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Un acto de honor (IV)
   Ambas
 naves habían unido sus destinos. Julián y Amelia, desde su atalaya, por
 fin pudieron ver qué significaba aquel primer choque que habían sentido
 al alcanzar el barco enemigo: era la embestida de la “Capitana” al usar su espolón, dejándolo firmemente incrustado en el junco. No parecía posible soltar 
las naves; sencillamente, nadie esperaba tener que batirse en retirada. 
Los Tercios jamás habían encontrado un enemigo en Asia tan duro como 
aquél.   
   
    - No deberíamos estar aquí -admitió el enfermero-. Nos lo advirtieron: no es nuestro trabajo...
   La joven contemplaba el combate con triste serenidad, como si fuera sólo un mal sueño.
   - No sirvió de nada, Julián- dijo
 al fin-. Te juro que quería matarlos. Yo misma ayudé a cargar los cañones. 
Pero eso no le ha servido a los niños para nada, ¿verdad? Para nada.
   El enfermero apartó la vista de 
los lanceros y se volvió a su compañera. Sólo le importaba que por fin 
la había encontrado, en el castillo de popa, tan ocupada como él en 
trasladar heridos a la enfermería. Le sonrió con
 una mezcla de alivio y compasión.
   - Matar no sirve para sentirse en paz. Pero salvar a la gente que puedas, quizá sí. Ven: te enseñaré a ayudar.  
   
   El barbero Juan y el oficial 
médico Pablo ya empezaban a tener trabajo en la enfermería. Varios 
heridos del fallido abordaje presentaban feos cortes, e incluso alguna 
amputación... y el combate apenas acababa de empezar.
 Julián estaba aprendiendo sobre la marcha a coordinarse con ellos: eran
 expertos en torniquetes, suturas o extraer balas, pero les sorprendió 
agradablemente el cloroformo (“opio de China”, fue la explicación que improvisó Amelia), los 
antisépticos y los vendajes estériles del siglo
 XXI.
   - Por favor, quédate aquí: 
alguien tiene que ayudarles -rogó Julián a la joven, enseñándole a usar 
el material-. Yo hago falta ahí fuera.
   - Voy contigo.
   - ¡No! Tú no sabes moverte en emergencias. Yo sí.   
   
    Julián nunca había dudado en 
meterse en rescates peligrosos: lo mismo le daba un incendio que un 
edificio a punto de derrumbarse. La adrenalina le hacía olvidarse de sus
 problemas, casi le gustaba; y desde la muerte de su
 mujer, su instinto de autoconservación estaba bajo mínimos. A pesar de 
ello, y para alivio de Amelia, los “camilleros” (los religiosos Andrés y
 Remigio) consiguieron obligarle a ponerse un casco y un peto de un 
soldado caído. Ellos mismos también lucían uno,
 y con razón: si hacía falta una extremaunción, sería en primera 
línea...
   El enfermero volvió a la zona de combate. Lo que vio no le gustó nada.
   - Y pensar que me metí en la Cruz Roja para no hacer la
mili...
   Ante él se desplegaba 
exactamente lo que más odiaba: gente hiriéndose deliberadamente entre 
sí. En su opinión, el ser humano probablemente era el animal más fuerte y
 más idiota del mundo: siglos, milenios esforzándose en
 extinguirse a sí mismo, y todavía no lo había conseguido.
   Había que reconocer que esta vez lo estaban intentando a conciencia.
   Llovían las balas de los teppo
 japoneses, causando algunas bajas. Pero el cuadro del Tercio no se deshacía: 
los rodeleros y los lanceros españoles de primera fila (“coseletes”) 
portaban petos de buen acero toledano, y además
 sabían reorganizarse para sustituir a los caídos. Poco a poco, sin 
embargo, el cansancio hizo mella en los defensores: para su sorpresa, y 
por primera vez desde que pisaran Asia, los soldados del Tercio 
comenzaron a retroceder. Julián apenas se dio cuenta,
 ocupado en recorrer visualmente las filas en busca de heridos. Al fin 
alcanzó a distinguir a Alonso, con una creciente mancha de sangre en la 
manga de su camisa.
   - ¡Tu hombro! Tengo que curarte eso...
   - Ahora no. ¡Dejad sitio!
   Mientras las picas aguantaban la 
defensa, los arcabuceros y mosqueteros tenían orden de atacar, y ni 
Entrerríos ni sus compañeros de armas pensaban perder el tiempo. Al 
sonar la señal disparó la primera fila de arcabuces,
 la de Alonso y Lucas; después se detuvieron a recargar, mientras la 
siguiente fila les relevaba con su fuego.
   - Por qué no me habré traído una escopeta del 2015... -masculló Alonso entre dientes.
   - ¿Cómo decís? -susurró Pero Lucas, recargando su arcabuz con movimientos rápidos y bien ensayados.
   Alonso le imitó y volvió a abrir fuego, soñando con fusiles capaces de disparar varias veces sin tener que recargarse.
   - Nada... sigamos.   
   Las filas se turnaban: cada una disparaba mientras la anterior recargaba, así que 
el fuego era incesante. Pero el enemigo también sabía hacer lo mismo, y 
no sólo desde la galera: la cubierta de junco también se había vuelto a 
llenar de tiradores enemigos que disparaban sin tregua.
 El general hatamoto de Tay Fusa sabía organizar sus tropas endiabladamente bien.  
   
