(Oficinas del Ministerio, 2015)
La Patrulla recordaba vagamente en qué pasillo estaba la puerta de Gil Pérez. La habían atravesado una vez, para reunirse con la Armada Invencible en Lisboa. En su segunda misión, que ya comenzaba a parecerles tan lejana. Pero se dejaron guiar por el hijo de Alonso, que cada vez se mostraba más inquieto. Pronto se les sumó Ernesto; se había retrasado apenas lo suficiente para echar mano a su listín. Su mirada era aún más grave y recelosa de lo habitual.
Un extraño hallazgo confirmó que ambos tenían razones para preocuparse: en pleno pasillo subterráneo, cerca de la puerta, había una gran caja de madera cerrada con candado. No parecía muy usada; el estilo de ebanistería era sencillo y anticuado.
-¿Qué hace aquí esto? -exclamó el más joven del grupo, examinándola con preocupación-. Creo que lo he visto antes: en el camarote de Gil Pérez...
El sexto sentido de Ernesto se puso alerta al instante. Normalmente habría sido una simple infracción del protocolo de guarda y custodia de materiales. Pero en aquellas circunstancias…
-Hay que abrirla -decidió, temiéndose lo peor.
-Dejadme a mí -intervino Amelia.
La joven ya estaba seleccionando una de sus "llaves mágicas". Las ganzúas de Irene, intentó no recordar: las que la ex-agente le había confiado para irrumpir en casa de Julián, aquel día terrible. El día de la rebelión de Leiva. Sumida en aquellos sombríos pensamientos, Amelia apenas se dio cuenta del chasquido del cerrojo al ceder. Se obligó a volver a la realidad, abrió la tapa y echó una ojeada al contenido.
-Julián… -la mirada de Amelia mostraba una mezcla de fastidio y confusión, como siempre que se enfrentaba a tecnología desconocida-. Será mejor que mires esto.
-¡Yo he visto antes este ordenador portátil! -exclamó el enfermero al comprobar el contenido. Se lo fue entregando a Ernesto, mientras pasaba lista-. También hay un ratón, un cargador, un módem USB, un escáner de mano... Todo el material informático de Gil Pérez. Ha debido dejarlo aquí mientras hablábamos arriba.
-Para que no caiga en manos del enemigo -asintió Ernesto con gravedad-. Hemos llegado tarde.
El chirrido de unos goznes y un furioso golpe subrayaron sus palabras. La patrulla y su superior se volvieron hacia el sonido, presintiendo lo que iban a ver. El joven Alonso había abierto la puerta de par en par, pero no había podido pasar del dintel.
-Está cegada -confirmó con frustración-. ¡Ahora no podremos cumplir la misión!
Amelia y Ernesto examinaron la Puerta que debería llevarles al barco de Gil Pérez: parecía tapiada. Bloqueada por un muro que el hombre de confianza de Gil, sin rendirse, ya estaba examinando. Exploró meticulosamente el obstáculo mediante una serie de golpecitos del puño de su espada, cuidadosamente repartidos por toda la superficie. Pero el sonido no era hueco: no había ninguna salida al otro lado.
-No puede ser... -musitó con tozudez-. Necesitan ayuda. Se lo prometí.
El Alonso más veterano le miró fijamente, orgulloso por la dedicación del joven. Después clavó la vista en Ernesto:
-¿Hay otra puerta a ese tiempo? No importa cuán lejos esté.
-¡Otra puerta! -la mirada del joven se iluminó de repente-. ¿Es posible eso, Diego?
-¿Diego? -se sorprendió Ernesto, levantando la vista del listín.
-Sí, ya nos hemos presentado. Justo antes de que usted nos alcanzara -intervino Julián. Señaló discretamente a su compañero Alonso al añadir, con un susurro cómplice-: "Diego Alatriste".
Ernesto tuvo que fingir un ataque de tos para disimular la carcajada. Amelia, mientras tanto, le relevó con el listín y se hizo cargo de la situación.
