(Corte de Bohemia, 1587)
El espejo de obsidiana negra, labrado y pulido por alguna antiquísima civilización precolombina, reflejó de extrañas formas las facciones del hombre a la cambiante luz de las velas; había instantes en los que ni siquiera parecía el reflejo de un rostro humano, sino un espectro de otro mundo. Y en otros momentos, las fantásticas formas se asemejaban a letras; caracteres de un alfabeto extraño.
-El espíritu está escribiendo otra vez -anunció Edward Kelley, anteriormente conocido como Talbott; su pronunciación era defectuosa, a causa de las drogas que le mantenían en trance-: "Ewn gath synne rith nach gaard“.
-"Puertas al pasado" -tradujo John Dee, poniendo por escrito aquellas palabras-. "En un Imperio donde no se pone nunca el sol".
Las siguientes palabras del "scryer“ (o "médium“, como daría en llamarse su profesión siglos después) fueron aún más ininteligibles: aparte de aquellos dos hombres, nadie en el mundo habría sido capaz de interpretar la lengua de Enoch. El lenguaje de los espíritus.
-"En una nave negra. Dando a una galería secreta" -fue la siguiente traducción del astrólogo inglés-. "Docenas de puertas, a muchas épocas" -hizo una pausa para reflexionar-. Todo el tiempo de un país enemigo, en nuestras manos. Si consiguiéramos acceder a ellas...
-Este espíritu... Uriel... quiere algo más -interrumpió el "scryer", esta vez en inglés.
-¿De qué se trata?
El médium pareció dudar:
-Os ofrece el conocimiento sobre el pasado y el futuro. Pero a cambio, dice que hay un precio.
-¿Cuál es? -solicitó Dee, sin darle demasiada importancia.
-No es posible... -el tosco rostro del scryer reflejó un instante de duda y aprensión-. Me pregunto si es un ángel o un demonio. ¿Estamos seguros de con quién acabamos de contactar?
-Hablad -le urgió el astrólogo con dureza.
Kelley, o Talbott, dudó por última vez. No las tenía todas consigo.
-Desea... algo impuro. Pero no de vos.
-Lo acepto igualmente: deseo saber más -Dee se encogió de hombros, indiferente a todo lo que no fuera su ambición-. Para estos seres no existe el Tiempo. ¡Pueden revelarnos tantas cosas, de cualquier época...!
-La tercera Luna del Traidor desentrañará una conspiración -habló el médium, transmitiendo una voz de otro mundo; palabras que sólo él podía oír-. Y la Luna de Sangre traerá la caída del Dragón. Ahora... ahora exige el pago. Os lo advertí: hay un precio.
-Está bien -se exasperó Dee-. ¿De qué se trata?
-No es qué, sino quién. El espectro quiere que le entreguéis a alguien -incluso a pesar de la embriaguez provocada por las drogas, Edward dudó un instante: ¿sería aquél el fin de su relación con aquel alquimista? ¿Mataría Dee al mensajero?-. Entregadle a vuestra esposa.
* * * * * * * * * *
(Estuario del Támesis, Febrero de 1589)
El joven Alonso de Entrerríos, de guardia en la cubierta del galeón capturado, recorrió con la mirada el puerto fluvial y los edificios colindantes. El muelle bullía con el trasiego de los estibadores y el ajetreo de los comercios vecinos. El olor penetrante de la cercana lonja de pescado se entremezclaba con el aroma del pan horneándose en alguna tahona cercana. Le habían dicho que aquélla era una tierra de herejes; pero los campanarios de las iglesias tañían casi como lo habrían hecho en España, dando a la escena un aire curiosamente familiar. Londres era una ciudad enemiga; pero, a pesar suyo, casi comenzaba a gustarle.
-Todo esto me parece un sueño extraño, maese Diego -comentó a su veterano compañero de patrulla, después de cerciorarse de estar a salvo de oídos indiscretos. Se santiguó al añadir-: Que se pueda viajar en el t... ejem, ya sabéis... parece cosa de brujería.
La mirada de “Diego Alatriste“ registró desconfiadamente la cubierta, pero no había peligro: a aquella hora estaba desierta. Los corsarios aún estaban abajo, supervisando el aprovisionamiento en las sentinas y vigilando cualquier movimiento sospechoso entre comerciantes y prisioneros. Rezó para que Julián y Amelia estuviesen siendo lo bastante discretos en su cometido; de momento, no podía hacer nada por ayudarles.
-A decir verdad, yo todavía me persigno al cruzar esas puertas -confesó, con una mirada de aprensión-. A veces no tengo claro si son obra del Demonio. A mí me salvaron la vida, pero a mi compañero Julián se la amargaron.
El muchacho le miró con sorpresa:
-¿El Ministerio os salvó la vida? ¿cómo? -se interesó. Le agradaba hablar con “Alatriste“; no podía explicar por qué, pero había algo en él que le resultaba casi... familiar-. ¿Y de qué época sois? En Lisboa pensé que erais de la mía, pero sabiendo ahora de cuándo vienen Amelia y Julián...
Su cabeza era un mar de dudas y confusión. Su breve viaje a lo que, según Gil Pérez, era el futuro, había sido... desconcertante. Hombres y mujeres ataviados de formas distintas y desconocidas. ¡Por Dios, si hasta había visto en los pasillos individuos que parecían diablos vestidos de negro, y con cadenas colgando...!
