01 mayo 2015

MdT: El jardín de los tiempos que se bifurcan (1)

 
(Esta historia arranca directamente tras los acontecimientos del relato "Tiempo de paz")

   Cuando Amelia despertó, el dinosaurio seguía allí.
   "Dinosaurio", se obligó a decirse interiormente contra todo lo que sus sentidos le gritaban. "No dragón". Se trataba de un ser magnífico, un auténtico "lagarto potente", como lo bautizara el profesor Owen en los años 40 del XIX: medía más de 15 metros de largo, casi 20, con un cuello fuerte de seis metros, y una cola similar que lo equilibraba. Claramente no era un iguanodón, ni tampoco un megalosaurio: en aquellos momentos se estaba comiendo las hojas de una palmera, con una fruición que indicaba que podía acabar con una plantación de ellas en un sólo día si se lo propusiera.
   - Creo que es un aragosaurio -dijo Julián, mientras le tendía la mano para ayudarla a ponerse en pie.
   - ¿Conoces a estas criaturas?
   - De pequeño me encantaban los dinosaurios. Luego se me fue pasando, pero si aparecía alguna noticia sobre el tema en el periódico, me la leía. Supongo que seguimos en España, y el único dinosaurio así que yo conozco en la Península es el aragosaurio. Se llama así porque se encontró por Aragón.
   Alonso, tan polvoriento y magullado como los otros dos, miraba comer al gran lagarto con interés: le brillaban los ojos con ilusión maravillada, al tener tan cerca a un animal más grande de lo que nunca hubiera creído, y a la vez con un orgullo del soldado que ha cuidado caballos y calibra lo que este ser podría hacer con el entrenamiento adecuado. Señaló hacia la extensa pradera, plagada de grandes matorrales, hierba alta y grandes flores entre las que zumbaban extraños insectos.
   - Creo que por allí lejos he visto el brillo del mar. Me parece que os equivocáis, no puede ser Aragón.
   - No te fíes mucho de la geografía que recuerdas. Ahora -Julián señaló a su alrededor- hemos retrocedido muchos, muchos años. Por aquel entonces los continentes eran distintos, y me parece que el mar llegaba hasta Aragón, e incluso hasta Sevilla.
   - Eso no puede ser -afirmó convencido Alonso-: Dios creó el mundo como es. No tendría sentido que lo hubiera hecho de una forma y luego hubiera ido cambiando colinas, mares y bosques de sitio.
   Julián iba a contestar algo, tal vez divertido, tal vez mordaz. Amelia lo atajó con una pregunta que, creía, era más relevante:
   - Has dicho que estamos muy lejos en el pasado. ¿Cómo de lejos?
   - Creo que demasiado.
   - ¿Cómo de lejos, Julián?
   - Hacia el Cretácico.
   Amelia abrió mucho los ojos: si eso era cierto, si habían retrocedido hasta el periodo Cretácico...
   - ¿Y eso qué año es? -quiso saber Alonso, sin entender la palabra.
   Julián dudaba si contestarle, pero necesitaban tener todas las cartas sobre la mesa. Intentó decirlo poco a poco y con suavidad:
   - Unos 130 millones de años antes de Cristo.
