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(Cádiz, Enero de 1793)
Corral de locos (Goya, 1793) |
Mal vestidos, acurrucados en un
rincón o enzarzándose en peleas sin sentido. Un corral de locos. Lo había visto
de niño, en sus tíos, Francisco y Francisca Lucientes. Él podía terminar igual.
Loco. Llevaba toda la vida intentando negarlo, pero iba a acabar como ellos...
Huyó. Saltó la tapia en plena
noche y corrió como el viento, acosado por la fantasmal presencia de las aves
nocturnas, el ulular de un lejano perro rabioso y hambriento... peligros que no
se atrevía a buscar con la vista, o que quizá sólo existían en su mente. No le
alcanzaron: sí, debía ser su mente. Estaba llegando a casa. Sólo eso importaba.
Recorrió con la vista el
dormitorio; sólo entonces recordó que ella estaba muerta. Que sólo quedaba su
recuerdo, deformado y amargado por la tragedia. El lecho que habían compartido.
Los retratos que pintó de ella, los tapetes y la colcha que ella había tejido. “Ella está
aquí, ¡en todas partes!“.
Fantasmas, eso era todo. Ni
siquiera su casa podía protegerle de ellos: porque su casa era el fantasma. Cerró los
ojos, pero los seguía oyendo. Ululaban como aves nocturnas, sin darle tregua...
Francisco de Goya y Lucientes despertó,
sobresaltado. El zumbido de sus oídos no cesaba; se preguntaba si algún día
volvería a oír con normalidad.
“Pero mi esposa no está
muerta“, recordó, intentando serenarse. “Estoy a salvo, en casa de un buen amigo. Soy director de
la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Pintor de cámara de Su Majestad. Estoy en la cumbre. Sólo tengo fiebre, y esto sólo ha sido un mal sueño“.
* * * * * * * * * *
(Barcelona, 1880)
Finalizaba la jornada. Amelia Folch
recogió sus libros, intentando no sobrecargar el brazo herido, y abandonó la Universidad. Ningún hombre se atrevió a cruzar
un saludo con la excéntrica mujer, excepto un anciano catedrático. Para
extrañeza de todos, el profesor que más parecía estimarla impartía
una asignatura que ella nunca había estudiado: ¡derecho medieval! Nadie podía
imaginar que aquel erudito compartía un secreto con Amelia: juntos habían
desafiado al mismísimo Torquemada...
La joven repasó sus anotaciones
en el carruaje de regreso. Estaba preocupada: su trabajo la estaba retrasando
en sus estudios. En realidad, nadie se quejaría si suspendiera los exámenes. Al
contrario: siendo mujer, era lo que se esperaba de ella. Todos suspirarían
aliviados por su fracaso, para así poder negarle la matrícula en el siguiente
curso. Así volvería al cauce “normal“: boda (deseada o no), hijos... y el fin de su
libertad. Y probablemente, el fin de su vida: una tumba a los veintiocho años.
Amelia no estaba dispuesta a
permitir nada de aquello. El plan de salvar a la mujer de Julián le había
fallado, pero tenía otras opciones. La convalecencia le estaba permitiendo
ponerse al día. Si conseguía prolongarla un poco más...
Pero el mensaje que le esperaba
en casa de sus padres trastocó sus planes. Y también el mensajero.
-¿Julián? -la joven palideció como si hubiera visto un fantasma-. ¿No deberías estar
todavía en el hospital...?
* * * * * * * * * *
(Oficinas del
Ministerio, 2015)
Las tres detonaciones dejaron
sendas marcas en la diana. Una muy alejada; otra, mejorable; la tercera, casi
en el centro. Amelia frunció el ceño y probó otra diana más: tres blancos casi
aceptables.
-No está mal -asintió Alonso-.
Nada mal.
-¿Para ser una mujer? -gruñó
ella, quitándose los protectores auditivos-. Eso me decían de niña, cuando
balbuceaba tres versos seguidos. Pero ahora me exijo mucho más. Esto no es
suficiente.
-Creedme, disparáis mejor que él... Julián, vuestro turno.
-Gracias por las flores, pero no necesitabas continuar con la farsa -dijo
la joven al enfermero, antes de que éste se protegiera los oídos-. Le conté a mis padres que nuestro “accidente de carruaje“
te había dejado muy grave, ¿no te lo dijo Alonso? Era la ocasión perfecta para fingir
tu muerte y desaparecer.
