28 mayo 2015

MdT: Un acto de locura (VII)


   “Nuestro principal propósito en esta vida es ayudar a otros. 
Y si no puedes ayudarles, al menos no les hagas daño“
   Dalai Lama.
  
   - Así que la avaricia rompe el saco -reflexionó Alonso.
   - Más o menos -asintió Mariano, que había reanudado los intentos de fuga con sus rudimentarias ganzúas caseras-. Llevo poco tiempo en la madre patria, pero ya he oído que el general Bonaparte ha invadido casi toda Europa, excepto Inglaterra, España y Portugal. Hace poco, Napoleón pidió permiso a Fernando VII para entrar aquí y “ayudarnos“ a conquistar Portugal...
   - Me imagino el resto: prometer, prometer, hasta meter. Y en cuanto metimos al zorro Bonaparte en nuestro corral, se nos comió.
   - Eso intenta. Ya tiene a casi toda la familia real en Bayona. Sólo quedan aquí los dos infantes: un niño y una niña. Por eso está el pueblo tan revuelto. Todo es todavía legal, pero si se llevan los infantes a Francia...
   Una conquista con engaños, sin derramar sangre. A Entrerríos no le pareció la estrategia de un gran general, sino de un tramposo. Además, había un punto flaco:
   - ¿Y si nuestra gente rechaza al nuevo rey Bonaparte? -sugirió, recordando al Empecinado y a los rebeldes de Valdepeñas. Lástima que no pudiera hablar de ellos a su compañero de celda: eran del futuro. Gajes de viajar en el tiempo...
   - ¿Quién se atrevería? España lleva mucho tiempo sin saber lo que es una guerra de verdad. Excepto en las colonias, pero allí luchan soldados profesionales, no el pueblo.
   "Las colonias" comprendió Alonso. "¿Así fue como las perdimos? ¿Enemistando a patriotas como éste a base de leyes injustas, como las que me explicaba anoche? ¿Y quitando nuestras tropas de allí, porque teníamos al enemigo aquí dentro?"
   Lo peor era que ni siquiera estaba seguro de querer consultar el tema con Amelia. Presentía que la respuesta sería demasiado deprimente. 
   - Tengamos fe -suspiró, más para sí mismo que para su compañero. Pensaba, una vez más, en la Galana. Y en otros como ella.
   Entonces llegó el cambio de turno. Los carceleros de la noche se retiraron: los de la mañana trajeron noticias. Y eran graves.
   Tan terribles como para que Mariano Córdova se desesperara por salir a combatir. Y como para que Entrerríos desobedeciera una orden directa de su superior.
   - Probad con esto -ofreció al joven peruano. En su mano brillaban las "llaves mágicas" de Irene.
  
   * * * * * * * * * *
  
   El mariscal francés Murat era un militar: estaba harto de paz, diplomacia y papeleos. Llevaba tiempo esperando una excusa para conquistar su propio reino. Pero el Gobierno español no estaba dispuesto a dársela: por eso los militares de Madrid tenían órdenes de no combatir. Ni siquiera llevaban munición.
   La orden de Napoleón fue el detonante: sacar subrepticiamente del país a los dos infantes. Temprano, a escondidas. Pero el pueblo lo sospechaba. Lo temía. Por eso sucedió aquello:
   -¡Una revuelta popular, señor!
   Murat se frotó las manos: por fin tenía su excusa. Así podría conquistar la corona para sí mismo, en vez de para su cuñado Bonaparte. A su manera: a sangre y fuego.
   A una orden suya, los cañones franceses dispararon contra la multitud que protestaba. Hombres, mujeres y niños fueron barridos por el fuego y la metralla, como juncos azotado por un vendaval.
   Y como juncos, entre una y otra ráfaga, el pueblo volvió a ponerse en pie.
  
