30 septiembre 2019

Elige tu veneno

   Pese a su insólito sistema legal (apenas dos jueces y diez policías para una población de cinco millones de habitantes), Talión era una ciudad de lo más segura: muy pocos robos, contadísimos asesinatos y, eso sí, insultos frecuentes y alguna que otra estafa. No había mucho misterio al respecto: la razón era, por supuesto, la Ley 1, que aunque no lo era realmente, se conocía como La Única.
"Art.1: Al llegar a la mayoría de edad, cualquier ciudadane podrá elegir uno o más delitos de la lista de Ofensas. No podrá procesársele por ninguno de ellos, ni podrá ser procesade quien lo cometa contra íl/ól"
  Si robas, te robarán. Si hieres, te dañarán. Si matas, te matarán. Sin consecuencias. Si cometías un delito para el que no estuvieras registrado, se te procesaría. Y había una única pena...

   Igual que tenía poca policía, Talión disponía de un ejército de informáticos: alrededor del 10% de la población. La mayoría sostenía la integridad del sistema que lo grababa todo, cada minuto del día, ayudaba a la inteligencia artificial a identificar delitos, y los cotejaba con las etiquetas personales. Las cámaras estaban en cada habitación y en cada lentilla. Cada 12 horas, el sistema se purgaba y solo quedaban grabados los delitos o las conductas pendientes de identificación por un agente humano.

   Podría decirse que la rectitud de los ciudadanos de Talión emanaba de su temor a que les pudieran hacer lo mismo que ellos pensaban, esperando que sus vecinos dieran un mal paso para poder dar rienda suelta a sus bajos instintos. Todo aquello no era sino vapor acumulándose bajo la tapa. La inflexibilidad de Talión y la incapacidad de su gobierno para afrontar los problemas que realmente tenían sus ciudadanos, solo imponían una mordaza de miedo y desapego.

   Un día nació una niña, que creció hasta hacerse ingeniera, y detectó un error fatal en la refrigeración de la central atómica de Talión que había pasado inadvertido para el sistema y para sus colegas.


   Y calló.

F I N

26 septiembre 2019

Puerta de salida

PUERTA DE SALIDA

   La oscuridad era absoluta. El silencio, casi: alguien con muy buen oído podría haber escuchado el cliqueteo de las patas de un milpiés sobre la piedra, y cada cierto tiempo llegaba el eco de una gota cayendo sobre algo metálico.
   Entonces, durante apenas un segundo, una luz anaranjada se encendió en el otro lado del pasillo: eran unos 12 metros de losas desgastadas en las paredes y el techo, y un suelo que había tenido adoquines y hoy solo tierra dura. Volvió la oscuridad, y sonó un ruido de raudos pasos a la carrera. En la esquina, una respiración rápida pero controlada para hacer el menor ruido posible. Y, de nuevo, el silencio y el lento goteo en la distancia.
   Otra vez se encendió un hilo de luz: salía del resquicio de una cajita lacada hexagonal entre las manos callosas de un halfling con bigote. Llevaba por toda vestimenta los restos de un tabardo militar al que le faltaba una manga, unas calzas de buen paño y unas botas ajadas: solo las botas eran suyas. La llama naranja que ardía en la caja duraría como mucho otras seis horas; quizá más si la mantenía a salvo de las corrientes. Y luego... Max odiaba atravesar aquellos pasillos inmundos a ciegas, pero no se atrevía a ir corriendo por ahí con su única fuente de luz expuesta. Se palpó el costado, solo para reconfortarse: sintió la vaina de la daga larga, su única arma tras el desastre con las hormigas. Sabía que en el bolsillo izquierdo del tabardo iba un amuleto con una calavera, que no pensaba ponerse. En el derecho, los restos de un bollo preñado.
   Abrió más la caja y echó un rápido vistazo a la vuelta de la esquina: otro pasillo vacío como el que acababa de recorrer, que giraba luego hacia la izquierda. Con una salvedad: en la pared derecha había una puerta de madera con una anilla de acero a media altura.
   El suelo de tierra parecía compacto: nada de hormigas en esta zona, por tanto. Tampoco se veían señales de trasgos, ni desde luego olía a cavernícola. Max se pellizcó nerviosamente el bigote y, sin cerrar la caja, caminó cautelosamente por el pasillo hasta la puerta.
   Necesitaba subir. Necesitaba encontrar unas escaleras, una rampa, un pozo o un agujero, lo que fuera pero que ascendiera. Tenía que salir a la superficie, alejarse de aquel laberinto de los horrores y volver a la civilización. ¿Podía estar la solución tras aquella puerta? Había pasado junto a otras puertas iguales que aquella. Una tenía cerradura, pero estaba demasiado cerca del nido de las hormigas para ponerse a jugar. Otra la pudo abrir, y sí, encontró escalones... que descendían más hacia las profundidades.
   Aquí no había cerradura.
   Max dudaba: si no había cerradura, no debía haber nada demasiado importante tras aquella puerta. Por otro lado, era vox populi que Agnus Petropox, el arquitecto de aquel dédalo, estaba loco de remate.

