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“Nuestro
principal propósito en esta vida es ayudar a otros.
Y si no puedes ayudarles,
al menos no les hagas daño“
Dalai
Lama.
- Así que la avaricia rompe el saco -reflexionó Alonso.
- Más o menos -asintió Mariano, que había
reanudado los intentos de fuga con sus rudimentarias ganzúas caseras-. Llevo
poco tiempo en la madre patria, pero ya he oído que el general Bonaparte ha invadido
casi toda Europa, excepto Inglaterra, España y Portugal. Hace poco, Napoleón pidió permiso a Fernando VII para entrar aquí y “ayudarnos“ a conquistar Portugal...
- Me imagino el resto: prometer, prometer,
hasta meter. Y en cuanto metimos al zorro Bonaparte en nuestro corral, se nos
comió.
- Eso intenta. Ya
tiene a casi toda la familia real en Bayona. Sólo quedan aquí los dos infantes:
un niño y una niña. Por eso está el pueblo tan revuelto. Todo es todavía legal,
pero si se llevan los infantes a Francia...
Una conquista con engaños, sin derramar
sangre. A Entrerríos no le pareció la estrategia de un gran general, sino de un
tramposo. Además, había un punto flaco:
- ¿Y si nuestra gente rechaza al nuevo rey
Bonaparte? -sugirió, recordando al Empecinado y a los rebeldes de Valdepeñas.
Lástima que no pudiera hablar de ellos a su compañero de celda: eran del
futuro. Gajes de viajar en el tiempo...
- ¿Quién se atrevería? España lleva mucho
tiempo sin saber lo que es una guerra de verdad. Excepto en las colonias, pero
allí luchan soldados profesionales, no el pueblo.
"Las colonias" comprendió Alonso. "¿Así fue como las perdimos? ¿Enemistando a patriotas como éste a base de leyes
injustas, como las que me explicaba anoche? ¿Y quitando nuestras tropas de
allí, porque teníamos al enemigo aquí dentro?"
Lo peor era que ni siquiera estaba seguro de
querer consultar el tema con Amelia. Presentía que la respuesta sería demasiado
deprimente.
- Tengamos fe -suspiró, más para sí mismo que
para su compañero. Pensaba, una vez más, en la Galana. Y en otros como ella.
Entonces llegó el cambio de turno. Los
carceleros de la noche se retiraron: los de la mañana trajeron noticias. Y eran
graves.
Tan terribles como para que Mariano Córdova
se desesperara por salir a combatir. Y como para que Entrerríos desobedeciera
una orden directa de su superior.
- Probad con esto -ofreció al joven peruano.
En su mano brillaban las "llaves mágicas" de Irene.
* * * * *
* * * * *
El mariscal francés Murat era un militar: estaba harto de paz,
diplomacia y papeleos. Llevaba tiempo esperando una excusa para conquistar su
propio reino. Pero el Gobierno español no estaba dispuesto a dársela: por eso los militares de Madrid tenían órdenes de no combatir. Ni siquiera llevaban
munición.
La orden de Napoleón fue el detonante: sacar
subrepticiamente del país a los dos infantes. Temprano, a escondidas. Pero el
pueblo lo sospechaba. Lo temía. Por eso sucedió aquello:
-¡Una revuelta popular, señor!
-¡Una revuelta popular, señor!
Murat se frotó las manos: por fin tenía su excusa. Así podría
conquistar la corona para sí mismo, en vez de para su cuñado Bonaparte. A su
manera: a sangre y fuego.
A una orden suya, los cañones franceses
dispararon contra la multitud que protestaba. Hombres, mujeres y niños fueron
barridos por el fuego y la metralla, como juncos azotado por un vendaval.
Y como juncos, entre una y otra ráfaga, el
pueblo volvió a ponerse en pie.
El portero del Palacio Real, José Rodrigo,
presenció atónito la primera descarga y vio caer a unos diez españoles, heridos
o muertos. Varios de ellos estaban desarmados: había incluso un niño entre
ellos.
- ¡Manuel! ¡Mi pequeño! -fue el desgarrador
grito de la madre, al contemplar la escena atroz desde un balcón.
Tragedias similares se sucedían por doquier.
El azar unió a grupos de combatientes de lo más variopinto.
- ¡Ve a pedir ayuda, Muñiz!
