de hipo, era el subsecretario don Pablo antes de que le aquejara el ELA, con su inconfundible perilla.
   - ¿Qué... qué iba a decir yo? Esto es grave -dijo el subsecretario-. El tiempo se está viniendo abajo como una avalancha, o mezclándose, no lo sé, pero tenemos que reaccionar.
   - Yo... creo que se me ha pasado un poco el mareo -dijo Ernesto.
   X intervino por segunda vez:
   - No puedo ayudarles más a superar esta crisis. Nosotros no lo conseguimos... no, sin enormes pérdidas.
   - Usted quería que clausurásemos las puertas más antiguas del Ministerio, ¿por qué? -el mutismo de la misteriosa X podía ser una pista en sí mismo-. ¿Me permite, señor?
   Don Pablo le cedió el asiento a Ernesto:
   - Claro, sírvase. Además, yo no sé utilizar esa computadora del demonio.
   - Pues tendría que haber hecho los cursillos que impartimos a los subsecretarios con IBM -respondió Ernesto mientras se ponía las gafas y comenzaba a teclear.
   - IBM, ¡ja, qué gracia! IBM en España.
   El comentario de don Pablo era llamativo, pero Ernesto no tenía tiempo de prestarle atención en ese momento:
   - Aquí lo tengo: esta es la situación de todos los arcos de triunfo que hay en España. Nos puede ser útil. En el resto del mundo tendrán que ocuparse por su cuenta. Hay unos cuantos, pero no son demasiados. Bien. Ahora miramos las alertas que nos han llegado antes de que se colapsara el sistema de alarma -Ernesto tecleaba lento, pero seguro-. No hay ninguna anterior a 1480.
   - No puede haberlas, hemos cerrado todas las puertas a esos años. Los agentes no pueden telefonearnos ni enviar alertas.
   - Cierto. O quizás no hay alertas desde esos años porque no hay invasión. Yo también soy de antes de 1480 y no estoy teniendo recuerdos de que invadieran la Castilla de Enrique IV.
   - ¿Cree que la invasión está relacionada con nuestras puertas? -preguntó don Pablo, antes de convertirse en el subsecretario Emilio Redón, con sus sempiternas gafas redondas.
   - Es una posibilidad -repuso Ernesto mientras seguía tecleando tan rápido como podía-. Es curioso: cruzando las alertas con los arcos, veo que en Cataluña la invasión viene de Tarragona pero no de Barcelona. Y en Barcelona hay un arco de triunfo -tecleó un poco más-. Lo inauguraron en 1888, y el localizador del teléfono de nuestra Irene viene precisamente de esa época. Hmm, la línea está demasiado ocupada para llamarla. Creo que me voy a ir a visitarla.
   Emilio Redón lo miraba un poco atónito, cuando de repente hipó una vez más y se produjo un cambio aún más insólito: el subsecretario era de repente Germán, el bedel de las escaleras.
   - Haga lo que tenga que hacer, antes de que esto se nos vaya completamente de las manos.
(CONTINUARÁ...)

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