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Lovaina (Flandes), 1534CAP. 11 | CAP. 12 | CAP. 13 | CAP. 14 | CAP. 15 | CAP. 16 | CAP. 17 | CAP. 18 | CAP. 19 | CAP. 20
Cuando Diego, Amelia y Julián cruzaron la puerta del tiempo,
aparecieron en una calle amplia, bastante transitada y soleada. A su derecha se perdían ya
los jóvenes Salvador y Angustias, moviéndose con soltura por entre las gentes locales. Se extrañaron de que la puerta del tiempo fuese a parar a un lugar tan accesible, una calle con tanto movimiento. Entonces vieron sobre el quicio de la puerta dos aspas cruzadas por encima del dibujo de una calavera, y una corta expresión: "Gevaar! Rotte lotte".
- ¿Sabéis qué significa? -pregunto Diego.
- Me parece que es flamenco -aventuró Amelia-, pero no estoy segura. Algo de tener cuidado con el suelo. Puede que crean que la casa corre peligro de derrumbe, y por eso nadie se atreve a entrar.
El astro rey brillaba con fuerza en aquel día de primavera. Lovaina hervía de actividad académica, y en cada rincón podían oirse conversaciones en los más diversos idiomas del imperio, sobre asuntos filosóficos, históricos, bélicos, políticos, económicos, literarios; se hablaba de la moda en la corte y del mercado textil local, del coste de las últimas obras del Puente Norte y de los intentos de diplomacia con los ingleses y de las nuevas que llegaban de las Indias. Carlos V estaba en la cumbre de su poder, y en el imperio español no se ponía el sol.
- ¿Cómo encontraremos a Mercator?
- Preguntando por su maestro. Recordad que en ésta época a Gerard Mercator aún lo llaman Kremer. Debería estar estudiando, desde hace poco, con su maestro, el matemático Jemme Reinerszoon. Sólo tiene 4 años más que Gerard, pero ya es médico y profesor universitario. El año pasado le propusieron irse a Polonia a trabajar con Nicolás Copérnico, y declinó.
- ¿Rechazó un Erasmus con Copérnico? Vaya figura.
- No sé que tiene que ver Erasmo con todo esto -repuso Amelia muy seria-. Erasmo de Rotterdam en esta época estará retirado ya, en Holanda. No creo que...
- He dicho Erasmus, es un... Oh, olvídalo.
- Han pasado unos 10 años desde la revuelta de los Comuneros en España -siguió diciendo Amelia mientras caminaban por las calles de Lovaina-. El rey ha repartido un poco más el poder: sigue teniendo la última palabra, pero ha organizado unos consejos de ministros o expertos influyentes que le informan de todo. El único conflicto importante que hay en la zona es por la aparición del protestantismo.
- Lutero -mentó Diego, que aunque no lo parecía seguía atento a la conversación de los otros dos.
- Exacto. El emperador ha excomulgado a los luteranos.
- ¿El emperador? -se sorprendió Julián-. El Papa estará encantado.
- Precisamente el rey de Francia y el Papa de Roma son los dos mayores adversarios de Carlos. Y el rey de Inglaterra, que está casado con su tía, pero quiere...
- Sí, lo de Ana Bolena -zanjó Julián, que empezaba a estar mareado con el "canal Historia"-, vi la película.
En menos de una hora, alternando español, francés y latín, habían dado con la casa de Jemme Reinerszoon, de dos pisos y con una particular buhardilla en lo alto. En cuanto llegaron ante la morada, se abrió la puerta delantera: apareció un sirviente muy alto que llevaba a un joven rubio cogido por la espalda del justillo. Lo lanzó sin contemplaciones enmedio de la calle, se frotó las manos y se metió dentro. Un instante después volvió y lanzó un par de paquetes junto al desalojado.
- ¡Como hayas roto algo lo pagarás, desgraciado! -o algo parecido, gritó con vehemencia el muchacho desde el suelo, agitando el puño.
- Menudos modales se gastan aquí... -opinó Diego.
- ¿Estás bien? -le preguntó Julián
- ¿Estás bien? -le preguntó Julián
- Oh, fantástico -repuso fastidiado el joven, en un castellano con mucho acento-, y encima lo han visto los sureños.
La melena rubia le caía en bucles por encima de los hombros, y enmarcaba un rostro por lo demás muy común, de incipiente barba. La camisa blanca que llevaba bajo el justillo estaba ahora manchada tras haber barrido media calle con ella, lo que parecía fastidiarle menos que el estado de sus pertenencias.