- ¡Señor Lueco, no puedo dejarle aquí! -protestó el joven posadero-. Sólo
queríamos noticias y ya las tenemos, ¿no? ¡Vámonos!
- Yo estoy mayor para correr, muchacho: me
cazarían como a una liebre coja. Pero gracias a Dios, tomé la precaución de
traer mi pistola. ¡Venga, da aviso en la posada! Tu jefe es de armas tomar y
sabrá qué hacer.
- ¿Pistola? ¡Usted no es soldado: sólo un
fabricante de dulces!
- No simples dulces: ¡chocolate, y del
mejor! Pero eso no es lo único que se me da bien -José Lueco se parapetó, cargó
su arma y derribó a un amenazante granadero con sorprendente puntería-. ¡Vamos, vete! ¡Yo
te cubro!
- Nosotros también le cubriremos-intervinieron tres
recién llegados, parapetándose junto a ellos para recargar sus pistolas. A
juzgar por su librea, debían ser mozos de caballos de casas nobles-. Tenemos
armas, pero poca munición. Por favor, traiga refuerzos.
Muñiz dudó un momento. Después se adentró en
el combate, protegido por el fuego de sus nuevos compañeros. Era paradójico: ni
siquiera conocía sus nombres, pero sabía que les podía confiar su vida.
* * * * *
* * * * *
En el Palacio Real, las cosas no iban mucho
mejor. Al portero José Rodrigo no le sirvió de nada intentar refugiarse: le hirieron en el rostro dos
balas de rebote. Un destino similar sufrieron varios
lacayos y cocheros, heridos a causa de los mismos superiores que les habían
ordenado aguardar en la entrada. En el interior, Manuel Pereira, uno de los
médicos reales, cayó moribundo al intentar proteger al jovencísimo infante
Francisco de Paula.
- ¿De qué está sirviendo colaborar con los franceses? -estalló
el otro médico de la familia real, el doctor José Albarrán, auxiliando a su
compañero -. ¡Basta ya!
Después de atender a los heridos del
Palacio, el doctor real Albarrán tomó una decisión. Preparó su material médico,
su fusil de caza y se dirigió a la salida, seguido por su cirujano José Ugarte.
“Libertad, igualdad, fraternidad, prometían los franceses“, reflexionó, lleno
de ira. Bellas palabras, si hubieran sido ciertas; pero de momento, no era eso lo que había traído aquel ejército, sino detonaciones y lamentos. Y muchos
de los heridos ni siquiera eran rebeldes, sino pacíficos trabajadores, curiosos
o transeúntes con mala suerte...
- Vamos con ustedes -le abordó uno de los
pintores de cámara del Rey: Agustín Esteve. Le acompañaba su aprendiz José, y
ambos portaban armas de fuego.
- Nosotros también -se les unieron, una vez
fuera, los jardineros reales: Manuel, Juan Antonio y Francisco Antonio. Iban pertrechados con sus herramientas más afiladas.
Antes de darse cuenta, el médico real había
reunido un buen grupo de paisanos armados. Auxiliado por el cirujano, comenzó a
atender a los heridos que atestaban la Plaza del Palacio, mientras sus
compañeros le escoltaban y contenían valerosamente el fuego enemigo. Algunos
de ellos realmente creían que conseguirían repeler a los atacantes; otros se
conformaban con proteger a los heridos y, con suerte, quizá no morir en el
intento. Pero ni unos ni otros retrocedieron.
* * * * *
* * * * *
Ya de vuelta en la posada, conseguidos los refuerzos, José Muñiz se
despidió de Amelia; después guió a su jefe, a su hermano Miguel y a otros dos mozos hacia la Plaza del Palacio.
"Un gran muchacho" reflexionó la joven, con una mezcla de inquietud
y admiración, al verlo liderar la marcha. "No hace ni doce horas que lo conozco y ya me ha salvado de una
pelea de borrachos, me ha acompañado a un presidio y va de camino a una
revolución".
La joven casi sentía celos profesionales, que se acrecentaron en cuanto salió al exterior: su
misión era bien diferente, y no estaba segura de poder desempeñarla con tanto
éxito. Había conseguido localizar, en plena vía pública, al pintor que debía proteger, pero ¿cómo podía salvarlo de lo que estaba a punto de invadir las calles?
Estaba desesperada. Sin ideas. Era capaz de
cualquier cosa. Incluso... no, eso no. Pero podría ser útil...
