31 mayo 2016

MdT: Un Acto de Venganza (VI)



 

OPERACIÓN "LUNA DE SANGRE" - SEGUNDA PARTE




 
   (Estuario del Támesis, galeón español capturado.
   2 de Marzo de 1589, 23:59)

   La escasa claridad de la noche se había convertido en negrura sangrienta a causa del eclipse de luna. En la proa del galeón de Gil Pérez casi todos los invasores ingleses habían caído sin sentido, excepto dos. Sorprendidos por la repentina extinción de los candiles, desenvainaron entre maldiciones y se pusieron ciegamente en guardia. Pero ya era tarde: los jóvenes Alonso de Entrerríos y Antonio narcotizaron a los incautos por la espalda, con perfecta sincronización.
   - Demasiado fácil -susurró Antonio, divertido-. Después de tantas semanas encerrado, esperaba algo mejor.
   - No todo va a ser como en los libros de caballerías -sonrió el hijo de Alonso-. Por mucho que eso os guste a los hidalgos.
   - Quién viviera aquellos tiempos -fue la nostálgica respuesta del joven noble-. Pero en el Tercio ya tendré ocasión...
   - La tendremos -le corrigió el hijo de Alonso-. Los tres: Pere vos y yo.
   Los jóvenes comprobaron que el terreno estuviera despejado y se encaminaron al palo mayor. Había llegado el momento: uno de ellos comenzó a arriar el pabellón inglés, mientras el otro preparaba la remendada bandera con la Cruz de Borgoña y el escudo de Felipe II de España.
   - Con sigilo -susurró el joven Alonso, frenando la cuerda para evitar ruidos delatores-. Ya tendremos batallas en...
   Una repentina luz le interrumpió, seguida por una voz de alerta en inglés. Alonso se volvió, alarmado: la puerta de un camarote estaba abierta, dando paso a cuatro guardias de Drake. Dos de ellos portaban lámparas de aceite.
   - Lo sabía -gruñó el hidalgo Antonio, desenvainando su arma-. Era demasiado fácil.
  
   * * * * * * * * * *
  
   El resto de la tripulación de Gil Pérez, sigilosamente, estaba llevando a cabo su propia "encamisada" abajo, en el sollado: los ingleses que no estuvieran de servicio serían presas fáciles durante el sueño. El capitán Ordóñez hizo una señal a dos de los españoles más veteranos; éstos noquearon al primer par de durmientes en absoluto silencio. Los novatos se encargaron de maniatar a los ingleses caídos, mientras los "soldados viejos" dejaban inconscientes a un par de enemigos más. El grupo se adentró gradualmente en el sollado, en busca de nuevas víctimas...
   - Esto no es muy honroso -masculló un joven soldado de acento gallego.
   - Somos quince contra treinta  -susurró severamente un veterano andaluz-. Y son las órdenes. Para no matar a nadie.
   Una mirada asesina del capitán Ordóñez hizo guardar silencio a ambos: aún faltaba por hacer la mitad del trabajo. Estaban en el mismísimo centro del grupo de enemigos...
   Entonces, como si el destino hubiera querido elegir el peor momento, sonó en el exteriór un grito de alarma capaz de despertar hasta a los muertos.
   - ¡Caralho! -maldijo el más joven de la encamisada, al verse repentinamente rodeado. Una algarabía de imprecaciones en inglés se mezcló con el chasquido metálico de los aceros. Desde luego, los enemigos no tenían el sueño profundo.
   - Había pocos y parió la abuela -sentenció el andaluz, espada en la diestra y daga en la siniestra. A pesar de estar acorralado, sonrió con ferocidad-. ¿Sigue en pie eso de no matar a nadie, capitán Ordóñez?
  