   A una orden del enemigo (“¡Ganko!”), la vanguardia de lanceros
ashigaru se separó en varios grupos en forma de V, como pequeñas 
bandadas de aves, cada una de ellas encabezada por un valiente o un 
suicida. Calando las lanzas
naginata, se lanzaron al ataque. Los lanceros del Tercio les imitaron. 
   El choque fue brutal. Las picas, diseñadas para perforar como arietes, ensartaron de parte a parte a los primeros
ashigaru, soldados rasos cuyas armaduras eran demasiado ligeras para las lanzas españolas.
   Pero el ataque fue recíproco. Las naginata
 eran alabardas, como espadas con mango de lanza: 
podían golpear, apuñalar o acuchillar al enemigo, especialmente en las 
uniones de las piezas de las armaduras,
 y lo hacían con infernal eficacia. Las formaciones en V comenzaron a abrir
 brechas en la defensa. Y los lanceros españoles de segunda fila (“pica 
secas”) no portaban armadura; tampoco los ágiles arcabuceros.
   - ¡A degüello! -ordenó el sargento mayor.
   La orden final de todo combate 
que se precie: Alonso y Pero Lucas desenvainaron sus aceros, como todos 
los demás. Los jefes enemigos, ya fueran
samurai o rônin, al fin se adelantaron en busca de un oponente digno. Y lo encontraron.   
   
    El primer rônin, en una veloz maniobra de
iaido, desenvainó y decapitó a un lancero con un único movimiento
 de rotación ascendente. El siguiente mandoble descendió hacia Pero 
Lucas, pero éste lo detuvo con la daga vizcaína y la espada toledana, 
tal como había practicado con Alonso. Después,
 sin dejar de bloquear la katana con su espada, le atravesó el 
costado con la daga que esgrimía en la zurda; el enemigo no se lo 
esperaba, a juzgar por la cara de dolorido asombro con la que cayó 
agonizante. Otro
rônin ocupó su lugar, pero Lucas comprendió que ya no le 
resultaría tan fácil sorprenderle con el truco español de las dos 
espadas: la muerte de su compañero le había puesto sobre aviso. 
   