-Me reclutaron en 1569 -contestó el veterano al fin, después de un largo instante de duda-. El Ministerio me salvó de una muerte injusta, pero a cambio me exigió el mayor de los secretos. Estoy muerto para todos, sin excepción. Mi antigua vida quedó atrás.
-Pero... ¿también para vuestra familia? -se inquietó el joven. La torva mirada de su compañero le hizo lamentar sus palabras-. Perdonadme: no contestéis si no queréis. Es sólo que me sorprende vuestra entereza.
“Diego“ empezaba a notar un nudo en la garganta, y se le estaba haciendo más molesto a cada nueva pregunta. Además, temía descubrirse de un momento a otro: mentir no era su especialidad.
-Me gustaría, pero no puedo contestar -su voz sonaba extraña, un poco forzada-. Me exigieron silencio. Son mis órdenes.
Carraspeó y apartó la vista para disimular una punzada de tristeza. Diantre, él nunca había sido tan dado a blandenguerías; tal vez se le estaba contagiando algo de aquel loco de Julián....
-Pero mis compañeros son ahora mi familia -añadió el veterano, recuperando la compostura-. Y eso ahora os incluye: me alegro de trabajar con vos. Parecéis hombre de honor.
El muchacho sonrió, demasiado halagado para encontrar palabras. La gravedad de su compañero le había llenado de curiosidad, pero no quiso presionarle más. Estaba a punto de cambiar de tema, cuando sucedió algo que hizo que los sentidos de ambos españoles se pusieran alerta: un funcionario inglés, escoltado por dos soldados de Drake, estaba subiendo a bordo.
Su presencia, por sí sola, no era alarmante; podía ser un simple portador de órdenes. Pero los dos Alonsos contuvieron la respiración cuando, en vez de reunirse en la sentina con los demás oficiales del barco, le vieron encaminarse al castillo de popa. Sólo había un despacho allí atrás, pero era el más importante de todo el galeón. ¡Y tal vez lo estaban registrando Amelia y Julián en ese momento!
Era el camarote de Gil Pérez.
* * * * * * * * * *
El científico favorito de Isabel I de Inglaterra cerró su manuscrito y miró fijamente a los dos intrusos que había sorprendido fisgoneando en el camarote:
-Repetid eso -ordenó bruscamente, en un español bastante tosco.
Amelia fulminó a su compañero con la mirada: ¿cómo había podido traicionar su nacionalidad tan tontamente, precisamente ante un enemigo?
El enfermero también se estaba reprochando a sí mismo el desliz que acababa de cometer; pero tenía una corazonada. Había algo... diferente, en la mirada de aquel inglés.
"Demonios, qué más da" se dijo con resignación. "Ya la he cagado con el idioma, de todos modos".
Julián miró con cautela a su interlocutor y repitió el nombre del documento que tenía ante sí:
-Creo que... no estoy muy seguro, pero... ¿puede ser el Manuscrito Voynich?
La situación era demasiado extraña: no sabía qué esperar. Pero, aun así, la respuesta de John Dee fue exactamente la última que se le habría ocurrido:
-¡Faltan siglos para que reciba ese nombre!
Amelia y Julián cruzaron una mirada de asombro: ¿aquel enemigo hablaba como si también fuese un viajero del Tiempo?
* * * * * * * * * *
- Julián y Amelia acaban de entrar en ese camarote, y ahora ese inglés también -urgió el veterano Alonso de Entrerríos, en un susurro ronco-, ¡hemos de hacer algo!
- Esa pieza no tiene más salida que la que vemos desde aquí -le detuvo su hijo, desalentado-. Conozco bien este barco. Es imposible ayudarles sin delatarnos ante los ingleses.
El mayor de los dos hombres echó una rabiosa mirada a los corsarios que escoltaban al personaje. Después de varios días planificando aquella tapadera, se había ganado su confianza. Podría actuar sin obstáculos, al menos al principio. Para cuando le descubrieran, con un poco de suerte...
-Tendré que arriesgarme -fue la temeraria respuesta-. No puedo abandonar así a mi patrulla.
-Y después, ¿qué? -le desafió el joven, haciendo auténticos esfuerzos por no levantar la voz-. ¿Huimos con vuestros dos compañeros? ¿Dejando abandonados a los míos? -Alonso clavó en su padre una mirada tan ardiente como angustiada-. No podríamos volver a infiltrarnos después de hacer algo así, y os recuerdo que tengo veinte camaradas en peligro de muerte ahí abajo. Algunos de esos valientes incluso quieren acompañarme al Tercio: ¿creéis que valen menos que Julián y Amelia?
La fiera expresión del veterano se llenó, poco a poco, de pesadumbre. De cordura. De desaliento.
-Tenéis razón -admitió con rabia-. No podemos delatarnos los dos. Yo lo haré.
-¿Habéis perdido el juicio, Diego? No voy a quedarme aquí mientras...
-Debéis aguardar -”Diego Alatriste“ dirigió una mirada grave a su hijo al añadir-: no os arriesguéis. Porque si no regreso, todo dependerá de vos.