Lo hizo. Se tragó el orgullo y, por una vez
en la vida, recurrió a un truco de mujer.
- ¡Usted fue paciente de mi hermano! -abordó Amelia a su objetivo, aparentando inquietud-. ¿Pero de qué sirvió? ¡¡Dios mío, el fin está cerca!!
El pintor sordo la miró, pero no pudo entender lo que decía. Así que Amelia decidió unir la acción a la palabra, fingiendo nada menos que un desmayo. La cara del asombrado Goya se volvió un poema, al caer tan bruscamente en sus brazos una joven salida de la nada, mientras Julián acudía en su ayuda disimulando un ataque de vergüenza ajena.
Pero era la solución más inteligente: Goya y sus acompañantes aparcaron las ideas rebeldes, al creer que una antigua conocida necesitaba ayuda médica. Pronto llegaron al cercano domicilio del artista; si la
Historia era correcta, allí estarían a salvo. El problema sería convencerlos para que
ninguno de ellos volviese a las calles.
- Ya ve qué noticias traen, maestro -las
palabras del joven aprendiz del pintor se hicieron tan vehementes como el lenguaje de
signos que estaba usando-. ¡Han disparado contra la gente!
- ¿Y qué vas a hacer, León? -contestó Goya a
su discípulo, señalando la escalera que acababan de subir-. ¿Bajar al Palacio a que te maten? ¿Por defender a ese Rey fugado
y a su Inquisición? Ellos han prohibido cualquier cosa que se parezca
a pensar por uno mismo. Tenemos que andar siempre con cien ojos, a cada dibujo
y a cada frase. Tú mismo has tenido que desechar trabajos excelentes para
eludir a los inquisidores, y no llevas en esto tanto tiempo como yo.
- Y el ejército francés, ¿es mejor? ¿Lo que
han hecho le parece a usted una muestra de igualdad, libertad y fraternidad?
El joven tenía tanto carácter como su maestro. Pero este último ya rondaba los sesenta años, y había
visto demasiadas cosas para dejarse convencer.
- Es un dilema, León. Me parte el corazón
decirte esto, porque soy un patriota: pero hoy, ninguna opción es buena. Vales
más que todo esto. No deberías bajar.
Julián cruzó con Amelia una sonrisa triste:
- Y dicen que está loco. Empiezo a creer que lo que le sucede es otra cosa.
Ella asintió:
- Es más bien el único cuerdo en un
mundo de locos.
* * * * *
* * * * *
- Mariano, ¿estáis seguro de que el combate es por
aquí? El carcelero de esta mañana mencionó la Plaza del Palacio...
- Necesitamos armas, Alonso; las nuestras se
las ha quedado el alcaide de la prisión. Pero yo sé dónde conseguir más.
- Lo que no hayáis aprendido en esa cárcel...
¿a dónde vamos, entonces?
El criollo señaló un edificio señorial;
estaba atestado. Parecía un avispero del que no paraba de salir gente furiosa, y
extrañamente pertrechada. La agitación estaba muy justificada: llegaban sonidos
de lucha desde las calles cercanas.
- La Armería Real -explicó Mariano Córdova,
una vez en el interior-. Es un museo: son armas anticuadas, pero habrá que
aprender a usarlas.
- ¿Aprender? -exclamó Alonso, encantado.
Seleccionó la espada ropera y la daga vizcaína más destacables de la colección,
en el ala dedicada al siglo XVI, y sonrió con la ferocidad de un perro de
presa-. Vais a tener ocasión. ¡Mirad y aprended, muchacho!
* * * * *
* * * * *
León Ortega y Villa sólo tenía dieciocho
años, pero ya rivalizaba en carácter con su maestro Goya. El aprendiz no pensaba quedarse de brazos cruzados. Todavía estaba intentando conseguir que sus acompañantes tomaran partido, cuando sucedió algo aterrador.
Madrid no estaba diseñada para detener lo
que tenía a las puertas: un ejército entero. Confluyendo concéntricamente desde
todas las entradas, a través de amplias avenidas que facilitaban el acceso a un
punto central, fácil de ocupar. Y aquel punto estaba a sólo sesenta metros de
la vivienda de Goya: la Puerta del Sol.
El suelo retumbó como si se avecinara un
terremoto. Incluso el pintor sordo notó la vibración, a través del piso y las
paredes.
- ¿Jinetes? Pero, ¿¡cuántos...!?