   * * * * * * * * * *
  
   - ¿Quién ha alertado a los ingleses? -masculló "Alatriste", agazapándose en una zona sombría de la cubierta de popa.
   - ¿Por qué me miráis a mí? -susurró Pere, al ocultarse junto a él -. No me habéis quitado el ojo de encima en toda la tarde. ¿Creíais que no lo había notado?
   - Así será hasta que habléis claro de una vez -fue la cortante respuesta. Alonso de Entrerríos escrutó aquel rostro casi árabe con aire de sospecha-. ¿Sois cristiano viejo?
   - Sí. De Sos, como Fernando el Católico -gruñó el joven aragonés, molesto-. Mi padre y mi abuelo siempre se jactaron de ello.
   - ¿Y vuestra madre?
   - Pardiez, ¿es momento para eso? -Pere señaló la proa, donde Alonso y Antonio plantaban cara a la patrulla inglesa, armas en ristre-. ¡Tenemos que ayudarles!
   - No antes de saber de qué lado estáis -le retuvo Entrerríos, con mano de hierro-. Sabemos que Londres está lleno de espías. ¿Quién dio a Drake la idea de asaltar este barco?
   Pere estuvo a punto de reaccionar airadamente; pero algo en la mirada del veterano le contuvo. Algo profundo, que inspiraba confianza. La suficiente para arrancarle la confesión más dura de su vida:
   - Cristiana nueva -dijo al fin, bajando la mirada-. Mis abuelos nunca la trataron bien. Ni a ella ni a mí. En cuanto murió padre...
   El veterano enmudeció como si le hubieran dado un golpe bajo. Por algo así había pasado Blanca, recordó. Hasta que el "fantasma del Tenorio" consiguió ponerle fin.
   - Aprendí a vivir alerta, desde niño -resumió Pere con dureza-. A resistir golpes. Hasta que un día...
   - ... los devolvisteis -asintió el padre de Alonso, entre la desconfianza y la compasión. Si aquel joven había traicionado a su gente, al menos tenía motivos.
   - Mejor que eso: encontré otra familia al alistarme con Antonio y Alonso -el muchacho se zafó de Entrerríos con tanto brío como orgullo-. Y ahora me necesitan. ¡Dejemos de perder el tiempo!
  
   * * * * * * * * * *
  
   Desde el interior del camarote, el científico John Dee espiaba la noche; había hecho bien en enviar a los escoltas que le había prestado Francis Drake. La voz de alarma de éstos, seguida de sonidos de lucha en la oscuridad, no dejaba lugar a dudas.
   - Treason! -exclamó el ilustre inglés, desenvainando su propio sable mientras se dirigía al exterior.
   - ¡No salgáis! -le retuvo Amelia, espantada ante la idea de poner en peligro a aquel personaje histórico.
   La mirada de extrañeza de éste la detuvo:
   - ¿A quién estáis protegiendo? -fue la recelosa observación del científico. Tal vez creyera en espíritus sobrenaturales, pero todavía era un matemático de mente fría y lógica.
   La joven comprendió, con el corazón en un puño, que se había delatado. La menor sospecha podía poner al descubierto toda la operación.
   - A vos y a vuestro ritual, hereje inglés -improvisó Gil Pérez, en un intento desesperado de desviar la atención-. ¡Mujer, interrumpid esta brujería!
   Amelia le miró con agradecimiento, preguntándose si la distracción sería suficiente para retener a Dee.
   - Escuchadme a mí, no a él. Veo el futuro -contestó una extraña voz: Julián hablaba como si estuviera en trance, echándole al asunto tanto teatro como era capaz-. Soy el arcángel Uriel, y hoy cumpliré mi promesa. ¡Traedme al prisionero!
   John Dee dudó por un momento, calculando todas las posibilidades. Su mirada pasó de Gil Pérez al manuscrito Voynich.
   - Los eclipses abren puertas a otros mundos -"tradujo" Amelia, mientras Julián farfullaba más palabras inventadas-. Ahora o nunca: eso dice mi hermano.
   Dee echó una última mirada nerviosa al exterior; pero llegó a la conclusión de que sería más útil allí dentro, vigilando a los tres sospechosos. Su sable señaló la Puerta del Tiempo y después a Gil Pérez:
   - Haced lo que Uriel os dice -cedió al fin-. ¡Continuad el ritual!
  