El “soldado viejo“ siguió a los tres ingleses con sigilo y les dio tiempo para entrar en el camarote; allí dentro le resultaría más fácil atacarles sin alertar al resto de la tripulación. Pero, al espiar el interior, encontró una escena bastante diferente a la que había imaginado.
* * * * * * * * * *
La carcajada de entusiasmo del ilustre inglés sobresaltó tanto a los ocupantes del camarote como al soldado del Ministerio que les acechaba fuera:
-¡Lo sabía: no soy el único! ¿Sueños premonitorios? ¿Scrying? -apaciguó a sus escoltas con un gesto, antes de añadir cortésmente-: Disculpad: soy John Dee. Astrólogo y antiguo tutor de Su Majestad, Isabel I de Inglaterra.
Julián clavó en él una mirada llena de recuerdos y pesadillas amargas: Lorca. Maite. Goya...
-¿Cómo sabéis lo de los sueños? -replicó con acritud.
Amelia se hizo cargo fríamente de la situación: sabía unas cuantas cosas sobre Dee. Era un personaje histórico famoso. Sólo había que tener la inteligencia suficiente para jugar bien sus cartas.
-Disculpad a mi hermano Julián: le sucede desde niño -improvisó, eligiendo cuidadosamente sus palabras-. Sueña cosas que parecen de brujería. Por eso estamos huyendo de la Inquisición española. Mi nombre es Amelia Folch. Creímos que estaríamos a salvo en Inglaterra, pero... -la joven dirigió una mirada nerviosa a la escolta de Dee y fingió temblar de miedo; a veces sabía usar armas de mujer.
-Por supuesto; no temáis -la reconfortó el matemático, tomando la mano de la hermosa muchacha e indicando con la mirada el manuscrito-. Veo que él y yo somos estudiosos de temas parecidos. Yo también sé lo que es la persecución en nombre de la Ciencia: cuando Inglaterra era católica, tuve que huir a Flandes y a Bohemia. Pero ahora estaréis a salvo aquí. Eso sí: a cambio, necesitaré pediros un favor...
-¡Gracias, señor! ¿Cómo podemos agradecéroslo? -la seductora candidez de su pestañeo hizo que Julián tuviera que contener la risa-. Me cuesta creer que al fin hayamos encontrado un lugar donde vivir en paz. Por cierto, ¿qué es el scrying?
* * * * * * * * * *
(Pudding Lane, zona portuaria de Londres)
-Amelia, yo te mato. ¡Te mato! -rezongó Julián por enésima vez.
-Vamos, hombre, no te lo tomes así. Era una buena ocasión y tuve que aprovecharla -rió ella, intentando disimular la aprensión que le producía aquel barrio.
En las cercanías del puerto fluvial, las calles eran especialmente estrechas y pestilentes. Si no hubiera sido por los tres hombres que la acompañaban, la joven quizá se habría negado a adentrarse en aquel lóbrego laberinto. Sin embargo, el gentío no parecía compartir su opinión: las callejuelas estaban llenas de comerciantes que exhibían sus mercancías a las puertas de sus negocios, clientes interesados en ellas, carretas, barriles y, por supuesto, unas cuantas tabernas. El puerto surtía de vida aquella zona. Si algo faltaba allí, sólo era una cosa: espacio para moverse.
-Sí, pero ¿por qué yo? -volvió a protestar el enfermero, recordando a duras penas bajar el tono de su voz; no se encontraban precisamente a solas-. Ya sé que en tu época os gusta mucho este tipo de espectáculos, pero es al revés: el mago presenta el número, y su guapa ayudante hace de médium...
-Pues ya sabes: ponte guapo, que tienes una cita en Palacio como médium -se burló Amelia. A pesar de lo lóbregos que resultaban los barrios bajos, estaba disfrutando de lo lindo-. Tú has sido el que se ha puesto a hablar de sueños premonitorios, así que ahora no puedes rechazar la invitación de John Dee. Ah, y no vayas a decir que eres “médium“: aquí se os llama “scryers“.
-En Palacio; ¿no será una trampa? -rezongó Entrerríos hijo, con un deje de desconfianza en su voz.
El padre del joven asintió, apretando el paso: su mirada experta no paraba de registrar furtivamente la ruta, cerciorándose de que nadie les estuviera siguiendo.
-Mal sitio. Y ya tenemos bastante con un funcionario en la Torre de Londres -gruñó el veterano-. Andad con mil ojos y, ante todo, procurad no llamar la atención.
La expresión de Julián recuperó su habitual socarronería al escucharle:
-Mira, es curioso que te pongas tan discreto ahora -respondió maliciosamente-. Porque precisamente tú, en la posada de nuestra primera misión...
-¿Qué insinuáis? -se enfureció el enorme soldado, encarándose con él.
-No insinúo: afirmo -replicó el otro sin arredrarse. No quería admitirlo; pero, en el fondo, estaba descargando en su compañero el enfado que tenía contra Amelia-. Sólo te faltó enseñarle unas luces de neón a los franceses. ¿Y ahora te pones a dar consejos?
Amelia y el hijo de Alonso cruzaron una mirada resignada y movieron la cabeza con idéntico fastidio. A veces, aquellos dos hombres podían llegar a ser infantilmente cabezotas: a la jefa del grupo le costaba asumir que casi la doblaran en edad.