-¿Y si se les ocurre venir a
verme al hospital? ¿O a mi "funeral"? Es mejor no arriesgarse -Julián se puso
el equipo, realizó tres disparos y añadió-: Además, alguien tenía que llevarte el mensaje:
habías apagado el “busca“.
Julián disparó contra la
siguiente diana hasta agotar los proyectiles. Amelia no podía precisar por qué,
pero notaba algo extraño en el enfermero. Tal vez no se había hecho a la idea
de su repentina recuperación. O a las ropas del siglo XVI, que ahora él también
usaba tan a menudo como Alonso. O a aquel brillo inquietante en su mirada: algo
parecido a la hostilidad, o al miedo.
-Disparáis mejor que nunca -observó
Alonso, una vez su compañero se hubo quitado las protecciones-. ¿Cómo podíais
fallar tanto antes? ¿Era teatro? Cuando decíais que lo vuestro no era quitar vidas,
sino salvarlas...
Julián le miró con amarga ironía. ¿Salvarlas? ¿Como la de su mujer?
-Ya no -admitió hoscamente.
-¿Estás bien? -se inquietó
Amelia-. ¿De verdad?
El enfermero sonrió con resignación y algo más de calma. De
pronto, volvía a ser el de siempre.
-Tirando, que ya es algo. ¿Y
tú, Amelia? Alonso me dijo que estuviste cerca de la muerte. Lo siento...
-Lo que importa es que estamos
de vuelta -les atajó Entrerríos-. Vamos; es la hora.
-Sí, aunque sea en... libertad
vigilada -resopló Julián, poniéndose en marcha-. Y mudándome al siglo XVI.
-Órdenes de Salvador -se excusó
Alonso-. No os puedo quitar el ojo de encima, ni de día ni de noche. Pero de
todas maneras, ¿querríais volver a vuestra casa?
Julián recordó la última visita
que habían hecho a su apartamento, lleno de dolorosos recuerdos. Fotografías de
su esposa muerta. El lecho que habían compartido. Cada detalle lo habían
elegido juntos. Ella estaba allí, ¡en todas partes! Aquella sensación fantasmal
le aterraba; le había provocado escalofríos incluso a Alonso.
-Es verdad. Tenía que salir de
allí.
Amelia decidió que sería más
prudente cambiar de tema.
-Mi “busca“ estaba apagado porque el médico del Ministerio me alargó la baja hasta la semana que viene. Pero de pronto,
nos llaman a toda prisa. ¿Por qué?
La respuesta la encontraron al
cruzar el umbral del despacho de Salvador. Desde luego, no podía ser más
extraña. Ni más elocuente, al menos para Julián.
-¿“El Grito“ de Munch? Pero... ¿qué
le han hecho a la cara?
- Se le parece, pero no es “El Grito“ - contestó el subsecretario-. Y no es de Munch. Lo han pintado un siglo
antes de tiempo. Y en España.
-Esa cara... creo que conozco ese
estilo -se extrañó Amelia-. ¿Goya?
-El rostro del “Hombre
desesperado ante un niño muerto“ -asintió Velázquez, agradablemente sorprendido
por los conocimientos de la joven-. Una miniatura de Goya poco conocida. No
debería haber sido pintada hasta treinta años después. Y el paisaje de fondo, un siglo más tarde.
-Vaya mezcla... Velázquez, tarde o temprano esto
tenía que pasar -consiguió bromear Julián-. Tanto investigar a pintores de
todos los tiempos...
-¡Me ofendéis! Nunca llevo ideas
de una época a otra. A diferencia de otros -añadió el pintor con retintín-, yo respeto las normas.
Julián se dio por aludido y estuvo a punto de replicar agriamente, pero la voz autoritaria de Salvador les
interrumpió:
-“Último lamento“. Esta obra no
debería existir. Pero aquí la tenemos, y lleva una anotación en el reverso:
dice que Goya la dejó inacabada al morir, en Febrero de 1793.
Amelia le miró con extrañeza.
-Goya no debería haber fallecido
en esa fecha. Enfermó, pero sólo quedó sordo.
-¿Por eso en este cuadro se
tapa los oídos? -aventuró Alonso.
