24 abril 2020

Video: Crisis en Españas infinitas (I)

Por variar y por recuperar la lectura en alta voz, os dejo un video donde os leo el capítulo 1 de "Crisis en Españas infinitas".

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22 abril 2020

MdT3: Crisis en Españas infinitas (I)

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    Madrid: la Puerta del Sol, Nochevieja. Un binomio indisoluble durante décadas. Un rito moderno, una ceremonia. ¿Cómo cantaba Mecano? "Y en el reloj de antaño, como de año en año, cinco minutos más para la cuenta atrás". Poco champán, incluso pocas uvas: sombreros de papel, plumas de indio y algún cornetín de cartón como gran adorno. Aún nada de Mecano, por supuesto: es 31 de diciembre de 1945, y la gente se mira casi con desconfianza, dudando si este año está permitida la concentración o volverá a estar prohibida. Hablan en voz baja con los que conocen, formando un murmullo colectivo en el que se mezclan buenos deseos, preguntas por la familia y la lotería, y comentarios esperanzados sobre el final definitivo de la Segunda Guerra Mundial (aunque ya hace casi cinco meses que los americanos soltaron las bombas atómicas). Todos van lanzando fugaces y repetidas miradas hacia la torre del reloj, y se sobresaltan cuando pitan y chirrían unos altavoces situados por la plaza, por los que suena una voz que primero temen sea de la autoridad competente ordenando la dispersión, pero que enseguida se lleva un nuevo murmullo de entusiasta reconocimiento. No hacía mucho que esa voz se había empezado a convertir en un referente para todos.
   - Buenas noches, queridos radioyentes desde los estudios de Radio Nacional en Arganda del Rey. Les habla Matías Prats, que llega a los receptores de sus domicilios, y de toda Europa y América, gracias a la potencia incontestable de REDERA, la red española de radiodifusión que alcanza extensiones nunca vistas, o nunca oídas, gracias a casi 200 Kw de potencia. Ante todo, desearles una feliz navidad y que estén pasando estas tan entrañables fechas con sus allegados. Y también un saludo a los cientos y cientos de congregados en la Puerta del Sol, donde dentro de tan solo cinco minutos, cinco minutos, damas y caballeros, dará fin un año para comenzar otro. Cinco minutos: vaya preparando las uvas, señora. No se atragante, señor.
   La voz del locutor parece limpiar las telarañas de la desconfianza, y une a todos los asistentes a este rito en una algarabía mayor, aún contenida porque se reserva el estallido para el momento posterior a la última campanada. Sigue llegando gente a la plaza, aún no está llena, y los que casi no llegan se alegran de ver a tanta gente, y aunque no conozcan a los que tienen al lado, comienzan a atreverse a  hablar aún con los desconocidos, que aportan un poco de ese calor tan necesario en una noche tan fría. Mira, aquella ha venido con el abrigo de pieles. Mira, ese padre sube a su hijo a coscoletas. ¿A qué? A hombros, es que yo soy de Albacete. Mira, ¿aquel no tiene un aire a Lorca? ¡Pero qué dices, bruto!
   Pero sí es verdad que el hombre que entra en la plaza y mira a las gentes con reticencia y simultánea admiración tiene un cierto parecido con el malhadado poeta. Qué pena que desapareciera hace casi 10 años. Qué pena que lo mataran. Que lo fusilaran sin crimen y lo enterraran sin lápida ni nombre, en una cuneta. Que nadie pueda decirlo, y muy pocos ni siquiera aún lo sepan. Qué pena que al muerto lo llamen desaparecido, y no verde que te quiero verde.
   El desaparecido se ha aparecido. Ese hombre que en realidad no se parece al poeta, a Federico García Lorca. Es Federico. Es García. Es Lorca. Avanza entre la gente como el que camina entre la hierba alta, entre el trigo con sus espigas crecidas, sin atreverse a pisar mal ni hacer daño, absorbiendo cada sensación contra su traje, contra su cuerpo. Y la voz de Matías, con una cadencia que acabará siendo omnipresente para todos los españoles, pero que para Federico es nueva, y aún no ha oído nunca, sigue hablando por los altavoces que han repartido por la plaza, que han colgado de algunas farolas, una voz colgada como se cuelgan las luces, como se cuelgan las horas cuando están maduras.
   - Ahora sí, señoras y señores, prepárense porque van a sonar los cuartos. La bola va a bajar y despediremos a este magnífico año de 1945, que ya nos ha dado todo lo que podía darnos, al que ya toca descansar, para dar la bienvenida al nuevo, novísimo 1946. Ahí están, ahí están los cuartos... -y los tañidos de la campana sonaron extraños a Federico. Qué cosa los sueños, ¿verdad? Que nos parece raro lo normal, y damos por sencillo lo imposible-. Y ahora, ahora las campanadas.
   Una, dos, tres y cuatro... y hasta doce veces tañó la campana, como si tocara a muerto, como si tocara a vida. ¿Por qué no tocan a vida las campanas? Y tras la campanada número 12, volvió a hablar la voz de Prats:
   - ¡Feliz 1945!
   Federico tardó un momento en darse cuenta del desliz del locutor, mientras la gente estallaba de júbilo y abrazaba a los que le rodeaban. Claro, ya había acabado 1945 y empezaba 1946. ¿Cómo debía ser vivir en aquellos años que él aún no conocía? Bueno, era un sueño. Había soñado con 1945 como podía haber soñado con el año 2050.
   El júbilo cesa de golpe, y todo el mundo está lanzando fugaces miradas a la torre del reloj. Hablan en voz baja de nuevo y se sobresaltan cuando los altavoces repartidos por la plaza pitan y de ellos emerge una voz que pronto reconocen:
   - Buenas noches, queridos radioyentes desde los estudios de Radio Nacional en Arganda del Rey. Les habla Matías Prats.
   Federico tuerce el gesto. Esto ya ha pasado. Un año más. El tiempo debe seguir volando, siempre adelante.
   Pero el tiempo se repite. Y la gente vuelve a entrar en la plaza. Y Matías Prats vuelve a explicar anécdotas del año 1945, el que ya ha sido, y describe el mecanismo de la bola que cae, y avisa de los cuartos. Todo con las mismas palabras.
   - Y ahora, ahora las campanadas.
   Y vuelven a sonar, doce veces suenan, una tras otra.
   - ¡Feliz 1945!
   Y el júbilo estalla, y vuelve a apagarse. Y todo el mundo está lanzando fugaces miradas a la torre del reloj. Y miran a Federico porque se parece a Federico, pero cómo va a ser él, si desapareció. Si lo desaparecieron.
   - Vamos a despedir 1945. ¡Feliz 1945!
   A Federico le cambia el semblante, e intenta despertar, pero no puede. Federico retrocede entre la gente, que no para de entrar en la Puerta del Sol para celebrar el ritual, la ceremonia. Un año más.
   - ¡Feliz 1945!
   Federico da un paso atrás y le empujan dos hacia delante, mientras sigue entrando la misma gente en la plaza y no consigue despertar. Pero la voz de Matías Pratas se le clava en el cerebro.
   - ¡Feliz 1945!
   Federico choca con una señora con un abrigo de pieles.
   - ¡Feliz 1945!
   Federico intenta apartar a un señor que lleva a un niño a horcajadas.
   - ¡Feliz 1945!
   El tiempo se ha roto. El tiempo se ha roto y ya no vuela hacia adelante, sino en círculos cada vez más pequeños como un buitre que ronda a su presa. Y el no puede salir de allí, no puede, no puede...
   - ¡Feliz 1945!
   Federico no puede más, se cubre la cabeza con los brazos y se acuclilla. Tratando de dejar de escuchar esa voz que le recuerda que 1945 nunca termina. Intenta despertar, se pellizca y se abofetea, tratando de salir de este sueño que tiene que ser, porque qué otra cosa puede ser...
   Unas manos lo agarran por los hombros y lo obligan a levantarse suave pero firmemente. Federico no quiere abrir los ojos, pero algo en las manos que le cogen lo impulsan a hacerlo: y mira, y ve a la última persona que esperaría ver delante suyo, y a la primera persona que desearía ver. Julián. Su querido Julián. Su imposible Julián. Que lo mira con desconcierto, con cariño y con un temblor en los labios entre el miedo y la emoción. Julián, que se ha afeitado la barba y tiene una fea cicatriz a un lado de la frente.
   - Pero ¿qué haces aquí? -le dice.
   Y Federico lo abraza, lo abraza y luego lo mira a los ojos:
   - Los sueños siempre nos unieron.
   - Esto no es un sueño, Federico. ¿Cómo has llegado a 1945?