   * * * * * * * * * *
  
   Los dos jóvenes acorralados junto al mástil, guardándose mutuamente las espaldas, alzaron las toledanas con aplomo. 
   El círculo de enemigos retrocedió un paso. Sólo uno.
   Después de un interminable segundo, el inglés que había dado la voz de alerta gritó una orden, dirigiendo su sable contra Antonio. Uno de sus compañeros hizo lo propio con el joven Alonso.
   Las dos toledanas desviaron los sables, haciendo saltar chispas en la oscuridad. Los aceros sólo encontraron más acero, pero aquello sólo fue el principio: varios rápidos mandobles intentaron romper la guardia de los españoles.
   - No son torpes, ¿eh, Alonso?
   - ¡Nosotros tampoco, Antonio!
   Los jóvenes castellanos contraatacaron; los ingleses retrocedieron, obligados a utilizar los sables sólo para defenderse. Pero tras un reñido pulso, pronto acabaron por desviar el arma enemiga y hallar una nueva ocasión para devolver el golpe. Los contendientes de ambos bandos repitieron la maniobra una y otra vez, golpeando y deteniendo alternativamente con tanta celeridad como estrépito. Parecían igualados.
   Sin embargo, había una diferencia: las espadas roperas toledanas eran más delgadas que los sables de los ingleses. Éstos sonrieron fieramente; sólo tenían que golpear con más fuerza hasta quebrar las roperas, finas como floretes. Tarde o temprano, lo conseguirían...
   Aquél fue su error. El siguiente ataque de los ingleses fue demasiado impulsivo; un fuerte mandoble lateral con movimiento de barrido hacia la izquierda, capaz de castigar inexorablemente las toledanas. Pero al hacerlo, descuidaron la guardia por el otro costado, el derecho. El que quedaba justo a mano izquierda de los jóvenes castellanos.
   - ¡Ahora, Antonio!
   Ambos españoles atacaron por sorpresa con la zurda; cada uno usaba dos espadas, como descubrieron demasiado tarde sus enemigos. Uno de ellos aún tuvo tiempo de maldecirles al comprender el truco y caer exánime; el otro ni siquiera llegó a intuir de dónde venía el punzante acero que puso fin a sus días.
   Los demás guardias de John Dee, portando aún sendas lámparas de aceite en una mano, desenvainaron sus sables con la otra...pero se desplomaron sin un solo grito, para sorpresa de los jóvenes Alonso y Antonio. Las lámparas cayeron al suelo: alguien volcó un cubo de agua sobre ellas.
   - Así que conocéis el oficio de armas dobles, ¿eh, zagales? -les interpeló la voz de "Alatriste", entre la socarronería y la admiración.
   - ¿Dónde está Pere? -inquirió Antonio, extrañado.
   No hubo tiempo de explicaciones: la puerta que daba a la cubierta inferior se abrió de pronto, con una infernal algarabía de golpes e imprecaciones en varios idiomas. Una docena de ingleses heridos y en paños menores irrumpió en la cubierta, lanzando aterradas estocadas en todas direcciones. Otros tantos soldados españoles les seguían, también heridos; pero estaban mejor equipados y se movían más organizadamente.
   - ¡A por ellos, que son pocos y cobardes! -sonó un grito de guerra con inconfundible acento andaluz.
   - ¡Vienen hacia nosotros! -susurró el hidalgo Antonio, ocultándose en las sombras, mientras cruzaba con el joven Alonso una sonrisa lobuna.
   - Haced igual que yo -replicó "Alatriste", en el mismo tono casi inaudible. Esperó oculto a que pasara uno de los ingleses, que huía hacia lo que creía una zona segura... sólo para quedar noqueado por un golpe de empuñadura toledana en plena nuca. Los jóvenes Alonso y Antonio aguardaron su ocasión e imitaron la jugada.
   - ¿Dónde está Pere? -repitió el hidalgo, inquieto. La creciente algarabía hacía cada vez más innecesario el sigilo, pero todavía hablaba en susurros.
   - Harto difícil es ya distinguir amigos de enemigos, en esta oscuridad -musitó "Alatriste" en su oído-. Recordad: nada de muertes.
