Barcelona, 1 de junio de 1956
- Permiso para hablar.
- Claro que puedes hablar, Alonso -respondió Amelia desde detrás del biombo.
- ¡Este plan vuestro no me gusta nada!
- A mí tampoco me vuelve loca, pero creo que nos puede dar ventaja.
- Exponeros de esa manera... Dejadme que me embosque y os aseguro que esta vez no se me escapará.
- Cuento con que lo hagas -Amelia asomó la cabeza por una esquina, deteniéndose un momento en su pugna personal por entrar en aquel atuendo. La vida en el Ministerio la había acostumbrado a llevar todo tipo de ropas, incluso algunas más reveladoras de lo que la virtud aconsejaba en el siglo XIX, pero aun así...-. En serio, eres tú quien va a tener que enfrentarse a ese hombre: pero puede volver a envenenarte sólo con soplarte en la cara. Necesitamos darte toda la ventaja que podamos, y si lo sorprendemos aunque sólo sea un instante, eso podría...
- Darnos la victoria. Lo sé -admitió Entrerríos.
Amelia salió entonces de detrás del biombo, con gesto dubitativo, ajustándose el tocado.
- ¿Qué te parece? -preguntó.
Alonso estaba con la boca abierta y tardó unos momentos en conseguir articular una respuesta:
- Indecente -alcanzó a decir.
- Sí. Eso mismo creo yo. Aunque esto -pellizcó lo que parecía su piel desnuda pero que resultó ser una tela ajustada color carne-, está más tapado de lo que parece.
- Y con las plumas... Pagano.
- Entonces vamos por el buen camino. Veamos qué dicen nuestros expertos...
* * * * * * * * * *
(Dos horas antes, en la Avenida República Argentina)
- ¿Un terrón?
- Dos, por favor.
Maria Lluïssa Cortés sirvió el café a Enrique y luego a su marido, Juan, sentados ambos en el sofá de la sala. En la mesita baja donde tintineaban las tazas había también una máquina de escribir Olivetti.
- ¿Está en obras su despacho?
- No tengo despacho -respondió Perucho con una sonrisa traviesa-. Trabajo mejor aquí. Paso media semana fuera, en el despacho de Gandesa, y la otra media prefiero escribir en un lugar distinto.
De alguna parte se oía un llanto. Una niña de casi seis años llegó y tiró suavemente del vestido de su madre:
- Oriol tiene hambre -dijo.
- Muchas gracias, Montse -dijo la madre, y le dio un beso en la mejilla-. Hablad de vuestras intrigas palaciegas y vuestros asesinatos, Sherlocks, que yo iré con los pequeños.
- No hagas mucho esfuerzo -añadió Perucho mientras Maria Lluïssa se iba-, que te ayude la minyona si hace falta.
- Sí, en mi estado... -repuso con retintín ella.
- Es que aunque haga broma, mi señora está en estado.
- ¡Enhorabuena! -lo felicitó Enrique.
- Muchas gracias. Llegará en diciembre, nos enteramos hace un par de semanas. Por eso preferimos viajar a París ahora, más adelante ya le tocará hacer reposo -hablaba con afabilidad, pero en ese último punto había una firmeza implacable. Y miedo.
- Me tiene que contar su teoría.
- Ah, cierto: Gandesa -sobresaltó a Enrique al levantarse de un brinco, y empezó a hablar-: ¿recuerda el caso, verdad? Unos gritos terribles, la esposa que baja y se encuentra al esposo muerto. Pero ¿cómo? ¿Cómo? -de pronto, Juan Perucho se agachó y aflautó la voz, imitando inesperadamente a la viuda Doña Manuela-: "Vino el Doctor Galván y dijo que era un ataque al corazón". Y ahí estaba Paquito Alvarado, un tiarrón con una salud de hierro. No hemos conseguido saber qué era lo que le encontré en la boca... porque lo han robado.
- ¡Cielos! -disimuló don Enrique, sabiendo perfectamente que el ladrón era Alonso y que la muestra estaba siendo analizada en el Ministerio de 2015-. ¿Le entraron a robar en el juzgado?