   De algún lugar lejano, aunque paradójicamente demasiado vecino, llegó un mugido largo y ronco.
   - Me cago en la leche -maldijo Max-: ¡La minotaura! ¿Por qué tienen los magos locos que meter siempre un puñetero minotauro en sus laberintos?
   Max cogió la anilla, y tiró. El portón no cedió un ápice.
   Max pegó un segundo tirón: nada.
   Intentó empujar: ya se sabe que hay dos palabras que te abrirán muchas puertas en la vida. Tampoco.
   Escrutó de nuevo la superficie de la puerta. Madera, refuerzos metálicos y la gruesa anilla. Podría intentar tirar con las dos manos, pero eso significaría cerrar la cajita o dejarla en el suelo, y no estaba dispuesto a entregarse a la oscuridad. Apoyó un pie en la pared y tiró de nuevo. Ni por esas.
   "Está atascada y la minotaura anda cerca. Ya probaremos otra puerta".
   Max bajó el pie al suelo y soltó la anilla. O lo intentó. Desde luego, su cerebro envió la orden de soltar la anilla, pero ahí seguían los cinco dedos, cerrados. La anilla empezó de golpe a sentirse más blanda y flexible, y la madera se fué combando ante sus ojos como si un otoño entero de lluvias la hubiera azotado. Max, con los ojos de par en par, se puso en cuclillas y, entonces sí, dejó la caja lacada abierta en el suelo.
   Lo que alumbraba ahora la llama naranja era grotesco: Max tenía los dedos cerrados alrededor de uno de los varios tentáculos pegajosos que emergían de una masa castaña, carnosa y pulsante, con seis ojos y una boca llena de dientes como agujas.
   - "¿Qué tal tu día, Max?" -dijo mientras superaba el instinto de desenfundar la daga y metía la mano en el bolsillo-. ¡Fenomenal! He descubierto una conspiración de dioses, unas hormigas se han comido a mi expedición y, ¡oh! Un puñetero mímico me ha tomado el pelo.
   La cosa se abalanzó sobre Max, que dio un salto hacia el lado en el mismo momento. Sabía que si le tocaba, aunque no le mordiera, se quedaría aún más pegado.
   - "¿Un mímico, Max? Pero eso parece un error de principiante" -el bicho era lento, pero Max tenía problemas para mantener la distancia-. Sí, un puñetero error de puñetero principiante.
   Cuando la cosa volvió a abrir las fauces, emitiendo algo que no parecía un rugido, sino el goteo lejano del agua sobre metal, Max le tiró el amuleto dentro, al fondo del gaznate.
   - ¿Tienes hambre? Cómete esto.
   Obediente, el mímico masticó con brevedad el cuero, el hueso y el metal. Aquel bocado no era, claro, lo que buscaba. Extendió un pseudópodo que se convirtió en un nuevo tentáculo, y aferró la aún extendida mano de Max. El mímico acortó distancias y distendió la boca para comerse a su presa de un bocado. Max sentía ya su aliento sobre la cara: olía a madera. Incluso en aquella situación desesperada, el halfling apreciaba un buen trabajo de infiltración.
   Un espasmo recorrió entonces al bicho. Sus partes blandas se volvieron rígidas, y sus dientes comenzaron a hacerse polvo o cenizas. En un abrir y cerrar de ojos, el adhesivo natural que lo recubría se volvió inerte, tanto como el propio mímico.
   - Amuletos asesinos -escupió Max mientras se zafaba de los tentáculos y recuperaba intacta la cajita-: prohibidos en 28 naciones. Pero, claro, ¿qué si no coleccionaría un mago loco?
   Un nuevo mugido, mucho más próximo, lo volvió a poner alerta.
   - ¿Dónde cuernos está la salida?
F I N
*Los mímicos son una creación de Gary Gygax (AD&D: Monster Manual, 1977)