-Veamos -la joven frunció el ceño, realizó algunas comprobaciones y aguardó a que su superior recuperase el aliento-. Hay varias puertas a ese año, pero sólo una antes de Marzo: Sluys.
-¿San Luis? -se interesó Julián-. No me suena ninguna ciudad con ese nombre en Europa. ¿Pertenece a España?
-A veces -rezongó el veterano Entrerríos, taciturno-. Y a veces al Maligno.
Los demás centraron en él sus miradas, tan intrigados como sorprendidos. Excepto Amelia.
-Perdón, pero, ¿qué quiere decir eso...?
-Sluys pertenece a un país de fango y arenas movedizas, tan traicionero como los herejes que la habitan. Hasta el sol parece allí un fantasma, que ni da luz ni calor. Esa tierra es el infierno.
"Y tanto" reflexionó Amelia en silencio. "Ese país será la tumba del hermano de Spínola".
A Julián le sonaba aquello de algo, pero no conseguía recordarlo con exactitud.
-No lo pillo...
-Vamos -sonrió "Diego Alatriste", con complicidad-. ¿Soy el único que lee a Pérez-Reverte?
* * * * * * * * * *
(Sluys, "Esclusa". Sur de Flandes. Febrero de 1589)
-Qué ropas tan extrañas -gruñó el hijo de Alonso. Parecía realmente incómodo.
-Todo es extraño aquí -comentó con cierta ironía el capitán Velasco, después de una breve bienvenida. Era el encargado de guardar la puerta, oculta en el interior de su cuartel general, además de liderar las tropas que mantenían cierto orden en aquella ciudad-. Con el tiempo, uno llega a acostumbrarse.
-A mí no me molesta -sonrió Julián-: todo el pasado me parece igual de raro. Sólo es cuestión de grado.
-Al menos no pasaremos frío -se consoló Amelia: las ropas de estilo holandés eran llamativas y pesadas, pero cálidas-. ¿Tiene puerto esta ciudad? Necesitamos encontrar un barco que nos lleve hasta Inglaterra.
-¿Qué asuntos puede tener el Ministerio allí? -se sorprendió el capitán-. España no tiene relación con esos herejes desde hace años, cuando Isabel I Tudor expulsó a nuestro embajador...
-... por conspirar para intentar sustituir a Isabel por María Estuardo, sí -se impacientó Amelia-. Pero ya conocéis a los ingleses: tienen corsarios y han robado algo que nos interesa. Os lo ruego, ¿podéis decirnos cuál es el puerto más cercano?
El capitán Velasco asintió y les guió hasta el exterior. Entre los característicos tejados picudos de aquella pequeña ciudad (no pasaría de dos mil habitantes) se distinguían los campanarios de dos iglesias y, al fondo, un gran canal; éste desembocaba, no demasiado lejos, en el mar.
-Es curioso -comentó Amelia, aspirando el frío aire: estaba cargado de olor a humedad, a vegetación norteña, al agua semiestancada del canal. Comenzaba a lloviznar-. Noto algo familiar aquí, pero nunca he estado en Flandes.
-Yo sí -reflexionó "Diego Alatriste" con tristeza-. Me pregunto de qué habrá servido el tiempo que estuve luchando aquí. Un nuevo rey, una subida de impuestos, un predicador... y en poco tiempo, vi alzarse esta tierra como la de los Comuneros. Parecía una simple revuelta más. Nadie creyó que fuese a durar tanto.
-Y falta mucho más -replicó Amelia, pensativa-. Será la Guerra de los Ochenta Años.
Los demás la miraron atónitos, excepto Julián: él siempre había asociado la guerra al nombre de Flandes.
-Yo también noto algo, pero... -a la mente del enfermero acudieron dos palabras ("Lovaina" y "Mercator"), pero para él no tenían sentido-. No; nunca he estado aquí. Como no haya sido en otra vida...