(CONTINUARÁ...)
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21 abril 2020

MdT2: TIC-TAC 13: Vargas (y II)

TIC-TAC 13 (Un virus de otro tiempo)
VARGAS (y II)

   La judería ardía. A lo lejos se oían gritos y lamentos, el paso de los invasores y el rastro de sangre y lágrimas que dejaban a su paso. En aquel punto concreto, sin embargo, las voces que oía el Doctor Vargas no expresaban tanto peligro como prisa. Era admirable la compostura de aquella gente.
   "¿Está usted seguro de querer irse al siglo XII? Claaaaaro, siempre he querido conocer a Maimónides. ¡Pero qué bocaza tienes, Vargas! Si es que ya lo dicen: es mejor que no conozcas a tus ídolos..."
   Los almohades habían caído como un mazazo súbito: situada fuera de las murallas de Córdoba, la judería había sido un blanco fácil con el que los invasores del califato no tuvieron reparos: conversión o muerte.
   - Han sido años inciertos -proclamó Maimón ben Yosseff, rodeado de los suyos, con todos los bártulos encima, listos para marcharse juntos o separados, según decidiera el patriarca-. Hemos sufrido aceifas otras veces, pero me parece que esta vez hemos perdido definitivamente el favor del rey Fernando.
   - Los almohades son feroces -confirmó el doctor Vargas, cuya prioridad en estos momentos era asegurar la vida de Maimónides, aún niño, para que llegara a ser el hombre que debía-, pero aún podéis fiaros de Fernando.
   - ¿Crees que deberíamos intentar llegar a Toledo?
   - No -respondió Vargas tras reflexionar, repasando todo lo que recordaba de estos años. La historia decía que la familia de Maimónides dejó la península y huyó a Fez, pero en estos momentos eso era meterse en la boca del lobo. Hmmm, lobo...-. Almería. Creo que ir a Almería sería lo más seguro: está más o menos protegida por el rey Fernando desde que la conquistó el año pasado con las huestes del Rey Lobo.
   - ¿El Rey Lobo? -preguntó el pequeño Moisés ben Maimón atraído por semejante nombre, lleno de posibilidades.
   - Es un apodo -intervino su padre-, no dejes que la poesía enturbie la verdad. Ibn Mardanís… He oído hablar de él. Es el emir de Murcia.
   - Y de origen mozárabe -esperaba que alguien de la cultura de Ben Yoseff entendiera el término, que en aquellos años solo utilizaban los cristianos leoneses.
   Posiblemente reconoció la palabra, porque tras pensar un poco más, dio la orden:
   - Nos vamos a Almariyya. Aseguraros que está todo el mundo, y salimos ya.
   Les esperaba un viaje difícil y unos cuantos años más de incertidumbre. Almería solo estaría 10 años bajo la protección de Fernando, antes de caer también ante el embate del califato almohade. Luego huirían a Fez, donde crecería bajo la intolerancia de los mismos almohades hasta tener que escapar también de allí, ya un hombre con su propia familia, a Acre, a Jerusalén, a Alejandría, y finalmente a El Cairo. Una vida huyendo, de un lado para otro, sin ser de ninguna parte, y aún así convirtiéndose en una de las mentes más preclaras de sus días. El pequeño Moshé sería tras una vida de fugas el gran Maimónides, doctor en medicina y en leyes, experto en venenos y enfermedades, comentarista inigualable de los textos sagrados.
   ¿Qué iba a ser del Doctor Vargas, ahora que también estaba a la fuga, aunque fuera con la connivencia de Ernesto? No podía utilizar abiertamente sus conocimientos de medicina del siglo XXI, aunque sí ayudara aquí y allí a quienes lo necesitaran: se arriesgaba a eclipsar la figura de Maimónides y otros sabios de la época, a cambiar por completo la historia de la medicina. ¿Tan malo sería si los hombres aprendían a curarse mejor antes? Sí, no se engañaba: muchos descubrimientos importantes dejarían de hacerse si no se hacían en el momento adecuado. La genealogía de 30 generaciones podía cambiar por completo. Sin duda el Ministerio investigaría.
   No podía ser un gran hombre. Para empezar, debía renunciar definitivamente a su nombre: el Doctor Vargas ya no existía. Lo había dejado atrás casi 40 días antes de presentarse en el siglo XII, al principio de aquella terrible infección que había provocado la insensata e indocumentada nueva subsecretaria... Ya lo escribiría dentro de algunos años Maimónides, cuando fuera el sabio que debía ser: "el que sabe nadar, puede sacar perlas de las profundidades. El que no, se ahogaría". Susana Torres había sacado lo peor de él, le había llevado a rebajarse al nivel de los ruines, a hacer negocio con la salud, a sacar tajada, ya que era lo que parecía mover a todos. Pero a Ernesto no. A Ernesto lo movía hacer lo que debía hacerse. Como él, había pasado muchos años sacrificándose por el Ministerio, por el deber. Ya no iba a hacerlo más, ya no creía en el Ministerio. Sin embargo, sí creía en Ernesto. En su rectitud.
   Vargas podía intentar llegar a Toledo, volver a los reinos cristianos. Pero Vargas había muerto. Su identidad falsa, la que había tomado en homenaje a su compañero fallecido, la primera víctima de aquella gripe española transtemporal, aquella sería desde ahora la auténtica: debía vivir con el nombre de un muerto, y vivir por él los años que le fueron arrebatados. Era por tanto Ramón de la Vega el que habló al patriarca:
   - ¿Os incomoda si voy con vosotros?
   - ¿Os incomoda a vos?
   - Nada me complacería más que compartir vuestra suerte, sea la que sea.
   Ben Yoseff le dio un abrazo:
   - Fuimos afortunados porque el Altísimo os trajera hasta nosotros en nuestro momento de mayor necesidad. Sí, lo era: nuestro hijo se moría. Hoy hemos perdido las casas, las posesiones: eso duele, pero no es la vida. Eso es lo necesario. Iremos donde podamos vivir.
   - Hay que acompañar a los amigos cuando nos fallan las fuerzas.
   Y esa fue la misión que se encomendó desde entonces "Ramón de la Vega", subsecretario del Ministerio de sí mismo: acompañar a aquellos a los que les fallaban las fuerzas. Y vivir.

14 abril 2020

MdT2: TIC-TAC 13 - Vargas (I)

TIC-TAC 13 (Un virus de otro tiempo)
VARGAS (I)

