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La mirada del joven Abraham Levi pasaba de uno a otro llena de dudas.
- ¿Por qué?
- ¿Por qué qué? -respondió Alonso, mientras Amelia comenzaba a jugar con las ganzúas de Irene en la cerradura que bloqueaba las cadenas.
- ¿Por qué queréis liberarme? ¿Por qué querría alguien sacarme de la cárcel?
No podían contárselo todo: eso había quedado claro cuando Amelia les comunicó sus sospechas sobre la identidad del prisionero. Pero algo había que decirle.
- Mirad, rabino... -empezó a decir Julián.
- Yo no soy rabino. ¡Sólo tengo 23 años!
- Aun no lo es, pero lo será.
- Venimos del futuro, como usted -continuó Alonso.
- Eso sería un engaño muy original. Una estrategia muy aguda por parte del rey, decídselo de mi parte.
La cerradura por fin cedió: no era particularmente buena, pero estaba algo oxidada.
- Estamos en 1111 según el cómputo cristiano -dijo Amelia-. Dentro de 24 años nacerá en Córdoba, en pleno imperio almorávide, uno de los mayores sabios de su fe: Moshé Ben Maimon, que morirá en Egipto en 1204. ¿Cómo podría saber eso si no pudiera viajar en el tiempo?
- Entonces, ¿han encontrado otras puertas? ¿Han resuelto el problema de la precisión en las medidas?
- No tengo ni idea de qué está hablando -aceptó Julián.
- Las puertas se construyen con un sistema de alta precisión que incluye cálculos muy complicados -explicó Amelia-. Por eso no pueden abrirse a cualquier fecha en cualquier momento.
- Está usted muy versada en asuntos cabalísticos para ser una mujer -el judío se frotaba las muñecas liberadas-. En fin, aceptaré su ayuda y les agradeceré que me lleven hasta su puerta.
- No tenemos puerta.
- ¿No han viajado aquí desde el futuro?
- Hemos perdido nuestra puerta.
- Ah, entiendo. Por eso que me buscaban a mí: ya me parecía mucho desinterés... Verán: ignoro si en el futuro, si es que tengo un futuro, llegaré a perfeccionar el sistema de viajes para poder construir puertas del tiempo con tanta soltura. Pero en mi experiencia, lo que he descubierto hasta ahora asegura que no se pueden abrir puertas hacia adelante, solo hacia atrás. No puedo llevarles a su época.
- Esa experiencia: decidme, ¿es muy corta? -preguntó Alonso.
- Extremadamente -respondió Abraham Levi.
- Este es su primer viaje, ¿verdad? -añadió Julián. El rabino cerró los ojos y asintió-. Llegó aquí por casualidad. ¡Vamos a morir todos!
- No exageremos -consideró Levi-. Quería llegar a esta fecha concreta y, aunque fue la primera prueba con éxito, acerté. Lo que no sabía es que la salida daba a un fortín como éste, ni que me toparía de bruces con el rey Alfonso en cuando comenzara a bajar las escaleras, ni... -sacudió la cabeza-. En fin, que no puedo abrirles una puerta, pero sí puedo llevarles hasta la mía, si conseguimos llegar a lo alto de la torre. La bloqueé cuando llegué, desajustando una piedra, para que nadie la atravesara por error hacia el futuro. Pero tendríamos que salir de aquí y subir unos cuantos pisos, y creo que hay demasiados soldados para que eso pueda funcionar. Ni siquiera podríamos cruzar ese pasillo -señaló en dirección a la salida de la celda.
Amelia le hizo un gesto a Alonso, que algo reticente le entregó a Levi la Llave de Ishtar:
- Déjenos la fuga a nosotros -dijo ella con una sonrisa-. Pero se equivoca en una cosa: sí que va a abrir una puerta...