-No digáis eso muy alto, que bastantes conflictos religiosos tenemos ya aquí entre católicos y calvinistas -le espetó el capitán con seriedad-. Ahí lo tenéis: Sluys tiene puerto, y de gran calado. Fue la causa de su prosperidad al principio, y de varias guerras después. Pero las gentes de aquí ya no tienen tratos con los ingleses; de hecho, se sienten traicionados por ellos.
-Porque Inglaterra no supo defenderles hace dos años -recordó el joven Alonso-. Cuando España volvió a conquistar esta ciudad. Me lo contó Lope.
-Entonces, ¿no hay manera de llegar hasta Inglaterra desde aquí? -se exasperó Julián.
-Tendremos que viajar hasta Francia -suspiró Amelia-. Allí sí mantienen el comercio con Inglaterra. En fin, al menos hablo francés. Y no está demasiado lejos.
-¿Tenéis caballos disponibles, capitán? -se interesó "Alatriste", siempre práctico-. Rápidos, a poder ser. Tenemos prisa.
-Se nota que no sois de aquí... -el capitán sonrió de una manera especial.
-¿Qué queréis decir?
La sonrisa del oficial se hizo más amplia:
-Ostende.
Los agentes se miraron, confusos.
-¿Allí están las monturas? -aventuró el más joven.
-Oh, no -el oficial les invitó a seguirle con un gesto, guiándoles hasta el edificio anexo: era un establo-. Haré ensillar cuatro caballos, pero será un viaje muy corto. Ostende está a pocas leguas de aquí. Es la única ciudad de esta provincia que todavía no pertenece a España.
-¿Resistiendo ahora y siempre al invasor? -ironizó Julián-. ¿Como la aldea de Astérix?
-¿Qué...? Bueno, de momento, no es cuestión de resistir -el capitán les miró con complicidad-. Ostende es más bien... conveniente para los comerciantes de toda la comarca. Cuando alguien de la zona española necesita un puerto que todavía envíe mercancías a Inglaterra... ¿comprendéis?
Julián y "Alatriste" cruzaron idénticas miradas de sarcasmo.
-No se puede negar que el sur de Flandes es España -sonrió el soldado-. Hecha la ley, hecha la trampa.
* * * * * * * * * *
(Torre de Londres, Febrero de 1589)
-Es un honor conoceros, señor Dee -saludó Gil Pérez en un latín bastante correcto. Hacía gala de tanta calma y caballerosidad como si fuera el dueño de aquellos aposentos, y no lo que realmente era: un prisionero en una cárcel de máxima seguridad.
-Ah, ¿habláis el idioma de la Ciencia? -el anciano matemático correspondió a su reverencia, complacido-. Me alegra saberlo: estos días es difícil encontrar un alma gemela. El honor es mío.
-No me aduléis, por favor -sonrió el español con sencillez-. No estoy a vuestra altura. Enseñabais álgebra en La Sorbona con sólo veinte años. Habéis llegado a ser tutor de la Reina Elizabeth, y el mayor matemático de Occidente.
-Pero vos tenéis un secreto de Oriente, ¿no es así? -John Dee le miró con complicidad-. Dicen que es un desafío para un aficionado a la Cábala y a los números. Como yo.
-No, no: todo esto es un error. Lamento haceros perder el tiempo, pero no sé de qué habláis. Aunque agradezco vuestra visita -la mirada de Gil Pérez, afable y aparentemente despreocupada, se posó en el extraño manuscrito que Dee acababa de abrir sobre la mesa...
El anciano funcionario español se quedó sin habla. Aquel libro estaba escrito en un idioma único, y cuajado de diagramas de inventos, constelaciones, plantas extrañas... pocos ojos en el mundo habían visto aquel libro todavía. Sólo alguien procedente del futuro, como un funcionario del Ministerio del Tiempo, podía saber qué nombre llegaría a alcanzar, siglos después. Pero aún menos gente sabía qué libro del Ministerio se parecía asombrosamente a aquél...
-Extraño manuscrito, a fe mía -se interesó Gil Pérez, intentando que no le temblara la voz. El idioma era distinto, pero... los diagramas guardaban una escalofriante semejanza con el Libro de las Puertas.
