11 junio 2020

MdT3: Crisis en Españas infinitas (VIII)

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   - Uno seis siete nueve cero cero cuatro tres tres cinco seis dos ocho uno seis.
   - Julián, ¡Julián!
   Julián sacudió la cabeza, algo atontado: Federico y él estaban rodados de una niebla impenetrable. Había perdido la noción del tiempo durante un rato... ¿Qué había ocurrido? Estaban en la Cibeles y había cundido el pánico con la llegada de aquel desfile de soldados de docenas de naciones y épocas. Salían por la Puerta de Alcalá, y él tenía una idea de dónde venían.
   - ¡Babel!
   - ¿Qué dices, Julián?
   - Babel -la situación era peligrosa y este Lorca sabía más de lo que parecía. Julián decidió dejarse de secretos-. Hace cuatro años encontramos a unos tipos que podían viajar por el tiempo a momentos de la Historia en los que había habido catástrofes, y estaban armando un ejército de soldados de todos los tiempos en la Torre de Babel, la de verdad, que estaba en una cueva donde San Pedro perdió la sandalia.
   - "Si la esperanza se apaga/y la Babel se comienza/¿qué antorcha iluminará/los caminos de la Tierra?".
   - ¿También has soñado esto?
   - El mal anda cerca. -Federico esquivó la pregunta-. El mal es el general de ese ejército, Julián, y no quiero que le veas. Cuando vi a los soldados, di otra vez un paso hacia el lado, para volver a las brumas. Si estás listo, podemos volver a la cola junto a las vías: espero que aún no haya crecido del todo la fila de hormigas.
   - Espera -Julián detuvo a Federico antes de que diera otro paso, si se alejaba solo un par de él, podía perderlo en la niebla-. Yo no puedo ir a ninguna parte, tengo que volver y alertar al Ministerio como sea de que Babel está atacando 1946.
   - Esos soldados atacan todos los días. Va a haber muchos más muertos, Julián.
   La percepción de Federico comenzaba a dejar a cuadros a su compañero. ¿Y si era algo más que percepción? Como respondiendo a ese pensamiento, Lorca se abrió la chaqueta y la camisa con un poco de reparo y le enseñó a Julián su verdadero aspecto: pese a los años trabajando en urgencias, el enfermero trago saliva, impresionado.
   - Estás... un poco agujereado -dijo Julián con humor negro para rebajar la tensión.
   - Eso me temo -respondió Federico volviendo a abotonarse la camisa-. ¿Entiendes ahora?
   - Uno seis siete... ¿Qué es ese número que repetíamos?
   - El hormiguero. La gente de la cola.
   - ¿La gente que va a morir en esto? Pero eso sería...
   - Dieciseis mil billones de personas.
   - ¡Eso es imposible! No hay tanta gente en Madrid. ¡No hay tanta gente en el mundo!
   - Y los muy descarados llegan repetidos...

Escacena del Campo, Huelva, 1889
   Pese a la diferencia de edad, los dos hombres se entendían a la perfección y disfrutaban hablando de letras y antigüedades. Don Enrique Gaspar y Rimbau, con 47, planeaba escribir una obra corta sobre algún tipo de estátua. Don José Ramón Mélida, a sus 33, había tenido bastante éxito en los círculos académicos con su Historia del casco. Ahora, subían un cerro de la Sierra de Tejada en busca de ciertas ruinas que conocían los locales desde antiguo pero a las que nadie había prestado atención cientifíca. Mélida tenía la teoría de que podía ser un yacimiento íbero. 
   Don Enrique comentaba lo contento que había quedado con la publicación de su Anacronópete, para el que se había inspirado secretamente en algunas de las aventuras que viviera con el Ministerio del Tiempo. Hacía varios años que Salvador ya no le llamaba... Distraído, no se dio cuenta de que el terreno cedía súbitamente bajo sus pies. Don Enrique cayó casi dos metros en vertical antes de deslizarse otros cinco o seis por una rampa de tierra.
   - ¡Enrique! ¿Estás bien? -lo llamó José Ramón desde arriba. Lo había perdido totalmente de vista.
    Rimbau, tras asegurarse de que el suelo ya se había asentado, y sintiendo cierto espacio vacío sobre él con la poca luz que entraba desde el exterior, se atrevió a levantarse.
   - Estoy entero, nada roto -gritó. Empezaba a acostumbrarse a la penumbra, y distinguía mejor lo que tenía delante.
   - ¿Puedes subir? ¿Bajo a ayudarte? -preguntó José Ramón.
   - No, no, que aún te caerías también. Mejor baja al pueblo y ve a buscar una cuerda. Yo te espero.
   - Entendido. Intentaré no tardar mucho, ¿de acuerdo?
   - De acuerdo, de acuerdo.
   Sí, Don Enrique distinguía lo que tenía delante. Y lo que tenía era a dos hombres ataviados con antiguas armaduras plateadas que le apuntaban con lanzas y le habían hecho gestos para que se deshiciera de Mélida.
   - Ya se ha ido -dijo, separando las palabras por si así le entendían mejor.
   - Naarke paui nantare Ar... -dijo uno de ellos. Se detuvo a media frase, se dio dos golpecitos en el costado del casco, que para Gaspar y Rimbau lucía entre asirio y griego, y repitió-. Naar... naar... vendrás... Vendrás con nosotros. El rey Argantonio quiere hablar contigo.