   El portero del Palacio Real, José Rodrigo, presenció atónito la primera descarga y vio caer a unos diez españoles, heridos o muertos. Varios de ellos estaban desarmados: había incluso un niño entre ellos.
   - ¡Manuel! ¡Mi pequeño! -fue el desgarrador grito de la madre, al contemplar la escena atroz desde un balcón.
   Tragedias similares se sucedían por doquier. El azar unió a grupos de combatientes de lo más variopinto.
   - ¡Ve a pedir ayuda, Muñiz!
   - ¡Señor Lueco, no puedo dejarle aquí!  -protestó el joven posadero-. Sólo queríamos noticias y ya las tenemos, ¿no? ¡Vámonos!
   - Yo estoy mayor para correr, muchacho: me cazarían como a una liebre coja. Pero gracias a Dios, tomé la precaución de traer mi pistola. ¡Venga, da aviso en la posada! Tu jefe es de armas tomar y sabrá qué hacer.
   - ¿Pistola? ¡Usted no es soldado: sólo un fabricante de dulces!
   - No simples dulces: ¡chocolate, y del mejor! Pero eso no es lo único que se me da bien -José Lueco se parapetó, cargó su arma y derribó a un amenazante granadero con sorprendente puntería-. ¡Vamos, vete! ¡Yo te cubro!
   - Nosotros también le cubriremos-intervinieron tres recién llegados, parapetándose junto a ellos para recargar sus pistolas. A juzgar por su librea, debían ser mozos de caballos de casas nobles-. Tenemos armas, pero poca munición. Por favor, traiga refuerzos.
   Muñiz dudó un momento. Después se adentró en el combate, protegido por el fuego de sus nuevos compañeros. Era paradójico: ni siquiera conocía sus nombres, pero sabía que les podía confiar su vida.
  
   * * * * * * * * * *
  
   En el Palacio Real, las cosas no iban mucho mejor. Al portero José Rodrigo no le sirvió de nada intentar refugiarse: le hirieron en el rostro dos balas de rebote. Un destino similar sufrieron varios lacayos y cocheros, heridos a causa de los mismos superiores que les habían ordenado aguardar en la entrada. En el interior, Manuel Pereira, uno de los médicos reales, cayó moribundo al intentar proteger al jovencísimo infante Francisco de Paula.
   - ¿De qué está sirviendo colaborar con los franceses? -estalló el otro médico de la familia real, el doctor José Albarrán, auxiliando a su compañero -. ¡Basta ya!
   Después de atender a los heridos del Palacio, el doctor real Albarrán tomó una decisión. Preparó su material médico, su fusil de caza y se dirigió a la salida, seguido por su cirujano José Ugarte. “Libertad, igualdad, fraternidad, prometían los franceses“, reflexionó, lleno de ira. Bellas palabras, si hubieran  sido ciertas; pero de momento, no era eso lo que había traído aquel ejército, sino detonaciones y lamentos. Y muchos de los heridos ni siquiera eran rebeldes, sino pacíficos trabajadores, curiosos o transeúntes con mala suerte...
   - Vamos con ustedes -le abordó uno de los pintores de cámara del Rey: Agustín Esteve. Le acompañaba su aprendiz José, y ambos portaban armas de fuego.
   - Nosotros también -se les unieron, una vez fuera, los jardineros reales: Manuel, Juan Antonio y Francisco Antonio. Iban pertrechados con sus herramientas más afiladas.
   Antes de darse cuenta, el médico real había reunido un buen grupo de paisanos armados. Auxiliado por el cirujano, comenzó a atender a los heridos que atestaban la Plaza del Palacio, mientras sus compañeros le escoltaban y contenían valerosamente el fuego enemigo. Algunos de ellos realmente creían que conseguirían repeler a los atacantes; otros se conformaban con proteger a los heridos y, con suerte, quizá no morir en el intento. Pero ni unos ni otros retrocedieron.
  
   * * * * * * * * * *
  
   Ya de vuelta en la posada, conseguidos los refuerzos, José Muñiz se despidió de Amelia; después guió a su jefe, a su hermano Miguel y a otros dos mozos hacia la Plaza del Palacio.
   "Un gran muchacho" reflexionó la joven, con una mezcla de inquietud y admiración, al verlo liderar la marcha. "No hace ni doce horas que lo conozco y ya me ha salvado de una pelea de borrachos, me ha acompañado a un presidio y va de camino a una revolución".
   La joven casi sentía celos profesionales, que se acrecentaron en cuanto salió al exterior: su misión era bien diferente, y no estaba segura de poder desempeñarla con tanto éxito. Había conseguido localizar, en plena vía pública, al pintor que debía proteger, pero ¿cómo podía salvarlo de lo que estaba a punto de invadir las calles?
   Estaba desesperada. Sin ideas. Era capaz de cualquier cosa. Incluso... no, eso no. Pero podría ser útil...
   Lo hizo. Se tragó el orgullo y, por una vez en la vida, recurrió a un truco de mujer.