Varios meses antes, en el diario personal que tuviese que destruir tras descubrirlo su padre, Amelia Folch había escrito:
- ¡Guardias, guardias! -gritaba Julián. Con una pachorra considerable, apareció por la escalera de piedra el vigilante de la mazmorra-. ¡Auxilio! ¡Han desaparecido!
- ¿Las chinches? Ya me gustaría -respondió el otro, rascándose instintivamente la sien y la entrepierna.
- ¡No! ¡El marrano! Chasqueó los dedos y se liberó de sus cadenas. Convirtió a mis hermanos en saltamontes y ¡se volatilizó!
El guardia frunció el ceño con hastío: cada día tenía que oir historias inverosímiles en boca de los prisioneros, que parecía que competían por inventar patrañas. A este visitante probablemente habría que encerrarlo con ellos una temporada. Aunque iba a soltar un exabrupto, se quedó mudo y casi soltó la lanza cuando llegó ante la celda: era muy pequeña, y desde el pasillo se veía perfectamente en toda su extensión. Las cadenas colgaban sueltas, los grilletes abiertos, y un trío de saltamontes bricaba por entre la paja del suelo. Las paredes estaban intactas, ninguna otra celda estaba abierta, no había ninguna salida por aquel lado del pasillo, y en el otro extremo había estado él todo el rato.
- ¡Brujería! -respondió, poniéndose muy blanco.
- ¡Brujería! -lo alentó Julián.
Si hubiera visto las cosas desde dentro de la celda, hubiera contemplado a tres hombres y una mujer apiñados junto una puerta del tiempo que se adentraba en las profundidades de una cueva bajo la antigua Babilonia. Amelia sabía que aquellas puertas podían ser muy inestables, y por eso no se atrevían a alejarse del quicio. Además, cueva adentro se oía a hombres marchando, realizando prácticas militares y hablando en una suerte de algarabía incomprensible. El ejército que Lola Mendieta había reclutado para cambiar la Historia. No podían dejarse ver por ellos.
Sólo con que al guardia se le ocurriese asomar la cabeza por la celda...
Pero estaba demasiado ocupado corriendo despavorido pasillo arriba. Al oir los gritos, Diego, Alonso, Amelia y Abraham salieron de nuevo a la celda. Justo a tiempo, porque la puerta del tiempo creada por la llave de Ishtar parpadeó entonces, mostrando intermitente a Julián, y finalmente desapareció.
- Resulta maravilloso -dijo Abraham Levi-. Pero muy poco fiable. Mis puertas creo que son más seguras.
- Hablamos luego -apremió Diego, recuperando la tablilla y dándosela a Entrerríos-. Ahora, corramos.
El camino de ascenso hasta la torre fue tortuoso y lento: Alonso había recordado buena parte del camino para salir de ella, pero ahora tenían que llegar casi hasta su cima, lo que no era lo mismo. La torre tenía muchas otras dependencias, además de las propias de una cárcel: había servidumbre, que no les prestaba atención, pero también nobles leoneses y soldados, a los que había que esquivar. Consiguieron ascender un tramo considerable hasta que, inevitablemente, les dieron el alto:
- Seguid caminando -dijo Alonso.
- ¡He dicho alto en nombre del rey! -y oyeron el sonido del acero saliendo de su vaina.
Alonso se congeló, se dio la vuelta lentamente y sostuvo la mirada al capitán de la guardia real, con un lenguaje corporal inofensivo, las manos paralelas al cuerpo:
- Os había oído, señor, pero tengo una cita ineludible.
- ¿Quién sois? No os había visto antes. ¿Y a dónde lleváis al prisionero de Don Alfonso?
- Creedme que lo siento mucho. Habéis hecho un buen trabajo, soldado -levantó la mano derecha y le disparó una sola vez a la cabeza. El disparo arrancó ecos por los pasillos de la torre, igual que la armadura de gala del capitán al caer de espaldas, inerte.
El grupo empezó a correr. Un par de guardias les salieron al paso, y Alonso resolvió el encuentro con rapidez y buena puntería. Amelia, preocupada, le llamó la atención:
- Reserva munición, Alonso, que sólo te quedan dos balas.