   El Doctor Vargas llevaba un mes viviendo en 1148, tras fugarse, con la ayuda de Ernesto, del Ministerio del Tiempo del siglo XXI. La puerta le había llevado a Toledo, donde tenía un viejo contacto que le había permitido construir una nueva identidad y viajar hasta la Córdoba musulmana. En estos tiempos, el apellido Vargas se asociaba con una estirpe de fieros guerreros castellanos muy implicados en la Reconquista, algo que no le interesaba en absoluto, así que decidió rendir homenaje a un compañero caído y presentarse como el licenciado Ramón de la Vega. Ramón había sido la primera víctima mortal del brote de gripe española del Ministerio en 2016, y Vargas se culpaba por no haber insistido lo suficiente a aquel muchacho de los años 80 en la importancia de respetar todos los pasos del farragoso protocolo sanitario. Le hubiera salvado la vida. Claro que, ahora, en 1148, ni siquiera había nacido... pero era imposible borrar de la memoria a los muertos.
   Llegar a Córdoba había sido más fácil de que lo que había pensado: sus ropas, sus pergaminos y pequeños libros, y sus útiles de escritura habían convencido al interrogador ocasional de que no tenía más interés que la ciencia. No era ya la urbe prodigiosa que fuera en tiempos del califato, hacía solo 150 años, cuando congregaba a 400.000 habitantes y el mismo número de volúmenes en la mayor biblioteca del mundo, y comenzaba a dejar huella el saqueo arquitectónico. Vargas sospechaba que había empezado incluso antes de que la ciudad, aún mayormente musulmana y almorávide, se hubiera puesto bajo la protección del rey de Castilla, Alfonso VII, dos años atrás. Las taifas iban cayendo frente a la dominación almohade y su integrismo, y Córdoba había mirado hacia Alfonso como la solución para escapar de un conflicto que había amenazado con partirla en pedazos.
   Los primeros días en Córdoba había preguntado extramuros, en la judería, por Moisés ben Maimón, el nombre real de Maimónides, sin suerte. Habiendo criticado ferozmente a la nueva subsecretaria del Ministerio por su desconocimiento cultural, se sentía avergonzado: tras tanto tiempo trabajando a lo largo de la Historia, conocía mucho de lo que había pasado en España, las sucesiones dinásticas, las costumbres de cada época... pero las fechas concretas siempre se le escapaban. ¿Había errado en algún detalle fundamental?
   Finalmente, un escribano le dirigió a casa de "Maimón", una de las más grandes del barrio. Resultó que su dueño era Maimón ben Yosseff HaDaya, abogado y hombre principal de la judería.
   - Disculpad la tardanza, estos días son complicados. ¿En qué puedo ayudaros, mi buen hombre? -preguntó cuando salió a recibirle al patio de su discreta mansión.
   Vargas se presentó e inventó una historia sobre la vieja gran biblioteca de Córdoba y cómo le interesaba leer algunos volúmenes antiguos sobre medicina.
   - Oh, no puedo ayudaros con eso -lamentó Maimón-. Yo frecuento la Biblioteca y puedo ayudaros a entrar en ella si queréis, pero me dedico a las leyes, y de juicios humanos y religiosos es de todo cuanto conozco. Pero...
   - Decidme -le invitó Vargas, con la intuición del médico que reconoce y distingue la preocupación que provoca un problema de salud.
   - Veréis, don Ramón, mi hijo no se encuentra bien. Tiene diez años, se llama Moshe, y... desde la pésaj no ha sido el mismo, tiene frío y fiebre, ha tenido sueños muy extraños, está hinchado... -Vargas registraba mentalmente los síntomas que Maimón padre iba citando. ¡El sabio que él conocería como Maimónides no era aún más que un niño!
   Fueron a ver al pequeño a su habitación: su madre no se alejaba de su lado. El pequeño sudaba a mares y se apretaba la barriga. Sus dedos presentaban algunas manchas sospechosas, muy poco extendidas, pero Vargas se puso alerta.
   - ¿Le duele el estómago?
   - Terriblemente -dijo la madre-, incluso si no come nada.
   - ¿Ha comido mucha cebada o avena?
   - Durante la pésaj están prohibidos los cereales -explicó el padre al gentil-, pero en cuanto terminó seguro que se fue con sus amigos a comer muffletas… Aún le trae su amigo Rahid, como son ligeras es de lo poco que se anima a comer.
   - Es el Mal del Fuego -diagnosticó el doctor, que lo conocía en el siglo XXI como ergotismo y prefirió no darles otros nombres medievales de la enfermedad como "fuego del infierno"-. Se ha intoxicado con un hongo en el grano que ha pasado a la masa, pero por suerte lo hemos cogido a tiempo. Avisen también a la familia de su amigo Rahid, porque puede que alguno esté igualmente contagiado.
   - ¡Dios mío!
   - Con dejar de consumirlo, remitirá. Hemos tenido suerte, si hubiera avanzado se podría haber gangrenado alguna extremidad -Vargas se rompió la cabeza tratando de pensar cómo conseguir una reperfusión tisular isotónica con tecnología del siglo XII para prevenir trombos en las próximas horas-. Les voy a dar una receta que deberían llevar al herbolario o farmacéutico para que les prepare a ustedes y a cualquier familiar de Rahid que tenga alguno de estos síntomas.
   - Y por eso la importancia de seguir los preceptos del kashrut -sentenció Maimón antes de entregarse a un profundo abrazo a Vargas, seguido por otro de su mujer, dando gracias a Yahvé por haber llevado a su puerta al licenciado que había salvado la vida de su queridísimo hijo.
   "Tiene narices", se dijo el doctor. "Incluso fuera del Ministerio sigo salvando la Historia".
   Pero la Historia les tenía reservado aún un golpe de lo más fiero...

11 abril 2020

MdT2: TIC-TAC 12 - Luján

TIC-TAC 12 (El monasterio del tiempo)
LUJÁN

   - ¿Seis por uno? Mira qué verdes, ¡pero mira qué verdes!
   Os preguntaréis cómo he llegado aquí. Me llamo Irene Larra. Por lo general dirijo la sección de recursos humanos del Ministerio del Tiempo en 2011. Hoy, en cambio, estoy vendiendo lechugas en el mercado de Abengibre, Albacete, en pleno 1723: una hace lo que le toca, y el resto de patrullas andaban de misiones. El bullicio a mi alrededor es tremendo: hombres, mujeres y niños van y vienen, tocan, sopesan, compran y venden. Hablan. Cantan. Gritan. Algunos trocan, no es del todo inusual aún en estos años. Tengo que estar atenta a mi puesto de verduras, no perder la cuenta de los octavos de real que me dan y doy, charlar con los lugareños y no hacer demasiadas preguntas para no llamar la atención como forastera, algo incómodo porque estoy buscando a alguien de quien apenas tengo una somera descripción. Si no hago algo, hoy va a morir, y la historia de España cambiará para siempre.
...
   Bajo la cuesta, en dirección al mercado, con mi mujer Rosario del brazo. Avisto la iglesia: han empezado las obras para ampliarla: San Miguel no se merece menos. Tal vez pueda pedirle trabajo al maestro: mi espalda no soportará mucho más tiempo de arriero, y sé trabajar la madera. 
   Jacinto mira hacia la iglesia. No creo que esté pensando en el día de nuestra boda, más bien en la última trifulca de moros y cristianos que se corrió con los amigos, persiguiéndose de aquí para allá. Lo aprieto contra mí un poco: no les gusta a los demás, pues que se chinchen, que mi marido es mío, en casa y en la calle. ¿Han empezado las obras? Pues a ver si lo cogen, que Jacinto vale para más que para cargar cosechas y toneles y llevar carros arriba y abajo.
...
   El padre Salustio no está contento con el presupuesto que le he dado, pero si quiere hacer todos los cambios que ha pedido, eso es lo mínimo que va a costarle. Y eso sin contar con el retablo, desde luego, eso aparte. Le digo a los hombres que comiencen a cavar para plantar los pilares, mientras terminan de levantar los últimos niveles de la estructura de madera que nos permitirá llegar con comodidad al tejado. La planta poligonal de la cabecera nos va a traer de cabeza, pero tengo una idea para arreglar los desperfectos superiores que podemos solventar en un par de días. Me harían falta más trabajadores.
...
   Jacinto se para frente a las obras, buscando con la mirada a Romualdo, el jefe de obras. Rosario, entretanto, sale a llenar el capazo, y se maldice por lo bajo por haber salido tan tarde de casa: seguro que ya se han llevado lo mejor. Romualdo llega hasta arriba y admira las vistas, sin atisbo de vértigo: cuanto más arriba, más libre se ha sentido siempre. Irene sonríe y vende lechugas mientras escanea y escanea todos los rostros en busca de una señal que le diga quién demonio es Luján y por qué demonios va a morirse y qué sucintas son las esquelas del XVIII que no te dicen la causa de la muerte de los difuntos: la historia invisible es la más difícil de proteger. De los personajes insignes todos se saben la vida y milagros, pero de la gente normal, sin renombre, nadie... No, mejor no seguir por ese camino, que ya sabes donde lleva pensar así, Irene.
   Romualdo da un par de pasos hacia el chico nuevo: tiene las espaldas de un toro, y ha subido tres carretillas de pedruscos sin problema, pero ahora tiene los nudillos blancos, las manos apretadas alrededor del único tranco que lo separa del vacío.
   Rosario se dirige hacia los puestos de hortalizas, y por un ligero desprecio de los locales hacia las libertades que demuestra con su marido en público, muchos se apartan de su camino. Ella levanta el mentón con orgullo.
   La vista de Irene se va instintivamente hacia ese vacío que se ha abierto. A esa mujer que alza la cabeza ante la reprobación de los que la rodean.
   Algo más atrás, Jacinto llama a Romualdo con un grito. En ese mismo momento, el maestro constructor le pone la mano en el hombro a su mozo, para tranquilizarlo. El contacto y el grito simultáneo, sin embargo, lo sobresaltan, y pega un brinco que hace oscilar el andamiaje de lado a lado.
   Irene casi no registra el grito, una voz más entre tantas, pero estaba mirando a Rosario, y tiene línea visual directa hacia la iglesia. Las obras. El andamio que comienza a oscilar.
   Suelto la lechuga en manos de la señora que viene hacia mí: imagino que puede ser Rosario. Aún no está embarazada, pero puede que lo consigan al año siguiente. Salgo corriendo por el pequeño pasillo que se abierto entre los desalmados que la miran con desprecio, y que ya empieza a cerrarse tras ella: pues por una vez ese desprecio quizás salve a alguien. Corro, corro. No grito, porque no sirve de nada con tanto bullicio alrededor. Corro, empujo y miro cómo el andamio oscila un poco más, acercándose a una piedra que lleva siglos en ese tejado, desgastada y, muy probablemente, suelta.
   Jacinto se acerca al andamio:
   - Cuidado, cuidado -dice intentando estabilizarla. Pero por fuerte que sea el arriero, desde abajo no puede hacer nada. Solo morir.
   Romualdo calma al mozo:
   - No pasa nada, hombre, que soy yo -se lo toma a risa-. Valiente gigante estás hecho, anda baja, antes de que nos tires a todos.
   El andamiaje oscila una vez más. Empuja la piedra. Irene salta. La piedra cae. Jacinto mira arriba. La piedra de 5 kgs, acelerada por la gravedad, recorre los 13 metros de altura en un suspiro y se revienta, con fuerza asesina, contra el suelo de la plaza. Irene y Jacinto han rodado por el suelo. Romualdo mira por fin hacia abajo y se da cuenta de lo que ha estado a punto de ocurrir. Rosario, que ha seguido con la mirada a la mujer de las lechugas que tanta prisa tenía, ahoga un grito y se apresura para volver con su esposo.
   - Estoy bien, estoy bien mujer. Esta... señora me ha apartado. Pero ya lo había visto venir.
   - Gracias, muchas gracias...
   Irene recibe los agradecimientos quitándoles importancia, e intenta desaparecer cuánto antes para cerrar el puesto del mercado. Tardará otras 3 horas y agotará las existencias, porque todo el mundo querrá comprar lechugas a la mujer que salvó a Jacinto Luján, el arriero. Salvador estará contento: ese dinero que ingresa el Ministerio. Romualdo ofrecerá un trabajo a Jacinto, pero para Rosario esta a ha sido la gota que ha colmado el vaso y será tajante:
   - Se acabó: nos vamos a Fuentealbilla.