    Un tercer rônin se encaró
 directamente con el rodelero principal de la guardia de Carrión. Otro 
más, con Alonso de Entrerríos, que como veterano ocupaba una de las 
primeras filas. Había llegado el momento de la verdad.      
   La indignación de Alonso no tuvo límites cuando vio que la espada de su enemigo era una
bokken, ¡de madera!
   - ¡No me tocarás con eso, bellaco! No hay mayor indignidad para un español que un golpe de vara. ¡El honor está en el acero!
   El rônin se situó en ángulo recto respecto a su enemigo, elevando verticalmente su
bokken a la altura del rostro, con los labios contraídos en una 
mueca cruel. Alonso le devolvió la feroz sonrisa: no portaba armadura 
alguna, ni falta que le hacía. Esquivó con insultante agilidad el 
primer golpe de
kendo, que a buen seguro le hubiera roto el cráneo de haber 
llegado a darle: aquella espada-garrote hizo saltar esquirlas de las 
tablas de la cubierta con una fuerza demoledora. El enemigo tardó medio 
segundo en volver a elevar el arma, topándose con
 la daga de Entrerríos... ¡que no consiguió detener el tremendo impulso 
de la pesada espada de madera! Escarmentado, Alonso tuvo que defenderse a
 fondo con ambas hojas sin poder atacar, algo que no le había sucedido 
nunca. El peso de aquel arma extraña no tenía
 nada que ver con lo que estaba acostumbrado a bloquear.
   - ¡Voto a bríos! ¿Eso es una espada, o un ariete de asedio?
   Los perdigones alojados dentro 
de la herida del hombro ardían fieramente a cada movimiento: Alonso 
comprendió que no iba a poder usar la daga con su eficiencia 
acostumbrada. Pero el arma enemiga tampoco era habitual: su
 principal ventaja era que estaba hecha de madera... y su desventaja 
también, comprendió. Dejó de desviarla como si fuera de acero, y directamente clavó la daga en ella.
   El rônin dio un par de tirones 
para intentar soltarla, fijando la vista en Entrerríos con auténtico 
reproche, como se mira a un tramposo. Alonso casi se sintió culpable 
cuando su espada ropera terminó con él. 
   El combate había desviado a Entrerríos 
demasiado cerca de la borda: la lucha estaba en el centro, y los 
españoles todavía estaban perdiendo. Por el rabillo del ojo vio cómo 
Carrión, obligado a elegir entre su gente y su barco, cortaba
 personalmente la driza de la verga mayor, que cayó en la cubierta 
bloqueando al enemigo y parapetando a los tiradores españoles; sonó la 
orden de volver a disparar. Alonso envainó el acero para volver a usar 
el arcabuz, pero entonces otra
bokken  le golpeó por la espalda y ya no supo nada más.   
   
   
* * * * * * * * * * 
   En la enfermería parecía todo 
bajo control, de momento; Amelia decidió salir, inquieta por la suerte 
de los que estaban en el exterior. Se le encogió el corazón cuando 
descubrio cuánto se habían acercado los
rônin, pero se calmó un poco al ver el enorme madero tras el que 
se parapetaban, en bastante mejor situación que antes, los arcabuceros y
 mosqueteros de Carrión.
   Julián, sin más protección que 
aquella barrera y su peto de acero, aplicaba los primeros auxilios a un 
herido caído casi en la primera línea. En plena vanguardia, hacia proa, 
Lucas se negaba a retroceder; pero el nuevo
rônin al que se enfrentaba ahora, de armadura especialmente 
ornamentada, no actuaba solo. Debía ser alguien importante, porque iba 
escoltado por dos
ashigaru.
   - Tres contra uno... ¿eso es honor?
   - Son rônin... ¿qué esperabais? 
-gruñó Gonzalo, un veterano rodelero, protegiéndole con su escudo de un traidor lanzazo-. Dejaron de ser
samurai. Ahora sólo son vulgares piratas wo-kou.
   El enemigo de la armadura 
ornamentada entendió alguna de las insultantes palabras (pronunciadas intencionadamente en japonés, al fin y al cabo) y su
 rostro se llenó de odio: rugió una orden a sus escoltas y entre los 
tres atacaron con redoblada furia. Gonzalo desvió una
 de las naginatas con su escudo y partió en dos de un tajo el asta del arma enemiga: el lancero desenvainó una
katana, dispuesto a no darle tregua.   
   
