19 mayo 2015

MdT: Un acto de locura (IV)

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(Sevilla, 1793)
  
   Alonso de Entrerríos nunca bajaba la guardia. Y tenía un oído excelente.
   Mientras Amelia y Velázquez analizaban los ingredientes de las pinturas, él se concentró en un cometido muy diferente. Tal vez para sus compañeros no fuesen perceptibles los pasos amortiguados que se acercaron furtivamente por el pasillo. Ni el leve crujido de la madera, cuando alguien se apoyó en la puerta para espiar la conversación. Pero para su instinto bien entrenado, no había demasiadas dudas.
   No podía poner sobre aviso a sus compañeros: habría levantado sospechas. Por eso se limitó a escribir una breve nota (“Esperadme una hora”) y hacer un par de comentarios que animasen la conversación: mientras Velázquez continuase hablando con normalidad sobre pintura, Alonso tendría tiempo para, a su vez, aproximarse a la puerta con sigilo. El veterano soldado comprobó que su equipo estuviese a punto (la gran navaja, el revólver, el pañuelo, el frasco de cloroformo), dejó la nota en el umbral y aguardó hasta que los pasos se pusieron de nuevo en marcha. Le dio unos segundos y abrió sólo una rendija.
   El desconocido no miró atrás; Alonso esperó a que desapareciera tras un recodo y le siguió.
   Al girar una esquina, su rostro fue visible un momento: era el criado al que Amelia se había referido antes, al comentar el modo de hablar de las provincias. El sirviente que no hablaba como los demás.
   Una doncella se cruzó con el desconocido; ambos intercambiaron un saludo informal. Similar al que también usaban las gentes sencillas en tiempos de Alonso, en la misma ciudad, dos siglos antes.
   Unas cuantas dosis de paciencia después, el espía le llevó hasta su cómplice. También iba vestido como un criado, pero el saludo que intercambiaron fue distinto: entrechocar de botas, breve reverencia marcial. El segundo sospechoso desapareció escaleras arriba, en dirección al dormitorio de Goya. El primero se dirigió a las cocinas.
   Soldados infiltrados. Sospechosamente cerca de la misteriosa enfermedad de un pintor de Su Majestad.
   Alonso siguió al hombre a través de las cocinas hasta una puerta que, por la disposición del edificio, debería dar al patio interior. Pero al abrirla, la realidad fue muy distinta.
  
* * * * * * * *
  
La Vendimia (Goya, 1786)
   Amelia y Julián escuchaban a Goya con una mezcla de timidez, admiración y sorpresa. ¡Era tan distinto de la imagen que habían dejado a la Historia sus pinturas negras! Con paciencia (el pintor ya había perdido el oído por completo, pero hablaba con normalidad, y estaba aprendiendo a leer los labios), consiguieron entablar una animada conversación. La enfermedad comenzaba a remitir, revelando una personalidad llena de energía.
   - ¿De verdad dije esas cosas sobre fantasmas? -el artista miró a Julián con extrañeza-. Debieron ser delirios de la fiebre. Mis ideas suelen ser más alegres. Miren esos tapices, por ejemplo: los diseñé yo mismo.
   Amelia asintió: “La vendimia” y “Juego de pala” eran escenas de estilo barroco, quizá anticuado y falto de naturalidad, pero optimistas.
   - Sin embargo, estos otros... -la joven señaló “La boda” y “Albañil herido”: eran más modernos, pero sombríos.
   - Disculpe su dureza: a veces es necesario denunciar las injusticias -comentó el pintor con vehemencia-. Sobre todo desde hace un año, cuando el Rey prohibió casi todos los periódicos. ¿Es justo casar a una niña por la fuerza, para satisfacer la codicia o la lujuria de los que la rodean? ¿O despreciar a los albañiles más que a los mendigos, y no compensarles cuando sufren un accidente? Eso es indigno, medieval. ¡Debería dejar de suceder!
   - ¿Han prohibido los periódicos? -se escandalizó Julián, escribiendo la pregunta en un cuaderno para hacerse entender.
   - Todos, menos los dos o tres que controla el Gobierno -replicó Goya, indignado-. Porque el resto traía ideas extranjeras y revolucionarias, dicen. O porque no quieren que defendamos nuestros derechos, más bien. Pero todavía nos quedan los tapices y los grabados: se fabrican copias para toda España. ¡No nos callarán!
   Julián sonrió con admiración. Así que el pintor del Rey se estaba volviendo un anti-sistema. ¡Con un par!
   - ¿No teme perder su posición en la Corte? -se inquietó Amelia, usando también el cuaderno-. ¿Y la Inquisición?
   - No han protestado mucho. Cuando lo hagan, ya veremos -sonrió el pintor-. Hasta entonces, ¡me haré el sordo!
   Los tres rieron de buena gana y se despidieron, lamentando que hubiera llegado la hora de separarse. Julián se aseguró de dejar en manos de su anfitrión los medicamentos y las instrucciones para administrarlos.
   - No los entregue a ningún criado, por favor -le advirtió el enfermero-. Y no se fíe del agua: cámbiele siempre el vaso por otro que haya pedido para usted, por ejemplo. ¿Hay aquí algún sirviente antiguo, de confianza?
   - No: llevo poco tiempo en Sevilla -contestó Ceán Bermúdez-. Sólo he venido a organizar el archivo de Indias. Después regresaré a Gijón. Pero agradezco su ayuda: Don Paco es un viejo amigo, y llegué a temer por su vida.
   - Recuperará la vista y el equilibrio -le tranquilizó Julián-. Pero no el oído, me temo; para eso es demasiado tarde. Lamento no poder hacer más. Si nos disculpa, buscaremos a nuestro sirviente Alonso y nos retiraremos.
  