-La pregunta no es ésa -desvió el tema el joven, para alivio de la mujer-. ¿Cómo os habéis ganado la confianza de ese inglés con tanta rapidez? Parece cosa de magia.
-En cierto modo, lo es -sonrió Julián misteriosamente-. El Manuscrito Voynich.
-¿Ahora te las das de experto en libros antiguos? -se exasperó Amelia-. Explícanos ya lo que dice, por favor.
-Ahí está lo raro: no se sabe -explicó él, complacido por superarla en conocimientos, por una vez-. Nadie conoce el alfabeto ni el idioma. Dentro de varios siglos, un tal Voynich pedirá ayuda públicamente, porque no hay quien lo descifre. Ni siquiera en mi tiempo. Medio mundo cree que es un gran misterio... y la otra mitad piensa que es la mayor burla de la Historia. En Internet está causando sensación.
-Más bien por el segundo motivo, conociendo la seriedad de vuestra gente -se mofó Entrerríos padre, todavía molesto.
-Pues mira, eso nos ha salvado hoy con Dee -respondió Julián agriamente-. Por las ilustraciones, parece un libro de magia, así que nos ha tomado por brujos. Perseguidos por “tu gente“, la amable Inquisición española. Y eso nos hace amigos de los ingleses.
-¿Qué problema tenéis con mi gente? -se indignó el ex-soldado del Tercio.
-¡Basta ya! -estalló Amelia, en un tono cortante que sobresaltó al joven Alonso; no estaba acostumbrado a una mujer con dotes de mando-. Estamos llegando. Al... “Alatriste“, ¿lo tienes?
El interpelado asintió hoscamente y sacó de su faltriquera un par de tablillas de arcilla: el molde que había tomado, a escondidas, en el barco.
-Ha sido fácil. Esos ingenuos han dejado las llaves a nuestra vista varios días, tentándonos para que intentásemos robarlas. Pero no hemos caído en la trampa, así que han acabado por confiarse y dejar de vigilarlas. ¿Me ayudaréis con el idioma, Alonso?
El joven asintió y se dirigió con su padre hacia el edificio que habían venido a buscar. Diversas herramientas, armas y llaves colgaban a las puertas del establecimiento. La herrería era, como todo en aquel barrio, estrecha: ni siquiera cabían bien los cuatro a la vez.
Julián decidió aguardar fuera con Amelia; cualquier cosa sería mejor que apretujarse allí dentro con “Alatriste“. Aunque tampoco podía decirse que el maloliente exterior fuese agradable. El pasado podía resultarle fascinante por muchos motivos, reflexionó; pero no por la higiene de las calles.
-No me extraña que la Historia esté llena de plagas -observó el enfermero, señalando los abundantes charcos de aspecto sospechoso-. Yo creía que ya se había inventado el alcantarillado, pero...
-Aquí habrá incluso Peste Negra -asintió Amelia, en voz muy baja-. Hasta que el Gran Incendio obligue a sanear Londres, dentro de ochenta años.
-Have a penny, please? -les sobresaltó una voz desagradable, desde las sombras.
Las palabras del desconocido eran aparentemente corteses, pero no el tono que utilizaba. Se escucharon unos pasos; la escasa luz del callejón mostró a un hombre de muy mala catadura. El intruso, con una sonrisa amenazadora, apartó su capa para exhibir el pomo de la espada que pendía de su cinturón.
-Of course, sir -respondió Julián con el tono más apaciguador que fue capaz de fingir. Llevaba dos bolsas de dinero: sólo mostró la más vacía de ellas-. We want no trouble...
-Thou art a really kind man -intervino un segundo rufián, materializándose desde las sombras. Señaló a la mujer con una sonrisa sucia y lasciva-. Will the lady be kind to us, as well?
Aquello era demasiado. Julián empezó a temblar, no sabía si de miedo o de furia, interponiéndose entre su compañera y aquellos tipos. Aunque no hubiera entendido el idioma, Amelia no habría necesitado traducción para ocultarse tras él y rebuscar disimuladamente un arma entre sus ropas.
-Step aside! -ordenó el bandido más cercano, con la cara a sólo unos centímetros de la del enfermero.
Julián dio un paso atrás, como si fuera a obedecerle... pero sólo para tomar impulso y propinarle un traicionero cabezazo en pleno tabique nasal. Al rufián se le nubló la vista mientras dos lagrimones brotaban de forma ajena a su voluntad. Ni siquiera se dio cuenta cuando su presunta víctima empezó a despojarle de la espada, por si las moscas.
El otro asaltante desenvainó su propio acero y avanzó amenazadoramente hacia la pareja. El enfermero ya no tenía tiempo de desenfundar su revólver; apenas consiguió reaccionar lo suficiente para interponer la espada robada entre su cuerpo y el de su contrincante. No tenía ni idea de esgrima, pero...
Para su sorpresa, el bandido abrió de pronto los ojos desmesuradamente y gritó de horror. Julián miró su propia (y temblorosa) espada con asombro, mientras el desconocido huía como alma que lleva el diablo, seguido de cerca por su aturdido compañero de fechorías; ambos imploraban a gritos misericordia.
-¿Pero qué coj...?
Unas sonoras carcajadas a su espalda le sobresaltaron, aclarando sus dudas. El enorme veterano del Tercio y su hijo habían regresado, y esgrimían sus armas con aire experto. Aquella estampa era suficiente para poner en fuga a cualquier ladronzuelo de los bajos fondos, desde luego. Los dos militares españoles se lanzaron en persecución de los rufianes con entusiasmo.
