07 mayo 2015

MdT: Un acto de locura (II)



   (Hospital Psiquiátrico Provincial de Madrid, 2015)
   
    -Por favor, intente calmarse, doña Amalia...
   -¿Es usted el enfermero nuevo? -Julián echó un vistazo a la identificación que exhibía el uniforme del recién llegado- ...Iván, ¿necesita el historial de esta mujer?
   -Es mi primer día. Y sí, lo necesito...
   -Paciente de 87 años sin familiares localizables. Demencia senil, con episodios de desorientación y ataques de pánico -Julián hizo un rápido repaso mental y añadió-: Fobia al personal médico, relacionada con una experiencia muy traumática en su adolescencia.
   -Fobia de “bata blanca”: ¿por eso no lleva usted el uniforme reglamentario? -protestó Iván-. ¿Y las normas?
   -Las normas ayudan a orientarse; sólo eso. Sobre todo al principio. Cuando estamos perdidos. ¿Usted lo está?
   -No, eso no. Pero aun así, ¡ni que hubiera visto al doctor Mengele!
   -Precisamente -Julián asintió con aire lúgubre-, la experiencia traumática de esta mujer fue de ese tipo. Mauthausen. Un campo de concentración nazi.
   -¿Me está tomando el pelo?
   Una voz femenina y grave interrumpió a los dos enfermeros.
   -Es cierto: ella estuvo entre los nueve mil españoles que nuestro país envió a campos de concentración alemanes, hace más de setenta años. Pocos regresaron con vida.
   Iván se quedó helado, sin saber bien qué decir. No estaba preparado para algo así. Era sólo un estudiante en prácticas, y era su primer día.
    -Dios mío...
   -Soy la doctora Abrines: ella está a mi cargo. Démosle tiempo -mientras hablaba, la psiquiatra ya se estaba despojando de su bata de médico. Su mirada transmitía una curiosa mezcla de comprensión y autoridad. Asintió en dirección a Julián: éste le devolvió el gesto y se aproximó cautelosamente a la paciente.
   -Tranquila, doña Amalia. Ya ha pasado todo. Soy yo, Julián, ¿ve? Usted ya me conoce: sabe que no soy médico. Soy como usted... ¿me recuerda?
   Poco a poco, a base de paciencia, la anciana se calmó lo suficiente para permitir que su interlocutor se aproximara. Después estalló en lágrimas y se abrazó a él.
   -Gracias, Julián -sonrió la doctora, cuando la paciente por fin consiguió serenarse. Intercambió un gesto cómplice con una enfermera que también había disimulado su uniforme, y explicó a los dos hombres-: ella la trasladará a mi consulta.
   -Según su historial, hace años lo controlaba mejor -explicó el enfermero al estudiante-. Pero la demencia senil está reavivando los peores recuerdos. Dicen que el tiempo lo cura todo; pero por desgracia, ella está perdiendo precisamente eso. La noción del tiempo.
   -Espero no tener que hacer como usted demasiado a menudo -gruñó Iván-. Eso de camuflarse como paciente... no me parece muy profesional.
   -¿Camuflarme? No, no. Disculpe, no me he presentado: Julián Martínez. Enfermo psiquiátrico.
   -Paciente depresivo. Y ex-enfermero del Samur: de los mejores -intervino la doctora-. Julián, usted ya ha superado el tiempo que aconseja el protocolo de prevención de suicidios. Si sólo fuera por eso, ya deberíamos haberle dado de alta. Nos ayuda mucho: tiene un don para hablar con otros enfermos. Pero ¿algún día nos hablará de sí mismo?
   