   Ya había pasado más de una hora, pero Entrerríos no había regresado. Había llegado el momento de desenmascarar al misterioso asesino. Y Amelia sabía cómo provocar una reacción.
   La joven se adelantó hacia el piso inferior, tal como había planificado con su compañero. Julián volvió al piso superior: en la puerta del dormitorio montaba guardia un sirviente, que acababa de traer una bandeja para Goya. El enfermero tomó de ella un vaso de agua, se acercó al criado y, sin decir palabra, vertió en el líquido unas gotas de algo transparente: era su última dosis de ácido clorhídrico. Un hombre inocente no comprendería el significado del polvillo de plomo que se comenzó a depositar en el fondo del vaso. Pero el que aguardaba en la puerta palideció.
   - He olvidado traer algo -no hablaba con el mismo acento que los demás sirvientes-. Si me disculpa el señor...
   - Por supuesto, vaya usted.
   Julián no se apresuró: Amelia, oculta bajo el tramo de escaleras, ya estaba preparada para seguir al hombre sin ser vista

     
Albañil herido (Goya, 1786)
* * * * * * * *
  
   (Valdepeñas, Mayo de 1811)
  
   “Así que una puerta del tiempo...”
   Entrerríos comenzó a dudar. ¿Estaba siguiendo a un verdadero criminal? ¿O a otro agente del Ministerio?
   “No: el Ministerio tendría la puerta en uno de sus pasillos, no en una cueva de bandoleros”.
   La gruta contenía algunas cajas de víveres y municiones. De factura similar a las de la mansión que acababa de abandonar, quizá por haber sido sustraídas de ella. O tal vez porque el otro lado estaba también en la misma época... no, Alonso rechazó la idea: todas las puertas deberían conectar por algún lado con el 2015. Al menos, que él supiera.
   El desconocido ya estaba en el exterior. Alonso se dispuso a seguirle, pero un tremendo golpe estuvo a punto de derribarle. Instintivamente, sacó el revólver.
   - Pero ¿qué...?
   Para su sorpresa, su atacante resultó ser una mujer: le acababa de golpear con la culata de un arcabuz. Iba vestida como Amelia en su primera misión, en 1808.
   - ¿Quién es tu cómplice? -preguntó indignada. Señalaba la dirección hacia la que probablemente había huido el fugitivo.
   - ¿Cómplice? -gruñó Alonso- ¡Estoy persiguiendo a ese traidor! Apartad: esto no es cosa de mujeres...
   Para sorpresa del soldado, la joven giró hábilmente la culata de su arma y golpeó el revólver del hombre; poco le faltó para arrebatárselo de la mano.
   - ¡Maldición! -exclamó Entrerríos, retrocediendo hasta una distancia segura. La había subestimado-. ¡Lucháis casi como los orientales!
   - ¡Pues soy española, como el que más! Llevo días observando movimiento por esta zona: ni tú ni ese otro sois de los nuestros. Me preguntaba qué estabais tramando. Por vuestra culpa han venido los franceses, ¿verdad?
   Unos disparos, ladera abajo, interrumpieron sus palabras. Alonso se giró hacia el sonido, vio el origen del humo y disparó. La mujer le imitó: si no había intentado disparar a Entrerríos, no había sido por falta de pólvora.
   - ¡Rápido, poneos a cubierto! -indicó él, para sorpresa de la joven, cuando ésta se detuvo para recargar-. ¡Yo me encargo de ellos!
   Tres tiradores asomaron entre las rocas, montaña abajo. El veterano de los Tercios reconoció los uniformes.
   - ¡Franceses! -gruñó, apuntando cuidadosamente con su revólver-. ¿Creíais que me había quedado sin balas?
   Los tres soldados cayeron fulminados. No estaban solos: desfiladero abajo sonaban disparos distantes, cada vez más espaciados. En la lejanía, Alonso distinguió más soldados napoleónicos que se batían en retirada, acosados por milicianos castellanos. Y también milicianas: una española, de hecho, parecía impartir órdenes a varios de los hombres. “¡Una mujer al mando, en este siglo! Más vale que no se lo comente a Amelia”, sonrió, recargando su arma: “¡se pondría pesadísima!”
   Estaba finalizando una batalla; a Entrerríos le pareció tentador, pero tenía prisa...
   Entonces le sobresaltó una detonación a su espalda.
   - Deberías vigilar mejor -sonrió la mujer. En su mano humeaba el arcabuz, que había recargado mientras Alonso disparaba. Y a sus pies, a espaldas de Entrerríos, yacía otro soldado francés recién abatido.
   - Soy Juana “La Galana“, guerrillera de Valdepeñas -se presentó la joven que acababa de salvarle la vida-. De la partida de Francisco “Chaleco”. Y ésa de ahí abajo es la subteniente Agustina Saragossa, una heroína de Aragón. Sígueme: llevo tiempo vigilando esta zona. Si de verdad persigues a ese hombre, creo que se dirige a la ermita de la Consolación.