   El veterano de los Tercios recibió el número con frialdad, al principio. Poco a poco, la magnitud de la cifra, el abismo inconmensurable de los años, se le echó encima y, por primera vez desde que pisara por primera vez un campo de batalla, sintió un miedo auténtico, un miedo cerval y primario. El aire olía extraño. Las flores eran extrañas. El suelo mismo se sentía diferente. Sin haber sabido nunca lo que era una novela de ciencia ficción, se sentía de repente transportado a un mundo alienígena.
   - Pero... pero... Dios creó el mundo hace... unos 6000 años como mucho. ¿Mi... millones?
   Julián le puso la mano en la espalda, para recalcar que estaba a su lado. Amelia misma estaba un poco aturdida:
   - De donde vengo hay discusiones sobre eso -dijo- y parece que Darwin y sus partidarios llevan la razón, que los seres cambiaron con el tiempo. También los terremotos y los volcanes pudieron cambiar los mapas, secar mares y elevar montañas -tragó saliva y se atrevió a seguir-. En mi época han encontrado restos de unos seres humanos más primitivos que nosotros, los hombres de neanderthal.
   - Sí, me suenan -dijo Julián, sabiendo lo que venía ahora.
   - Y dicen Huxley y Darwin que antes de ser neandertales, los humanos éramos... -miró como disculpándose a Alonso-. Bueno, monos.
   Entrerríos bufó. Julián intervino:
   - Quieres saber si hay seres humanos o estamos solos en el mundo, ¿verdad? -él también tuvo que tragar saliva. Una cosa era pensarlo, y otra decirlo-. Si estamos 130 millones de años antes de nuestra era... faltan casi 128 millones de años antes de que existan seres humanos, y aún más para que haya nada ni siquiera parecido a una puerta -los tres miraron al suelo, incapaces de sostenerse la mirada. Julián apretó los dientes-. Nos la ha jugado bien, Ernesto...
   Sonó entonces un ruido espantoso, que parecía venir del otro lado del monte por el que habían caído. El aragosaurio levantó la cabeza ante aquella especie de bramido, y pareció decidir que las hojas de aquella palmera no estaban, después de todo, tan deliciosas. Se dió la vuelta sin prisa pero sin pausa, y se marchó atravesando la llanura hacia donde parecía encontrarse el resto de su manada.
   - ¿Qué ha sido eso? -preguntó Alonso, alarmado.
   - Depredadores -dijo Amelia. Julián asintió
   - ¿Tan grandes como este? -Alonso abrió mucho los ojos.
   - No tanto -aseguró Julián-, no creo. Pero come bichos tan grandes como ese, así que... un dragón sin alas, de los chungos. Dientes como espadas, garras como cuchillas. Tiranosaurios, carnotauros y cosas peores. Todo el catálogo de Parque Jurásico.
   - Creo que te equivocas -intervino Amelia.
   - Ya el Jurásico iba antes que el Cretácico.
   - No digo eso. Digo que te equivocas en que estamos solos -Amelia señalaba hacia el lugar del que había llegado en enorme bramido. Algo gris brotaba desde detrás de la montaña-. Humo. Y donde hay humo...
   - ¡Hay fuego! Y si hay fuego...
   - ¡Alguien lo está haciendo!