   La pregunta ensombreció el rostro de Julián. Le hizo recordar todo. Lo que debería contestar. Los secretos que no debía revelar. Lo que no deseaba recordar. Lo que le impedía incluso pensar.
   Sin darse cuenta de ello, se dejó caer hasta acabar sentado en el suelo; se abrazó las piernas y se encerró en sí mismo. No porque quisiera negarse a contestar: en realidad, buscaba una respuesta. Pero era incapaz de encontrar palabras para aquel maldito tema; enmudeció e intentó al menos evitar odiarse, tan infructuosamente como siempre.
   -Fue culpa mía -murmuró al fin.
   -Es casi lo único que dice sobre su caso: no avanzamos -se resignó la doctora, desalentada-. Cuando se enfrenta a algo parecido a lo que fue su trabajo, siempre sabe qué hacer: normas bien interiorizadas, supongo. Pero en lo demás está perdido. O quiere estarlo.
   
   * * * * * * * * * *
   
   Alonso aparcó la impresionante motocicleta y entró en el edificio, armándose de resignación.
   “Por intentarlo otra vez no pierdo nada”, se dijo.
   Pero en realidad, cada nuevo fracaso le arrancaba algo de dentro. Incluso una moral férrea como la suya comenzaba a resentirse.
   -Tenéis una carta.
   Julián solía parecer ausente ante las visitas. Pero esta vez miró a Entrerríos y a su alrededor, con extrañeza. ¿Dónde estaba...?
   -¿...Amelia?
   “Aleluya, me ha hablado" se animó Alonso. "Si hubiera adivinado que eso le haría reaccionar, habría venido más veces sin ella…”
   -En el hospital 12 de Octubre. En la UCI. La zona “en obras”.
   -¿Una misión? -se alarmó Julián- ¿Qué ha pasado?
  -Una emboscada; eran demasiados. Ya está fuera de peligro. Le gustaría veros... -el soldado sonrió misteriosamente al ofrecerle la misiva de Lorca-. Os envía esto.
   El asombro de Julián no tuvo límites cuando reconoció el nombre del remitente. Abrió el sobre y leyó el contenido con creciente incredulidad.
   ¿Cómo podía adivinar Federico aquellas cosas? ¿Y cómo conseguía encontrar palabras para sus miedos? Precisamente, las palabras que él nunca era capaz de hallar. ¡Las que necesitaba!
   
   “¿Vengarse? ¿Es eso lo que ella habría querido?”
   
   Por alguna razón, Julián nunca lo había mirado desde aquel punto de vista. Tendió pensativamente la carta a Alonso, que la leyó con curiosidad.
   -No sé cómo lo hace, pero tiene razón -comentó su compañero, impresionado-. Imaginad que hubiera sucedido lo contrario: vuestra mujer habría llorado vuestra muerte, sí, por descontado. Pero ¿desearíais que ella acabara como vos? ¿Encerrada aquí?
    -Esto es diferente. Fue culpa mía.
   -Fue un accidente. Si pensamos así, lo de Amelia también fue culpa mía, entonces. No supe prevenir la emboscada, no les vencí a tiempo, no me mantuve en guardia. ¡Tuvo que ser ella la que se interpusiera para recibir la bala por mí! Me salvó la vida. ¡Pardiez, ni siquiera la enseñé a defenderse como Dios manda!
   -Has dicho que eran demasiados, ¿no? Hiciste lo que pudiste.
   -Entonces hacedlo vos también. ¿Vais a rendiros así? ¿O ayudaréis a quien todavía podáis? ¿Qué creéis que esperarían ellas de vos?
   -No sé por qué lo sigues intentando -resopló Julián, con la sonrisa irónica que solía usar para ignorar lo que le molestaba.
   -Por la misma razón por la que os estuvimos cuidando hasta que no pudimos ocultarlo más -afirmó rotundamente el soldado, mirándole a los ojos-. Somos una familia. La única que me queda.
   -Deberías elegir otra menos difícil -Julián por fin reunió valor para hacer la temida pregunta y señaló a su alrededor-. ¿Qué sabe Salvador de todo esto?
   -Nada claro, todavía. Y ése es el problema -Entrerríos decidió ser brutal: al fin y al cabo, parecía funcionar-. Se ha agotado su paciencia. Quiere una respuesta, y no estamos seguros de poder convencerle. Si descubre que intentasteis salvar a Maite... imaginad qué harían con vos. Y con Amelia, que también tuvo algo que ver.
   