Una joven salió de la misma casa de la que lo habían expulsado: llevaba un vestido con el cuerpo negro, ceñido, y mangas y faldas de color verde; el cabello, recogido, lo tenía cubierto con un pañuelo blanco. Se le acercó atribulada y tratando de disculparse:
- ¡Oh, Gerard, lo siento muchísimo! -dijo en un perfecto castellano.
- ¡Dile al bruto de Hans que puede estar contento, Cornelia! Ha desmontado mi torquetum...
- ¿Pero qué ha ocurrido? -la muchacha le ayudó a recoger sus cosas.
- Ah, ¿tú tampoco lo sabes? Esperaba que me pudieras dar alguna explicación.
- Algo tienes que haber hecho para enfadar así a Jemme.
Gerard Kremer estaba atónito, y había enmudecido de la indignación:
- ¿Podemos ayudarles? -insistió Diego. La pareja pareció caer entonces en la cuenta de que había más gente contemplando la escena. No sólo los miembros de la Patrulla, sino otros transeuntes.
- No veo cómo. A menos que puedan infundir algo de seso en ese maestro mío. En serio, no entiendo qué mosca le ha picado: ayer estábamos debatiendo sobre cartografía, con don Gaspar. La discusión fue muy provechosa, creía de verdad que estamos cerca de algo... importante. Y de repente esta mañana, después de almorzar, ¡zas!
- Venimos de la Universidad de Barcelona -dijo Amelia, y al darse cuenta de la mirada que recibió, añadió cogiendo a Julián del brazo-: bueno, quiero decir que él viene, mi marido, claro. Hemos oído hablar del "anillo universal" en el que trabaja el doctor Reinerszoon, ¿verdad?
- Sí, sí, por supuesto -intervino Julián-, el anillo universal. Mucho mejor que el... torquetum, donde vamos a parar...
- Pues están ustedes muy bien informados -dijo Gerard, aceptando la mano que le tendía Julián para ponerse en pie-, no son demasiados los que han leído su monografía. Aunque no sé si puede compararse al torquetum, es más como una esfera armilar...
- En cualquier caso -interrumpió Diego-, nos sabe muy mal cómo le están tratando. Quizás podríamos mediar con su maestro... aunque solo fuera para descubrir cuál es el malentendido.
Cornelia casi dio palmas de alegría:
- ¡Oh, sí! ¡Serían tan amables! Seguro que Hans ha interpretado mal lo que le haya dicho Jemme, ya sabes que no oye bien de la izquierda. Podemos decir que son unos primos míos de España: yo soy de Salamanca, ¿saben?
- Hemos estado -dijo Julián. "Detuvimos a un estafador del futuro, y conocimos al Lazarillo", añadió interiormente. Pero aquello le hizo pensar en Lola otra vez, y en su muerte estúpida... ¿ayer mismo? ¿Cuantas horas llevaban en pie? Trató de sacarlo de su mente.
Entre unos y otros recogieron los instrumentos y lograron vencer las reticencias de Gerard, que accedió volver a aquella fatídica casa:
- Y, decidnos, Cornelia -preguntó Amelia cuando ya estaban entrando-, ¿el doctor Reinerszoon es vuestro hermano?
- ¡Jajaja! -rió nerviosamente-. No: Jemme es mi esposo.
A Julián le dio un vuelco el corazón. Porque era evidente... Miró a Amelia y a Diego. No, a ellos no les parecía evidente. Pero para él estaba muy claro que...
Cornelia levantó un dedo como toda advertencia cuando se cruzaron con Hans, el enorme sirviente (más alto incluso que Diego). Aunque le sacaba casi dos cabezas a la señora de la casa, bajó la mirada, contrito, y les dejó pasar sin poner ningún obstáculo. Así llegaron a la sala de estar de la casa. En lo alto de una larga escalinata que llevaba al estudio y el observatorio del piso superior, se encontraba el doctor Jemme Reinerszoon. Lampiño, pálido, de mejillas angulosas y mentón prominente, mirada muy inteligente y ceño fruncido. A Julián le recordaba un poco al actor Christian Bale...
- Has vuelto -dijo con voz suave cargada de emociones contenidas.
- Hans ha echado a Gerard de casa, Jemme, e insiste en que tú le diste la orden.
- ¿Eso dice? -bajó un escalón-. Y si lo he hecho, ¿por qué has vuelto?
- No tiene sentido que me quede donde no me quieren... -desesperó el aprendiz.