    Me llamo Irene Larra. Os preguntaréis cómo he llegado aquí. Soy agente del Ministerio del Tiempo, una mujer con mil caras, todas iguales. Me ocupo junto al resto de funcionarios de que la Historia siga siendo como es. La de los nobles y los currantes, los actores, los curas y los deportistas: hoy he salvado a un antepasado de Andrés Iniesta Luján, para que él pueda llevar a España a ganar el mundial de fútbol de 2010, en Sudáfrica. Mañana quizás te salve a ti.
    

09 abril 2020

MdT2: TIC-TAC 11 - Cervantes

TIC-TAC 11 (Tiempo de hidalgos)
CERVANTES

   CAPÍTULO PRIMERO
   Que trata de cómo era y qué hacía el desconocido y temible temeroso hidalgo de la Mancha

   En un lugar de la Mancha llamado Villanueva del Infante, no ha mucho tiempo que vivía un fidalgo de los de lanza en astillero, adarga vieja, rocín flaco y galgo pulgoso. Le gustaba comer lo que no está escrito, y en ello invertía hasta un tercio de su patrimonio, aunque tampoco vestía mal. Tenía en su casa una ama sorda llamada (a gritos) Antonia y una sobrina joven, amén de un mozo de campo que hacía lo que buenamente podía y era menester. Frisaba nuestro hidalgo los cincuenta años, aunque nadie hubiera dicho que tenía más de cuarenta: era recio, seco y enjuto de rostro, y tenía una mano tonta que no paraba de molestarle cada vez que quería escribir a gusto. Su nombre real era un misterio para todos los que no le conocieron, que no vamos a destripar al lector aún.
 (NOTA: decidir de una vez como se llama de verdad el protagonista).
   Este tal hidalgo, como es común entre los suyos, no daba un palo al agua en la mayor parte del año, aunque gustaba de dos cosas: prima, asistir a las comedias que se celebraban en su pueblo y en las inmediaciones, que no había reunión popular que más gozara. Y todas las veía menos las de un tal Lopez de Ribera, que mucha prédica tenía entre las gentes sin seso, pero que a él asqueaba por moroso, afectado y engañador. Y, en sus fueros privados, leer libros de caballeros caballerías: leía tantos que dejó de cazar y aún de sembrar sus campos, y ya que no los sembraba, los vendía y así compraba más y más libros, hasta el punto que compraba más de lo que podía leer, y acumulaba sus adquisiciones compulsivas en un montón cada vez más alto de tomos y volúmenes sobre los que anhelaba posar sus ojos al acabar lo que por entonces leyera.
 (NOTA: Poner nombre al montón. La historia interminable. La torre. La columna. ¿La pila?
   De todos, ningunos le parecían tan buenos como los que compuso el famoso Luigi Pulci Esteban Corbera Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa le parecía de perlas. Seguro que él no tenía una ama sorda como una tapia que venía cuando la llamaba sin necesidad de desgañitarse. No estaba muy bien con las heridas que don Belianís daba y recebía, pues se imaginaba que, por grandes maestros que le hubiesen curado, los matasanos siempre cometían errores que le podían dejar a uno manco, o casi. Y se empeñaba él mismo en corregir a los admirados cronistas de sus caballeros, escribiendo variantes, versiones divergentes de los hechos que leía, en los que esplicaba lo que aquellos no esplicaban, esponía lo que aquellos no esponían, y esploraba lo que el buen juicio y la decencia no permitían esplorar. Y era tan fanático de esas ficciones que de su propio puño volcaba en  tinta y papel, que acababa creyendo que otros las había escrito, y cuando se le olvidaba el propio hidalgo se corregía aún a sí mismo, pensando que corregía a otro. Y discutía con el cura de su lugar si era más fuerte Amadís de Gaula o Sansón, y si el Cid Ruy Díaz hubiera sido digno de sacar Escalibur de la roca y levantarla.
   Tanto leía, tan poco dormía, que se le secó el selebro celebro de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros e incluso lo que él mismo escribía, y creyó que encantamientos capaces de hacer que un hombre viajara a otro tiempo cruzando la puerta del sueño eran posibles. Y creyó que todo era cierto, que no había historia más cierta en el mundo: que la vida de un hombre podía ser solo un sueño o terminar repentinamente a oscuras, sin más explicaciones; que había náufragos que arribaban a islas que eran en verdad el Más Allá; y que duendes y hadas podían jugar a enamorarse con nobles y artesanos en un bosque estival. 
(NOTA: Hablar con Antonia: sus últimas cenas me sientan mal y tengo sueños raros)
   Pero, sobre todos, estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y más cuando le veía salir de su castillo enmascarado, con un bigote falso en el antifaz y una mirada de loco dibujada, para robar todo el oro de las arcas de vecino soberbio sin matar a nadie. Diera él, por dar una mano de coces a Galalón cuando a traición hacía elegir entre plata o plomo, al ama que tenía y aun a su sobrina de añadidura.

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   El director de Darrow tiró el manuscrito sobre la mesa:
- ¿Y esto es el tan cacareado Quijote que tanto oro nos ha costado, Walcott? Pues menudo montón de mierda...

MdT2: TIC-TAC 10 - Antúnez (y II)

TIC-TAC 10 (El tiempo en sus manos)
ANTÚNEZ (y II)