   A Julián le dio un vuelco el corazón. La última frase de Alonso le estaba haciendo reaccionar como una bofetada.
   “Aunque te lo parezca, tus problemas no son los únicos del mundo”: eso, o algo parecido, le había dicho una vez Irene. No,  era mejor no pensar en aquella traidora. Pero la frase era buena, ¿cómo había podido olvidarla de aquella manera?
   -No es justo. No os merecéis lo que os he hecho pasar.
   Se levantó, pero no para marcharse. Se limitó a abordar a la enfermera más próxima con sorprendente normalidad:
   -Necesito ver a la doctora Abrines, por favor. Dígale que por fin quiero hablar.
   
   * * * * * * * * * *
   
   (Oficinas del Ministerio, 2015)
   
   El subsecretario Salvador Martí fulminó a Julián con la mirada.
   -Ha desobedecido todas las normas habidas y por haber.
   -Sí, lo admito. Hagan conmigo lo que tengan que hacer. Pero ya que estoy aquí, creo que es hora de hablar claro.
   -Explíquese.
   -Mis problemas de disciplina no son nuevos: sabe que también los tuve en el Samur.
   -Sólo cuando se torcieron las cosas. Antes era un empleado ejemplar.
   -Eso ya no viene al caso. Sabe bien que yo nunca quise trabajar aquí ni cumplir estas normas. Aun así, lo intenté. Obedecí en lo de mi mujer durante mucho tiempo; incluso di un aviso bastante claro antes de intentar salvarla. Aquí, en este mismo despacho.
   -Eso no le exculpa -le espetó Ernesto con frialdad-. Intentó cambiar la Historia. No la de alguien que esté en los libros, pero nunca se sabe. Es una infracción muy grave.
   -Lo sé. De todos modos, no hubo consecuencias. Amelia me lo impidió.
   Estar en el fondo del pozo tenía una ventaja, reflexionó Julián: ya no era capaz de ponerse nervioso por nada. Estaba mintiendo acerca de Amelia con el mayor aplomo del mundo.
   -¿Y Alonso? -inquirió Ernesto.
   -Ni siquiera estuvo presente: tenía que hacer un último registro en el estudio de Dalí.
   Salvador comparó los datos con el informe de Amelia y miró a Julián detenidamente.
   -¿Está dispuesto a volver al trabajo?
   -Si eso ayuda a mis compañeros, sí. He oído que Amelia ha tenido problemas durante mi baja. Pero me sorprende que usted...
   -¿Que le readmita después de sus reiterados actos de indisciplina? Tomaremos medidas, por supuesto. Drásticas.
   Julián intentó aparentar indiferencia al contestar:
   -Usted dirá.
   -Acompáñeme, por favor.
   
   * * * * * * * * * *
   
   (Huesca, 1053)
   
   Julián miró asqueado los lóbregos pasillos del penal del Ministerio.
   -Comparado con esto, el psiquiátrico es Disneylandia.
   -Créame, en este siglo hay prisiones peores. Aquí al menos comen a diario, y no hay apenas instrumentos de tortura.
   -Ni luz del día. Ni atención médica, ni... -el enfermero acercó su antorcha a la celda que le indicaban y contuvo una exclamación de horror-. ¿Lola...?
   La mujer le miró con indiferencia. Apenas se molestó en esbozar una mueca algo más amarga de lo habitual en ella.
   -¿De qué te sorprendes, Julián? Tú me entregaste.
   -Lo siento... tenías razón: lo de las fotografías no fue culpa tuya.
   -Eso ya lo sé.
   -¿Y el atentado contra El Empecinado? -la interrogó fríamente el subsecretario-. ¿Lo de vender el secreto a los nazis? ¿Cuántas puertas no registradas quedan? ¿Quién más las conoce?
   La mujer le ignoró con triste dignidad. No dijo una palabra más.
   -Ella nos ayudó con lo del Lazarillo en Salamanca -intercedió Julián-. Lo del Empecinado y los nazis tenía explicación...
   -Que nos lo explique bien, entonces -se encogió de hombros Salvador, reanudando la marcha-. Cuando acceda a hablar con nosotros, tal vez mejore su situación. Pero se niega.
   Julián se demoró un instante más. Cuando estuvieron a solas, dirigió a Lola una última mirada cargada de remordimientos.
   -Hablaré con él. Te lo prometo.
   -¿Ya lo intentaste? Hablar, no: lo otro. Lo de salvar a ya sabes quién -la mujer le miró como si conociera todos sus secretos. Después cerró los ojos y se derrumbó de nuevo-. No puedes hacer nada. Estás tan condenado como yo.
   