- Te aprecio mucho, Gerard -interrumpió Jemme. Lo asaltaban emociones contradictorias y no estaba acostumbrado a expresarlas, se veía en su mirada: apreciaba a Gerard pero no quería que estuviera allí... Finalmente se llevó una mano al puente de la nariz, estrecha y afilada, tratando de mitigar la presión que azotaba su cabeza-. ¿Quieres que se quede, Cornelia?
- ¡Por supuesto! No has tenido un colaborador mejor en años, tú mismo lo has dicho.
- Sí. Sí, es cierto.
Lo sabía: Julián estaba seguro de que lo sabía. ¿Cómo no iba a saberlo?
- Está bien, entonces -dijo el doctor-. Puedes volver, Gerard. Te ruego que disculpes el... malentendido.
No había dado ninguna explicación para su abrupto e inexcusable comportamiento, pero para Cornelia y Gerard fue suficiente. Entonces, Jemme hizo un gesto hacia los otros tres individuos:
- Son mis primos -dijo Cornelia-. De España. Querían saber cosas sobre tu reloj. Él viene de la universidad de Barcelona...
- Espero que cenen con nosotros -fue cuanto dijo con una breve reverencia antes de retirarse.
Amelia le susurró a Julián al oído:
- Tenemos hasta la cena para que te explique todo lo que sé sobre gnómonica...
Pero Julián no le prestaba demasiada atención: ¿de verdad nadie más se daba cuenta? Los gestos, las miradas... Cornelia, la esposa de Jemme, estaba prendada de Gerard Kremer. Y el doctor Reinerszoon lo sabía.
En la calle, una figura discreta observó a la Patrulla entrar en la casa y esperó un rato hasta asegurarse que no salían. Se retorció la punta del bigote, pensativo: los había encontrado, la pista de Irene estaba más que fundada. Tenía que asegurarse de que nada fallara, esta vez, de tener las circunstancias propicias antes de dar el paso definitivo: era importante capturarlos, interrogarlos a fondo antes de enviarlos a Huesca. Habían eludido al Ministerio demasiado tiempo, y esta vez los traidores serían castigados.
Al fin sabía donde estaban: y Alonso de Entrerríos nunca dejaba escapar a su presa...
Una joven salió de la misma casa de la que lo habían expulsado: llevaba un vestido con el cuerpo negro, ceñido, y mangas y faldas de color verde; el cabello, recogido, lo tenía cubierto con un pañuelo blanco. Se le acercó atribulada y tratando de disculparse:
- ¡Oh, Gerard, lo siento muchísimo! -dijo en un perfecto castellano.
- ¡Dile al bruto de Hans que puede estar contento, Cornelia! Ha desmontado mi torquetum...
- ¿Pero qué ha ocurrido? -la muchacha le ayudó a recoger sus cosas.
- Ah, ¿tú tampoco lo sabes? Esperaba que me pudieras dar alguna explicación.
- Algo tienes que haber hecho para enfadar así a Jemme.
Gerard Kremer estaba atónito, y había enmudecido de la indignación:
- ¿Podemos ayudarles? -insistió Diego. La pareja pareció caer entonces en la cuenta de que había más gente contemplando la escena. No sólo los miembros de la Patrulla, sino otros transeuntes.
- No veo cómo. A menos que puedan infundir algo de seso en ese maestro mío. En serio, no entiendo qué mosca le ha picado: ayer estábamos debatiendo sobre cartografía, con don Gaspar. La discusión fue muy provechosa, creía de verdad que estamos cerca de algo... importante. Y de repente esta mañana, después de almorzar, ¡zas!
- Venimos de la Universidad de Barcelona -dijo Amelia, y al darse cuenta de la mirada que recibió, añadió cogiendo a Julián del brazo-: bueno, quiero decir que él viene, mi marido, claro. Hemos oído hablar del "anillo universal" en el que trabaja el doctor Reinerszoon, ¿verdad?
- Sí, sí, por supuesto -intervino Julián-, el anillo universal. Mucho mejor que el... torquetum, donde vamos a parar...
- Pues están ustedes muy bien informados -dijo Gerard, aceptando la mano que le tendía Julián para ponerse en pie-, no son demasiados los que han leído su monografía. Aunque no sé si puede compararse al torquetum, es más como una esfera armilar...
- En cualquier caso -interrumpió Diego-, nos sabe muy mal cómo le están tratando. Quizás podríamos mediar con su maestro... aunque solo fuera para descubrir cuál es el malentendido.