   Antúnez se despertó de golpe y se puso en pie. Recordaba en qué tiempo estaba (el 68 aC) pero no dónde: forzarse a pensar en latín tampoco facilitaba los recuerdos. La luz de la media luna que entraba por la ventana y, cuando logró enfocar la vista, todo quedó claro: estaba en el Templo de Hércules, en el islote de Sancti Petri frente a la costa de Cádiz... Gades. Protegiendo a Julio César, por entonces questor romano, que estaba durmiendo en la cámara adyacente.
   La cámara adyacente estaba vacía.
   - Mierda, mierda, mierda -masculló en español el agente, poniéndose atropelladamente el peto y cogiendo la espada.
   Altamente alarmado, Antúnez, más o menos vestido del centurión Caius Bonus, salió al pasillo de la hospedería del templo, una balconada en el primer piso desde la que se veía todo el patio central, alumbrado con lámparas de aceite y antorchas. Miró a la izquierda buscando señales de Julio o de sus captores: si lo había despertado algún ruido que habían hecho, no podían andar muy lejos. Miró a la derecha.
   Y entonces vio al insigne Julio César, y comprendió qué era lo que realmente le había despertado: a diez metros de la habitación, César se había derrumbado de rodillas frente a un busto de mármol sobre un pedestal de madera tallada, y lloraba desconsolado. A Antúnez le sobrecogió ver llorar a alguien tan sólido como Julio César. Incómodo y sin saber exactamente cómo actuar, pero contento de que su protegido no corriera peligro (menudo cabreo iba a pillar Salvador si no), decidió al fin acercarse sin prisa.
   - ¿Necesitáis ayuda, magistrado? -optó por decir cuando el otro se hubo percatado de su presencia.
   César aceptó la mano de su guardaespaldas, se puso en pie y trató de recomponerse. No se enfadó por haber sido visto en una circunstancia tan vulnerable, pero parecía molesto consigo mismo por haber bajado la guardia.
   - Es... Alejandro de Macedonia. El más grande.
   - Es un hermoso busto.
   - De los mejores, era lo que más ganas tenía de ver de este lugar. Tengo la misma edad que tenía él cuando había conquistado el mundo entero. Y yo ¿qué he conseguido? ¿Cobrar impuestos en la Hispania Ulterior? ¿Enfadar a los seguidores de Silas?
   - Os queda una larga vida por delante, señor -dijo Antúnez eligiendo muy bien las palabras para apoyar a su protegido evitando desvelar demasiada información de su futuro-: Alejandro nació hijo de Filipo, comenzó con ventaja. Todo lo que habéis hecho hasta ahora os ha presentado ante Roma y ante vuestros conciudadanos para que sepan quién y cómo sois, lo que defendéis y cómo lo expresais. Os ha situado. ¿Que se os acaba la juventud, que ya no podéis luchar frente a frente contra el enemigo? Bien, adios a vuestra carrera de gladiador -eso consiguió arrancar una sonrisa a César-. Los generales no lo necesitan, y cuantos más años cumplen, más perfecta es su estrategia: aún podéis lograr mucho.
   Julio le puso la mano en el hombro:
   - Mientras me quede algo por hacer -contestó mucho más calmado, recuperando su orgullo habitual-, no habré hecho nada.
   Dos hombres doblaron entonces la esquina sur, detrás de Julio César. Primero les miraron sorprendidos, no esperaban encontrar a nadie allí a aquellas horas de la madrugada, y luego fueron amaneciendo en su rostro señales de reconocimiento.
   - Corred -dijo Antúnez en voz baja.
   - ¿Por qué? -respondió Julio César.
   - Porque van armados y esos hombres no tienen bíceps como para rezarle a Hércules - mientras Julio emprendía la huida ("la retirada") hacia sus aposentos, Antúnez se encaró a aquellos dos mangantes que alguien había contratado para atentar contra César. Sabía que, más allá de sus virtudes físicas, el semidios era adorado por navegantes y admiradores de su papel como fundador de ciudades, pero ninguno de ellos debería estar en el templo en aquel momento, y mucho menos rondando por los pasillos.
   Los dos hombres ya corrían hacia él: uno levantando en alto un puñal corto y sucio, y el otro una clava de madera, un garrote más ancho en el extremo que en la empuñadura, que era el arma favorita de Hércules y que seguramente había robado en el templo. Antúnez plantó los pies, afirmando su posición, y apretó la empuñadura del gladius encarándose a los dos.
   El del cuchillo iba más adelantado: perfecto. Cargó contra Antúnez tratando de apuñalarle en la cabeza, cosa que el otro ya había previsto (la coraza no era un blanco apetecible) e incluso había facilitado con la postura de su arma. Antúnez se agachó en el último momento, extendiendo la pierna izquierda tras de sí y doblando la rodilla derecha, de manera que el rufián solo apuñaló el aire. Antúnez lo empujó entonces aprovechando su impulso, lanzándolo por encima suyo: el tipo cayó sobre su espalda al otro lado.
   El otro asesino venía casi detrás: a Antúnez no le daba tiempo de levantarse, ni siquiera de elevar la espada, pero para poder usar la clava, el rufián la había tenido que levantar sobre su cabeza. El guardaespaldas de Julio hizo girar la pierna que había extendido tras de sí y derribó al segundo gañán, que se estrelló contra el pasamanos que daba al patio de abajo. No se rompió, como Antúnez había esperado que hiciera, pero le dio unos segundos mientras el primero se levantaba, y el de la clava volvía a arremeter contra él. Solo tenía una oportunidad: con o sin armadura, como le rodearan lo iba a pasar muy mal. Antúnez se levantó al momento con el puño en alto y le partió la mandíbula al rufián del garrote, que soltó el arma y rugió de dolor mientras escupía sangre y dientes rotos.
   "¡Toma Shoryuken!", pensó.
   Antúnez se giró: el del cuchillo ya se había puesto en pie, y cambiaba el arma de mano, para intentar pillar desprevenido al centurión. Amagó una cuchillada, retrocedió un paso y lanzó finalmente un tajo lateral. Antúnez interpuso el gladius entre la daga y su brazo izquierdo, y para sorpresa del rufián, la hoja del cuchillo se rompió.
   "Cómo me gustan las espadas ibéricas", se dijo Antúnez mientras remataba al rufián con una bofetada a mano abierta, al más puro estilo Bud Spencer. "Sobre todo cuando las han forjado con acero toledano en el siglo XVI".
   Con los bandidos reducidos, no tardaron en llegar sacerdotes de varias partes del templo: en presencia de los forzudos clérigos, liderados por el barbudo Máxor, el par de asesinos se vino abajo definitivamente. Julio César no había llegado a entrar en su dormitorio, y había contemplado la pelea desde la puerta:
   - Llegaron, los visteis y vencisteis -le dijo a su guardaespaldas. Antúnez estuvo riendo casi diez minutos, aunque nadie comprendía por qué aquella frase le había hecho tanta gracia.

08 abril 2020

MdT2: TIC-TAC 10 - Antúnez (I)

TIC-TAC 10 (El tiempo en sus manos)
ANTÚNEZ (I)

   En el año 685 ab Urbe condita (que vendría a ser el 68 antes de nuestra era), el centurión Caius Bonus era conocido como el más fiel defensor de los delegados romanos de toda Gades: si un magistrado necesitaba protección especial, porque estuviera desarrollando políticas impopulares entre los súbditos de la Hispania Ulterior o porque sus adversarios pretendieran hacerle la vida difícil, Bonus sabía como defender los intereses de la República. En el 2016, sin embargo, a aquel centurión se le conocía sencillamente como Antúnez, el paleta que te levantaba una pared en una hora, aficionado al kickboxing y a las cervezas con los amigos. En realidad, Antúnez era agente de campo del Ministerio del Tiempo, y su especialidad era la seguridad y dar hostias como panes con la mano abierta: como su ídolo, Bud Spencer.
   - Me tienen harto -le dijo su protegido, situado en la proa de la pequeña embarcación.
   - ¿Quiénes? -respondió Bonus.
   - En general, todos. En particular, los que no quieren pagar: que vienen a ser todos. Ni en mis años de abogado en el foro tuve que escuchar tantas excusas para evitar lo inevitable y eludir el bien común. ¿No comprenden que los tributos son necesarios para llevar a Gades a una nueva era de esplendor, para financiar las campañas de la Lusitania? Se les da mucho más de lo que reciben.
   - No tienen vuestra visión, Julio.
   El agente Antúnez estaba destinado a la protección nada menos que de un Julio César de apenas 31 años, que llevaba medio en Gades como recaudador de impuestos. Su vida corría peligro, según había descubierto la red de espías del Ministerio, y Antúnez había pasado un año entero en Gades consolidando su identidad como centurión. Temiendo que fueran a aprovechar el bullicio de la ciudad para atentar contra César, había sido idea suya proponerle la varias veces postergada visita al famoso Templo de Hercules de la isla de Sancti Petri, que ya se divisaba muy cercano.
   - Los tirios lo llamaban Melkart, como los helenos lo apodaban Herakles, pero es nuestro Hércules. Ni os imagináis el tiempo que lleva aquí el templo, y las maravillas que, dicen, esconde.