-¡No os entretengáis mucho! -ordenó Amelia, divertida -. Y tú, ¿qué pensabas hacer con eso, Julián?
-Eh, yo... -el enfermero pareció ofendido por un momento; luego soltó la espada del bandido en uno de los charcos de inmundicia y acabó por reír nerviosamente-... ¡yo qué sé!
Su risa acabó por contagiar a la muchacha; ambos descargaron la tensión en forma de carcajadas.
-Bueno, al menos así me has dado tiempo para preparar el revólver -Amelia volvió a guardar entre sus ropas el arma, que había sacado al parapetarse tras su compañero-. Pero me alegro de no haber tenido que usarlo; es demasiado ruidoso. Olvidé poner el silenciador. ¿En marcha?
-Eh... sí, claro.
Al final del oscuro callejón se intuía el final de la pelea: padre e hijo habían derribado a ambos rufianes y les estaban quitando las ganas de pendencias por un tiempo. Hacía mucho que no disfrutaban de un poco de acción; quizá por eso sonreían con aquella ferocidad capaz de poner los pelos de punta incluso a sus propios compañeros.
-Vamos, chicos; tenemos trabajo -les recordó Amelia tranquilamente al pasar junto a ellos-. Dejad algo para los alguaciles.
-¿Alguaciles? -sonrió Julián con sarcasmo-. Si por los alguaciles fuera, estaríamos apañados.
La patrulla alcanzó una zona más despejada sin ningún otro contratiempo. Habían llegado a su destino: uno de los puentes que cruzaban el Támesis.
-Bueno, aquí nos separamos -decidió la jefa del grupo-. Julián, ¿tienes el artilugio ése de hablar?
-Sí, claro -el enfermero le mostró el teléfono móvil, que brilló como vidrio negro al reflejar las últimas luces de la tarde-. A tope de batería, porque desde Flandes no he vuelto a encenderlo. Aquí no tiene cobertura para llamadas, pero sí puede grabar voces. Y hacerlas sonar después.
-Asegúrate de que funcione el tiempo suficiente para engañar a Dee -Amelia le miró con cierta malicia al añadir-: y ahora métete en el papel, porque vas a tener que hacer más teatro que el día que salvaste al Lazarillo. Hoy seremos magos.
Julián asintió de mala gana. La joven se volvió hacia los dos Alonsos; súbitamente, su expresión estaba llena de gravedad.
-Vosotros dos, quedáis al cargo de las llaves. ¿Cuándo estarán listas las copias?
-El herrero dice que tardará una semana -contestó el joven.
-Bien; lo dejo a vuestro cargo. Si en ese tiempo no habéis tenido noticias nuestras... -su mirada mostraba más preocupación que la que se atrevía a confesar-... no nos esperéis. La misión es lo primero. Ya sabéis lo que hay que hacer.
El joven Alonso contempló pensativamente la marcha de Amelia y Julián, hasta que éstos se perdieron de vista en la zona señorial de la orilla opuesta. Después siguió a su compañero de armas de regreso al barco, meneando la cabeza con inquietud: no las tenía todas consigo.
-Palacio, magia, espíritus... -masculló, incrédulo-. Maese Diego, ¿todos los planes que traza esta mujer son siempre así de extraños?
-No creáis; el más loco de los dos suele ser Julián -bromeó hoscamente su compañero-. Pero no tengáis cuidado; lo harán bien. Esos dos serían capaces de engañar al mismísimo Diablo.
* * * * * * * * * *
(Palacio de Westminster, laboratorio alquímico)
-Es necesario -insistió John Dee.
Julián miró con recelo el brebaje. Las estanterías estaban repletas de libros, matraces y recipientes de cerámica y de cristal, la mayoría de los cuales exhibía plantas exóticas desecadas. Sus dedos recorrieron aprensivamente algunos de los frascos, mientras intentaba obligarse a pensar a toda velocidad. Estaba tan nervioso como sorprendido: aquel hombre había montado en pleno Palacio Real una mezcla de biblioteca, laboratorio moderno y mazmorra de alquimista.
-Al menos, no contendrá ninguna de estas dos plantas -señaló con desconfianza-, ¿verdad?
-¡Son los ingredientes principales! -se ofendió el espiritista inglés.
-Disculpad a mi hermano, por favor -intervino Amelia nerviosamente-. Él sólo conoce estos temas a través de simples sueños. No sabe nada de estos rituales y...
-Al contrario; sé perfectamente lo que es -replicó Julián, empeorando todavía más las cosas-. Soy médico. Por eso sé que no puedo tomar la misma dosis que vos: no estoy habituado. Podría matarme.
John Dee comenzó a mirarle con aire de sospecha:
-Lo comprendo. Pero lamento decir que me decepcionáis. Esperaba vuestra ayuda, a cambio de mi protección.
Los sentidos de Amelia se pusieron en alerta máxima. Aquello podía estropear toda la operación.
-¿Nos concedéis un minuto, por favor?