-Lo conseguí del sabio Roger Bacon, pero sólo yo he sabido descifrarlo -explicó Dee. Y nadie más lo sabrá: si no hallo un discípulo digno, me llevaré el secreto de este idioma a la tumba -el matemático y ocultista miró al funcionario español tentadoramente-. Lástima: quién sabe si podría compartirlo con vos...
-¿Tan interesante es ese libro? -Gil Pérez no era experto en álgebra; su formación sobre el tema se reducía a algunos rudimentos de contabilidad. Y apenas había visto fugazmente una página del Libro de las Puertas, en un raro acto de cortesía de Salvador. Pero decidió seguirle la corriente a su interlocutor-. ¿Qué dice?
-Que mentís -la mirada del sabio inglés estaba llena de complicidad-. Con la ayuda de este libro he examinado la Puerta que hay en vuestro barco, y hay magia en ella. Sólo falta descifrarla.
* * * * * * * * * *
(Estuario del Támesis. Cubierta inferior del galeón de Gil Pérez)
-¿La... la Torre de Londres?
Los “mercaderes holandeses” (un hombre y una mujer) interrumpieron por un momento su tarea. Pero, recordando el vigía que aguardaba fuera de la sentina, pronto continuaron distribuyendo los parcos víveres entre los prisioneros españoles. A los comerciantes sólo se les permitía entrar en el galeón durante una hora al día, para aprovisionarlo. El tiempo casi había terminado: el guardia inglés entraría en cualquier momento para hacerlos abandonar la nave. Y si sorprendía a los “holandeses” hablando con los prisioneros en perfecto español, no dudaría en encerrarlos junto a ellos.
-Estamos jodidos -rezongó el "mercader"-. ¡Mira que meter a Gil Pérez en la maldita Torre de Londres! Con las joyas de la Corona. Esto sí que es Misión Imposible, joder.
-Contén esa lengua, Julián... pero tienes razón -admitió Amelia, todavía disfrazada con sus ropas holandesas-. Es imposible sacarle de allí. Ni con Spínola.
-Hay algo más -musitó uno de los prisioneros. Era el contramaestre de Gil Pérez. El que antaño daba órdenes a los galeotes; irónicamente, ahora había ido a dar con sus huesos no muy lejos de ellos.
-Callad -ordenó otro preso; había sido el capitán del barco-. No ganamos nada diciéndoselo.
-No, por favor -se inquietó Amelia, sin interrumpir el reparto de víveres-: ¿qué debemos saber?
El contramaestre sonrió nerviosamente. En aquella mueca había un miedo cerval.
-¿No os preguntáis por qué nos han encerrado en nuestro barco, y no en una prisión?
-Sí, la verdad -reflexionó Amelia. Toda la tripulación del galeón estaba prisionera en las bodegas de su propia nave; sólo Gil Pérez había sido trasladado a tierra firme-. Londres tiene las cárceles llenas, porque Isabel persigue a los católicos por “traición”. Tan duramente como su hermanastra María Tudor persiguió a los protestantes...
-Oh, sí -resopló el contramaestre-. Pero, además, esto es un cadalso. Pase lo que pase, estamos condenados. Si Gil Pérez habla, caeremos en desgracia ante nuestro Rey Felipe II. Si no, este barco dejará de serle útil a Su Pirata Majestad, Isabel de Inglaterra: sus corsarios nos remolcarán hasta mar abierto y nos hundirán.
A Julián se le hizo un nudo en el estómago.
-Pero qué cabr...
-Hay ejecuciones peores: la hoguera, por ejemplo -interrumpió el capitán Ordóñez. Después dirigió una mirada furibunda a sus oficiales, sin osar levantar la voz-. Ahora callad; estos dos están aquí para ayudarnos -señaló a Julián y Amelia-. Pero tenemos que guardar silencio y no meterlos en problemas. Porque si los descubren, los apresarán como a nosotros; y entonces sí que estaremos todos muertos. ¿Entendido?