   Los dos jóvenes asintieron, noqueando a dos enemigos más; al menos, si se equivocaban de bando, no sería irreparable. Por un momento pareció que los desorientados ingleses caerían fácilmente en la trampa; pero un gigantesco mercenario escocés, más alerta que los demás, comprendió el engaño:
   - The flag![1] -indicó a su compañero más cercano.
   En efecto, el chirrido de la polea de la bandera comenzaba a destacar sobre el barullo general. Alguien la estaba alzando con demasiada prisa para guardar el conveniente sigilo. El remendado pabellón español comenzó a recortarse contra la oscura luna roja del eclipse, ensombreciéndola aún más, como notaron algunos de los combatientes desperdigados por la cubierta.
   - What art thou doing, scum?[2]
   En el mástil principal, el hombre que izaba la bandera se interrumpió, al verse flanqueado por dos gigantescos mercenarios escoceses. Cualquiera de ellos habría puesto en fuga al más pintado. Pero el español, que no era otro que Pere, se rió del peligro en su cara.
   -¡Yo crecí en el infierno, perro! -se burló, desenvainando su espada toledana-. ¡Mi abuela daba más miedo que tú!
   El mercenario se abalanzó con su sable igual que un toro bravo, pero Pere ya había previsto la maniobra, burlándole tras el mástil. Otro escocés le atacó también, pero la toledana del mestizo aragonés desvió habilmente el sable.
   - Surrender![3]
   - ¡Se va a rendir tu tía la del pueblo! -replicó con insolencia Pere, desenvainando la daga vizcaína con la otra mano. Entre los dos aceros y la protección del mástil, se veía capaz de aniquilar a ambos escoceses. A cambio, el pabellón tendría que esperar un rato, pero...
   Una algarabía procedente del barco inglés vecino le provocó un escalofrío. Casi habían recuperado el galeón; pero si llegaban refuerzos del segundo barco, la tripulación española estaba perdida. No había que ser ningún genio para darse cuenta de ello.
   - ¡Pere! -gritó Entrerríos padre, desde lo más reñido del combate-. ¡Se nos acaba el tiempo! ¡Ahora o nunca!
   El joven mestizo aragonés no pertenecía al Ministerio del Tiempo. No tenía todos los detalles de la misión. Pero "Alatriste" le había prometido refuerzos a una señal; y esa señal era el pabellón.
   Si alguna vez hubo dudas sobre la disciplina y lealtad de Pere, en el futuro ya nunca volvería a haberlas. Aunque a cambio ese futuro amenazaba con ser demasiado breve.
   Sólo faltaba una brazada para que el pabellón llegara a lo más alto. Era suicida, pero...
   Pere soltó las armas, ignorando el asfixiante abrazo de un mercenario y la estocada del otro en su muslo. El aragonés asió la cuerda a la altura adecuada y se dejó caer aferrado a ella, rezando el último verso de un avemaría:
   "Ahora y en la hora de nuestra muerte..."
   - ¡PERE! -rugió Antonio al lanzarse, demasiado tarde ya, hacia el lugar donde acababa de sonar la oración de su compañero.
   El pabellón llegó a lo más alto del mástil. El barco volvió a ser territorio español; la escritura de la Puerta del Tiempo brilló de manera extraña.
   Y una voz rotunda, salvadora, irrumpió en la noche:
   - ¡Yipikayei, hideputas!
   La Puerta del Tiempo al fin había vuelto a funcionar.
   John Dee siempre recordaría aquel momento; pero no como la buena noticia que esperaba.
   El astrólogo contempló maravillado cómo el interior del "armario" se convertía en un pasillo subterráneo, rebosante de puertas a otras realidades. Pero su sensación de triunfo dio paso al horror cuando a través de ella llegaron los habitantes de aquel mundo secreto: los viajeros del Tiempo. Numerosos seres de armadura refulgente, sí; pero no eran ángeles. El primero de ellos, de tez curtida y coraza ricamente ornamentada, le puso el filo de una espada en la garganta.
   El inglés quiso retroceder, pero notó en su espalda el cañón de un arma de fuego. De la bruja española, sin duda:
   - Soltad el sable o disparo, señor Dee -Amelia, pistola en mano, sonrió fríamente al añadir-: Bienvenido, Spínola. Me encanta que mis planes salgan bien.
  