El inglés asintió, mientras la mujer sacaba del laboratorio a su "hermano“ prácticamente a rastras. Amelia esperó a que una figura lejana (una mujer con el rostro cubierto por un velo negro) desapareciera por el extremo opuesto del pasillo; después arrinconó a su subordinado contra una pared, urgiéndole en un nervioso susurro:
-¡Tienes que ganarte su confianza! ¡Como sea!
-Amelia, ese brebaje contiene más de cuarenta plantas tóxicas. Opio y cáñamo, entre ellas.
-¿Qué más da? Shakespeare fumaba cáñamo cuando necesitaba renovar las ideas. En mi época, muchos artistas usan láudano para estimular su imaginación.
-¿Estimular? -Julián la miró escandalizado-. ¿No lo sabes?
La gravedad de su expresión parecía sincera, comprendió Amelia. Tal vez valiera la pena informarse un poco más:
-Está bien -inquirió, con un suspiro de resignación-. ¿De qué se trata?
-Son plantas alucinógenas -el enfermero se preguntó cómo podría resumir un siglo de investigaciones sobre drogas psicotrópicas en el escaso minuto del que disponían-. Provocan una... borrachera, pero de las peores. Pérdida de control. Confesiones, delirios del subconsciente... Amelia, si tomo eso, no sé qué le voy a decir. Podría contarle precisamente lo que tenemos que ocultar.
-Entiendo. Pero si no lo tomas, se dará cuenta de que tienes algo que ocultar -la mujer bajó la vista, desalentada-. Se nos cerrarán las puertas. Es un dilema. No sé qué otra cosa hacer.
El enfermero lo comprendía; pero todos sus instintos le impulsaban a negarse. Había visto lo que las drogas le habían hecho a algunos conocidos de su barrio, desde finales de los 80. Tiparracos fuertes, inteligentes, bravucones, reducidos a una ruina capaz de cualquier indignidad por un par de papelinas. Como enfermero, había tenido que tratar sus efectos, a corto y largo plazo. Sabía todo lo que podía suceder.
Pero si no lo hacía, la Reina ejecutaría a un compañero suyo, encerrado en la Torre de Londres. Y tras él, a toda la tripulación del galeón español capturado.
Julián meditó largamente la idea que llevaba un rato maquinando. No le gustaba en absoluto, pero...
-Hay una manera -se obligó a decir, muy en contra de su voluntad. Mostró un frasco que acababa de sustraer del laboratorio y apuró el contenido de un trago-. Es un aceite especial; dificultará la absorción a través de la mucosa gástrica y retrasará el efecto.
La mirada de su joven superior se iluminó.
-¡Lo sabía! -exclamó, entusiasmada-. Cuesta creer que no seas médico... ¡siempre encuentras alguna solución!
Él la miró con gravedad. Estaba confiando mucho en ella. Quizá demasiado.
-Sólo funcionará media hora. Amelia... después de ese tiempo, no voy a saber ni con quién hablo. Le podría cantar todo lo que sé sobre las Puertas. Me tendrás que sacar de ahí tú sola, como sea. ¿Entiendes?
Ella le miró comprensivamente y asintió.
-No te fallaré.
El miedo brillaba en los ojos del hombre con una extraña intensidad. Estaba mucho más asustado que en el callejón.
-Vamos -Julián puso a punto el teléfono móvil y regresó al laboratorio-. El tiempo ya ha empezado a correr.
Ella se demoró sólo un instante: ¿había visto moverse una de las sombras?
-Juraría que eso no estaba ahí hace un momento... -había un objeto en el suelo, no muy lejos del extremo del corredor. Era una llave metálica, con la empuñadura adornada con intrincadas filigranas del mismo material. Amelia la tomó y miró en ambas direcciones, pero no consiguió distinguir a nadie.
Y sin embargo, le había parecido ver...
Una llamada de Dee la hizo regresar al laboratorio. Pero parte de su mente siguió fuera, pensando en aquel pasillo, durante un tiempo.
Estaba segura de que una de las sombras era más densa que las demás; como si hubiera alguien espiándoles. No pudo evitar recordar fugazmente a la misteriosa mujer del velo negro.
* * * * * * * * * *
(Torre de Londres, celda de Gil Pérez. Finales de Marzo de 1589)
-Habéis agotado nuestra paciencia, maese Gil.
-Lamento sinceramente no haber podido resultar de ayuda, Sir Drake -sonrió afablemente el anciano-. ¿Puedo preguntar qué planes tenéis para mí?
-Devolveros a vuestro barco.
Algo en la retorcida sonrisa de aquel rufián parecía indicar que, a pesar de las apariencias, aquello no era una buena noticia.
-Qué gentil por vuestra parte -respondió el anciano, indicando a su interlocutor un sillón libre, junto al suyo-. ¿Con algún propósito en especial?
-Sí, por descontado -Drake agradeció el gesto con un burlón ademán de cortesía y tomó asiento-: para daros una última oportunidad de hablar.
-Me temo que será una pérdida de tiempo -repuso el funcionario español con sencillez-. Tengo tan poca información interesante como cuando me sacasteis de mi nave.
La sonrisa cruel se hizo más amplia:
-En tal caso... no volveréis a abandonar vuestro galeón jamás.
A Gil Pérez le dio un vuelco el corazón. No porque fuera inesperado, hubo de admitir para sí mismo; pero siempre es impresionante conocer el momento exacto. Cuándo llegará la hora. Y por todos los indicios, era precisamente lo que le estaban anunciando.
