05 mayo 2015

MdT: Un acto de locura (I)


   (Residencia de Estudiantes, 1924)
  
   “Querido Julián:
  
   No sé por qué, pero ha vuelto a suceder. Somos amigos y me habría gustado volver a verte alguna vez; pero ahora lo temo. Cada vez me da más miedo soñar contigo.
  
   Sé que algo no va bien. Eso siempre lo he sabido, aunque no quieras o no puedas decírmelo. No quisiste hablarme de aquella mala noticia que recibiste en la Residencia de Estudiantes, pero intuyo que tiene relación con lo que vi en mi sueño. ¿Qué otra cosa podría ser?
   Tampoco sé quién era aquella muchacha morena; pero sí que la quieres. O la querías. O la querrás: es difícil saber de qué tiempo vienes, pero siempre he tenido la extraña sensación de que no es el mío.
  
   Hoy he soñado lo mismo, pero esta vez era diferente. Tú y yo estábamos al volante de aquel coche: vi demasiado bien cómo la muchacha se estrellaba contra el cristal. Y su frente era cristal, y se partió en mil pedazos. Y no era ella, sino el vidrio delantero el que sangraba: lo vimos a través del parabrisas roto, como si estuviéramos mirando al exterior a través de los ojos de una calavera.
   Entonces te miré, pero era ella la que estaba sentada junto a mí. Y tú eras el que estaba fuera, con la frente destrozada por trozos de vidrio, que brillaban como el hielo a la luz de la luna. De repente era de noche, y ya no había colores: todo era negruzco, de un gris verdoso y oscuro, como el moho de los cementerios.
  
   Entonces lo entendí todo. Ella te había roto los pensamientos en mil pedazos, igual que tú rompiste antes los suyos. Se había vengado de algo. ¿De amarte, quizás? Porque sé que ella te amaba...

   No consigo comprenderlo: ¿vengarse? ¿Es eso lo que ella habría querido?
  
   Todavía no sé cómo hacerte llegar esta carta, pero necesito saber que estás bien. Dime que me estoy preocupando sin necesidad, que sólo son desvaríos míos y que puedo estar tranquilo. Tal vez así dejen de repetirse estos sueños.
  
   Un abrazo,
  
   Federico”
  
   * * * * * * * * * *
  
     (Logroño, 1834: primera Guerra Carlista)
  
   Era una emboscada: ¿cómo no habían caído en la cuenta mucho antes?
   - Amelia, ¡quedaos detrás de mí!
   Algunos de los carlistas portaban armas de fuego: Alonso desenfundó el revólver y comenzó por ellos. Las detonaciones resonaron en la posada como cañonazos a aquella hora intempestiva. El ruido pronto alertaría a todo el mundo y los enemigos tendrían que darse a la fuga... sólo había que mantenerse con vida hasta entonces.
   - Pardiez, ¡son demasiados!
   Agotadas las balas, Alonso soltó el revólver y desenvainó las dos espadas. Los asaltantes capaces de disparar ya habían caído; el acero de Entrerríos mantendría a raya al resto por un tiempo. Por muchos que fuesen, para usar las espadas tendrían que acercarse... y ninguno de aquellos rufianes tenía ganas de ser el primero en morir de una estocada.
   A espaldas de su compañero, Amelia vio cómo se movía algo que no debería desplazarse: una gran pintura de bastante mala calidad, que representaba un bodegón. ¡Era una puerta camuflada!
   - ¡Alonso, detrás de ti!
   Amelia nunca había matado a nadie; apuntó su revólver hacia la entrada secreta (en realidad, una puerta normal, disimulada tras un cuadro del tamaño adecuado), pero dudó una fracción de segundo... lo suficiente para que su contrincante disparase primero.
   Instintivamente, la joven se echó a un lado para proteger con su propio cuerpo a su compañero. Ese movimiento la salvó: sintió un dolor lacerante en el brazo izquierdo, donde apenas un instante antes habría estado su corazón. Pero algo iba mal: del brazo brotó un impresionante chorro de sangre, como si el disparo hubiese reventado alguna arteria importante. Amelia, dolorida, disparó como pudo. La vista se le estaba nublando; le invadió una extraña mezcla de asfixia y náuseas y la habitación empezó a dar vueltas.
  -¡Amelia!
   Alonso se lanzó rabiosamente contra el recién llegado y lo atravesó con la toledana, sin dejar de mantener las distancias a su alrededor con la otra espada. Pero aquel movimiento dio ocasión a que los restantes enemigos se acercaran: Entrerríos dejó caer el acero, tomó el revólver caído de su compañera y dio cuenta de los demás asaltantes, con una furia inusual incluso en él.
   -¡Vamos, Amelia, aguantad!
   Entrerríos maldijo la ausencia de Julián, pero en el fondo sabía perfectamente qué hacer. En Flandes y en Sicilia ya había tenido que atender heridas similares, como cualquier soldado: en el campo de batalla los médicos solían ser un lujo escaso. Se quitó el pañuelo del cuello y ató la herida del brazo de su compañera en un precario torniquete. Después recogió las armas y abandonó el lugar con Amelia en brazos.
   Alonso se apresuró en atravesar el tumulto que ya comenzaba a agolparse en el piso inferior, antes de que algún curioso tuviera tiempo de reaccionar. Ya no quiso saber nada más de la maldita misión hasta que puso el pie en el Ministerio.
  