     
* * * * * * * *
  
   - ¿Qué buscan aquí?
   La guardiana de la ermita vestía de forma humilde, pero desprendía un aire de serena autoridad.
   - ¿Es usted la Fraila? -inquirió Amelia-. Acaba de entrar un hombre. ¿Dónde está?
   - Se ha ido -contestó la anciana-. Pero no ha sido el único: vinieron otros dos, poco antes que él.
   - ¿Uno de ellos tenía un gran bigote? -inquirió Julián-. Es amigo nuestro: tenemos que encontrarle.
   - Sí, hace media hora. Me avisó de que ustedes vendrían. No pude detenerles: pero a ustedes, sí. Váyanse.
   - ¿Dónde están? -se extrañó Amelia-. Llevamos un rato vigilando este edificio. No ha salido nadie, y aquí sólo hay una puerta...
   - Eso dígamelo usted -contestó la anciana. Sus ojos le escrutaron de un modo especial.
   - Comprendo -asintió la joven-. ¿Una puerta que no es una puerta? ¿Eso tienen aquí?
   - Está en bucle. Si se descuidan, no podrán volver.
   “Es inteligente” comprendieron los dos agentes: “su respuesta tiene sentido sólo para los que ya conozcan el secreto”.
   - Volveremos antes de medianoche -prometió Amelia dulcemente, entregándole un sobre sellado-. La Galana le envía este mensaje. Ella dice que conoce a nuestro amigo. Por favor, debemos pasar.
   - Si quieren vivir, vuelvan antes del atardecer -sentenció la Fraila, leyendo la carta. Una sola lágrima resbaló por su rostro, solemne y rígido como la piedra.
   - ¿Podemos ayudar? -se preocupó Amelia-. ¿De qué se trata?
   - Mi hijo partió hoy a una batalla. Hemos vencido, pero él no volverá. Ya no tengo a nadie.
   Su interlocutora se quedó helada. Apenas se fijó en la fecha que mostraba la nota: Mayo de 1811.
   - Lo... lo siento...
   - Los franceses se retirarán: buscarán un refugio apartado, como siempre -se limitó a decir la Fraila-. Esta ermita les queda de paso. Y esta vez, sabré qué tengo que hacer.
   Fue como un escalofrío en la nuca. Julián se volvió y la miró a los ojos. Vio brillar la locura en ellos, inquietante y serena al mismo tiempo.
   - No tarden ustedes -sentenció la anciana-. Los franceses pueden llegar en cualquier momento.
   Julián miró largamente a la Fraila y asintió. Sabía que no volverían a verse.
   - Es como yo -confesó a Amelia, una vez al otro lado-. Ya no tiene nada que perder.
  