   * * * * * * * * * *
  
   El joven hidalgo Antonio se abrió paso valerosamente a través del combate; pero sabía que era imposible. Voló en busca de Pere, pero había varios enemigos por medio. Nunca conseguiría llegar a tiempo de salvarlo...
   Quizá por eso le invadió tal sed de sangre cuando vio a su compañero debatirse por última vez, derribado por los dos mercenarios. Cuando desoyó las órdenes y su espada atravesó limpiamente a uno de ellos, en un ataque de furia vengadora. Inmediatamente apartó al otro escocés a base de estocadas; pero el cuerpo del primero, vivo o muerto, todavía aplastaba al malherido aragonés.
   - ¡Ayudadle, por todos los santos! -exclamó Antonio, abalanzándose contra su gigantesco adversario con temeridad suicida.
   Días después, al hidalgo aún le costaría trabajo recordar qué había pasado exactamente. Por qué la oscuridad, que todos veían negra, para él se tornó tan roja como la sangrienta luna del eclipse. Cómo pudo derribar él sólo a un mercenario de aquel tamaño, que además no era ningún novato.
   Antonio sólo recordaba que, cuando al fin se quitó de encima la inmensa mole de su segundo enemigo, el "médico" Julián ya había liberado a Pere del peso del primero. Ignorando las estocadas que todavía se cruzaban a su alrededor, el enfermero presionó el corazón del joven caído repetidamente. Después hizo algo impío, blasfemo: ¡se inclinó sobre los labios del aragonés!
   - Pero ¿qué hacéis, insensato? -se escandalizó Antonio, mirando en todas direcciones-. ¿Sabéis lo caro que os puede costar esto?
   - Meterle aire en los pulmones -jadeó el enfermero, reanudando el masaje cardíaco-. ¿Preferís perderlo? Además, ¿qué os importa?
   Antonio le dirigió una mirada cohibida, pero no tuvo tiempo de contestar; el herido tosió débilmente, acaparando toda su atención.
   - ¡Pere! ¡Es un milagro...!
   La dulzura con la que Antonio atendió a su compañero sorprendió a Julián, al principio. Hasta que reparó en la mirada del hidalgo. Había infinito asombro y agradecimiento en ella; y había más cosas. Muchas más.
   El enfermero había visto algo así antes: cuando Lorca miraba a Dalí. Y también aquella manera cariñosa de apartarse, solícito pero temeroso de molestar, cuando al fin el herido pudo levantarse.
   Antonio guardaba un secreto imposible en el corazón. Y Pere no lo sabía. Nadie lo sabría jamás.
  