Madrid, 1946
   Resguardados en la Calle del Barquillo, Pacino, Argamasilla y Diego observaban las columnas de soldados intertemporales que llenaban la Calle de Alcalá. Por suerte, ese extraño Julián viejo que parecía comandarles no había reconocido a Pacino. Por el otro lado comenzaban a oirse unas estridentes sirenas, y no tardaron en llegar un par de furgones de la Policía Armada.
   - Hay siete hombres en cada una -dijo Argamasilla-. Todos llevan fusiles y escopetas.
   - En esta época no se andan con tonterías -respondió Pacino-. Menos mal que mi padre no está en los grises.
   Las furgonetas se abrieron y todos los hombres salieron al exterior: contando a los conductores, eran dieciseis agentes. Pese a ir armados hasta los dientes, estaban en franca minoría frente a los soldados de Babel.
   - Pero vendrán más, y si hace falta guardias civiles y el ejército -estimó Pacino.
   - Dispérsense inmediatamente -gritó el primero en bajarse-. Este desfile no ha sido autorizado: recojan sus disfraces y váyanse a casa.
   - No, váyanse ustedes -dijo Julián el viejo-. Escuchen esto, y piensen porque quizás les suene haberlo oído otros días: quien alce su arma hoy, morirá ayer.
   Como si les hubiera dado su entrada, los mil hombres repitieron a coro:
   - ¡Quien alce su arma hoy, morirá ayer!
   Los policías tomaron posiciones, listos para disparar en cuanto se les ordenara. Pero entonces fueron muchos de los civiles que se habían refugiado en los portales, las calles aledañas, que miraban desde los escaparates de las tiendas y desde los balcones, los que empezaron a corear:
   - Quien alce su arma hoy, morirá ayer. Quien alce su arma hoy, morirá ayer.
   - Qué mal rollo -dijo Pacino-, parecen el pueblo de los malditos... ¿Por qué está Julián con esa peña? ¿No estaba muerto?
   Uno de los policías se puso nervioso y disparó su carabina. O hizo amago, porque cuando clavó el dedo en el gatillo, policía, gatillo y carabina se desvanecieron en el aire.
   - Quien alce su arma hoy, morirá ayer.
   - ¡Santo cielo! -exclamó Diego, persignándose.