   Lucas se defendió de los dos 
enemigos restantes con ambas manos, pero así era imposible atacar. Y el 
balazo que había recibido antes en el antebrazo le estaba pasando 
factura.
   - ¡Llevaos ya a los heridos! –le gritó a Julián-: ¡No voy a resistir mucho más!
   Era curioso, pensó Lucas: los demás rônin
estaban luchando individualmente de forma honorable, pero éste no. Perra suerte, así era la guerra: Lucas desvió las armas enemigas con sendos molinetes, como si usara en cada mano un florete de lo que tiempo después
 se llamaría esgrima francesa, y lanzó una
 estocada a cada uno, insertándoles respectivamente varias pulgadas de 
acero en pleno tórax.
   Era una maniobra suicida: su 
fiel daga vizcaína era demasiado corta para acercarse sin peligro. Pero 
los enemigos se habían fijado demasiado en él: sabía que iba a morir de 
todos modos.
   Los adversarios recibieron con sorpresa el punzante hierro: en aquella época las armaduras
samurai aún no tenían el pectoral completamente acorazado, sino 
cubierto de láminas alternadas de cuero y metal. Entre aquellas finas láminas 
entraron las afiladas puntas de la toledana y la vizcaína. El lancero y 
su señor, con un último esfuerzo, contraatacaron
 sincronizadamente. La naginata del sicario le rebanó la mano 
izquierda a Lucas, y el dolor le distrajo lo suficiente para no poder 
esquivar un demoledor mandoble del jefe:
ono-ha itto ("una espada“), un corte hacia abajo y directo a 
través de la línea central del cuerpo. El tórax del valiente veterano 
español quedó dividido verticalmente en dos mitades y cayó exánime. Pero
 sabía que había muerto matando: en aquella época,
 nada podía curar una perforación pulmonar como la que habían sufrido 
ambos wo-kou.   
  
   Entonces se oyó un espantoso 
estruendo de cañones y culebrinas, y los tiradores del junco enemigo 
fueron barridos como por un vendaval.
   - ¡Llega el "San Yusepe"!
   La "Capitana" ya no estaba sola: por fin le había dado alcance el resto de su flotilla. 
Entre vítores, la tripulación de la galera volvió a la carga con renovado entusiasmo, libre de las balas de los teppo piratas. Las culebrinas prendieron fuego al fin en el castigado junco, que en realidad había quedado más afectado de lo que parecía por el primer ataque de la Capitana: al arder las costuras superiores, una gran grieta se extendió desde el boquete que había abierto el espolón. Los piratas que todavía quedaban a bordo se vieron obligados a ganar la costa a nado.
Entre vítores, la tripulación de la galera volvió a la carga con renovado entusiasmo, libre de las balas de los teppo piratas. Las culebrinas prendieron fuego al fin en el castigado junco, que en realidad había quedado más afectado de lo que parecía por el primer ataque de la Capitana: al arder las costuras superiores, una gran grieta se extendió desde el boquete que había abierto el espolón. Los piratas que todavía quedaban a bordo se vieron obligados a ganar la costa a nado.
* * * * * * * * * *   
    Amelia contempló la muerte de Pero Lucas y se agarró a la borda horrorizada, sin poder contener las náuseas por más tiempo. 
Entonces lo vio.
Entonces lo vio.
   En el agua no sólo había 
piratas: dos o tres soldados españoles también habían caído por la borda 
en el fragor del combate. Daba igual que supieran nadar o no: se habrían
 hundido, lastrados por el peso de sus armaduras, si
 algunos marineros no les hubiesen echado un cabo para ayudarles a 
subir. Cerca de ellos flotaba un sombrero ancho de arcabucero.
   La joven se dispuso a ayudar a izarlos, pero volvió a mirar y se quedó helada.  
El sombrero ancho, arrastrado por la corriente, era el de Alonso de Entrerríos. Y él no era uno de los que estaban siendo izados
El sombrero ancho, arrastrado por la corriente, era el de Alonso de Entrerríos. Y él no era uno de los que estaban siendo izados
   Sin pensárserlo dos veces, Amelia se lanzó al agua en su busca.
(CONTINUARÁ...)
 
 
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