- Mamelucos -palideció Amelia-. Caballería
oriental. Traída por Napoleón desde Egipto.
Algunos balazos se incrustaron en los
dinteles: uno de ellos rompió un vidrio del balcón. El mayordomo Isidro cerró los
postigos. Julián esperó a que todo el mundo se hubiera puesto a cubierto y
cargó su revólver.
- Voy a bajar.
- Pero ¿qué dices? -se horrorizó Amelia-.
Julián, ¡eso de ahí fuera es la carga de los mamelucos! El famoso cuadro,
¡incluso tú debes conocerlo!
- Escucha los gritos de la gente. La calle
está llena de heridos. ¡Tengo que ayudar!
- Nuestra misión es proteger a Goya -susurró
su superior, enfurecida-, no animarlo a bajar con nosotros. ¡Él es más
importante...!
- ¡No! -bramó Julián, obligándola a
soltarle: su mirada era inquietante otra vez, más que nunca-. Llevo media vida
salvando gente, Amelia, y no es así. No puedo, en serio, se me revuelve el
estómago...
- ¡Son las normas!
- Yo también puedo hablar de normas:
¿sabes lo que es el juramento hipocrático de los médicos? Pues los enfermeros
tenemos uno parecido, el de Florence Nightingale. No es obligatorio, pero yo lo hice. Y no juré salvar primero al más famoso, sino al que más lo necesite. ¡Lo contrario sería
un crimen, y ya lo hemos cometido varias veces!
Después de la explosión de furia, Julián se
derrumbó, mucho más calmado. Se había desahogado: por fin había dicho lo que llevaba tanto tiempo callando. Desde que salvó a Lope de Vega y dejó morir
al resto de la tripulación del San Esteban, hacía siglos, en Lisboa. Miró con
tristeza a su superior, ignorando al resto de sus perplejos acompañantes: la
chispa de locura había desaparecido. De pronto, volvió a hablar con su dulzura
habitual:
- Lo siento, Amelia. No he debido hablarte así. Pero no me obligues a
quedarme mirando mientras muere gente, por favor. No me cargues eso encima.
Bastante tuve con la muerte de mi mujer.
- ¿Y si te matan a ti?
Ambos agentes sintieron en su hombro, al
mismo tiempo, una mano apaciguadora:
- Yo lo acompañaré. Dice mi
maestro que no hay ninguna opción buena; pero ésta sí lo es. Salvar a quien
necesite ayuda. ¿Vamos?
Era León, el aprendiz del pintor. El más
joven de todos los presentes; pero sorprendentemente, el más sabio.
Amelia asintió a regañadientes. No sabía si
abrazar a su compañero o quitarle las tonterías con un par de bofetadas. Así que
se limitó a darle un paquete:
- El revólver de Alonso. Se lo pedí al
alcaide ayer. Por si falla el tuyo.
Julián le agradeció el gesto y abandonó el lugar.
León se retrasó sólo un momento más: lo justo para dirigir un ruego a la mujer.
- Vigile a don Paco, por favor. Que es muy
suyo, y puede darle por bajar.
* * * * *
* * * * *
Alonso de Entrerríos y Mariano Córdova habían oído bien: se percibían ruidos de lucha en las calles cercanas, y sonaban cada vez más próximos. Los
jinetes mamelucos estaban invadiendo las calles a toda velocidad, arrasándolo todo a su
paso.
- ¿Sarracenos? -se preguntó Alonso,
atónito-. ¿No los habíamos echado en el siglo XV?
- Muy gracioso -gruñó el criollo-. Dicen que
Napoleón los ha reclutado hace poco, en Oriente. Y que son soldados de élite,
feroces como pocos.
El veterano de los Tercios sonrió otra vez.
Como un lobo ante un cordero.
- Eso pronto lo vamos a comprobar.
2 de Mayo en Madrid ("Carga de los Mamelucos"). Goya, 1814 |
El siguiente jinete sonrió con desprecio, al
comparar la anchura de su sable con la finísima espada ropera de Entrerríos,
poco más gruesa que un florete. No contaba con la habilidad con la que Alonso
desvió la dirección del golpe, compensando la distribución de fuerzas en su
hoja, que además era de excelente acero toledano. Saltaron chispas: reteniendo
el sable con una de sus espadas, Alonso remató al mameluco con la otra. El
enemigo no parecía haberse enfrentado nunca al famoso “oficio de armas dobles“
español: a Alonso siempre le encantaba la cara de dolorido asombro que ponían
al aprender, ya demasiado tarde, la lección.