   Cuando la barca llegó hasta la pedregosa costa del islote, Antúnez pidió al barquero que fuera al templo a avisar: cuando se hubieron quedado solos, habló finalmente con franqueza al futuro emperador romano:
   - Ya sabéis que me preocupa vuestra seguridad.
   - Y a mí, por eso os elegí, Caius. Y porque compartimos nombre, ahí puede haber algo de fortuna.
   - Pero me gustaría que me dijerais exactamente quién puede querer atentar contra vos, si es posible.
   Julio reflexionó. Tenía una idea bastante concisa de quién lo amenazaba, pero nunca había su estilo compartir información privilegiada. Esta vez, sin embargo, se fiaba de Caius Bonus, y solo podía redundar en su beneficio.
   - Partidarios de Sila -dijo quedamente.
   - ¿Del dictador? -se extrañó el centurión-. Pero si murió hace una década...
   - Él sí, pero no sus leyes. Muchas de ellas, absurdas. Cuando murió mi esposa Cornelia el año pasado, y al poco mi tía Julia, yo organicé sus funerales y exhibí imágenes de sus familiares queridos que habían sido declarados proscritos por Sila. Y a los optimates no les pareció nada bien...
   Así que era eso: ahora entendía Antúnez algunos de los intercambios que habían detectado los espías del Ministerio. Los optimates venían a ser la aristrocracia romana más estancada: pretendían que no pudieran ser ciudadanos romanos más que los italianos, entre otras lindezas. Frente a ellos, incluso familias de alcurnia como la de Julio César parecían realmente "populares", como los llamaban. Y se caían peor que un Zorongo y un Taranto.
   Callaron, porque volvió el barquero con lo que parecía un discípulo de Arnold Schwarzenegger, un tío cuadrado que lucía el torso aceitado. Claro: el templo de Hércules no iba a tener curitas de sotana.
   - Soy Maxor, clérigo de Hércules. Os doy la bienvenida, questor Julio Cesar, y será un placer haceros de guía.
   - Se nos ha hecho un poco tarde -intervino Caius Bonus-, lamentamos el inconveniente.
   - Ninguno, podéis dormir en el templo y volver a Gades mañana.
   Esa era la idea de Antúnez: despistar un poco a los perseguidores de César rompiendo sus costumbres habituales, a ver si así los desanimaba y pasaba el peligro.
   El barquero se llevó la pequeña embarcación con instrucciones de volver a la mañana siguiente. Maxor los guió hasta la entrada, una puerta flanqueada por dos enormes columnas que recordaban las que empujó el semidios para separar Europa y África, y que estuvieron admirando durante un rato, ya que el frontispicio presentaba relieves sobre los doce trabajos: el león, el jabalí, la cierva, la hidra, los pájaros... El sol comenzaba a acercarse al horizonte cuando entraron por fin en el templo. 

   Una docena de sacerdotes tan musculosos como el que les acompañaba se ejercitaban en el patio central, levantando pesos, practicando lucha o dando puñetazos a enormes sacos de trigo. A su alrededor se articulaban una serie de edificaciones que componían una estructura más compleja de lo que parecía desde fuera. Julio César desviaba a ratos la mirada a diestro y siniestro, como buscando algo:
   - El altar se encuentra allí -dijo Maxor señalando hacia un templete protegido por dos clérigos aún más impresionantes que el resto, la puerta estaba entreabierta y del interior salía la luz titilante del fuego reflejado en el bronce. Y notando la distracción del questor, añadió-. No hayaréis imágenes de Hércules aquí dentro.
   - No es la suya la que busco.
   - Puedo mostraros los dos pozos que tenemos, estoy seguro de que su peculiar relación con las mareas os sorprenderá.
   Julio aceptó aquella sugerencia de Maxor y todas las siguientes, visitando cada una de las peculiares de tan majestuoso lugar. No le extrañaba a Antúnez que César tuviera tanto interés por las cuestiones religiosas, sabía que dentro de pocos años Julio iba a ser pontífice máximo en Roma. Si conseguía salvarle la vida...
   Acabó de caer el sol, y Maxor les acompañó hasta su habitación, una estancia doble bien preparada para invitados ilustres y sus acompañantes. Al mismo tiempo, dos esforzados sacerdotes cerraron las puertas del templo, que no volverían a abrirse hasta el amanecer. Y, por primera vez, Antúnez se preguntó si había sido buena idea aislarse en este lugar...

07 abril 2020

MdT2: TIC-TAC 9 - R.M.

TIC-TAC 9 (Tiempo de leyenda)
R.M. 

   El ascenso hasta la cima de la loma fue más complicado de lo que su altura sugería: el calor y la humedad eran opresivos, y la altitud general de toda aquella geografía tampoco era benigna para gentes acostumbradas a terrenos más costeros. Desde arriba, R.M. y los guías y porteadores vieron la foresta que les esperaba colina abajo, y entendieron que lo realmente difícil podía empezar ahora.
   El grupo atravesó el bosque tropical como si conocieran un camino secreto: los guías eran capaces de mantener el rumbo incluso cuando todo lo que tenían sobre sus cabezas eran ramas, lianas y un verdor exuberante. Uno de ellos se asustó terriblemente al dar con un viejo ídolo de piedra de facciones monstruosas, salió corriendo y nunca más volvieron a verle: R.M. sabía que aquello era señal de que entraban en territorio verdaderamente peligroso, y que iban por el buen camino.
   Llegaron a un remanso de aguas sucias, no el primero que habían encontrado entre los árboles, pero sí el más ancho. En el suelo, un cuerpo tendido bocabajo con una única y delgada púa sobresaliendo entre los omoplatos:
   - Es veneno -dijo el guía principal al sacársela y olerla.
   - ¡Meca! -exclamó R.M. al darle la vuelta al cadáver-. Forrellers.
   - ¿Le conocéis?
   - Sí: Arnau Forrellers, era mi antecesor en esta misión. O mi competidor. Perseguíamos lo mismo, pero él sacó la pajita más corta y se presentó voluntario.
   - ¿Era bueno?
   - Muy, muy bueno. 
   - Los porteadores y el resto de guías no quieren seguir avanzando, R.M. Dicen que estamos ya demasiado lejos de Tecamachalco, que esta tierra tiene demasiados ojos encima, que es peligroso seguir adelante.
   - Les pagamos por el peligro.
   - No por esa clase de peligro.
   R.M. suspiró. Se quitó el sombrero mientras echaba un vistazo a aquella panda de cobardes y se secaba el sudor. Con la mula tampoco iban a poder avanzar mucho más, ciertamente. Tal vez era mejor dejarlos donde estaban y usar esta zona de campamento base.
   - ¿Y tú, Alfredo?
   - Yo seguiré con usted, señor.
   - Eres valiente.
   - No crea, señor. Si nos atrapan, es más probable que yo hable su lengua, y siempre les puedo decir que es usted mi prisionero.
   - Encantador.
   R.M. y Alfredo cruzaron el remanso y no tardaron en encontrar las ruinas de una vieja edificación ruinosa compuesta por grandes piedras cuadradas, concretamente el nivel inferior que aprovechaba parte de un complejo de cuevas natural a la manera de sótano. R.M. ya había leído lo que le esperaba dentro, y esquivó diestramente todas las posibles defensas que podía esconder el templo maya, pues eso era, con el guía pegado como una lapa y asombrado de la perspicacia del explorador. Lo que antaño debió ser un complejo de cuevas laberínticas y oscuras, hoy quedaba menos espectacular ya que el techo se había derrumbado hace tiempo en muchas partes, y de resultas no hacía falta usar antorcha casi en ningún momento.
   - ¡Mire señor! -exclamó entonces Alfredo. Señalaba unos escalones que había más adelante, al fin de los cuales, sobre un plinto de piedra cubierta de moho, refulgía un ídolo de oro macizo.
   - Sí, sí. Eso debería estar en un museo -dijo R.M. pasando de largo.
   - Pero... pero...
   - Lo que yo busco -y se le iluminaron los ojos al ver una cruz pintada en el fondo de la siguiente estancia- es algo que debería estar en una biblioteca. Además, ahí hay más trampas que jugando al mus en Pajares. 
   R.M. entró en la estancia con precaución: los restos de la esquina le dejaron claro que ahí había vivido un misionero cristiano. Una estera de paja y un arcón bajo de madera cubierto con los restos de un hábito. La humedad del lugar era terrible, pero si había suerte, el arcón podía haber preservado...
   - ¿Esto que es? -preguntó Alfredo, extrañado y pensando aún en el ídolo de oro de la cámara adyacente.
   - Aquí, mi buen amigo -explicó R.M. mientras empezaba a manipular con una palanca la tapa del arcón-, se ocultó durante algunas semanas fray Toribio de Benavente, aunque por entonces se hacía llamar José Gregorio de Dios.
   - ¿Fray Toribio? No me suena.
   - Tú quizás lo conociste como Motolinia.
   - Ah, sí, Motolinia "el pobre". Me acuerdo de que mi abuelo me hablaba de él. Que vino hace 100 años y decía que los nativos no tenían que pagar impuestos.
   - Por eso se ocultaba: de Nuño de Guzmán y la Real Audiencia, que lo querían "corregir". Pero si tenemos suerte -la tapa crujió bajo los efectos de la palanca, y saltó hacia atrás. Dentro, envuelto en una tela impermeable, había un fardo de papeles escritos con letra diminuta y apretada, cuya integridad R.M. tanteó antes de desplegarlo entre sus manos.
   - ¡Ye muy prestoso! -exclamó emocionado.
   - ¿Tiene valor? -preguntó Alfredo, y aunque parecía sincero, la amenaza de una traición flotaba en el aire.
   - Aquí, ninguno. Dentro de dos siglos y medio, será un tesoro.
   "Doctrina christiana", rezaba la primera página, y añadía: "Mexicano idiomate". Aquellas pocas páginas eran un rarísimo catecismo que Motolinía había escrito para los indígenas y que nunca se había llegado a encontrar. ¡Oh, oh! Y le seguía el manuscrito del Calendario Mexicano, otro de los textos perdidos del misionero. Estaba seguro de que el fraile había venido aquí hacía seis décadas perseguido por los españoles, y se había granjeado a la amistad de las tribus locales: a fin de cuentas era un hombre santo que defendía sus derechos. Normal que le dejaran hospedarse en el templo.
   Alfredo estaba entristecido, pero R.M. sabía cómo alegrarle:
   - Nos vamos, ya tengo todo lo que necesitaba. Y tú.
   - ¿Yo, qué tengo yo, señor?
   - Tienes el sueldo que te has ganado, y la localización de un tesoro. Estoy seguro de que si haces circular el rumor de que sabes dónde hay un viejo ídolo de oro perdido entre la jungla, antes o después embaucarás... perdón, embarcarás a algún babayú.
   - ¿Babayú?
   - Memo. Algún memo.