Entrerríos enfundó el arma y desenvainó la espada ropera y la vizcaína en la retaguardia. Diego hizo lo propio con su toledana y fue abriendo paso hacia arriba del torreón. Se había dado la alarma. Derribaron a otros dos guardias leoneses antes de que Abraham exclamara:
- ¡Esta es la habitación! ¡Aquí está la puerta!
A estas alturas había voces por toda la torre, los guardias lanzaban voces contradictorias ("¡Se escapa un prisionero!", "¡proteged al rey!", "¡nos atacan los gallegos!") y se oían multitud de pasos en su dirección.
Entraron en la cámara: era un cuarto alargado, vacío, que rodeaba practicamente todo el perímetro de la torre; una especie de mirador que daba al exterior, con muchas ventanas que tenían los postigos abiertos. Estaban bastante arriba. Levi comenzó a contar las ventanas.
Desde el puesto de vigía que había por encima de ellos empezaron a bajar soldados. Alonso los contuvo en la puerta, luchando con todas sus fuerzas y dejando cuerpos malheridos o cadáveres por los escalones, pero aunque obstruían el paso, de más abajo seguían subiendo efectivos.
- Yo los contengo, ¡pero daos prisa, pardiez!
Abraham eligió una ventana que tenía el quicio mellado. Buscó por el suelo de la habitación hasta dar con una piedra rectangular, una especie de adoquín bermejo, que colocó en el hueco de la ventana. Cerró el postigo y volvió a abrirlo: nada. Seguía viéndose la impresionante caída hasta el patio de armas Este.
- ¿Qué pasa? ¿Por qué no funciona? -se preocupó Julián.
Levi estaba muy nervioso, no atinaba a comprender lo que ocurría.
- ¡Por Dios!, ¿queréis correr? -les azuzó Alonso, a quien se le amontonaba el trabajo. Diego se puso a su vera, tratando de ayudarle, pero la puerta era bastante estrecha y no permitía demasiados lujos.
Amelia respiraba agitadamente. La puerta del tiempo ya estaba completa, pero no podía abrirse de vuelta al siglo XV. Levi había puesto en su sitio la piedra. ¿Qué fallaba? Cogió de nuevo la piedra y la giró en sus manos: era bastante regular. Tal vez... Volvió a poner la piedra en su sitio, cerró los postigos a toda prisa y abrió la ventana de golpe: en vez del cielo azul de León, lo que aparecía detrás era una negrura impenetrable.
- ¡Ya está!
Se giró hacia Alonso. Le habían herido en el costado y había retrocedido un paso, sólo un paso, pero suficiente para que tres guardias se metieran en la habitación. Diego y él los contenían, luchando como jabatos, pero tras esos tres había más, cuyo empuje los iba a dejar entrar en cualquier momento.
- ¡Marchaos! -gritó Alonso.
- ¡Corre Alonso, ya está abierta! -Julián estaba ayudando a Abraham a cruzar al otro lado.
Entrerríos se dirigió a Diego Rodríguez, hijo del Cid, de camarada a camarada:
- Alguien tiene que romper la puerta para que estos no viajen al futuro.
- Eso está claro.
- ¡Alonso! -gritó Amelia desde la ventana.
- Cueste lo que cueste -derribó a un guardia y otro ocupó su lugar.
- Cueste lo que cueste. Me gusta saber que estamos de acuerdo -afirmó Alonso con una convicción rayana en lo fanático-. No es vuestra Patrulla.
- No lo es -dijo Diego, entendiendo lo que pretendía Alonso y sintiendo que sería inútil oponerse a la decisión de aquel hombre formidable-. Pero la cuidaré como si lo fuera.
- ¡Alonso, es una orden!