- Ya no se puede estar seguro ni en la casa de la ley. Entre nosotros -bajó la voz- es otra de las razones por las que he preferido adelantar el viaje a París. Prefiero dar a entender que no estoy investigando el caso demasiado en serio... Pero no importa que haya desaparecido: eso sólo quiere decir que aquello era importante. Que no era un resto de la sopa de cardos de Manuela -levantó un dedo de la mano izquierda-. Esta es mi teoría: que envenenaron a Paco Alvarado.
- Veneno... -repitió don Enrique como si la idea fuera nueva para él-. Claro, con una dosis adecuada, podría haber desaparecido mucho antes de que la víctima muriera.
- Sí, hay venenos que tardan horas, incluso días en hacer efecto. Pero no creo que sea el caso.
- ¿No?
- No -levantó un segundo dedo-. Creo que el asesino estaba en la casa cuando Alvarado murió.
Aquello sí que era nuevo para Enrique:
- Nosotros llegamos enseguida a la casa, estábamos cerca en busca de nuestro pájaro... Y no había nadie ni vimos a nadie salir, y había luna llena.
- Porque seguía en la casa. Después de que ustedes se marcharan, volví para explorarla: no había nada forzado, ni aparentemente nada sospechoso. Pero otro granjero se había acercado para ayudar a Manuela después del entierro y estaba reparando unas tejas -Perucho se irguió e hizo como si hablara hacia alguien que estuviera varios metros por debajo suyo-: "Manuela, indios".
- ¿Indios?
- Pies negros. Subí yo también y vi que había varias huellas de pies descalzos, negras, que venían desde la chimenea y llegaban hasta el borde del tejado - al hablar, iba imitando los gestos de los que hablaba, recorriendo la sala de parte a parte.
- ¿Se escondió en la chimenea?
- Hasta que no hubo moros en la costa -Perucho volvió a sentarse-. Eso quiere decir dos cosas: la primera, que tenía un interés personal, emocional, en ver morir a Alvarado. No le valía con matarlo, no: tenía que verlo morir. Y la segunda, que ninguno de ustedes es el asesino.
- ¡Pero don Juan! ¡No me diga que éramos sospechosos!
- Los principales -respondió él con parsimonia-. Llegan tres extraños a Gandesa, muere un hombre en la granja vecina y son los primeros en llegar a la escena del crimen: sospechosos no, sospechosísimos. Pero pregunté a Manuela, y me aseguró que ninguno de ustedes iba sucio de hollín o mojado cuando llegaron a verla. Así que descartados.
- Se lo agradezco -respondió Enrique, sonriendo irónicamente.
Perucho también sonrió y levantó un tercer dedo:
- Lo que me lleva al tercer punto. ¿Quién demonios son ustedes realmente, qué hacían en Gandesa y porqué cuando les vuelvo a ver acaba de morir otro hombre?
La sonrisa de ambos fue desapareciendo a la vez:
- No se lo puedo decir -admitió don Enrique.
- ¿Ah, no puede?
- No puedo. Teníamos informes de que algo así podía ocurrir... Estamos en una investigación secreta para el Estado... pero no pertenecemos a la policía ni al ejército ni a nada de lo que le pueda enseñar papeles o una placa.
- ¿Policia secreta? ¿Espías?
- No. Algo parecido, si usted quiere verlo así.
Juan Perucho se mantuvo en silencio un rato, evaluando al individuo que tenía sentado en su sala de estar:
- Lo de la áurea picuda tenía más credibilidad. Por cierto, me gusta el nombre, se lo copiaré.
- Libremente.
- Digamos que me creo que sabían ustedes que iban a matar a Alvarado, fueron hasta Gandesa sin avisar a las autoridades y se les escapó. Que sospechaban también que iban a matar al pobre diablo que encontraron en el puerto, y se les volvió a escapar. Oiga, si son ustedes investigadores, tengo que decirle que antes de resolverlo dejan más muertos que Taxi Key.