La disciplina con la que asintieron los tripulantes hizo palidecer a Julián. Su compañera contuvo las náuseas; no estaba segura de nada. Qué planes trazar, qué rumbo seguir, cómo rescatarlos... Mientras acompañaba al enfermero hacia la salida, Amelia comprendió que ya no sólo se trataba de salvar una puerta. Era demasiado lo que le estaban confiando. Y ella no sabía ni siquiera por dónde empezar.
Julián, en cambio, parecía tranquilo al despedirse de aquellos condenados. Había que ser enfermero o médico para distinguir la estudiada calma de aquella mirada compasiva. La que se reserva para serenar a los pacientes antes de darles la peor de las noticias.
-Volveremos -el enfermero intentó aparentar una seguridad que no tenía. Que no podía tener-. Lo prometo.
* * * * * * * * * *
-Esto es poco menos que traición -rezongó el hijo de Alonso en algo parecido al portugués. Era capaz de muchas cosas por su patria; pero jamás se habría imaginado embutido en un uniforme inglés, alistándose en la Armada de un país enemigo, mezclado con traidores lusos y holandeses. Peor aún: haciéndose pasar por uno de ellos.
-Paciencia y silencio, compañero -aconsejó “Alatriste”, en un remedo del mismo idioma; ambos habían aprendido a hablarlo gracias a antiguos compañeros de armas. Dadas las circunstancias, era más prudente no hablar en castellano. Echó una ojeada discreta a su alrededor: nadie les escuchaba, de momento. Pero no podía bajar la guardia.
Hacía un par de días que se habían alistado, pero gracias a su (falsa) documentación holandesa, no habían tenido demasiados problemas para conseguir un puesto de centinela en el mismísimo galeón español apresado; lo cual les venía de perlas para franquear el paso a Julián y Amelia cuando fuera necesario.
Obviamente, no había sido fácil; los ingleses les habían puesto a prueba, dejándoles a mano algún medio para delatarse. Pero los dos agentes infiltrados habían conseguido parecer dignos de confianza. Para un zorro viejo como Alonso padre, algunas estratagemas habían sido infantilmente evidentes; sobre todo, cuando el capitán inglés fingió olvidar las llaves de los prisioneros ante las narices de los dos nuevos reclutas. Las llaves que habrían podido liberar a la tripulación de Gil Pérez, encerrada en la (ahora enrejada) sentina de las cubiertas inferiores. Soltarles... ¿para qué? ¿Para partir hacia una emboscada? El veterano no había caído en la trampa; pero se las estaba viendo y deseando para contener los impulsos de rebeldía y patriotismo de su imprudente compañero. ¿Así era él mismo al principio, cuando fue reclutado por Ernesto? ¿Así le veían Amelia y Julián?
-¿Cuánto tiempo más tendremos que mantener esta farsa? -insistió el joven. Aquello le parecía una burla del destino: odiaba el teatro. Y ahora se veía metido de lleno en un papel que no podía dejar de representar.
-El que sea necesario -contestó el veterano secamente-. Tenemos órdenes. Y cuando llegue el momento, Alonso, atacaremos. No antes. Pero vive Dios que lo haremos.
-Sí, pero mientras tanto somos sirvientes del enemigo. Mi padre no se rebajaría...
-Os sorprenderíais -el mayor de los dos tuvo que admitir que la situación resultaba irónica. Si pudiera confesarle que estaba hablando con su padre... pero se mordió la lengua, volvió a vigilar los alrededores y se limitó a decir-: Vuestro padre nunca habría cuestionado las órdenes, por mucho que le disgustaran. Y valía para más cosas, además de ser soldado; no le habría hecho ascos al oficio de espía. No se trata sólo de este galeón: tenemos que averiguar qué más traman, por el bien de nuestro país. Mirad a vuestro alrededor: los ingleses están reclutando una flota inmensa, y lo peor es que mis compañeros, siendo del futuro, no la conocen. Saben que tuvimos más ataques de Inglaterra, pero no esto: es una especie de Armada Invencible inglesa.