  
* * * * * * * *
  
   Alonso se estaba hartando de seguir al sospechoso. “Espero que Julián y Amelia me sigan de una maldita vez. La Galana y la Fraila deberían darles mi aviso. Gran mujer, la Galana; lástima que esté casada...“
   Dejó de fantasear con la atractiva guerrillera y se concentró en su trabajo. Faltaba poco para el anochecer; por algún motivo, el desconocido parecía estar poniéndose nervioso. Tal vez había detectado que le seguían.
   Entrerríos reconoció el Madrid de los Austrias: lo había recorrido en varias épocas distintas. La Puerta oculta en la ermita le había llevado a lo que parecía una modesta salida de servicio, en una de tantas casas señoriales cercanas a la Puerta del Sol. Extrañamente, tampoco daba al 2015, sino a una época similar a la que acababa de abandonar. Le habría gustado comprobar la fecha exacta, pero no podía perder el tiempo en eso.
   “Qué ironía“, pensó: “tiempo“.
   Pronto disipó sus dudas: sí, el espía sabía que le estaban siguiendo. Estaba empezando a ser demasiado hábil intentando perderse entre la gente. El soldado del Tercio perdió la paciencia: cuando le vio tomar una discreta callejuela lateral, desplegó la gran navaja que portaba encima.
   - ¡Manos arriba! -oyó de improviso.
   - Eso lo debería decir yo -contestó Entrerríos tranquilamente.
   Los dos hombres habían tenido la misma idea. Se estudiaron mutuamente, armas en mano. No había testigos.
   - ¿Por qué me sigues?- inquirió el desconocido, manteniéndose a una distancia bien calculada.
   - Soy del Ministerio. Y vos no parecéis trigo limpio.
   - Mientes. El Ministerio no funciona en esta época. Se lo han llevado todo a las montañas. Temen demasiado que les detecten los franceses.
   - Entonces, ¿a quién servís? ¿Qué queréis de Goya?
   - Silenciarle. Él fue un agitador. Este siglo habría tenido menos guerras sin él.
   - ¿Un simple pintor? Imposible...
   El breve instante de duda fue suficiente: el desconocido lanzó un navajazo hacia la diestra de Entrerríos. Éste no se dejó desarmar; le esquivó con un ágil salto de esgrima, cambió de posición y contraatacó. El otro aulló de dolor cuando el acero le atravesó la mano derecha.
   - ¡Rendíos!
   Lejos de desistir, el herido sacó una pistola con la zurda. Alonso burló el disparo por muy poco.
   - Ya es casi de noche. El ruido atraerá a los alguaciles -el desconocido arrojó el arma descargada a los pies de su rival y recogió la navaja con la mano sana, guardando las distancias-. ¡No saldrás de aquí a tiempo!
   - ¿A tiempo de qué?
   - Ya lo verás. Esa puerta es muy útil: cada vez que detectamos a alguien como tú...
   - ¿Sabíais todo el rato que os seguía?
   La entrada del callejón ya no estaba libre: se estaba llenando de curiosos, y pronto llegarían las autoridades. El desconocido se deshizo discretamente de la navaja y se alejó, fingiendo terror.
   - ¡Auxilio! ¡Me ha herido! ¡Que me mata!
   Demasiada gente; Entrerríos comprendió que ya era tarde para huir. Sólo podía hacer una cosa.
   Su revólver disparó dos veces. El espía aulló de dolor y cayó al suelo, con ambas rótulas destrozadas.
   - Yo no podré salir de esta ciudad, pero vos tampoco -sentenció fríamente Alonso-. Ya hablaremos en el hospital. Pasaréis allí un tiempo.
  
   La multitud se revolvió, inquieta. Nadie reparó en una pareja que observaba la escena, oculta entre el gentío. Habían llegado demasiado tarde. Por muy poco.
   - No, Julián -murmuró Amelia, reteniendo a su compañero-. La Policía no desconfiará de una mujer: yo preguntaré a dónde los llevan. Tú vigila la Puerta; si hay otro espía puede intentar volver por ella.
   Su compañero obedeció, sin atreverse a contradecirla. Pero sabía que no tendrían tiempo de regresar; no sin Alonso. Y eso ni siquiera era lo peor.
   Lo más grave era lo que estaba viendo a través del escaparate de una librería. Un ejemplar del Diario de Madrid. Julián soltó una maldición al leer la fecha de este último:
   “1 de Mayo de 1808“.
(CONTINUARÁ...)


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