   - ¡Usted fue paciente de mi hermano! -abordó Amelia a su objetivo, aparentando inquietud-. ¿Pero de qué sirvió? ¡¡Dios mío, el fin está cerca!!

   El pintor sordo la miró, pero no pudo entender lo que decía. Así que Amelia decidió unir la acción a la palabra, fingiendo nada menos que un desmayo. La cara del asombrado Goya se volvió un poema, al caer tan bruscamente en sus brazos una joven salida de la nada, mientras Julián acudía en su ayuda disimulando un ataque de vergüenza ajena.

   Pero era la solución más inteligente: Goya y sus acompañantes aparcaron las ideas rebeldes, al creer que una antigua conocida necesitaba ayuda médica. Pronto llegaron al cercano domicilio del artista; si la Historia era correcta, allí estarían a salvo. El problema sería convencerlos para que ninguno de ellos volviese a las calles.
   - Ya ve qué noticias traen, maestro -las palabras del joven aprendiz del pintor se hicieron tan vehementes como el lenguaje de signos que estaba usando-. ¡Han disparado contra la gente!
   - ¿Y qué vas a hacer, León? -contestó Goya a su discípulo, señalando la escalera que acababan de subir-. ¿Bajar al Palacio a que te maten? ¿Por defender a ese Rey fugado y a su Inquisición? Ellos han prohibido cualquier cosa que se parezca a pensar por uno mismo. Tenemos que andar siempre con cien ojos, a cada dibujo y a cada frase. Tú mismo has tenido que desechar trabajos excelentes para eludir a los inquisidores, y no llevas en esto tanto tiempo como yo.
   - Y el ejército francés, ¿es mejor? ¿Lo que han hecho le parece a usted una muestra de igualdad, libertad y fraternidad?
   El joven tenía tanto carácter como su maestro. Pero este último ya rondaba los sesenta años, y había visto demasiadas cosas para dejarse convencer.
   - Es un dilema, León. Me parte el corazón decirte esto, porque soy un patriota: pero hoy, ninguna opción es buena. Vales más que todo esto. No deberías bajar.
   Julián cruzó con Amelia una sonrisa triste:
   - Y dicen que está loco. Empiezo a creer que lo que le sucede es otra cosa.
  Ella asintió:
   - Es más bien el único cuerdo en un mundo de locos.
  
   * * * * * * * * * *
  
   - Mariano, ¿estáis seguro de que el combate es por aquí? El carcelero de esta mañana mencionó la Plaza del Palacio...
   - Necesitamos armas, Alonso; las nuestras se las ha quedado el alcaide de la prisión. Pero yo sé dónde conseguir más.
   - Lo que no hayáis aprendido en esa cárcel... ¿a dónde vamos, entonces?
   El criollo señaló un edificio señorial; estaba atestado. Parecía un avispero del que no paraba de salir gente furiosa, y extrañamente pertrechada. La agitación estaba muy justificada: llegaban sonidos de lucha desde las calles cercanas.
   - La Armería Real -explicó Mariano Córdova, una vez en el interior-. Es un museo: son armas anticuadas, pero habrá que aprender a usarlas.
   - ¿Aprender? -exclamó Alonso, encantado. Seleccionó la espada ropera y la daga vizcaína más destacables de la colección, en el ala dedicada al siglo XVI, y sonrió con la ferocidad de un perro de presa-. Vais a tener ocasión. ¡Mirad y aprended, muchacho!
  