-Lo entiendo. Pero obedecer a una mujer... -aquello era casi lo más chocante para el joven-, y fingiendo traición...
-Estratagemas impensables, sí -hubo de admitir el agente del Ministerio, con un suspiro de resignación-. Pero por eso funcionan; porque ni el enemigo ni nadie sería capaz de adivinarlas. Esto ya no es el Ejército. Bienvenido al mundo del espionaje, amigo mío.
* * * * * * * * * *
-No me siento capaz, Julián -murmuró Amelia.
-Vamos; no mira nadie -la animó su compañero-. Bueno, sí, los vigías de este lado, pero son Alonso y su hijo. Y tú tienes muy buena mano con esas ganzúas de Irene.
-No me refiero a eso -confesó ella, todavía muy pálida. Abrió la puerta del camarote con una maestría que habría llamado la atención de cualquier policía. Sólo después de entrar y cerrar la puerta, a salvo del exterior, se atrevió a continuar-: No puedo. Rescatar a esos hombres. No sé cómo hacerlo.
Julián la miró comprensivamente. Sabía cómo se sentía. Él también había estado en una sala llena de marinos condenados, una vez. Él también había tenido que marcharse para no derrumbarse en público y confesarlo todo. En una taberna de Lisboa, con la tripulación del “San Esteban”.
-Tenemos tus llaves para liberarlos -intentó animarse-. Y a dos buenos compañeros ahí fuera. Alonso es “soldado viejo”, y de los mejores. Una vez me habló de las “encamisadas”: eran asaltos de noche, en plan comando...
-¡Eso lo sé de sobra! -interrumpió ella-. Pero no es suficiente. ¿Cómo vamos a sacar un barco entero sin que nadie lo note?
-Ya pensarás algo...
-¿Y Gil Pérez? ¿Y esto? -Amelia se dirigió a lo que debería ser la Puerta del Tiempo del galeón y realizó las comprobaciones de rigor: desactivada. Inutilizada. Apartó de una patada algo que se le había enredado en los pies: una bandera española con la Cruz de Borgoña, partida en dos. La recogió con fastidio y la dejó sobre el escritorio.
Julián estaba perplejo: ella parecía estar pidiéndole consejo, y eso raramente lo hacía nadie. El enfermero era el último mono de la patrulla, por mucho que "Alatriste" se quejara de lo mismo. Sólo le habían dejado al cargo una vez: cuando Alonso y Amelia se marcharon descaradamente de tabernas, uno con su hijo y la otra con Lope. Y cuando montó el numerito milagrero para salvar al verdadero Lazarillo... aquel último recuerdo casi le hizo sonreír: había sido una trolleada del quince. Pocas veces se había divertido tanto en aquel trabajo...
El sonido de la puerta exterior le heló la sonrisa.
-Charming -observó John Dee desde el umbral, contemplando a la mujer. Dos guardias lo flanqueaban, bloqueando cualquier posibilidad de huida. El inglés se volvió hacia Julián con cara de pocos amigos-: Who art thou, and what art thou doing here?
-Dutch merchants, sir. We bring the daily supplies... -comenzó a tartamudear el enfermero. Pero se quedó helado en cuanto su mirada se posó en el manuscrito que portaba el intruso. Estaba semiabierto, como si Dee lo hubiera estado consultando por el camino.
Sólo un aficionado a los libros llamativos, o a "La Nave del Misterio", o a curiosidades virales de Internet, podría reconocer aquellas páginas. Y Julián se estaba empezando a interesar por todo aquello. En parte, para matar el tiempo en sus noches de soledad; quizá también por cierta maliciosa afición a detectar errores laborales del Ministerio, en programas como el de Jiménez del Oso.
Pero nunca habría esperado encontrarle utilidad a aquellas excentricidades en plena misión.
-¡Joder! -se le escapó, en un castellano nada propio de aquel tiempo-. ¡El Manuscrito Voynich!
(CONTINUARÁ...)