   Dos días después, el 6 de noviembre de 1612, R.M. volvió a Tecamachalco, donde desapareció sin que ningún lugareño  volviera a verle. Él estaba demasiado ocupado en 1898, en la Real Biblioteca de Madrid, dando los últimos retoques a su Catálogo de Crónicas Generales de España con la información conseguida. Ya le hubiera gustado entregarles también la Doctrina y el Calendario, pero eso, como el cadáver de Forrellers, estaba en otras manos.
   - ¿Cómo se encuentra el subsecretario? -preguntó a Román, el jefe de intendencia, mientras paseaban por el claustro del Ministerio. La luz del despacho estaba apagada.
   - No muy bien, Menéndez, si le soy sincero. Hemos recibido ayuda del subsecretario Salvador Martí, en 2004, que va a ayudar a diagnosticar al menos lo que le ocurre, y ponerle nombre y apellidos. Pero no tengo esperanzas.
   - ¡Qué lástima! Si ha sido el mejor...
   - Y aún lo es. La cabeza sigue funcionándole perfectamente, y cuando el dolor y la parálisis se lo permiten, continúa siendo nuestro mejor activo. Él mismo ha insistido en que ingrese usted en la Real Biblioteca de manera permanente: impulsaremos el desarrollo del Catálogo de Manuscritos, lo que le permitiría viajar más de manera solapada.
   - ¿Qué ingrese? ¿En plantilla?    - Eso limitaría sus movimientos: hemos creado el cargo de "auxiliar temporero".
   - ¿Temporero o temporal?
   - Jeje, usted siempre tan agudo. Las obras que nos trajo se han incorporado al Archivo del Ministerio, y contamos con que eche usted una mano en las labores de análisis siempre que lo desee y la cátedra se lo permita.
   - Aún no soy catedrático.
   - Su nombramiento es inminente: déjeme ser el primero en felicitarle, don Ramón Menéndez Pidal. Con 30 años y todo un catedrático. ¡Qué suerte tiene este Ministerio!
   - Pero, por favor, no me envíen más al México colonial, que lo paso muy mal. A mí humedad y lluvia, toda la que quiera, pero ¡ese calor!