   * * * * * * * * * *
  
   León Ortega y Villa sólo tenía dieciocho años, pero ya rivalizaba en carácter con su maestro Goya. El aprendiz no pensaba quedarse de brazos cruzados. Todavía estaba intentando conseguir que sus acompañantes tomaran partido, cuando sucedió algo aterrador.
   Madrid no estaba diseñada para detener lo que tenía a las puertas: un ejército entero. Confluyendo concéntricamente desde todas las entradas, a través de amplias avenidas que facilitaban el acceso a un punto central, fácil de ocupar. Y aquel punto estaba a sólo sesenta metros de la vivienda de Goya: la Puerta del Sol.
   El suelo retumbó como si se avecinara un terremoto. Incluso el pintor sordo notó la vibración, a través del piso y las paredes.
   - ¿Jinetes? Pero, ¿¡cuántos...!?
   - Mamelucos -palideció Amelia-. Caballería oriental. Traída por Napoleón desde Egipto.
   Algunos balazos se incrustaron en los dinteles: uno de ellos rompió un vidrio del balcón. El mayordomo Isidro cerró los postigos. Julián esperó a que todo el mundo se hubiera puesto a cubierto y cargó su revólver.
   - Voy a bajar.
   - Pero ¿qué dices? -se horrorizó Amelia-. Julián, ¡eso de ahí fuera es la carga de los mamelucos! El famoso cuadro, ¡incluso tú debes conocerlo!
   - Escucha los gritos de la gente. La calle está llena de heridos. ¡Tengo que ayudar!
   - Nuestra misión es proteger a Goya -susurró su superior, enfurecida-, no animarlo a bajar con nosotros. ¡Él es más importante...!
   - ¡No! -bramó Julián, obligándola a soltarle: su mirada era inquietante otra vez, más que nunca-. Llevo media vida salvando gente, Amelia, y no es así. No puedo, en serio, se me revuelve el estómago...
   - ¡Son las normas!
   - Yo también puedo hablar de normas: ¿sabes lo que es el juramento hipocrático de los médicos? Pues los enfermeros tenemos uno parecido, el de Florence Nightingale. No es obligatorio, pero yo lo hice. Y no juré salvar primero al más famoso, sino al que más lo necesite. ¡Lo contrario sería un crimen, y ya lo hemos cometido varias veces!
   Después de la explosión de furia, Julián se derrumbó, mucho más calmado. Se había desahogado: por fin había dicho lo que llevaba tanto tiempo callando. Desde que salvó a Lope de Vega y dejó morir al resto de la tripulación del San Esteban, hacía siglos, en Lisboa. Miró con tristeza a su superior, ignorando al resto de sus perplejos acompañantes: la chispa de locura había desaparecido. De pronto, volvió a hablar con su dulzura habitual:
   - Lo siento, Amelia. No he debido hablarte así. Pero no me obligues a quedarme mirando mientras muere gente, por favor. No me cargues eso encima. Bastante tuve con la muerte de mi mujer.
   - ¿Y si te matan a ti?
   Ambos agentes sintieron en su hombro, al mismo tiempo, una mano apaciguadora:
   - Yo lo acompañaré. Dice mi maestro que no hay ninguna opción buena; pero ésta sí lo es. Salvar a quien necesite ayuda. ¿Vamos?
   Era León, el aprendiz del pintor. El más joven de todos los presentes; pero sorprendentemente, el más sabio.
   Amelia asintió a regañadientes. No sabía si abrazar a su compañero o quitarle las tonterías con un par de bofetadas. Así que se limitó a darle un paquete:
   - El revólver de Alonso. Se lo pedí al alcaide ayer. Por si falla el tuyo.
   Julián le agradeció el gesto y abandonó el lugar. León se retrasó sólo un momento más: lo justo para dirigir un ruego a la mujer.
   - Vigile a don Paco, por favor. Que es muy suyo, y puede darle por bajar.
  