-Será mejor asegurarse -afirmó
Salvador-. Tal vez tengamos que intervenir para que no muera antes de tiempo,
como en el caso de Lope. Julián, usted se encargará del diagnóstico.
-Necesitaré unos días para
documentarme -objetó el enfermero-. Puedo examinarle, pero no soy médico.
-Tome los libros que necesite y
llámenos si necesita ayuda, pero deben partir ya. En aquellas fechas, Goya estaba de
viaje en Sevilla. Hemos identificado una puerta que les dejará allí, pero poco
antes de que regresara a Cádiz. El viaje será mucho más largo si no se
apresuran.
Julián suspiró con resignación.
-Sí, señor.
* * * * * * * * * *
(Sevilla, Febrero de 1793)
-Se ha traído media biblioteca -gruñó
Alonso-. Y decían que la loca de los libros erais vos...
-Los va a necesitar -replicó
Amelia, probando el café de olla que les había traído un criado-. Se han escrito varias teorías sobre la enfermedad de Goya, pero no se sabe cuál es la correcta. Toda ayuda va a ser
poca.
-Si estaba enfermo y vivía en Madrid, ¿por qué viaja justo ahora?
-Para curarse en un balneario en Cádiz. Además, estaba organizando allí una exposición de homenaje póstumo, para una pintora de la Academia de San Fernando: Anna María Mengs...
-¿Existen mujeres pintoras en esta época? -se asombró el soldado.
-¡Y en la mía! -intervino Velázquez, ofendido por tal ignorancia-. La pintora oficial de Felipe II era Sofonisba Anguissola, ¡dos reyes antes que yo!
-Si estaba enfermo y vivía en Madrid, ¿por qué viaja justo ahora?
-Para curarse en un balneario en Cádiz. Además, estaba organizando allí una exposición de homenaje póstumo, para una pintora de la Academia de San Fernando: Anna María Mengs...
-¿Existen mujeres pintoras en esta época? -se asombró el soldado.
-¡Y en la mía! -intervino Velázquez, ofendido por tal ignorancia-. La pintora oficial de Felipe II era Sofonisba Anguissola, ¡dos reyes antes que yo!
-Ya... y vuesa merc... usted, don
Diego -cambió de tema Entrerríos, algo molesto-, ¿cómo ha conseguido que nos reciban tan
fácilmente?
-Tengo contactos aquí -sonrió
Velázquez-. Soy de Sevilla.
-Sí, pero de hace siglos. Igual
que yo.
-Hay cosas que no cambian
demasiado...
-¿Visitas frecuentes al círculo
de Goya, más bien? -Amelia le miró con complicidad-. Tranquilo, le guardaré el
secreto. Por cierto, ¿por qué ni usted ni Alonso tienen acento andaluz?
-En mi época no estaba bien
visto en la Corte -contestó Velázquez altivamente-. Ningún deje de provincias:
ni andaluz, ni gallego, ni asturiano... para ser tomado en serio, había que hablar como en Madrid.
-Lo mismo sucedía entre los
oficiales de cierto rango; yo era capitán -intervino Alonso, probando el café con cautela. Torció un poco el
gesto: aquel brebaje era amargo, pero en el Ministerio había comenzado a
acostumbrarse al sabor-. De todos modos, el acento andaluz de hace siglos no se
parecía al de ahora. Ya habéis oído el habla de las sirvientas de esta casa.
-No todas -recordó Amelia
distraídamente: estaba maravillada por los libros que contenía la biblioteca de
su anfitrión, el historiador Agustín Ceán Bermúdez. Tratados sobre pintura,
arqueología romana, diccionarios de arte, ¡escritos de su propio puño y letra!-.
Hay un criado que no habla como...
El sonido de unos pasos le interrumpió. Los tres agentes se levantaron para recibir al dueño de la casa.
-Señora, agradezco que su hermano Julián haya
accedido a examinarle -saludó Bermúdez, con tanta cortesía como alivio-. Don Paco había mejorado mucho este invierno en Cádiz,
pero al venir a Sevilla ha vuelto a recaer. Necesita ver a su médico, pero no
está en condiciones de emprender el viaje de regreso a Cádiz. Y aquí no podré
conseguir un especialista de ese nivel hasta pasado mañana.