- ¿Pero tú cómo sabes hacer eso? -se asombró
Mariano, desviando un alfanje gracias a otro escudo. Su espada corta no era tan
eficaz, pero descabalgó a un jinete como pudo.
- Soy... ejem... maestro de esgrima -improvisó
Entrerríos-. ¡Vamos, que son muchos! ¡No es hora de dormirse!
Alonso no fue el único defensor que tuvo
éxito: la feroz carga montada tuvo cumplida respuesta. Muchos paisanos
desplegaron sus navajas al paso de los caballos, apuntando al vientre y a la
yugular de las bestias; éstas cayeron heridas, y la fuerza de su propio
impulso acabó de rematarlas. Las mujeres no se quedaron atrás: ellas formaban, de hecho, un tercio
de los combatientes. Algunas cruzaban aquel infierno llevando municiones y
recargando fusiles para sus padres y maridos, que mientras tanto
combatían como buenamente podían. Otras majas y manolas, las más diestras con los
cuchillos de cocina y los espetones de asar, consiguieron causar casi tantas
bajas como los propios hombres. Las más jóvenes o ancianas hubieron de
conformarse con dejar caer objetos desde los balcones; más de un veterano de
Austerlitz cayó herido de muerte aquel día por obra de humildes macetas llenas
de flores. A Entrerríos, la ironía de aquella muerte tan prosaica le pareció
encantadora.
Pero aquella resistencia no era más que una
gota en el océano: era difícil detener el letal barrido de muerte de los
alfanjes orientales. Nadie estaba a salvo: de hecho, los forasteros resultaron
ser más feroces con las mujeres. Había enemigos que incluso en medio de la
batalla tenían tiempo para la lascivia y la codicia; se cubrían las espaldas
entre ellos. A los hombres caídos los desnudaban para apropiarse de sus ropas y
objetos de valor; a ellas, además, para actos perversos.
A Alonso de Entrerríos le hirvió la sangre.
Había tenido dudas: ni podía ganar él sólo aquel combate, ni el Ministerio
habría aprobado que interviniera de una manera demasiado directa. Pero de pronto
encontró algo que sí podía hacer. Con un arma en cada mano, defendió a los
paisanos caídos. El dueño de una botica cercana intentaba atender a los heridos en plena calle, con
riesgo de su vida; le recordó a Julián.
- Mariano, vos tenéis un escudo. Escoltad por
mi diestra a ése que está curando gente. Yo me ocupo de defender el otro lado,
que es de donde vienen los más peligrosos.
El boticario y el peruano le miraron,
asintieron y coordinaron sus esfuerzos. El manolo del otro escudo decidió
unirse a ellos. Alonso de Entrerríos no había perdido las dotes de mando,
después de todo. Aunque por una vez lo hiciera con la intención de salvar
vidas, no tanto de quitarlas.
* * * * *
* * * * *
Unas calles más allá, en la Puerta del Sol,
Julián había sido testigo de tantos actos de furia como Alonso, por parte de
ambos bandos. Pero a él no le importaba el combate: se centró en los heridos. Prestó a León uno de los dos revólveres del Ministerio (dejándolo maravillado, al comprobar la cantidad de
balas que podía disparar antes de tener que recargar) y, apartando a culatazos algún sable inoportuno, se dedicó a curar. No era el único: distinguió a un
joven practicante de cirugía haciendo lo mismo, apenas veinte metros más
allá.
Julián estaba entablillando una pierna rota
cuando un jinete se le echó encima; a buen seguro lo habría matado, si un mozo
no se hubiera encaramado a la grupa del animal. El joven tomó las riendas,
detuvo la maniobra de carga y traspasó el pecho del jinete de una letal
puñalada. A cambio, el infortunado muchacho recibió a bocajarro un disparo de
otro mameluco. Un par de balazos de León detuvieron a este último atacante,
mientras Julián auxiliaba al joven que acababa de salvarle la vida.
- ¡Aguanta! Te pondrás bien -intentó
animarlo; por fortuna, la herida no parecía mortal, pero estaba perdiendo mucha
sangre-. ¿Cómo te llamas?
- José Antonio Loez Regidor... dígale a mi
familia que... -el herido parecía a punto de desfallecer.
- Vamos, sigue hablando... no te duermas...