   * * * * * * * * * *
  
   Alonso de Entrerríos y Mariano Córdova habían oído bien: se percibían ruidos de lucha en las calles cercanas, y sonaban cada vez más próximos. Los jinetes mamelucos estaban invadiendo las calles a toda velocidad, arrasándolo todo a su paso.
   - ¿Sarracenos? -se preguntó Alonso, atónito-. ¿No los habíamos echado en el siglo XV?
   - Muy gracioso -gruñó el criollo-. Dicen que Napoleón los ha reclutado hace poco, en Oriente. Y que son soldados de élite, feroces como pocos.
   El veterano de los Tercios sonrió otra vez. Como un lobo ante un cordero.
   - Eso pronto lo vamos a comprobar.
2 de Mayo en Madrid
("Carga de los Mamelucos").
Goya, 1814
   Un  jinete se acercó al galope, con el sable extendido, listo para segar vidas. Un escudo del museo lo desvió, mientras el manolo que lo portaba le hundía una navaja en el muslo. “No está nada mal“ admitió Alonso. “Pero se puede mejorar“.
   El siguiente jinete sonrió con desprecio, al comparar la anchura de su sable con la finísima espada ropera de Entrerríos, poco más gruesa que un florete. No contaba con la habilidad con la que Alonso desvió la dirección del golpe, compensando la distribución de fuerzas en su hoja, que además era de excelente acero toledano. Saltaron chispas: reteniendo el sable con una de sus espadas, Alonso remató al mameluco con la otra. El enemigo no parecía haberse enfrentado nunca al famoso “oficio de armas dobles“ español: a Alonso siempre le encantaba la cara de dolorido asombro que ponían al aprender, ya demasiado tarde, la lección.
   - ¿Pero tú cómo sabes hacer eso? -se asombró Mariano, desviando un alfanje gracias a otro escudo. Su espada corta no era tan eficaz, pero descabalgó a un jinete como pudo.
   - Soy... ejem... maestro de esgrima -improvisó Entrerríos-. ¡Vamos, que son muchos! ¡No es hora de dormirse!
   Alonso no fue el único defensor que tuvo éxito: la feroz carga montada tuvo cumplida respuesta. Muchos paisanos desplegaron sus navajas al paso de los caballos, apuntando al vientre y a la yugular de las bestias; éstas cayeron heridas, y la fuerza de su propio impulso acabó de rematarlas. Las mujeres no se quedaron atrás: ellas formaban, de hecho, un tercio de los combatientes. Algunas cruzaban aquel infierno llevando municiones y recargando fusiles para sus padres y maridos, que mientras tanto combatían como buenamente podían. Otras majas y manolas, las más diestras con los cuchillos de cocina y los espetones de asar, consiguieron causar casi tantas bajas como los propios hombres. Las más jóvenes o ancianas hubieron de conformarse con dejar caer objetos desde los balcones; más de un veterano de Austerlitz cayó herido de muerte aquel día por obra de humildes macetas llenas de flores. A Entrerríos, la ironía de aquella muerte tan prosaica le pareció encantadora.
   Pero aquella resistencia no era más que una gota en el océano: era difícil detener el letal barrido de muerte de los alfanjes orientales. Nadie estaba a salvo: de hecho, los forasteros resultaron ser más feroces con las mujeres. Había enemigos que incluso en medio de la batalla tenían tiempo para la lascivia y la codicia; se cubrían las espaldas entre ellos. A los hombres caídos los desnudaban para apropiarse de sus ropas y objetos de valor; a ellas, además, para actos perversos.
   A Alonso de Entrerríos le hirvió la sangre. Había tenido dudas: ni podía ganar él sólo aquel combate, ni el Ministerio habría aprobado que interviniera de una manera demasiado directa. Pero de pronto encontró algo que sí podía hacer. Con un arma en cada mano, defendió a los paisanos caídos. El dueño de una botica cercana intentaba atender a los heridos en plena calle, con riesgo de su vida; le recordó a Julián.
   - Mariano, vos tenéis un escudo. Escoltad por mi diestra a ése que está curando gente. Yo me ocupo de defender el otro lado, que es de donde vienen los más peligrosos.
   El boticario y el peruano le miraron, asintieron y coordinaron sus esfuerzos. El manolo del otro escudo decidió unirse a ellos. Alonso de Entrerríos no había perdido las dotes de mando, después de todo. Aunque por una vez lo hiciera con la intención de salvar vidas, no tanto de quitarlas.
  
   * * * * * * * * * *
  
   Unas calles más allá, en la Puerta del Sol, Julián había sido testigo de tantos actos de furia como Alonso, por parte de ambos bandos. Pero a él no le importaba el combate: se centró en los heridos. Prestó a León uno de los dos revólveres del Ministerio (dejándolo maravillado, al comprobar la cantidad de balas que podía disparar antes de tener que recargar) y, apartando a culatazos algún sable inoportuno, se dedicó a curar. No era el único: distinguió a un joven practicante de cirugía haciendo lo mismo, apenas veinte metros más allá.
   Julián estaba entablillando una pierna rota cuando un jinete se le echó encima; a buen seguro lo habría matado, si un mozo no se hubiera encaramado a la grupa del animal. El joven tomó las riendas, detuvo la maniobra de carga y traspasó el pecho del jinete de una letal puñalada. A cambio, el infortunado muchacho recibió a bocajarro un disparo de otro mameluco. Un par de balazos de León detuvieron a este último atacante, mientras Julián auxiliaba al joven que acababa de salvarle la vida.
   - ¡Aguanta! Te pondrás bien -intentó animarlo; por fortuna, la herida no parecía mortal, pero estaba perdiendo mucha sangre-. ¿Cómo te llamas?
   - José Antonio Loez Regidor... dígale a mi familia que... -el herido parecía a punto de desfallecer.
   - Vamos, sigue hablando... no te duermas... ¿qué les tengo que decir? -el enfermero intentó contener la hemorragia sin mucho éxito y llamó al pintor-: ¡León, me haría falta una mano más!
   - ¡Y a mí! -contestó el discípulo de Goya, vaciando un cargador y cambiando de arma-. ¡Estos egipcios no reparten caramelos! ¡Y yo no sé recargar esta pistola rara que has traído!
   - ¿Puedo ayudar yo? -el practicante de cirugía llegó en el momento justo. Julián presionó la herida mientras el recién llegado colocaba el torniquete. A unos pocos metros de ellos, un religioso los protegió a capa y espada, con una ferocidad inaudita en su profesión.
   - Gracias... me llamo Julián Martínez. Soy enfermero.
   - Saturnino Valdés, practicante. Venga conmigo: tengo un carro. Ignacio Pérez ya me ha ayudado a subir a varios heridos en él -señaló al fiero religioso-, pero me queda un sitio. Un torniquete es peligroso: hay que llevarlo cuanto antes al Hospital General.
  