Diego le cortó un brazo a un guardia y se giró sin volver a mirar atrás. Amelia pateó y le golpeó la espalda cuando el hijo del Cid se la cargó al hombro y cruzó la ventana del tiempo. Alonso sonrió feroz como un lobo, y los hombres que tenía delante se asustaron de repente. La carnicería a su alrededor era insostenible, pronto se darían cuenta de que ellos eran una docena y que él estaba solo; pero aquel instante fue todo lo que necesitó. Se dio la vuelta, corrió como una centella hacia la ventana del tiempo, soltando por el camino la vizcaína, y arrancó la piedra suelta que habían colocado Levi y Folch. Desde la oscuridad escuchó aún una última vez la voz de Amelia, desgarrada, aullando su nombre:
- ¡Alons...! -incompleta, la oscuridad de la ventana del tiempo se convirtió de repente en la vista del cielo leonés de 1111. Entrerríos lanzó por la ventana el adoquín, que cayó aquella veintena de metros y estalló en mil pedazos en el patio.
Se giró: estaba completamente rodeado por picas, lanzas y espadas que apuntaban hacia su cuerpo, por soldados que tenían más miedo que él. Sonrió una vez más y dedicó un último pensamiento a su Blanca y a su Alonsillo. Cuentan que su último bramido hizo temblar hasta la última piedra de la torre, y que aún hoy puede oírse en las noches de tormenta:
- ¡POR SANTIAGO Y POR ESPAÑA!
Varios meses antes, en el diario personal que tuviese que destruir tras descubrirlo su padre, Amelia Folch había escrito:
"Una puerta normal tiene dos lados: el de dentro y el de fuera. Incluso el hueco que queda al abrir la puerta los tiene; un vacío de dos caras. Las puertas del tiempo son distintas: una puerta del tiempo tiene cuatro lados, los dos que conectan entre épocas separadas son los que resultan evidentes, pero luego están los otros dos, los que normalmente nadie se preocupa por conectar, y que siguen perteneciendo a sus respectivas puertas. Si la entrada de mi cuarto se conviertiera en una puerta de tiempo, cuando mi madre entrase para recordarme que hace semanas que no hablo con las Pons y las Cadafalch, tal vez iría a parar al desfile triunfal de Lucius Minicius Natalius. Pero, ¿qué vería yo desde dentro del cuarto, tumbada en la cama mientras leo la Angélica? La vería ir a entrar y desaparecer. El lado interior no sería una puerta del tiempo. Yo podría salir al pasillo de mi casa con normalidad, pero si intentase entrar de nuevo a mi cuarto, reaparecería con mi madre en la Barcino romana..."
- ¡Guardias, guardias! -gritaba Julián. Con una pachorra considerable, apareció por la escalera de piedra el vigilante de la mazmorra-. ¡Auxilio! ¡Han desaparecido!
- ¿Las chinches? Ya me gustaría -respondió el otro, rascándose instintivamente la sien y la entrepierna.
- ¡No! ¡El marrano! Chasqueó los dedos y se liberó de sus cadenas. Convirtió a mis hermanos en saltamontes y ¡se volatilizó!
El guardia frunció el ceño con hastío: cada día tenía que oir historias inverosímiles en boca de los prisioneros, que parecía que competían por inventar patrañas. A este visitante probablemente habría que encerrarlo con ellos una temporada. Aunque iba a soltar un exabrupto, se quedó mudo y casi soltó la lanza cuando llegó ante la celda: era muy pequeña, y desde el pasillo se veía perfectamente en toda su extensión. Las cadenas colgaban sueltas, los grilletes abiertos, y un trío de saltamontes bricaba por entre la paja del suelo. Las paredes estaban intactas, ninguna otra celda estaba abierta, no había ninguna salida por aquel lado del pasillo, y en el otro extremo había estado él todo el rato.
- ¡Brujería! -respondió, poniéndose muy blanco.
- ¡Brujería! -lo alentó Julián.