   * * * * * * * * * *
  
   Durante su audiencia matutina, la reina Isabel I Tudor recibió un mensaje decepcionante:
   - El galeón español ya no se encuentra en el Támesis, Majestad.
   - ¿Qué ha pasado con el otro barco que pusimos para vigilarlo? -fue la brusca respuesta.
   El mensajero, azorado, bajo la vista y tartamudeó:
   - Ha zarpado también.
   La pelirroja monarca intentó disimular su contrariedad. Así que ambos navíos habían partido juntos. Eso sólo podía significar...
   - Dimos orden de que nuestra nave remolcara el galeón cuando si no resultaba útil.
   - Para hundirlo en alta mar -asintió un almirante, inclinándose respetuosamente ante la reina- Con los prisioneros españoles dentro, excepto los que valieran algún rescate.
   - Así se reunirán con los restos de la Invencible -sentenció ella fríamente.
   La monarca despachó al mensajero y aguardó a que éste abandonara la estancia, antes de despojarse de su máscara de orgullo:
   - Así que no había nada útil en el galeón -reflexionó, contrariada-. John Dee, el mejor de nuestros científicos, se equivocó. La Puerta del Tiempo no existía, almirante Drake.
   - O mintieron los espías que nos hablaron de ella -replicó Sir Francis Drake-. Dee habrá comprobado que era falsa y dado la orden de eliminar el barco. Era su deber.
   - De todos modos, el papel de Dee en esta guerra ha tocado a su fin -desde lo alto de su trono, la mirada de la reina se encendió al posarse sobre el corsario-. Y esto significa que ha llegado vuestro turno, almirante Drake. Ya sabéis lo que hay que hacer.
   Éste asintió con una reverencia marcial y se retiró para cumplir las órdenes. En el fondo, estaba satisfecho; por fin llegaba su ocasión. Había arrasado Cádiz dos años atrás, pero a cambio la "Armada Invencible" estuvo a punto de jugarle una mala pasada en Plymouth, poco después. Estaba claro: necesitaba asestar el golpe definitivo a España, y ahora Inglaterra tenía una gigantesca Contraarmada a punto para ello. Con armas especiales: aquella “gente de Leiva“ le había provisto de arcabuces que llamaban “del futuro“; y que realmente, aún no tenían igual en todo el mundo. Pasaría a la Historia; todos los relatos del mundo hablarían de la Contraarmada "Invencible Inglesa" de Drake, dos veces mayor que la española, mil veces más terrible. Los siglos venideros se harían eco de su gloria...
  
   John Dee, en un rincón del salón del trono, bajó la vista con aire derrotado. Si guardaba silencio, al menos su exilio en una lejana Universidad sería honorable. Pero si su reina llegaba a saber que había perdido una auténtica Puerta del Tiempo, le haría ejecutar; y si por algún milagro no lo hiciera, "Alatriste" utilizaría otras Puertas para impedir que Dee llegase a haber nacido. Así que debía callar: Dee jamás podría volver a hablar sobre viajes en el Tiempo. Amelia Folch había sido muy clara al respecto.
   La puerta perdida fue el primer secreto de la Contraarmada de Drake; el primer vergonzoso silencio. Damnatio memoriae. Y no sería el último.
   Así comenzó la caída del Dragón.
  