   * * * * * * * * * *
  
   El cañón de la Plaza Mayor disparó hacia la calle San Bernardo, desbaratando un pelotón francés. Los rufianes que lo operaban lo celebraron con alegres canciones obscenas, en el más sucio estilo español imaginable. Si de algo hacían gala, no era ni de honor ni de profesionalidad militar.
   - Esto no me puede estar pasando -se sonrojó Alonso, sin saber dónde meterse. La lucha frente al Museo había concluido, así que habían continuado auxiliando gente por varias calles al azar, hasta toparse con un pintoresco pelotón de expresidiarios españoles recién fugados-. Vaya tropa me ha tocado...
   - Eh, que en el fondo son buena gente -los defendió Mariano Córdova-. Conozco a ese cabrero: lo detuvieron hace poco, por liarla en una taberna cuando le aguaron el vino y...
   - De lo más lógico y honorable, claro -gruñó Entrerríos, ayudando a los reclusos a recargar el cañón que habían robado a los franceses-. En qué estaría yo pensando.
   - Vamos, hombre, apunta más y protesta menos -rió su compañero-. Eres el que más puntería tiene por aquí. No lo parece, pero son hombres de honor: ¡han jurado volver a la Cárcel Real mañana! El alcaide les ha permitido salir hoy para combatir. Se fía de ellos: ¡por algo será!
   - En serio, ¿os creéis lo que estáis diciendo?
   - ¡Que sí, hombre, que sí! Me lo ha dicho el cabrero. Cincuenta y seis presos pidieron permiso para esto y dieron su palabra por escrito. Otros treinta y pico siguen encerrados: con este jaleo, no se atrevieron a salir de sus celdas.
  
   Calle San Bernardo abajo, el médico real, el cirujano y los jardineros de Su Majestad estaban atrapados entre dos fuegos. Terminada su labor en la Plaza de Palacio, habían decidido pedir ayuda a los únicos militares españoles que todavía tenían municiones: los capitanes Daoiz y Velarde, del Parque de Artillería. Pero no habían conseguido alcanzar su objetivo: las calles estaban bloqueadas. El grupo de voluntarios que los acompañaba se había hecho más numeroso: el fabricante de chocolate, sus compañeros de armas de las caballerizas y los cinco posaderos de José Muñiz se habían unido a sus filas.
   - ¡Parapetaos en los portales! Nos han cortado todas las salidas...
   - Sí; la cosa pinta mal.
   - ¿Qué hacemos?
   - Refugiarnos en las callejuelas laterales con los heridos que podamos. Y aguantar hasta que se acabe la munición.
   - ¡A mí ya se me ha terminado!
   La lucha cuerpo a cuerpo comenzó poco después. El médico real recibió una buena paliza, como líder que era, además de un importante robo; pero lo peor estaba por llegar. Desde el otro extremo de la calle, el que daba a la plaza mayor, llegaba una importante tropa de “gabachos“. Los paisanos no tenían salvación...
  