-No es molestia, don Agustín; don
Paco es un viejo amigo de mi marido, al fin y al cabo -Amelia cruzó una mirada
cómplice con su "esposo" Velázquez, que parecía realmente halagado por su papel en la
misión-. Confío en que mi hermano pueda ser de ayuda: es un buen médico.
-Por cierto, veo que usted
también aprecia el arte -intervino Velázquez, recordando su cometido-. Si no
tiene inconveniente, mientras aguardamos a mi cuñado Julián, desearíamos pedirle un
favor...
* * * * * * * * * *
Julián entró en la alcoba disimulando su
nerviosismo. Una cosa era saber quién era su paciente; otra, verlo en persona.
Era él; había visto los retratos. Era Francisco de Goya. Y si no tenía éxito,
podía morir en sus manos. Sólo de pensarlo se echaba a temblar; más que por sí
mismo, por Amelia, la responsable de la misión.
-No está consciente del todo -observó
su anfitrión-. Es extraño; ayer lo estaba.
El enfermero comprobó el pulso
y la temperatura; débil, acelerado, febril. Como era de esperar.
-¿Es fumador? -inquirió al
revisar las manos.
-Empedernido.
El amarilleo de los dedos de la
mano izquierda era evidente: nicotina. Pero las yemas de la mano derecha
presentaban un tono ajado más claro, grisáceo. Habían estado en contacto con
otra sustancia tóxica diferente. Pero ¿cuál?
-¿Le habló del diagnóstico que
le dieron en Cádiz?
-Sí. Ha perdido completamente
el oído, aunque él dice escuchar zumbidos persistentes. Le falla el equilibrio;
no puede caminar. Se le está nublando la vista. Y... -el historiador dudó antes de añadir-: hay un tema que requiere
discreción...
-No se preocupe; la
confidencialidad de mis pacientes es sagrada.
-Me ha confesado que padece... -el hombre bajó la voz, cohibido-: gálico. El mal francés.
El enfermero asintió: sífilis.
La maldita enfermedad asociada a ciertas diversiones, y empezaba a desesperar
de encontrar un artista español que no se aficionase a ellas. Examinó las pupilas
del enfermo: no reaccionaron a la luz de la vela. Si era lo que parecía, estaba
en la fase final.
Julián no era un experto, pero
gracias a la biblioteca y a un médico del Ministerio, sabía qué tres dolencias
debía buscar: tabes neurosifilítica, intoxicación por mercurio y saturnismo. De
momento, parecía haber encontrado la primera. Aunque solamente había una manera
de asegurarse.
-Tendré que examinarlo bien. Si
no le importa...
Su interlocutor asintió y se
alejó hacia la puerta. Sabía que se trataba de una enfermedad de transmisión
sexual.
-Si necesita algo, llámenos.
Dejaré un criado esperando aquí fuera.
* * * * * * * * * *
Velázquez mostró a sus
acompañantes el lugar que había solicitado visitar.
-Así que Goya ha estado
pintando en este estudio -sonrió Amelia, algo emocionada.
-Sí. Aquí encontré el óleo de
nuestra misión -confesó el pintor-. No me lo esperaba. Sólo sabía que Ceán
Bermúdez estaba preparando una enciclopedia sobre los pintores más relevantes de
España y...
-Comprendo -rezongó Alonso-: quisisteis aseguraros de figurar en ella.
-Es natural -presumió el
pintor, mientras el soldado intentaba contener un gruñido-. ¡No puedo faltar!
-Al trabajo -les recordó la
joven-. La salud de Goya mejoró en Cádiz, pero empeoró de nuevo al llegar aquí.
O le afectó el viaje, o algo que hay en este lugar. ¿Con qué se confeccionan
las pinturas?
-Aceite de linaza. Carmín. Ocre -Velázquez iba señalando los componentes, realmente complacido por tener espectadores-.
Cáscara de nuez molida, para el color de la piel humana. El anaranjado procede
de tierras que contienen óxido de hierro.
-¿Y el azul? La pintura del "Grito" contiene azul...
-En esta época todavía lo
consiguen con arseniato de cobalto. Yo no: en el siglo XXI aprendí que es
venenoso. Así que en Las Meninas uso lapislázuli.
“Azul, arseniato de cobalto“ anotó Amelia en
su lista de sustancias sospechosas.
-¿El verde?
-El más famoso es el veronés.
Pero desde que supe que contiene arseniato de cobre, ya no lo uso: prefiero
mezclar azul y amarillo.