   No se sentía con fuerzas para nada más: había empleado los últimos restos de ellas en hacer el pequeño fuego como le había enseñado su padre hacía tantos, tantísimos años. Le dolían las muñecas, los tobillos, las rodillas eran un suplicio. "Santa María, madre de Dios, pronto te veré, pronto dejaré de estar sola", se dijo. O quizás lo dijo en voz alta, no lo sabía. Sospechaba que en los últimos 20 años había empezado a hablar sola a menudo, porque a veces le parecía oir el eco de una voz, y sólo podía ser la suya misma. El humo les mantenía alejados, más que el fuego. Había mantenido alejados a los dragones durante 75 largos, eternos años, 27.400 muescas que había ido dejando en la corteza de una multitud de árboles, muchos de ellos ya muertos. Alabado sea el Señor, pues no veré la noche caer otra vez y mi alma volverá con los míos.
   Debía haber vuelto a hablar en voz alta, porque oía de nuevo el eco de una voz. Se parecía a la de su padre. Se reclinó sobre la estera de hojas, junto a la diminuta hoguera. Ante su mirada nublada se aparecieron entonces tres rostros difuminados, tres ángeles llegados para reconfortarla y acompañarla en su tránsito final.
   Su rostro arrugado y marchito sonrió, como el de una niña.
   - Habéis venido.
   - Habla español -dijo uno de los ángeles a los otros.
   - He estado practicando todos los días -alcanzó a decir la anciana-, por si venía alguien del Ministerio. Nunca vino nadie. Salía humo, y cuando paró, ya era demasiado vieja...
   - ¿Cómo te llamas? -le preguntó el ángel más dulce de los tres.
   - Me pusieron el nombre de la más pura, María. Mis padres eran los barones de Cervelló. Pero yo nunca... nunca quise ser princesa. Yo quería ser santa.
   Los tres ángeles ahogaron una exclamación:
   - Es ella -dijo Julián.
   - No puede ser -respondió Alonso-. La vimos hoy mismo. Era una joven hermosa, llena de vitalidad.
   - Decían que era hermosa -sonrió de nuevo la anciana de blancos y escasos cabellos-. Nunca me importó demasiado. Yo sabía que nunca me había de casar -la mirada se le perdía, las fuerzas le fallaban por momentos.
   - ¿Cómo llegaste aquí, María? -le volvió a preguntar el ángel dulce. Había tenido una amiga que se le parecía, creyó recordar. No, no era una amiga, ¿tal vez una sirvienta?
   - Me salvó el bueno de José. Las puertas estaban rotas, habían empezado a desaparecer con un gran ruido. Y él me dijo que la única manera de sobrevivir era bajar aquí abajo. Pero como no había tiempo de bajar, me empujó. Me pidió perdón, y me dijo que esperara, y yo caí y caí hasta aquí. Y había otro agente cuando llegué, pero no duró mucho. Y nunca vino nadie -aquella última serie de frases y recuerdos la había agotado del todo-. ¿Puedo... puedo irme a casa ya?
   Amelia estaba llorando. Julián le sostuvo la mano mientras con la otra, la primera estudiante de una universidad que no existiría durante millones de años le cerraba los ojos a la anciana María de Cervelló, nacida en la Edad Media, que ayer era una agente del Ministerio del Tiempo de 1938 con apenas 25 años y que hoy se había muerto, en la más distante prehistoria, con aspecto de tener al menos 100.
   Alonso estaba impresionado:
   - ¿Ha sobrevivido aquí, sola, durante tanto tiempo? ¿Rodeada de estas bestias?
   El rugido volvió a oirse. Como si la criatura a la que pertenecía la garganta que lo emitía poseyera también un olfato capaz de detectar que la mujer que los mantenía a raya ya no existía.
   - Nos va a pasar lo mismo que a ella, me temo -dijo Julián-. Aunque no se yo si sobrevivir se nos dará igual de bien.
   - Le pasó lo mismo, lo mismo que a nosotros -murmuró Amelia.
   - ¿Quiere decir algo? -preguntó Alonso. Ella le contestó con otra pregunta.
   - ¿Cómo pudo pasar lo mismo en su época y en la nuestra? Y había otro. Pasó en todas las épocas a la vez, en todos los Ministerios.
  - Eso no puede ser -dijo Julián-. ¿Qué podría ocurrir en todas las versiones del Ministerio a la vez? Estaría registrado en los archivos de los Ministerios posteriores.
   Amelia se encogió de hombros. Un gran morro cuadrado emergió de detrás de la gran roca que los ocultaba por el flanco izquierdo. Tenía una boca cargada de más dientes de los que ningún ser vivo debería necesitar en toda su vida, y era más grande que una camioneta.
   - Tenemos que volver al cráter del volcán -dijo Amelia, palideciendo de terror.
   - Secundo la moción -dijo Julián, igualmente asustado-. A la mierda Parque Jurásico: ¡corred!
   El tiranosaurio bramó en tonos más graves y escupiendo más saliva de la que ningún THX o 3D full HD pudieran lograr imitar jamás. ¿Había tiranosaurios en España? A Julián francamente se la sudaba: probablemente no fuera un tiranosaurio. Quizás no era un dinosaurio que hubiera sido registrado por ningún paleontólogo. "Monstruosaurio Infernalis" podía llamarlo si sobrevivían a aquella carrera de locos, colina arriba.
   De alguna manera ("dejando el hígado atrás", se diría Julián después) consiguieron dejar a aquella bestia de varias toneladas abajo, mientras ellos se encaramaban al monte. Tras el primer arranque, y viendo que el bicho no les perseguía, siguieron subiendo con más cuidado, sin mirar atrás en ningún momento: los ruidos que se oían ya no eran bramidos, pero tenían una cualidad crujiente/blanda que prometía un horror sangriento y visceral. Llegaron al borde del cráter: aunque aquello tenía aspecto de volcán, no había lava por ninguna parte. Se veían grietas en el fondo, sólo cinco metros por debajo suyo; grietas anchas por las que podía caber una persona. No era fácil, pero siguiendo la ruta adecuada, deberían poder llegar hasta ellas sin despeñarse
   - Por allí llegamos.
   - Por allí volveremos.

