"El laberinto del tiempo" es el segundo capítulo de la cuarta temporada de El Ministerio del Tiempo, un nuevo viaje a 1981... y al siglo XVII. Se trata de un episodio visceral, como a su manera también lo era el anterior, pero que en este caso puede trastabillear ante el análisis cerebral: ni el Un, Dos, Tres se emitía aquel año (juego anacrónico admitido por Javier Olivares al principio mismo de la emisión; volvió en agosto de 1982), ni
el "hala vamos" de Las Hurtado tuvo su momento hasta 1984, ni Velázquez vestía aún en 1648 la cruz de Santiago. ¿Y cómo es que Irene esconde al rey Felipe IV que están en misión? ¿Es que Felipe IV ignora la existencia del Ministerio del Tiempo? ¿Por qué se parecen Felipe IV y Fabio McNamara?
Porque sí. Porque los indios no disparan a los caballos de la Diligencia. Pero realmente nada de eso es importante, porque como hemos dicho este no es un capítulo cerebral. La misión, la peripecia, es lo de menos (el destino ya se encarga, por ejemplo, de arreglar el encuentro entre Almodóvar y Banderas, y cruelmente de dejar su papel libre). Escrito por Carolina González, Jordi Calafí y Javier Olivares, y dirigido por Marc Vigil, "El laberinto del tiempo" arranca apelando a nuestra memoria colectiva, la de la España que se sentaba unida para ver el Un, Dos, Tres, con la Ruperta, la tipografía, la cabecera, Mayra, las secretarias, las Tacañonas... Infiltra luego, sutilmente, una ficción que podría ser verdad (la de dos concursantes), para transportarnos de golpe al drama de un maltrato doméstico. Los golpes del maltratador en la puerta del baño resuenan en un palacio del siglo XVII, donde descansa una dama, en una habitación que un espejo sugiere puede ser la misma donde Velázquez pintará Las Meninas. No hay subtítulos en pantalla que nos indiquen el tiempo en que transcurre cada escena: la concursante, la maltratada y la dama (Manuela Vellés) son la misma mujer. Su pasado es el futuro. El montaje hace parecer entonces que Velázquez (Julián Villagrán) y Felipe IV (Edu Soto) la contemplan: en realidad están admirando la "Venus del Espejo". Un Velázquez con barba de tres días que parece mucho más serio, más adusto que el personaje cómico que recordamos de otras temporadas. Más oscuro, incluso. Velázquez en el Alcázar en el que, años después para la historia, y años antes en su vida de viajero del tiempo, salvaría secretamente sus cuadros de la quema. Llega entonces la mujer, Carolina, amante del Rey, y rompe los tiempos con dos sencillas palabras: "cómo mola". Las tres historias comienzan a combinarse, a encajar, son piezas de un rompecabezas que Velázquez comienza a reconocer: una expresión del futuro que aparece en el pasado. Ese Velázquez agente del Ministerio que sabe lo que le tocará pintar en su vida y que no reconoce el retrato de una mujer que no pertenece (aún) a la familia real.
Eso pone en marcha los mecanismos metafóricos y literales (los de la nueva cabecera) del Ministerio, y empieza una misión para arreglar el anacronismo. Pero pasamos a la vida fuera del Ministerio de Alonso de Entrerríos, perfectamente adaptado al siglo XXI, padre de familia co-responsable, cuidando de su pequeña Blanquita como no pudo cuidar de su hijo del pasado (y con una Elena que viaja a Bruselas, parece que su trabajo de abogada la ha llevado a altas esferas); un Alonso que volverá al Ministerio si Salvador acepta instaurar una guardería para los funcionarios. Guerrero en el campo de batalla y en los derechos laborales. Hay un instante en que Blanquita mira a Alonso, cuando su madre se va a coger el avión, que es oro puro. La normalidad de este y de todos los tiempos frente a la excepcionalidad del Ministerio.
A partir de entonces tenemos dos misiones: arreglar el entuerto de Carolina en el pasado, que lleva a descubrir una tronchante versión del Un, Dos, Tres con los músicos de cámara de la Corte de Felipe IV, y conseguir que Laberinto de Pasiones salga adelante. En lo primero es básico el trabajo de Irene, que puede conectar perfectamente con Carolina como mujer maltratada, pero también de Alonso, y sus encomiables progresos para entender el funcionamiento de los mecanismos emocionales. En lo segundo, resulta fundamental la labor de Carlos Santos como el joven Pedro Almodóvar: directamente sobrenatural. Una imitación (en ningún momento caricatura) magistral en manos de un actor camaleónico como pocos (recordar, por ejemplo, su Luis Roldán en El hombre de las mil caras) que hace que no dudemos ni por un segundo que estamos viendo al Almodóvar de la Movida. A su lado, Edu Soto en la segunda mitad de su doble papel, aquí como Fabio McNamara, y un Raúl Prieto fascinante en el complejo papel de Ángel, el mejor amigo de Pacino. Juntos, Santos y Prieto, consiguen el momento más sutil y potente de todo el episodio, en una habitación de hospital, mientras Hugo Silva derrama sensibilidad en cada una de sus miradas y de los nudos de su garganta.
El final de Ángel, que devorado por el SIDA se pone sus galas para cantar por última vez, recuerda al del Angel del musical Rent, y su última gran fiesta. En este caso, para entonar un sentido y sobrecogedor "Life on Mars" de David Bowie, que es un homenaje en muchos sentidos: a Bowie, a Pablo Olivares (y su intención fallida de adaptar la serie Life on Mars; mientras suena, Manuela Vellés, que actuó en la versión española, La chica de ayer, presencia sin poder cambiarlo su propio pasado), a los que se van "demasiado pronto", a todos los que hemos perdido durante las epidemias del siglo XX y XXI (el SIDA, el cáncer, el COVID-19). Una canción y una interpretación, arropada por la luz y las tinieblas, que habla de la vida y de la muerte, de la pérdida, de los que resisten y lo que sufren a cambio.
No, no es un capítulo cerebral. Es sentimiento descarnado y carne trémula. Y es imperfecto, como la vida, y a ratos insatisfactorio, como la vida ("porque la vida no cierra las tramas", nos dice Javier Olivares). Un episodio que nos recuerda que, como en el Un, Dos, Tres, unas veces se gana, y otras se pierde. Mucho. Incluso todo.
Reseñas de El Ministerio del Tiempo
2 comentarios:
Una crítica sensible a un episodio sensible. No hay que tener vergüenza de apelar al sentimiento.
Muchas gracias, Eriel.
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