   * * * * * * * * * *
  
   Un galeón, español a juzgar por la Cruz de Borgoña en su (remendado) pabellón, cruzaba el Canal de la Mancha en dirección sur; directo hacia las costas del Cantábrico.
   - Esta vez ha faltado poco, ¿eh, Gil Pérez? -sonrió Julián con alivio. Estaba encantado: gracias a la Puerta, por fin había recuperado el cargador solar del móvil, entre otros cachivaches informáticos. Jugueteaba con la pantalla táctil lleno de entusiasmo.
   - Bueno, yo me vuelvo a batallar a Ostende -rezongó Spínola-. Menos mal que esta vez sí me habéis llamado para algo útil, que si no...
   - Más vale prevenir -sonrió Gil Pérez afablemente-. Mejor venir de más, que de menos.
   - ¿Es una chanza? Mucho decís en el Ministerio que no queréis cambiar la Historia, pero como me sigáis llamando tanto, la de Ostende sí que va a cambiar. Y para mal.
   - Ha hecho una gran labor hoy, Spínola -sonrió Amelia, desarmándolo con su dulzura-. Gracias. Imagine la Puerta del Tiempo en manos de los ingleses.
   La expresión del Grande de España se volvió un poema: la joven le había dado un golpe bajo. Si Inglaterra hubiera cambiado la Historia en 1589, quizá Spínola no tendría nada que ganar en la batalla de Ostende de 1603. Así de claro.
   - Nosotros tres, con vuestro permiso, regresaremos a nuestro antiguo puesto -anunciaron Pere, Antonio y el hijo de Alonso-. Este barco lleva demasiado tiempo descuidado. Los ingleses no supieron o no quisieron atenderlo bien.
   Gil Pérez asintió y los jóvenes se marcharon, intercambiando bromas pesadas. Se despidieron calurosamente de "Alatriste"; pero por lo demás, parecían haber perdido todo interés en la Patrulla del Ministerio. Sólo el hidalgo, Antonio, dedicó a escondidas un último gesto de agradecimiento a Julián.
   - ¿No lo saben? -preguntó el anciano funcionario.
   "Alatriste" negó con la cabeza.
   - Estoy muerto para mi familia, sin excepción. Órdenes del Ministerio. Di mi palabra.
   - Lástima; pensé que quizá después de esto... -Gil Pérez le sonrió afablemente y volvió a concentrarse en su ordenador portátil-. En fin, vuestro hijo es un gran soldado. Aquí estará bien. Os lo prometo.
   - Bueno, misión cumplida -Julián se estiró, satisfecho-. Hemos salvado el barco y la Puerta de Gil Pérez de manos de los ingleses. Nos hemos ganado un descansito, ¿no?
   - De eso nada -Amelia volvió a abrir la Puerta del Tiempo e hizo una señal al veterano Alonso-. Él y yo tenemos que informar a Salvador. Julián, con la gente que te preste Gil, tienes algo más que hacer.
   - ¿Por qué yo? -se indignó el enfermero.
   - Porque éstos no te conocen -sentenció ella, mostrándole lo que sostenía en la mano.
   Se trataba de las misteriosas fotografías que habían recibido anónimamente: imágenes de soldados de Leiva en Londres. En pleno siglo dieciséis.
   - Están sueltos todavía por aquí -asintió Entrerríos-. A ella y a mí nos conocen, pero a vos no. Sois el único que puede acercarse a ellos sin levantar la liebre.
   - ¿Y por dónde empiezo?
   - Somos españoles, ¿no? Improvisad.
   Julián intentó lanzarles el móvil a la cabeza, pero Amelia y Entrerríos le burlaron cruzando la puerta como una exhalación. Sin que el soldado olvidara santiguarse, lo cual tenía mérito, dada su celeridad.
   - Y usted, Gil Pérez, podría haberles dicho algo para ayudarme, ¿no?
   - Eh... perdón, estaba ocupado con el ordenador. He descuidado mis deberes mucho tiempo.
   - ¿A ver?
   - ¡Es información confidencial! -se indignó Gil, cerrando la tapa del ordenador portátil.
   - Oh, vamos. Conozco esa musiquilla desde pequeño. Aunque hace años que no lo pruebo.
   Gil Pérez le dirigió una mirada cómplice:
   - Me ha interrogado el enemigo. Han estado a punto de ejecutarme por mi país. Dadme un respiro, pardiez.
   - Trato hecho -sonrió Julián con picardía, pasándole el móvil-. Os presto Angry Birds y Candy Crush, si a cambio me dejáis una partidita de Space Invaders.
  