06 abril 2020

MdT: TIC-TAC 8 - Maite

TIC-TAC 8 (La leyenda del tiempo)
MAITE 

   Sonó la campana y todos se levantaron como un resorte, mientras la maestra les intentaba recordar el día de entrega del proyecto. Los chavales hoy habían estado algo revoltosos, casi como aquellos días que amenazaba tormenta pero no descargaba, cuando todos se alteraban de forma casi animal. Solo que hoy hacía un día radiante: ideal para salir a correr.
   Tenía hora y media libre hasta la siguiente clase. Tal y como había arrancado la mañana, con la pelea idiota con Julián, había abandonado la idea de hacer ejercicio: no estaba el horno para bollos. Pero luego él le había llamado, se había disculpado y... Bueno, tonterías: el día estaba estupendo. Fue a los vestuarios del gimnasio, se puso el chándal rosa, y pasó por secretaría para despedirse de Leonor y asegurarle que en una hora estaría de vuelta. Salió por la puerta, se puso los auriculares, encendió el ipod y... ¡a correr!
   El ejercicio la ayudaba a despejarse, correr le permitía dejar atrás las preocupaciones laborales, los líos en casa... Y la música de Pink Floyd a toda pastilla le permitía aislarse un poco más. Estaba el asfalto, su respiración, la voz de David Gilmour, el bajo de Roger Waters: nada más. "So you think you can tell heaven from hell...".
   Bajó por la calle, dobló la esquina y se encontró con el semáforo en rojo: se detuvo, pero no del todo, corriendo en el mismo sitio para no perder el paso. "How I wish, how I wish you were here. We're just two lost souls...". El semáforo se puso verde, y Maite cruzó el paso cebra corriendo. Un niño perseguía una pelota que había saltado de un parque. Un coche corría como un loco. Chocó contra otro. Un tercero atravesó entonces el cruce, directo hacia ella. Maite se quedó paralizada por el exceso de inputs: el clímax de la música, un niño en peligro, un coche en peligro, ella misma en peligro. Creía haber visto a Julián en alguna parte de todo aquel embrollo sensorial que su cerebro no alcanzaba a descifrar.
   El tiempo parecía ir despacio, pero eso no ayudaba a procesarlo. Era como si el aire fuese mermelada. Gelatina. Hielo. Todo se detuvo.
   La música dejó de sonar. Los coches se habían parado, uno de ellos a escasos centímetros de ella. El conductor estaba paralizado con una mueca en el paroxismo del horror. Sí, sin duda Julián estaba en otro coche más atrás, con una copiloto de pelo corto que no conocía. Los pájaros sobre ellos se habían congelado en pleno vuelo. El aire mismo era denso, denso. Maite se quitó los auriculares, lentamente. Aunque le costaba, parecía la única capaz de seguir moviéndose.
   - Pero ¿qué demonios...?
   Un chirrido extraño, parpadeante e intrusivo, comenzó a sonar entonces. Y siguiendo el mismo ritmo, una imagen comenzó a dibujarse delante de Maite, cada vez más y más sólida: una especie de armario azul, de planta cuadrada, con un letrero en la parte superior que ponía POLICE BOX. La puerta se abrió y salió un hombre alto y delgado vestido con un traje de un azul un poco más claro.
   - Ya sé que debería haberte llevado a la revisión -dijo a nadie en particular-, pero estos últimos años he estado un poco ocupado. No esperaba que fueras a tropezar con cualquier bache del camino.
   - ¿Hola? -preguntó, más que saludó, Maite.
   El hombre se giró hacia ella con curiosidad.
   - Hola. ¿Puedes hablar? Qué tontería, claro que puedes hablar. Soy el Doctor.
   - ¿Qué...? -a Maite le costaba cada vez más articular palabra.
   - Ah -dijo el otro mientras buscaba algo en el bolsillo interior de su chaqueta-. Sí, es un efecto secundario típico: hay una oclusión temporal, ¿sabes? Es lo que nos ha arrastrado aquí, hemos tropezado.
   El Doctor sacó del bolsillo una varilla plateada con una luz azul en la punta, apretó un botón en la base y lo dirigió sucesivamente hacia el armario azul y hacia Maite. En pocos momentos la música de los auriculares se reanudó, sintió que aire recuperaba su consistencia habitual y que podía volver a moverse con normalidad: todo lo demás seguía parado.
   - ¿Habéis tropezado? ¿Qué ha pasado? ¿Eres Doctor?
   - Sí, ahora te cuento, y oh, sí -el hombre volvió agitar la varilla, que emitía un ruido agudo, y miró entonces su superficie, aunque no parecía tener ninguna clase de display.
   - Están todos parados. Y ese es Julián -Maite dio un par de pasos hacia el coche donde había visto a su marido, pero el Doctor la detuvo, alarmado.
   - Espera, ¡espera! ¡No te muevas!
   - Pero ya puedo...
   - No, sí, ya sé que puedes. No te gires. He extendido el campo de la TARDIS para que puedas moverte, pero no deberías hacerlo. En serio, no te gires. Esta región del espacio se ha visto afectada por una oclusión temporal.
   - ¿Una qué? -preguntó Maite, luchando contra las ganas terribles que le había dado "el Doctor" de girarse, aunque antes de que él lo dijera no tenía ninguna intención de hacerlo.
   - Sobre todo, no te gires aún. Y no andes. Quédate ahí de momento. Y escúchame: una oclusión temporal. Algo, o alguien, ha provocado un conflicto temporal: puede ser una paradoja, pero aún no lo ha sido. Lo que está muy bien, porque una paradoja con la cantidad de energía cronal que estoy leyendo en el ambiente hubiera dejado un agujero en el espacio-tiempo. No muy grande, uno del tamaño de... la provincia de Cuenca. Pero molesta tener eso en medio del mapa y el calendario.
   - Una oclusión.
   - Sí, hay una oclusión -siguió diciendo tras explorarla un poco más con la punta luminosa de su varilla-. Y, siento decirlo, creo eres el motivo de la oclusión. El epicentro. Por eso podías moverte un poquito, y por eso la TARDIS ha aterrizado cerca tuyo. El ojo del huracán. ¿Por qué has provocado una oclusión?
   - ¡Y yo que sé! -le gritó Maite.
   - Vale, vale. Vamos a averiguarlo, ¿te parece? Te voy a pedir que vengas conmigo a la TARDIS, pero tienes que caminar recta hacia la puerta, de acuerdo. No te desvíes, no te tuerzas, y sobre todo no te gires. Lo sé, es culpa mía que tengas tantas ganas de girarte.
   - ¡Sí!
   - ...pero no puedes. Hazme caso. Aún no puedes. Y no cierres al pasar.
   El hombre se giró hacia el armario, abrió de par en par la puerta. El interior que vio Maite era mucho más grande de lo que prometían las dimensiones exteriores, estaba bañado en una luz anaranjada y tenía una gran columna central alrededor de la cual había un cuadro de control hexagonal y estrafalario. Maite entró maravillada, con la boca abierta ante los grandes arcos en los que se curvaban las paredes hasta un techo casi orgánico, mientras el Doctor empezaba a teclear en una máquina de escribir, giraba una manivela y tocaba una bocina, todo lo cual parecía de un modo u otro conectado a la consola de mandos. El hombre movió una especie de enorme lupa que colgaba de un soporte extensible y la miró a través de ella con detenimiento. Luego pulsó en una pantalla táctil, lo único lógico dentro de aquel sinsentido de aparatos.
   - Oh -fue todo lo que dijo el Doctor. ¿Doctor qué?
   - ¿Oh?
   - ¿Cómo te llamas?
   - Maite.
   - Maite -repitió el otro, y la expresión se le ensombreció-. Lo siento, Maite. Lo siento mucho.
   - ¿Qué está pasando? ¿Por qué no me puedo dar la vuelta?
   - ¡No te des la vuelta! -insistió el Doctor, extendiendo ambas manos como si así pudiera retenerla.
   - Vale, ¡vale!
   - Vale. Ya sé la causa de la oclusión.
   - La que ha hecho que el tiempo se pare.
   - Sí.
   - Y soy yo. Porque yo no me he quedado paralizada.
   - Por supuesto. Sí, eres tú. Estás a punto de provocar una paradoja.
   - ¿Qué paradoja?
   - Te has... Deberías... Vale: según el análisis de la TARDIS, ese Julián que dices tiene un diferencial de energía temporal apabullante, lo que quiere decir que ha cruzado su propia línea temporal... bueno, al menos tantas veces como yo. Y eso no es sano. Si no eres yo.
   - ¿Viajas en el tiempo? -preguntó Maite.
   - Y Julián. Pero no encuentro rastros de energía artrón, así que debe utilizar un método del que no he oído hablar nunca. Lo que es fantástico, sencillamente fantástico.
   - Que Julián viaja en el tiempo. ¡Sí, claro!
   - Quizás has notado que un coche estaba a punto de embestirte.
   - Sí. Pero...
   - Pero todo se ha parado, sí. La oclusión que precede a la paradoja.
   - Julián no puede viajar en el tiempo: es enfermero.
   - Y yo Doctor. El tiempo no es una estricta sucesión de causa y efecto -explicó como quien repite una clase que ya dio hace poco-, pero si rompes la causa necesaria de un efecto que ya se ha producido, pueden empezar a pasar cosas malas.
   - Julián... -recordó Maite-. Me dijo que no le dijera ni a él mismo que había venido a verme... Me llamó antes y estaba muy distinto de cuando se fue.
   - Creo que ese Julián sabía que iba a pasar esto y ha venido a impedirlo. Y lo ha provocado.
   - ¿Julián sabía...?
   - Viene del futuro. Pero es lo que tenía que pasar, porque si no pasa no viajará para impedirlo, no provocará el accidente...
   - ...y yo no moriré. ¿Es eso? Es eso, ¿no?
   - Lo siento mucho.
   - No puedo hacerle eso a Julián. O sea, vale, me voy a morir, es una putada. Es una putada muy gorda. No quiero morirme. Pero que él piense que es culpa suya, ¡se va a volver loco!
   - Si te recuerda viva y muerta a la vez sí que se va a volver loco -y anticipándose a algo que Maite estaba pensando, le advirtió-. No lo digas.
   - Dices que viajas en el tiempo.
   - No.
   - Sí.
   - Sí, pero no voy a hacer lo que quieres.
   - ¿Puedes? ¿Puedes llevarme a...?
   - No. Ya no voy a llevar a nadie. Nunca más. Eso se ha acabado -Maite notó amargura y cierto resquemor en sus palabras, que hasta ahora habían parecido llenas de empatía-. Y aunque quisiera, no puedo. Has parado el tiempo: no puedo viajar en el tiempo si no hay tiempo. Nos queda el que hay dentro de la TARDIS, pero no puedo ir a ninguna parte más hasta que esta oclusión termine.
   - No quiero hacerle esto a Julián -protesó Maite-. ¿Y si salto a un lado?
   - Lo que se haga, se lo habrá hecho él. Esa persona que va con él... quizá le ayude a superarlo. Si le ha acompañado en esta locura... a veces, van contigo no porque estén tan locos como tú, sino porque quieres cuidarte.
   - ¿Quién es?
   - No lo sé, pero tiene un diferencial temporal importante, también debe viajar en el tiempo.
   - Voy a morir -aceptó con resignación Maite-. Pobre Julián.
   Sonó una campana ominosa y reverberante, como si tocara a muerto.
   - Ahora sí -dijo el Doctor-: tienes que mirar atrás. Por última vez. Por Julián. Es mejor que sufra a que le caiga encima la paradoja.
   - Es -dijo Maite, englobando todo lo que la rodeaba con las manos-... es más grande por dentro.
   - Como la vida -respondió el Doctor, con tristeza infinita.
   Maite ahogó las últimas lágrimas, se puso los auriculares y se dio la vuelta. Tras ella había una estela de Maites repetidas por donde había pasado, que empezaban en su imagen frente al coche a punto de atropellarla. Abrió la boca con asombro y se sintió repentinamente arrastrada, como si hubiera cedido a una goma que tiraba de su espalda. Mientras iba pasando y eliminando todas las imágenes de las Maites sucesivas, fue recordando todos los momentos importantes de su vida. Viajes, discusiones, canciones, películas, cumpleaños, abrazos, besos, su boda, su comunión, su bautizo, su mismísimo nacimiento...
   Se cerró la puerta de la TARDIS. El impulso que la arrastraba terminó cuando ocupó el espacio exacto de la primera imagen residual. El tiempo recuperó su marcha. El coche embistió a Maite. Julián y Amelia salieron horrorizados del otro coche, el que había provocado el accidente. La cabina telefónica ya había desaparecido.
   Maite murió al instante, habiendo revivido cada uno de los segundos que había pasado junto a Julián. Ninguno de esos recuerdos se perdió, como lágrimas en la lluvia.