Madrid, 2019
   Ernesto corría por los pasillos del Ministerio, seguido a duras penas por Velázquez y por la jefa de I+D, Nievez Gálvez.
   - Supongo que Salvador se refería a usted, las otras Nieves que trabajan en el Ministerio no parecen adecuadas para una emergencia de este tipo.
   - ¿Es un buen momento para decirle... que hace... 20 años... que no corro?
   - Eso -añadió Velázquez, al que le faltaba el aliento tanto o más-, baje el ritmo... pobre mujer... ¿Y a mí... para que me quieren?
   Llegaron a la plataforma de la que partían las escaleras que bajaban a los pasillos de las puertas. Como sospechaba Ernesto después de las últimas metamorfosis, Germán no estaba en su puesto y en su lugar estaba Aspasio, que había trabajado de bedel en el Ministerio en 1850.
   - Escúchenme bien, porque no voy a repetirlo. No sé si tendré tiempo o me convertiré... en un batracio. El tiempo está haciendo cosas muy raras. Hay un ejército cruzando todos los arcos de triunfo del mundo y los están cruzando todos los días desde finales del siglo XV.
   - ¡Increíble! -exclamó Nieves.
   - ¿Y qué le va a pasar a mis cuadros? -exclamó Velázquez, preocupado por lo más esencial.
   - Por alguna razón, la historia se está... mezclando. Salvador se ha ido conviertiendo en varios subsecretarios anteriores y ahora mismo es Germán.
   - La historia... Está intentando llenar huecos.
   - Pero, ¿Germán? -preguntó Velázquez, aprovechando la pausa para recuperar la respiración-. Sin ofender, pero nunca me pareció alguien con aspiraciones de mando.
   - Eso es cierto -dijo Nieves-. ¿Y si no es la Historia la que intenta llenar los huecos... sino las Puertas? Germán es una de las personas que más las han estado protegiendo.
   - En fin: escuchen -retomó Ernesto la palabra-. Antes de desaparecer, Salvador dijo que ustedes dos salten al pozo y activen la co...
   - ¿La co? -repitió Nieves.
   - ¿Al pozo? -respondió Velázquez-. ¿A qué pozo? -miró el abismo que se abría ante la plataforma, rodeado por la escalera espiral que iba a los pasillos del tiempo-. ¡¿A ESTE POZO?! ¡Y un jamón con chorreras!
   - La co... y no dijo nada más. Que activen la co... Velázquez: no les va a pasar nada. Escuche: en el fondo del pozo hay una puerta natural que lleva al tiempo de los dinosaurios.
   - ¡Usted quiere que me coma un diplodocus!
   - ¡Escuche! Aunque le parezca que caen, saldrán por la boca de un volcán que está apagado. La gravedad se contrarresta bastante, no se harán mucho daño. Y sé que Salvador envió a Pepe y Mariano hace unos meses a hacer algo allí. Creo que debe estar relacionado.
   - Vamos, Velázquez -dijo Nieves-. Si Ernesto dice que es seguro, y Pepe y Mariano han ido y vuelto, no puede ser tan malo. Además, si hay problemas, saltamos al volcán, y volvemos.
   - ¡¿PERO USTED SE ESCUCHA, SEÑORA?!
   - Mire, Velázquez -Ernesto cambió a un tono más conciliador. Le pasó la mano por la espalda al pintor y bajó con él algunos escalones-. Entiendo que desde aquí parece muy alto.
   - Está muy alto.
   - Claro. Podemos bajar, unos cuantos pisos, y se tiran al pozo desde allí.
   - Doce o trece pisos, por lo menos.
   - Tenemos tiempo, ¿verdad?
   - Claro, claro, tenemos tiempo -dijo Velázquez más calmado.
   - En realidad -repuso Ernesto-, no lo tenemos.
   Y aplicando una llave de judo, lanzó a Velázquez sobre la barandilla al fondo del pozo. Aún se oían sus gritos y maldiciones cuando Nieves se sentó de un salto sobre la baranda.
   - Yo me subo a una silla y me da vértigo. Que quede constancia.
   - Más vértigo me da lo insportable que va a estar Velázquez.
   - Esa es otra. Y ni plus de peligrosidad...
   Y se tiró al pozo.
  