- Y creemos que puede volver a pasar.
- ¿Cuándo?
- Esta noche. Le aseguro que cuando usted vuelva de París esperamos haberlo resuelto todo y, si usted quiere, vendré a explicarle los detalles.
- Ahórreselo: voy con ustedes.
- Cogeré un taxi o el ferrocarril...
- Aquí arriba puede esperar horas. Bajaremos juntos. No me fío del todo de ustedes: si me dice la verdad, puedo ayudarles. Si no es cierto, me encargaré de que acaben en el cuartelillo, y ya bailarán ustedes el tango con ellos.
El Perucho juez se había aliado con el Perucho escritor: su curiosidad estaba excitada y su sentido del deber, espoleado. Ni por un lado ni por el otro iban a conseguir escapar de la tenacidad de aquel hombre. Era mejor tenerlo como aliado.
Media hora después, se reunían con Amelia y Alonso. A grandes rasgos corroboraron la historia de don Enrique: que eran agentes secretos del gobierno, que había un envenenador suelto, que volvería a matar... Y añadieron las novedades que había descubierto Amelia: que sospechaban que era un sectario mexicano que estaba matando a los descendientes de Conquistadores.
- Alvarado y Olide -repitió Perucho-. Están pagando por los pecados de sus antepasados... ¿Sospechan quién puede ser el siguiente? Debemos avisarle.
- No podemos -dijo Alonso inmediatamente.
- Hay varios agentes vigilando a otras posibles víctimas, pero no podemos avisarles a todos, cundiría el pánico. Se sorprendería usted de cuantos "Pizarros" y "Corteses" viven en Barcelona. Tenemos que hacerlo con discreción.
- Ustedes son tres. Y dudo que hayan puesto a tres personas a vigilar a cada posible víctima: así que sus sospechas son las más fundadas -Amelia no dijo nada, pero su silencio le confirmó a Perucho su teoría-. Vengarse con veneno: qué tipo más teatral. Más que azteca parece danés.
- ¡Eso es! -le interrumpió don Enrique Gaspar.
- ¿Cree que es danés?
- No, no: teatral, Hamlet. Podemos utilizar un subterfugio teatral para intentar capturarlo. Oh, pero hace demasiado tiempo que no vengo a esta ciudad... Sin embargo...
- ¿Qué estáis tramando? -preguntó Alonso.
- En 1869 estrené... quiero decir se estrenó una obra de mi abuelo sobre la pasión que había por el Can-Can francés. No fue ningún éxito, pero al año siguiente en el Liceo estrenaron un Rossini, "L'italiana in Algeri", para el que le pidieron parte del vestuario a través de Mariano Carreras, amigo suyo, y escenógrafo del teatro. Por supuesto -se apresuró a decir-, ya habrán muerto todos, pero quizás sus descendientes siguen en el negocio de la creación teatral, es fascinante como siempre hay alguien en la familia que vuelve a caer en la trampa del teatro.
- Insisto -dijo Alonso-: ¿qué estáis tramando?
- Pedir un favor. Sólo un pequeño favor...
* * * * * * * * * *
- Yo os dejo la ropa, pero mañana tiene que volver, ¿de acuerdo?
Desde la escena llegaba la voz del joven Luis Cuenca haciendo sus chistes y preparando al público, ansioso por ver a cinco grandiosas patinadoras. Entre bambalinas vicetiples escasas de ropa pasaban correteando, cuando Amelia salió del apretado vestuario del teatro Apolo. A su lado, ella era más bajita y de formas menos contundentes, pero la belleza de su rostro y la pureza de su mirada eran atemporales, y como Celia Gámez, tenía un encanto y un carisma superiores, que aquellas ropas vaporosas y emplumadas y el maquillaje acentuaban de la manera correcta: Perucho y el encargado de vestuario, uno más de la saga Carreras, enarcaron una ceja impresionados.
- Sois una visión ultraterrena -se animó a decir don Enrique.
- ¿Doy el pego como sacerdotisa azteca?