Si hubiera visto las cosas desde dentro de la celda, hubiera contemplado a tres hombres y una mujer apiñados junto una puerta del tiempo que se adentraba en las profundidades de una cueva bajo la antigua Babilonia. Amelia sabía que aquellas puertas podían ser muy inestables, y por eso no se atrevían a alejarse del quicio. Además, cueva adentro se oía a hombres marchando, realizando prácticas militares y hablando en una suerte de algarabía incomprensible. El ejército que Lola Mendieta había reclutado para cambiar la Historia. No podían dejarse ver por ellos.
Sólo con que al guardia se le ocurriese asomar la cabeza por la celda...
Pero estaba demasiado ocupado corriendo despavorido pasillo arriba. Al oir los gritos, Diego, Alonso, Amelia y Abraham salieron de nuevo a la celda. Justo a tiempo, porque la puerta del tiempo creada por la llave de Ishtar parpadeó entonces, mostrando intermitente a Julián, y finalmente desapareció.
- Resulta maravilloso -dijo Abraham Levi-. Pero muy poco fiable. Mis puertas creo que son más seguras.
- Hablamos luego -apremió Diego, recuperando la tablilla y dándosela a Entrerríos-. Ahora, corramos.
El camino de ascenso hasta la torre fue tortuoso y lento: Alonso había recordado buena parte del camino para salir de ella, pero ahora tenían que llegar casi hasta su cima, lo que no era lo mismo. La torre tenía muchas otras dependencias, además de las propias de una cárcel: había servidumbre, que no les prestaba atención, pero también nobles leoneses y soldados, a los que había que esquivar. Consiguieron ascender un tramo considerable hasta que, inevitablemente, les dieron el alto:
- Seguid caminando -dijo Alonso.
- ¡He dicho alto en nombre del rey! -y oyeron el sonido del acero saliendo de su vaina.
Alonso se congeló, se dio la vuelta lentamente y sostuvo la mirada al capitán de la guardia real, con un lenguaje corporal inofensivo, las manos paralelas al cuerpo:
- Os había oído, señor, pero tengo una cita ineludible.
- ¿Quién sois? No os había visto antes. ¿Y a dónde lleváis al prisionero de Don Alfonso?
- Creedme que lo siento mucho. Habéis hecho un buen trabajo, soldado -levantó la mano derecha y le disparó una sola vez a la cabeza. El disparo arrancó ecos por los pasillos de la torre, igual que la armadura de gala del capitán al caer de espaldas, inerte.
El grupo empezó a correr. Un par de guardias les salieron al paso, y Alonso resolvió el encuentro con rapidez y buena puntería. Amelia, preocupada, le llamó la atención:
- Reserva munición, Alonso, que sólo te quedan dos balas.
Entrerríos enfundó el arma y desenvainó la espada ropera y la vizcaína en la retaguardia. Diego hizo lo propio con su toledana y fue abriendo paso hacia arriba del torreón. Se había dado la alarma. Derribaron a otros dos guardias leoneses antes de que Abraham exclamara:
- ¡Esta es la habitación! ¡Aquí está la puerta!
A estas alturas había voces por toda la torre, los guardias lanzaban voces contradictorias ("¡Se escapa un prisionero!", "¡proteged al rey!", "¡nos atacan los gallegos!") y se oían multitud de pasos en su dirección.
Entraron en la cámara: era un cuarto alargado, vacío, que rodeaba practicamente todo el perímetro de la torre; una especie de mirador que daba al exterior, con muchas ventanas que tenían los postigos abiertos. Estaban bastante arriba. Levi comenzó a contar las ventanas.
Desde el puesto de vigía que había por encima de ellos empezaron a bajar soldados. Alonso los contuvo en la puerta, luchando con todas sus fuerzas y dejando cuerpos malheridos o cadáveres por los escalones, pero aunque obstruían el paso, de más abajo seguían subiendo efectivos.
- Yo los contengo, ¡pero daos prisa, pardiez!