-Qué manía con el arsénico -se
sorprendió Alonso-. ¿Tanto os gustan los venenos en Palacio?
-A mí no me miréis. Yo realizo
todas las mezclas a partir de muy pocos colores: ahí está mi mérito. Mirad qué pocos
tonos tiene mi paleta en Las Meninas. Y ninguno tóxico. Con una excepción: el
blanco de España. Ah, y el amarillo Nápoles. Contienen plomo, pero aún no les he
encontrado un buen sustituto.
Amelia continuó tomando anotaciones: “Verde, arseniato de cobre. Blanco y amarillo, plomo“. Velázquez les echó una ojeada y asintió.
Amelia continuó tomando anotaciones: “Verde, arseniato de cobre. Blanco y amarillo, plomo“. Velázquez les echó una ojeada y asintió.
-La mitad de los colores son
tóxicos -se exasperó Amelia, volviéndose hacia su otro compañero... pero éste había
desaparecido. ¿Dónde estaba Alonso?
* * * * * * * * * *
Julián aprovechó la ausencia de su anfitrión
para preparar el material sanitario del siglo XXI: guantes de látex, agujas hipodérmicas, una
sonda y viales para muestras. Antes del viaje se había reunido con un médico
del Ministerio para prepararse: si los libros sobre Goya mencionaban la
sífilis, más valía llevar encima el antibiótico adecuado. Administró los medicamentos por vía intravenosa, tomó muestras del paciente y las guardó en el maletín
isotérmico. Pensaba hacerlas analizar en el Ministerio, pero... ya puestos, ¿por qué no?
Había preparado algo más: un pequeño
vial de ácido. Sólo era una curiosidad, pero tenía muestras de sobra, y siempre
había querido hacer el experimento. Desde que, en sus tiempos de estudiante, el
profesor de las prácticas de laboratorio les comentó un dato anecdótico:
"El plomo precipita con ácido
clorhídrico. Pero hoy en día, no es habitual encontrar una intoxicación tan importante como para que este dato resulte útil por sí solo..."
El enfermero vertió unas gotas
del ácido en una muestra de su paciente, contempló el resultado en el fondo del
tubo de vidrio y asintió, impresionado. No, en su tiempo, no. Pero en el siglo
XVIII, sí.
"Saturnismo: intoxicación por
plomo. Dos de las tres causas, confirmadas".
Distraídamente, desechó el resto
del ácido clorhídrico en el vaso medio vacío que había sobre la mesilla de
noche, pensando llevárselo y reemplazarlo por otro lleno de agua fresca. Pero por el
rabillo del ojo notó algo extraño y se volvió para mirarlo mejor. Ahogó una
exclamación cuando vio lo que estaba sucediendo en el fondo del vaso.
"¡Plomo en el agua! El plomo no
tiene sabor... ¡Le están envenenando!"
Entonces el paciente comenzó a
delirar.
-Es ella. Su retrato. El lecho
que habíamos compartido. ¡Ella está en todas partes!
A Julián se le erizó el
cabello. Conocía aquellos pensamientos. No era posible...
-¿Cómo... cómo dice?
-Son fantasmas. No: sólo están en mi mente. Sé que no son reales. ¡Pero no puedo librarme de ellos, porque están en mi mente!
-Por favor... me está asustando,
¡despierte!
-Los ruidos... rugen sin parar,
¡y sé que nunca volveré a oír nada real! ¡Sólo a los fantasmas!
La fiebre había remitido,
gracias al antipirético. Al sacudirle con suavidad, el enfermo despertó.
-Hola, soy... -con impotencia,
Julián comprendió que Goya no podía oírle. Vocalizó más despacio, esperando que
en tan pocas semanas hubiese aprendido a leer los labios-... soy Julián. El nuevo
médico.
-Te vi. En la casa de locos.
Eras yo. Y ella había muerto. ¿Por qué no la dejas descansar en paz?
El enfermero retrocedió como si
le hubieran dado una bofetada. El pulso le latía con fuerza en las sienes. No
sabía qué responder a aquella mirada febril, fiera, amenazante. Sólo asintió como un autómata.
-Mis fantasmas no tendrán
descanso -Goya se derrumbó de nuevo-. Pero ella sí. Déjala en paz.
(CONTINUARÁ...)
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