-¿Y la tripulación? -preguntó, intentando mantener la serenidad-. Ellos no han cometido delito alguno. Sólo seguían mis órdenes, y sin pedir siquiera explicaciones.
-Seguirán vuestro mismo destino -fue la despiadada respuesta-. Ya no les necesitaremos.
-¿No puedo interceder por ellos?
-Sólo si confesáis de una maldita vez.
A Gil Pérez le costó unos interminables segundos asumir aquella información. Se estaba convirtiendo en el detonante de la muerte de lo que quedaba de su tripulación. El resto ya había perecido en la captura del galeón. Demasiadas muertes de un plumazo. Y él era el responsable de aquella nave...
-¿Cuándo? -fue todo lo que consiguió decir.
-Dentro de dos días. Cuando brille la tercera Luna del Traidor. A Su Majestad le ha parecido una fecha muy... poética.
-¿Del Traidor? -se interesó el condenado. Los detalles técnicos siempre le ayudaban a distraerse de las malas noticias. O a digerirlas con más calma, al menos.
-También la llaman Luna Azul. Dos lunas llenas dentro del mismo mes -el corsario era un auténtico experto en geografía y astronomía, al menos en lo relacionado con la navegación, y parecía realmente complacido por hallar una ocasión para ufanarse de sus conocimientos-. Sucede una vez cada tres o siete años; pero es mucho más difícil que haya dos Lunas Azules seguidas. Y este año debe estar a punto de suceder algo especial, porque vamos a tener tres. Una ocasión única en más de un siglo.
-Un simple fenómeno natural -se burló el español-. Los marinos sois demasiado dados a supersticiones...
La sonrisa presuntuosa de Drake se frunció hasta convertirse en una mueca de disgusto:
-A vos no os va a traer buena suerte, creedme -se levantó y se dirigió hacia la salida, dando por terminada la conversación-. No vamos a esperar más; vuestra captura ya ha retrasado mi Armada seis semanas más de lo previsto. Os quedan dos días. ¿Lo habéis entendido?
Gil Pérez asintió en silencio y aguardó a que Drake abandonara la lujosa celda. Estaba angustiado por la terrible noticia; pero, por extraño que pudiera parecer, no era la única idea que ocupaba su mente. Había algo más. Un detalle que no lograba comprender:
"¿Yo he retrasado su Armada? Pero si estoy preso aquí desde Febrero... ¿de qué está hablando?“
Un sonido ominoso interrumpió sus reflexiones: los mecanismos de las cerraduras, volviendo a sellar las puertas de su celda. Tan selladas como su destino.
-En fin, yo soy viejo: ya he tenido mi tiempo -reflexionó resignadamente-. Pero lo siento por vosotros, compañeros. Lo siento.
* * * * * * * * * *
(Palacio de Westminster, laboratorio alquímico. Febrero de 1589)
-Extraño espejo, a fe mía -reflexionó Dee, examinando el teléfono móvil y comparándolo con su propio espejo de mano-. La factura es diferente, pero el material parece el mismo en ambos...
-Obsidiana negra, igual que el vuestro -mintió Julián, previamente aleccionado por Amelia: habían estado preparando el plan toda la tarde-. Lo trajo nuestro padre al regresar de las Américas. Fue el mismo día que comenzaron mis sueños.
El astrólogo le miró fijamente:
-¿Creéis que hay alguna relación?
-¿Debería haberla? -insinuó la mujer, encantada de haberle hecho morder el anzuelo tan rápidamente. Según los libros de Historia, Dee siempre resultó ser, para sus supersticiones favoritas (y para su desgracia), excesivamente crédulo.
-¡Todo encaja! -se entusiasmó el inglés-. Es posible que la magia azteca os haya convertido en un "scryer“. ¡Por eso soñáis con los espíritus! Decidme, ¿notáis ya el efecto de la pócima?
-Sí -Julián comenzó a hablar con una pronunciación intencionadamente defectuosa-. Me siento muy extraño. Oigo voces. ¿Vos también?
-Normalmente sólo las percibe el "scryer“... -negó John Dee, pero se interrumpió, asombrado; él también notaba sonidos procedentes del "espejo“ de su interlocutor-. ¿Por qué lo oigo yo también?
-Habeis reunido dos espejos volcánicos en este lugar -contestaron al mismo tiempo Julián y las voces que él mismo había grabado con Amelia, unas horas antes, en el teléfono móvil; ella rezó para que su compañero consiguiera guiar el resto de la conversación con el mismo éxito hacia las demás frases previstas-. Esto ha abierto más que nunca la conexión con los espíritus subterráneos. Ni siquiera el idioma será una barrera esta vez.
Dee contuvo una exclamación de asombro; Amelia decidió aprovechar la ocasión para hacer la siguiente pregunta convenida. Había un dato sobre la mujer de Dee que había pasado a la Historia:
-¿Con quién estamos hablando?
-Soy el ángel Uriel -fue la respuesta de su compañero y de la grabación-. John Dee, hicimos un pacto. Aún reclamo a vuestra esposa.
El astrólogo palideció. Miró a Amelia y Julián con repentino respeto:
-Veo que decíais la verdad; nadie conoce ese trato excepto ella, Edward y yo. Ni lo conocerá jamás; no hasta que se publiquen mis diarios, lo cual no sucederá mientras yo viva.