Cornelia casi dio palmas de alegría:
- ¡Oh, sí! ¡Serían tan amables! Seguro que Hans ha interpretado mal lo que le haya dicho Jemme, ya sabes que no oye bien de la izquierda. Podemos decir que son unos primos míos de España: yo soy de Salamanca, ¿saben?
- Hemos estado -dijo Julián. "Detuvimos a un estafador del futuro, y conocimos al Lazarillo", añadió interiormente. Pero aquello le hizo pensar en Lola otra vez, y en su muerte estúpida... ¿ayer mismo? ¿Cuantas horas llevaban en pie? Trató de sacarlo de su mente.
Entre unos y otros recogieron los instrumentos y lograron vencer las reticencias de Gerard, que accedió volver a aquella fatídica casa:
- Y, decidnos, Cornelia -preguntó Amelia cuando ya estaban entrando-, ¿el doctor Reinerszoon es vuestro hermano?
- ¡Jajaja! -rió nerviosamente-. No: Jemme es mi esposo.
A Julián le dio un vuelco el corazón. Porque era evidente... Miró a Amelia y a Diego. No, a ellos no les parecía evidente. Pero para él estaba muy claro que...
Cornelia levantó un dedo como toda advertencia cuando se cruzaron con Hans, el enorme sirviente (más alto incluso que Diego). Aunque le sacaba casi dos cabezas a la señora de la casa, bajó la mirada, contrito, y les dejó pasar sin poner ningún obstáculo. Así llegaron a la sala de estar de la casa. En lo alto de una larga escalinata que llevaba al estudio y el observatorio del piso superior, se encontraba el doctor Jemme Reinerszoon. Lampiño, pálido, de mejillas angulosas y mentón prominente, mirada muy inteligente y ceño fruncido. A Julián le recordaba un poco al actor Christian Bale...
- Has vuelto -dijo con voz suave cargada de emociones contenidas.
- Hans ha echado a Gerard de casa, Jemme, e insiste en que tú le diste la orden.
- ¿Eso dice? -bajó un escalón-. Y si lo he hecho, ¿por qué has vuelto?
- No tiene sentido que me quede donde no me quieren... -desesperó el aprendiz.
- Te aprecio mucho, Gerard -interrumpió Jemme. Lo asaltaban emociones contradictorias y no estaba acostumbrado a expresarlas, se veía en su mirada: apreciaba a Gerard pero no quería que estuviera allí... Finalmente se llevó una mano al puente de la nariz, estrecha y afilada, tratando de mitigar la presión que azotaba su cabeza-. ¿Quieres que se quede, Cornelia?
- ¡Por supuesto! No has tenido un colaborador mejor en años, tú mismo lo has dicho.
- Sí. Sí, es cierto.
Lo sabía: Julián estaba seguro de que lo sabía. ¿Cómo no iba a saberlo?
- Está bien, entonces -dijo el doctor-. Puedes volver, Gerard. Te ruego que disculpes el... malentendido.
No había dado ninguna explicación para su abrupto e inexcusable comportamiento, pero para Cornelia y Gerard fue suficiente. Entonces, Jemme hizo un gesto hacia los otros tres individuos:
- Son mis primos -dijo Cornelia-. De España. Querían saber cosas sobre tu reloj. Él viene de la universidad de Barcelona...
- Espero que cenen con nosotros -fue cuanto dijo con una breve reverencia antes de retirarse.
Amelia le susurró a Julián al oído:
- Tenemos hasta la cena para que te explique todo lo que sé sobre gnómonica...
Pero Julián no le prestaba demasiada atención: ¿de verdad nadie más se daba cuenta? Los gestos, las miradas... Cornelia, la esposa de Jemme, estaba prendada de Gerard Kremer. Y el doctor Reinerszoon lo sabía.
En la calle, una figura discreta observó a la Patrulla entrar en la casa y esperó un rato hasta asegurarse que no salían. Se retorció la punta del bigote, pensativo: los había encontrado, la pista de Irene estaba más que fundada. Tenía que asegurarse de que nada fallara, esta vez, de tener las circunstancias propicias antes de dar el paso definitivo: era importante capturarlos, interrogarlos a fondo antes de enviarlos a Huesca. Habían eludido al Ministerio demasiado tiempo, y esta vez los traidores serían castigados.
Al fin sabía donde estaban: y Alonso de Entrerríos nunca dejaba escapar a su presa...
(CONTINUARÁ...)
Jemme Reinerszoon, alias Gemma Frisius (hacia 1540) |