¿qué les tengo que decir? -el enfermero intentó contener la hemorragia sin mucho éxito y llamó al pintor-: ¡León, me haría falta una mano más!
- ¡Y a mí! -contestó el discípulo de Goya,
vaciando un cargador y cambiando de arma-. ¡Estos egipcios no reparten
caramelos! ¡Y yo no sé recargar esta pistola rara que has traído!
- ¿Puedo ayudar yo? -el practicante de
cirugía llegó en el momento justo. Julián presionó la herida mientras el recién
llegado colocaba el torniquete. A unos pocos metros de ellos, un religioso los protegió a capa y espada, con una ferocidad inaudita en su profesión.
- Gracias... me llamo Julián Martínez. Soy enfermero.
- Saturnino Valdés, practicante. Venga
conmigo: tengo un carro. Ignacio Pérez ya me ha
ayudado a subir a varios heridos en él -señaló al fiero religioso-, pero me queda un sitio. Un torniquete es
peligroso: hay que llevarlo cuanto antes al Hospital General.
* * * * *
* * * * *
El cañón de la Plaza Mayor disparó hacia la
calle San Bernardo, desbaratando un pelotón francés. Los rufianes que lo
operaban lo celebraron con alegres canciones obscenas, en el más sucio estilo español
imaginable. Si de algo hacían gala, no era ni de honor ni de profesionalidad
militar.
- Esto no me puede estar pasando -se
sonrojó Alonso, sin saber dónde meterse. La lucha frente al Museo había
concluido, así que habían continuado auxiliando gente por varias calles al
azar, hasta toparse con un pintoresco pelotón de expresidiarios españoles recién fugados-.
Vaya tropa me ha tocado...
- Eh, que en el fondo son buena gente -los defendió Mariano Córdova-. Conozco a ese cabrero: lo detuvieron hace poco, por liarla en una taberna cuando le aguaron el vino y...
- De lo más lógico y honorable, claro -gruñó
Entrerríos, ayudando a los reclusos a recargar el cañón que habían robado a los
franceses-. En qué estaría yo pensando.
- Vamos, hombre, apunta más y protesta menos
-rió su compañero-. Eres el que más puntería tiene por aquí. No lo parece, pero
son hombres de honor: ¡han jurado volver a la Cárcel Real mañana! El alcaide
les ha permitido salir hoy para combatir. Se fía de ellos: ¡por algo será!
- En serio, ¿os creéis lo que estáis
diciendo?
- ¡Que sí, hombre, que sí! Me lo ha dicho el
cabrero. Cincuenta y seis presos pidieron permiso para esto y dieron su
palabra por escrito. Otros treinta y pico siguen encerrados: con este jaleo, no
se atrevieron a salir de sus celdas.
Calle San Bernardo abajo, el médico real, el
cirujano y los jardineros de Su Majestad estaban atrapados entre dos fuegos.
Terminada su labor en la Plaza de Palacio, habían decidido pedir ayuda a los
únicos militares españoles que todavía tenían municiones: los capitanes Daoiz y
Velarde, del Parque de Artillería. Pero no habían conseguido alcanzar su objetivo: las calles estaban bloqueadas. El grupo de voluntarios que los acompañaba
se había hecho más numeroso: el fabricante de chocolate, sus compañeros de
armas de las caballerizas y los cinco posaderos de José Muñiz se habían unido a
sus filas.
- ¡Parapetaos en los portales! Nos han
cortado todas las salidas...
- Sí; la cosa pinta mal.
- ¿Qué hacemos?
- Refugiarnos en las callejuelas laterales con los
heridos que podamos. Y aguantar hasta que se acabe la munición.
- ¡A mí ya se me ha terminado!
La lucha cuerpo a cuerpo comenzó poco
después. El médico real recibió una buena paliza, como líder que era, además de
un importante robo; pero lo peor estaba por llegar. Desde el otro extremo de la
calle, el que daba a la plaza mayor, llegaba una importante tropa de “gabachos“.
Los paisanos no tenían salvación...
Entonces, para su dolorida sorpresa, los
franceses recibieron una descarga de artillería de uno de sus propios cañones:
el de la Plaza Mayor, capturado por los reclusos de la Cárcel Real. Coreando canciones de borrachos, los presidiarios más
infames de los bajos fondos de Madrid salvaron aquel día la vida de los valientes
servidores de Su Majestad.