Madrid, 2015
   Los tres miembros de la Patrulla salieron disparados desde el fondo del pozo, y consiguieron asirse a la barandilla varios pisos más arriba. Jadeando, pero felices de estar de nuevo en pie y a salvo, sin bestias colosales a su alrededor, se izaron, se abrazaron y se dispusieron a iniciar el largo camino hacia arriba.
   Algo no iba bien. La gran escalera de caracol, ya de por sí lóbrega, estaba prácticamente a oscuras, y apenas la alumbraban las luces de emergencia. Había una importante capa de polvo sobre todas las superficies, pero sin embargo también se distinguían pisadas, aquí y allá:
   - Estas son recientes -dictaminó Alonso-. Casi no están tapadas. Aquellas tienen más tiempo. Hay pies de distintos tamaños pero las botas... parecen muy similares.
   - Qué raro -dijo Amelia-, el vestuario de cada época es muy distinto.
   - Las puertas -dijo Julián-: están enteras.
   Todos habían visto como estallaban muchas de las puertas que había en los pasillos que partían de la gran escalera de caracol. La propia María se lo había descrito, también. Pero ahí estaban todas: intactas.
   - Esta zona debe ser más antigua -dijo Alonso señalando la placa de varias puertas. CLII, XLV, CCXIX, DCXXXVII... Estaban en numeración romana-. Aún estamos muy abajo. ¿Os sentís con fuerzas para seguir subiendo?
   - Yo quiero llegar arriba cuanto antes -dijo Amelia adelantando a Alonso-: necesito hablar con Salvador.
   La ascensión se les hizo penosa: ya no tenían la adrenalina que les había metido en el cuerpo el "monstruosario" y el cansancio y la semioscuridad comenzaba a hacer presa en ellos. Parecía que nunca iban a acabar de dar vueltas y más vueltas, subiendo hacia la superficie. Pasaron junto al puesto de guardia: no había nadie. También los pasillos del Ministerio estaban vacíos y silenciosos, iluminados a penas por aquellas luces de emergencia. La cafetería andaba totalmente a oscuras.
   Angustias no estaba, pero se veía luz en el despacho de Salvador.
   - Él nos dirá qué ocurre.
   Julián se adelantó y abrió la puerta. El subsecretario no esperaba a nadie y les miró con sorpresa desde su butaca, antes de levantarse con el ceño fruncido. Llevaba puesta una armadura dorada con la leyenda SPQH, y del cinto le colgaban una espada corta y una pistola. El casco estaba sobre la mesa. A su espalda se veían maquetas militares, libros y un mapa del mundo mal hecho, torcido, descompensado, donde toda la franja sureste de España desde Alicante hasta Málaga era una mancha negra, Galicia y Portugal aparecían de un color diferente del resto de la Península, y sobre la mayor parte de Europa flameaba una cruz gamada.
   Pero con todo, lo más importante es que aquel hombre no era Salvador Martí. Lo más chocante para Julián y Amelia en aquel momento, más que la armadura de centurión, la espada, o las rarezas del mapa, era que el hombre que se sentaba en el centro de mando del Ministerio del Tiempo, estaba muerto. Dos veces.
   - Armando Leiva -escupió Julián.

2 comentarios:

Lula Mae dijo...

Me encantan vuestras historias, seguid asi!

KalEl el Vigilante dijo...

Nos alegramos mucho, Lula: mientras os sigan interesando, seguiremos escribiendo ;)