-Ese pacto sigue vigente -continuó la grabación.
-No puede ser -protestó Dee-: ¡rompí mi relación con aquel "scryer"! El trato sólo era válido mientras él estuviera con nosotros. ¿Recordáis?
-Os daré otra oportunidad -continuaron las voces-. Drake está reuniendo una gran Armada: no la dejéis zarpar hasta que se resuelva el asunto de la Puerta del Tiempo.
-Informaré a su Majestad. ¿Qué explicación le debo dar?
Amelia estaba encantada: la pregunta era tan lógica que la respuesta pregrabada serviría a la perfección. Pero, para su sorpresa, su cómplice no reactivó la grabación.
-Julián -la joven examinó a su compañero con inquietud; a éste se le había enturbiado la vista, y comenzaba a sudar profusamente. La droga le estaba haciendo efecto más rápidamente de lo previsto-. Concéntrate. Adelante, vamos...
El enfermero se sobresaltó, algo mareado, y reaccionó al fin:
-El anciano no hablará en la Torre: no es el verdadero mago -prosiguieron las "voces"-. Es un "scryer": sólo puede hablar en nombre de otros. Y lo hará, si le lleváis hasta su Puerta en mi presencia. Yo, Uriel, le haré confesar.
Amelia contuvo la respiración. La primera fase de su plan dependía de que aquella mentira funcionase. Era una locura, pero no se le había ocurrido otra forma de sacar a Gil Pérez de la Torre de Londres.
-No será fácil conseguir que Su Majestad autorice el traslado -reflexionó Dee, contrariado-. Pero supongo que no pierdo nada con intentar pedírselo.
Amelia suspiró, aliviada. Tomó el móvil de manos de Julián y le sonrió: había cumplido su objetivo. Pero la mirada extraviada de su compañero no le correspondió: parecía perderse en el otro espejo de obsidiana. El verdadero: el que solían usar John Dee y Edward Kelley-Talbott, cuando aún trabajaban juntos, para sus sesiones de espiritismo:
- "Ewn gath synne...“ -musitó el agente del Ministerio, con la frente perlada de sudor frío.
Amelia le sacudió con suavidad.
-¿Qué estás diciendo...?
-Anotadlo, por favor -urgió el astrólogo, tomando con premura un libro de su estantería-. Aunque sólo sea la pronunciación aproximada. ¡No perdáis detalle!
Ella obedeció, confundida. Un vistazo al título del libro le bastó para comprender lo que Dee estaba pensando.
-"Ewn gath synne rith nach gaard“ -continuó su compañero; sus ojos vidriosos no se apartaban de la pulida piedra volcánica.
-¡Está hablando en la lengua de Enoch! - comprobó Dee, maravillado, tras consultar el libro.
-No puede ser -protestó Amelia, incrédula, mientras su compañero pronunciaba algunas frases más-. ¡Ni él ni yo conocemos esa lengua!
-"Puertas al pasado. Un conspirador entre nosotros“ -tradujo el alquimista-. "No, varios. Y se desenmascararán en la tercera Luna del Traidor“.
Amelia se puso alerta. Aquello podía delatarles. No comprendía cómo demonios podía estar relacionado todo aquello con el idioma, pero...
-Are gopsum aktius derth, Dakeph.
-¡Julián! ¡Despierta!
-¡No, por favor, no le interrumpáis! -rogó el inglés, entusiasmado-. "Y con la luna de sangre llegará la caída del Dragón“.
El enfermero no tuvo ocasión de decir nada más; Amelia, fingiendo enjugarle el sudor del rostro, puso ante su nariz un pañuelo empapado en cloroformo. Tuvo que sostenerle: Julián cayó inconsciente casi al instante.
"Espero haber hecho bien“ se inquietó la joven; "no sé si es peligroso mezclar cloroformo con lo que ya ha bebido. Pero como siga hablando de puertas y traición, estamos muertos“.
Dee cerró el libro, contrariado, y tomó otro frasco de la estantería.
-Disculpadme: teníais razón. No está habituado a una dosis tan alta. Le daré un antídoto. Pero... -su mirada reflejó entusiasmo otra vez- ¡lo hemos conseguido! No había vuelto a tener un "scryer“ tan válido desde Kelley. Ahora sí que es vital hablar con Su Majestad sobre el prisionero de la Torre.
Ella sonrió mecánicamente y le ayudó a atender a su inconsciente compañero. Debería alegrarse por el éxito de la primera fase de su plan, que Julián había bautizado jocosamente como "operación Torre de Londres“ pocas horas antes. Pero estaba demasiado preocupada. Ella, su superior, su responsable, había estado a punto de matarlo.
Sólo varias horas después, cuando el enfermero estuvo fuera de peligro, se sorprendió a sí misma meditando sobre el significado de la última profecía.
Amelia Folch no creía en seres sobrenaturales, pero sí sabía algo sobre las Puertas del Tiempo. Había conocido a gente capaz de atravesarlas en sueños, como Lorca. De ver el pasado y el futuro.
Se preguntó si le acababa de suceder lo mismo a Julián.
Y si el dragón de sus delirios podría tener alguna relación con Sir Francis Drake.
(CONTINUARÁ...)