Tardaron largo rato en agotarse las
municiones; cuando eso sucedió, a una orden de Entrerríos, la impresentable
tropa inutilizó el cañón. Después se dispersaron a los cuatro vientos,
planeando alegremente más fechorías y robos a costa “del francés“.
Cuatro de los presidiarios resultaron muertos o
heridos. Quedaron en pie cincuenta y dos.
El alcaide de la Cárcel Real no dio crédito
a sus ojos cuando, al día siguiente, cincuenta y uno de ellos se presentaron en sus celdas,
cumpliendo su palabra. Buscadores de gresca, de pillaje, borrachos, ladrones.
Pero en cierto modo, sí: fueron hombres de honor.
* * * * *
* * * * *
- No paran de llegar pacientes...
- Claro. Esto es un hospital -sonrió Julián, como si la situación fuera normal. Dos enfermeros le ayudaron a descargar, con delicadeza, los heridos que había
traído desde la Puerta del Sol. Entre las bajas leves había que contar
al pintor León y al propio dueño del carro, el practicante Saturnino; habían
resultado lesionados al proteger el vehículo, a través del combate, hasta el
hospital.
El personal del edificio estaba desbordado:
tanto el enfermero del Ministerio como el propio Saturnino, una vez recibió la primera cura, se ofrecieron a ayudar.
- Gracias; no damos abasto -resopló,
agotado, el enfermero asturiano que había ayudado a Julián a recibir a los heridos-. Me
llamo Alonso Pérez, éste es el cirujano Angulo y...
-¿Qué es ese estrépito? -interrumpió León.
-¿Qué es ese estrépito? -interrumpió León.
Se escucharon sonidos de lucha en el zaguán
del hospital. Sin duda, algunos combatientes habían sido acorralados allí.
Estaban asustados y heridos; los golpes hicieron retumbar el suelo y las
paredes, entremezclados con gritos pidiendo auxilio.
- Espere, Julián -le detuvo el enfermero
Alonso-. ¡No salga!
- ¿No oye los gritos? ¡Necesitan ayuda!
- Estamos en medio de un combate... ¡Dios
mío, van a entrar!
- ¿No serán capaces...?
Nadie se lo imaginaba. En el fondo, nadie
creía que un ejército civilizado, los defensores de las ideas de la libertad,
pudieran hacer gala de un acto de barbarie como aquél. La batalla estaba fuera.
Aquello era un hospital: no podían invadirlo.
Pero lo hicieron.
El zaguán se llenó de ruidos de lucha:
golpes de bayoneta, gemidos de heridos de uno y otro bando. No podían resistir
allí: la puerta intermedia reventó y una avalancha de gente llenó la sala principal. El espacio entre las
improvisadas camillas se llenó de soldados franceses, y de infortunados
que habían buscado refugio en el edificio. El ejército napoleónico, organizado en su
metódico caos, comenzó a destrozar concienzudamente el material médico y el instrumental. Tal vez temían que este último
(serruchos para hueso, bisturíes) pudiera ser utilizado como arma.
Julián recargó su revólver y el que había
prestado a León. Éste, con la pierna vendada, se recostó en una camilla y apuntó.
Los mozos de cocina del hospital echaron
mano de los cuchillos y hachas de cortar carne: los cirujanos, del instrumental
más afilado. El resto improvisó armas con los muebles.
Había comenzado la defensa del Hospital General.
Había comenzado la defensa del Hospital General.
(CONTINUARÁ...)
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2 comentarios:
No he querido centrarme en la lucha (para eso ya está "Un día de cólera", sino en el "samur" de la época: los que rescataban gente, los que no hay ninguna duda de si hicieron lo correcto o no, los eternos olvidados.
Por cierto, no me he inventado ni un solo nombre. Los presos, cirujanos, los mozos de la posada de Amelia, el chocolatero, los clérigos que luchan, el médico del Rey que montó una tropa, el discípulo de Goya (León)... ¡Todos han salido de una lista de bajas real, de aquel día! (excepto los personajes del Ministerio, claro). Y dentro de lo que he podido, para no sobrecargar con datos, más o menos todos sus combates se ajustan bastante a la historia real. Lo de los presos, admirable!
La lista de bajas oficial.
En ella estan todos los personajes de esta parte (y mas, es imposible hablar de todos). Gracias a los autores y a quienes la han publicado!
http://www.abc.es/informacion/2-de-mayo/index.asp
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