Aragón, 130.000.000 aC
   El silencio del Cretácico superior, solo roto hasta entonces por el zumbido de enormes insectos, quedó repentínamente hecho añicos:
   - ¡¡¡...hideputaaaa, Ernestoooooo!!!
   Abajo se volvió arriba. Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, flor de las artes españolas, salió disparado del cráter y rodó varias veces por su ladera, imprecando a todos los ancestros del jefe de operaciones del Ministerio del Tiempo. Poco después emergió Nieves, con las mismas pocas ceremonias y echando pestes. Cuando pudieron, los dos se levantaron doloridos. Tenían raspones por todo el cuerpo, pero no se habían roto nada.
   - Esto... esto es intolerable -dijo Velázquez-. A mí, ¡a mí! no se me puede tratar así.
   - Don Diego -dijo Nieves-, mejor no alcéis la voz, que creo que atrae a los dinosaurios.
   Eso calló un poco al pintor. Un poco.
   - Y ahora... ¿qué hacemos? ¿Dónde vamos?
   Nieves miró a su alrededor: ladera abajo, la vegetación prehistórica crecía con una exhuberancia impactante. Por suerte, no había señales de fauna. Tenía que respirar con cuidado para no marearse: ¿había mucho más oxígeno en el ambiente?
   - ¡Mire, doña Nieves! -dijo Velázquez-. ¿Eso de ahí no es un cartel?
   Clavada en el suelo a una veintena de pasos había una estaca con un travesaño de madera, plano por un lado y con una punta en la otra: "ARCHIVO", habían escrito encima con pintura blanca. Nieves y Velázquez comenzaron a andar en aquella dirección, tratando de no resbalar con los cantos rodados.
   Casi habían dado media vuelta al volcán, cuando encontraron la entrada a una cueva: era casi una grieta en la ladera por la que a duras penas cabía una persona, pero con la misma pintura blanca alguien había dibujado encima el símbolo de un reloj de arena.
   - ¿Será aquí? -dudó Velázquez.
   - Vaya día: primero alturas y ahora estrecheces... -dijo Nieves, cerrando los ojos y dispuesta a meterse dentro-. Tengo claustrofobia.
   Por una vez, Velázquez decidió ser un poco caballeroso y entró un poco en la grieta.
   - Se ensancha enseguida -dijo, dando un paso más adelante-. Y hay luz.
   Nieves abrió los ojos. ¿Luz, dentro de un volcán? ¡Ay!

Lliçà d'Amunt, Barcelona, 1986
   Pero no era lava lo que les esperaba.
   Nieves y Velázquez atravesaron la grieta y se encontraron enseguida pisando un suelo de césped bien cuidado. Al meterse en la grieta habían salido de una caseta de herramientas, a un jardín, frente a una casa unifamiliar con bastante encanto. Se oía el ruido de coches pasando tras los setos. Una señora de mediana edad salió por la puerta principal y les saludó.
   - ¡Buenos días!
   - Buenos días -respondieron al unísono los dos.
   - Pobrecitos, ya les he dicho varias veces que pongan una colchoneta o una red o algo para que no se magullen tanto al salir del cráter. Soy Remedios. Pasen, pasen, en seguida aviso al Guardián de los Archivos y les preparo un café.
   Sin acabar de entender nada, los dos viajeros entraron en la casita. Por dentro era un primor, cuidada y adornada con mucho gusto. Las mesitas tenían tapetes, sin duda bordados a mano por la señora Remedios. En las paredes abundaban los cuadros, incluída la reproducción reducida de algún Velázquez y las fotos, sobre todo de un hombre con una pronunciada calvicie y unas gafas cuadradas de elevada graduación, acompañado de niños, de adultos, de personalidades. Y dibujos enmarcados: portadas de tebeos y originales.
   Empezaba a oler a café en la casa. Un hombre bajó por las escaleras, vestía camisa a cuadros, unos tejanos y zapatillas de andar por casa: era el de las fotos. Ambos lo reconocieron y se quedaron alucinados.
   - ¡Qué temprano han venido! Vaya, ¿a usted no le conozco?
   - Admiro mucho su obra -dijo don Diego, extendiendo la mano para estrechársela al otro, y se presentó-. Velázquez.
   - ¿Ha dicho Vázquez? -respondió el otro, parpadeando tras las gruesas gafas-. Ah, no. Uf, temía que viniera a sablearme, ese hombre es insaciable. Yo soy Francisco Ibáñez, un placer.
   - Pero usted es... -preguntó Nieves.
   - El Guardián de los Archivos del Tiempo. Sí, hija: me he tenido que pluriemplear, ahora que Bruguera me ha quitado los Mortadelos...

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