   * * * * * * * * * *
  
   Amanecía en el Canal de la Mancha. Un barco inglés flotaba a la deriva, en medio de ninguna parte.
   Parecía un navío fantasma, reflexionó William, intentando despertar de una patada al narcotizado tripulante más cercano.
   Estaba preocupado por el futuro; pero también por los recuerdos de la noche anterior. Había espiado durante un fugaz instante el interior de un camarote (una escena de lo más extraña), antes de volver a su puesto y caer narcotizado.
   El somnífero le había hecho efecto, pero no tanto como a los demás; porque había contenido la respiración al detectar aquel hedor alquímico. A diferencia de los otros marinos, William era un hombre lo bastante instruido para distinguir el olor de un producto de laboratorio. No estaba en la Armada inglesa por necesidad; buscaba aventuras. Deseaba algo más que su vida de comerciante malcasado en Stratford-Upon-Avon. Necesitaba inspirarse; planeaba ser escritor...
   - ¡Arg! -se quejó el borrachín Stephan, pues él era era el tripulante cercano, al recibir una patada más certera que las demás.
   - ¡Por fin, bello durmiente! -se burló William-. Ayúdame, ¿quieres?
   - ¿Qué ha pasado...?
   - Que los españoles se amotinaron y tú estabas demasiado borracho para ayudarme, ¡eso ha pasado!
   Tardó poco en espabilarlo, y no mucho más en despertar al resto de la tripulación. Pero le costó bastante más trabajo explicar a los aturdidos oficiales lo que había sucedido. Muchos habían sido noqueados y apresados durante el sueño; sólo una docena, los que llegaron a luchar contra los españoles, respaldaron su versión.
   - ¡Ha desaparecido el sextante! -anunció la voz consternada del contramaestre-. ¡Así no podremos orientarnos! Nos han abandonado a la deriva. ¿Por qué...?
   - Para que nadie descubra a tiempo la fuga del galeón -comprendió el capitán-. En Londres pensarán que nuestra nave ha sacado el barco de los españoles a remolque, para hundirlo en el canal de la Mancha. Eran las órdenes.
   - ¿Así que nadie nos echará de menos en un par de días? ¡Nadie vendrá a ayudarnos...!
   El capitán acalló las voces de alarma con sorprendente temple. Se rehízo y ordenó desplegar velas; en una u otra dirección, pronto conseguirían ver tierra. A juzgar por la altura del sol, no deberían llevar demasiado tiempo en el mar, y el canal de la Mancha no era grande.
  
No pasaron demasiadas horas antes de que el vigía se dejase oír. Pero lo que anunció no fue lo que esperaban:

   - ¡Barco a la vista!
   - ¿Amigo o enemigo?
   La aterrorizada respuesta sorprendió a William. A pesar de que éste ya había visto muchas cosas extrañas desde la víspera. Aquel camarote, por ejemplo. Los símbolos cabalísticos. El próspero mago Dee invocando a un ángel llamado Ariel, o Uriel. Acompañado de una joven que podría ser su hija, o un querubín del mismísimo cielo. Quizá algún día escribiría sobre ellos. Se acercaba una tempestad...
   - ¡Un barco de Grace O'Malley!
   William tardó poco en comprender por qué podía llegar a inspirar semejante terror un nombre femenino.
   Exactamente el tiempo que tardó en abordarles aquel navío irlandés, capitaneado por una mujer. Una pirata de sangre azul tan madura, tan pelirroja, tan culta y tan enérgica como la propia Reina Isabel I de Inglaterra. Pero, excepto en contadas ocasiones, enemiga de esta última.
   No fue un enfrentamiento fácil, ni fue el único peligro que William llegó a conocer en aquellos tiempos. La Historia los llamó "sus años perdidos"; pero para él fueron todo lo contrario. De sus aventuras salió la inspiración que le convertiría en escritor.
   El mayor escritor de Inglaterra, como habría dicho Amelia Folch si hubiera conocido la verdadera identidad de aquel soldado: William Shakespeare.
   Pero la joven no llegó a saberlo nunca.
  
   (CONTINUARÁ EN…"Un Acto de Amor")





[1] ¡La bandera!
[2] ¿Qué estáis haciendo, escoria?
[3] ¡Rendíos!