Abraham eligió una ventana que tenía el quicio mellado. Buscó por el suelo de la habitación hasta dar con una piedra rectangular, una especie de adoquín bermejo, que colocó en el hueco de la ventana. Cerró el postigo y volvió a abrirlo: nada. Seguía viéndose la impresionante caída hasta el patio de armas Este.
- ¿Qué pasa? ¿Por qué no funciona? -se preocupó Julián.
Levi estaba muy nervioso, no atinaba a comprender lo que ocurría.
- ¡Por Dios!, ¿queréis correr? -les azuzó Alonso, a quien se le amontonaba el trabajo. Diego se puso a su vera, tratando de ayudarle, pero la puerta era bastante estrecha y no permitía demasiados lujos.
Amelia respiraba agitadamente. La puerta del tiempo ya estaba completa, pero no podía abrirse de vuelta al siglo XV. Levi había puesto en su sitio la piedra. ¿Qué fallaba? Cogió de nuevo la piedra y la giró en sus manos: era bastante regular. Tal vez... Volvió a poner la piedra en su sitio, cerró los postigos a toda prisa y abrió la ventana de golpe: en vez del cielo azul de León, lo que aparecía detrás era una negrura impenetrable.
- ¡Ya está!
Se giró hacia Alonso. Le habían herido en el costado y había retrocedido un paso, sólo un paso, pero suficiente para que tres guardias se metieran en la habitación. Diego y él los contenían, luchando como jabatos, pero tras esos tres había más, cuyo empuje los iba a dejar entrar en cualquier momento.
- ¡Marchaos! -gritó Alonso.
- ¡Corre Alonso, ya está abierta! -Julián estaba ayudando a Abraham a cruzar al otro lado.
Entrerríos se dirigió a Diego Rodríguez, hijo del Cid, de camarada a camarada:
- Alguien tiene que romper la puerta para que estos no viajen al futuro.
- Eso está claro.
- ¡Alonso! -gritó Amelia desde la ventana.
- Cueste lo que cueste -derribó a un guardia y otro ocupó su lugar.
- Cueste lo que cueste. Me gusta saber que estamos de acuerdo -afirmó Alonso con una convicción rayana en lo fanático-. No es vuestra Patrulla.
- No lo es -dijo Diego, entendiendo lo que pretendía Alonso y sintiendo que sería inútil oponerse a la decisión de aquel hombre formidable-. Pero la cuidaré como si lo fuera.
- ¡Alonso, es una orden!
Diego le cortó un brazo a un guardia y se giró sin volver a mirar atrás. Amelia pateó y le golpeó la espalda cuando el hijo del Cid se la cargó al hombro y cruzó la ventana del tiempo. Alonso sonrió feroz como un lobo, y los hombres que tenía delante se asustaron de repente. La carnicería a su alrededor era insostenible, pronto se darían cuenta de que ellos eran una docena y que él estaba solo; pero aquel instante fue todo lo que necesitó. Se dio la vuelta, corrió como una centella hacia la ventana del tiempo, soltando por el camino la vizcaína, y arrancó la piedra suelta que habían colocado Levi y Folch. Desde la oscuridad escuchó aún una última vez la voz de Amelia, desgarrada, aullando su nombre:
- ¡Alons...! -incompleta, la oscuridad de la ventana del tiempo se convirtió de repente en la vista del cielo leonés de 1111. Entrerríos lanzó por la ventana el adoquín, que cayó aquella veintena de metros y estalló en mil pedazos en el patio.
Se giró: estaba completamente rodeado por picas, lanzas y espadas que apuntaban hacia su cuerpo, por soldados que tenían más miedo que él. Sonrió una vez más y dedicó un último pensamiento a su Blanca y a su Alonsillo. Cuentan que su último bramido hizo temblar hasta la última piedra de la torre, y que aún hoy puede oírse en las noches de tormenta:
- ¡POR SANTIAGO Y POR ESPAÑA!
(CONTINUARÁ...)
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