   Entonces, para su dolorida sorpresa, los franceses recibieron una descarga de artillería de uno de sus propios cañones: el de la Plaza Mayor, capturado por los reclusos de la Cárcel Real. Coreando canciones de borrachos, los presidiarios más infames de los bajos fondos de Madrid salvaron aquel día la vida de los valientes servidores de Su Majestad.
   Tardaron largo rato en agotarse las municiones; cuando eso sucedió, a una orden de Entrerríos, la impresentable tropa inutilizó el cañón. Después se dispersaron a los cuatro vientos, planeando alegremente más fechorías y robos a costa “del francés“.
   Cuatro de los presidiarios resultaron muertos o heridos. Quedaron en pie cincuenta y dos.
   El alcaide de la Cárcel Real no dio crédito a sus ojos cuando, al día siguiente, cincuenta y uno de ellos se presentaron en sus celdas, cumpliendo su palabra. Buscadores de gresca, de pillaje, borrachos, ladrones. Pero en cierto modo, sí: fueron hombres de honor.
  
   * * * * * * * * * *
  
   - No paran de llegar pacientes...
   - Claro. Esto es un hospital -sonrió Julián, como si la situación fuera normal. Dos enfermeros le ayudaron a descargar, con delicadeza, los heridos que había traído desde la Puerta del Sol. Entre las bajas leves había que contar al pintor León y al propio dueño del carro, el practicante Saturnino; habían resultado lesionados al proteger el vehículo, a través del combate, hasta el hospital.
   El personal del edificio estaba desbordado: tanto el enfermero del Ministerio como el propio Saturnino, una vez recibió la primera cura, se ofrecieron a ayudar.
   - Gracias; no damos abasto -resopló, agotado, el enfermero asturiano que había ayudado a Julián a recibir a los heridos-. Me llamo Alonso Pérez, éste es el cirujano Angulo y... 
   -¿Qué es ese estrépito? -interrumpió León.
   Se escucharon sonidos de lucha en el zaguán del hospital. Sin duda, algunos combatientes habían sido acorralados allí. Estaban asustados y heridos; los golpes hicieron retumbar el suelo y las paredes, entremezclados con gritos pidiendo auxilio.
   - Espere, Julián -le detuvo el enfermero Alonso-. ¡No salga!
   - ¿No oye los gritos? ¡Necesitan ayuda!
   - Estamos en medio de un combate... ¡Dios mío, van a entrar!
   - ¿No serán capaces...?
   Nadie se lo imaginaba. En el fondo, nadie creía que un ejército civilizado, los defensores de las ideas de la libertad, pudieran hacer gala de un acto de barbarie como aquél. La batalla estaba fuera. Aquello era un hospital: no podían invadirlo.
   Pero lo hicieron.
   El zaguán se llenó de ruidos de lucha: golpes de bayoneta, gemidos de heridos de uno y otro bando. No podían resistir allí: la puerta intermedia reventó y una avalancha de gente llenó la sala principal. El espacio entre las improvisadas camillas se llenó de soldados franceses, y de infortunados que habían buscado refugio en el edificio. El ejército napoleónico, organizado en su metódico caos, comenzó a destrozar concienzudamente el material médico y el instrumental. Tal vez temían que este último (serruchos para hueso, bisturíes) pudiera ser utilizado como arma. 
   Julián recargó su revólver y el que había prestado a León. Éste, con la pierna vendada, se recostó en una camilla y apuntó.
   Los mozos de cocina del hospital echaron mano de los cuchillos y hachas de cortar carne: los cirujanos, del instrumental más afilado. El resto improvisó armas con los muebles. 
   Había comenzado la defensa del Hospital General.

2 comentarios:

Nievesg dijo...

No he querido centrarme en la lucha (para eso ya está "Un día de cólera", sino en el "samur" de la época: los que rescataban gente, los que no hay ninguna duda de si hicieron lo correcto o no, los eternos olvidados.

Por cierto, no me he inventado ni un solo nombre. Los presos, cirujanos, los mozos de la posada de Amelia, el chocolatero, los clérigos que luchan, el médico del Rey que montó una tropa, el discípulo de Goya (León)... ¡Todos han salido de una lista de bajas real, de aquel día! (excepto los personajes del Ministerio, claro). Y dentro de lo que he podido, para no sobrecargar con datos, más o menos todos sus combates se ajustan bastante a la historia real. Lo de los presos, admirable!

Nievesg dijo...

La lista de bajas oficial.
En ella estan todos los personajes de esta parte (y mas, es imposible hablar de todos). Gracias a los autores y a quienes la han publicado!
http://www.abc.es/informacion/2-de-mayo/index.asp