Y de repente se va la luz. O mejor dicho, la cortan.
Ya nos habían avisado: obras en el edificio, cuatro horas, desde hoy a las doce. Esperemos que cumplan el timing. En la portería se nota el frío: los dos calefactores han dejado de funcionar. El portátil aún tiene batería (51% y bajando), y a las dos tocará salir a comer, y cuando vuelva debería haber luz ya. Y calor.
Llueve y hace frío, y se cuela por las rendijas de la puerta principal. Entra luz, gris y macilenta, y la penumbra se ha instalado detrás mío, en la escalera y el ascensor parado, con las puertas abiertas para asegurarse que nadie queda atrapado en estas cuatro horas. Pasan lentas cuatro horas de frío.
Dependemos tanto de la corriente eléctrica... mucho más que de internet, incluso hoy en tiempos de la gran globalización del ocio y la omnicomunicación constante. La corriente sigue siendo nuestra hoguera: nuestros aparatos no se cargan, nuestro internet desaparece, nuestro calor se desvanece, los días duran lo que dure la luz, incluso el transporte (yo voy en tren y metro) puede volverse misión imposible cuando "el fluído" se nos va. Luego piensas en esos lugares en los que la luz falla cada día, o incluso aquellos que no tienen luz eléctrica nunca: tengo a un amigo viajando por Madagascar y seguro que se ha encontrado con esa tesitura muchos días. Para millones de personas aún es lo normal. ¿Cuánto cambió nuestra vida el alumbrado eléctrico, antes el de gas, en las calles? ¿Cómo damos por sentado todo lo que nos rodea, preocupándonos solo de lo que podemos hacer con ello, y no de la esencia misma del acto, de sus componentes esenciales y necesarios?
Quizás exagero. Es un simple corte de luz, anunciado, a partir de las doce. Cuatro horas.
49% y bajando.
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