   Pasaron junto a varias celdas más, antes de salir de las mazmorras. Para su sorpresa, Julián reconoció a otro preso. La barba más poblada, desaliñado, derrotado, pero...
   -¡El lugarteniente de Leiva!
   El hombre clavó en él una mirada febril.
   -Sé quién eres.
   -¿Quién te lo ha d...?
   -¿Sorprendido? No te vi la cara, pero lo sé. Tú me metiste aquí. Me atacaste a traición, por la espalda.
   -¿Fue más valiente lo tuyo? Ibas a matar a dos niñas y a su madre.
   -La próxima vez elegiré mejor -la mueca se convirtió en una sonrisa feroz-. Iré a por ti.
   El enfermero le creyó, pero la amenaza llegaba demasiado tarde: poco podía perder ya. Le miró con absoluta indiferencia y dejó que Salvador lo arrastrara al exterior.
   
   -Veo que ya está haciendo amigos por aquí -comentó su superior con sarcasmo-. No tema, este sitio es inexpugnable. La fuga es imposible.
   -¿Como en el caso de Leiva? -observó Julián, con no menos ironía.
   -Leiva tuvo... ayuda externa. Ya lo hemos solucionado. Nadie volverá a tenerla.
   Julián estudió la expresión de Salvador con aparente calma. En realidad, con resignación.
   -¿Va a dejarme aquí?
   -Esta vez no. Pero no se permita ni un fallo más. No habrá más avisos, ni para usted ni para su superior.
   -¿Qué... qué está diciendo?
   La voz de Julián se elevó tan bruscamente como su ritmo cardíaco. Por primera vez desde la (segunda) muerte de su mujer, sintió miedo. No su habitual aversión a la vida, sino a algo aún peor. Un miedo cerval.
   -Lo que ha oído. Amelia no ha sabido mantener la debida disciplina con usted, o no ha querido. Es su superior directa, así que ella también es responsable de lo que usted haga. Para bien y para mal.
   -No irá a... a ella... - el enfermero señaló indignado las mazmorras que acababan de abandonar-. ¡Ni siquiera usted puede ser tan hijo de...!
   Salvador aguardó, impasible. O más bien, desafiante.
   -Ha hecho bien en morderse la lengua -dijo al fin-. Veo que comienza a comprender. Soy todo lo necesario para mantener el orden en este Ministerio, y Ernesto también lo es. Este secreto es peligroso y no admite errores. Ni suyos, ni de Amelia ni de nadie. Vuelva a pasarse de listo y los dos acabarán aquí. ¿Entendido?
   Julián tragó saliva para intentar deshacer el nudo que se le había hecho en la garganta.
    -Sí, señor.
   -Una cosa más -añadió Salvador, mientras reanudaba la marcha hacia el Ministerio-: esta conversación quedará entre usted y yo.
   El enfermero contuvo una mirada de rabia. De odio hacia alguien que no era él mismo, por una vez. Se tragó la ira, bajó la vista y apretó el paso.
   -Sí. Señor.
(CONTINUARÁ...)

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