   * * * * * * * * * *
  
   (Hospital 12 de Octubre, 2015)
  
   - No eran partidarios de Zumalacárregui, sino de Leiva.
   - ¿Está usted segura, Amelia?
   - Ella nunca olvida una cara -Alonso miró acusadoramente a Ernesto-. No se trataba de simples carlistas: ¡era una maldita trampa!
   - No podíamos adivinarlo -replicó tranquilamente su interlocutor-. Al principio, los partidarios de Leiva estaban contra el pretendiente Carlos; y en aquella época ni siquiera deberían...
   - ¿Qué importa eso? -estalló Entrerríos-. Cambiaron de bando, y conocen las puertas. Pueden atacar donde y cuando quieran.
   - Quién sabe cuántos escaparon el día que Leiva intentó matar a la reina Isabel II -intervino Amelia débilmente, desde su camilla de hospital.
   La joven se sentía realmente mal: no podía moverse y le dolía la cabeza. Tenía goteros intravenosos conectados a ambos brazos, y un monitor pitaba insidiosamente a cada latido de su corazón. Pero no pensaba dejar marchar a Ernesto sin aclarar un par de cosas.
   - Cuando la gente de Leiva tomó el Ministerio y cortó las comunicaciones -continuó la mujer-, tuvieron tanto tiempo, y tenían a mano tantas puertas...
   - Creíamos haberlos detenido a todos -Ernesto parecía sinceramente sorprendido-. Lo de hoy es nuevo. ¿Han conseguido capturar alguno para interrogarlo?
   Alonso fulminó a su interlocutor con la mirada. Recordó ante quién estaba e hizo un esfuerzo para hablar con cierta calma:
   - ¿Cómo podíamos traerlo? ¿Dejándola a ella atrás? Ahora sólo somos dos; no podemos hacer milagros. Pero el Ministerio debería haber tomado otras precauciones contra los últimos rebeldes de Leiva. Hace tiempo.
   - ¿Qué insinúa?
   Alonso no se arredró. Sostuvo fijamente la mirada del hombre más temido del Ministerio:
   - No se aumentaron las medidas de seguridad.
   - Las puertas tienen llave, pero la mía no la han cambiado nunca -subrayó Amelia-. Todavía funciona la misma. Y las llaves que tal vez le queden a la banda de Leiva, también, ¿verdad? Deberíamos haber cambiado las cerraduras.
   - Hay centenares de puertas en cada pasillo. Y docenas de pasillos. No podemos...
   - ¿Cambiarlas todas? -resopló Alonso-. ¿Es más fácil cambiar de agentes?
   Touché”, pensó Amelia cuando su temible superior apartó la vista. Fue sólo un instante; pero tratándose de quien se trataba, suponía todo un triunfo.
   - Lo hablaré con Salvador -decidió Ernesto al fin.
   - Gracias -replicó Entrerríos, con total sinceridad. Sabía que, por intransigente que fuese, su interlocutor tenía una ventaja: cuando prometía algo, lo cumplía.
   - Pero todavía tenemos pendiente una reunión por otro asunto -había algo alarmante en la serenidad de Ernesto-. El Ministerio no es el único culpable de que ustedes sean ahora sólo dos, ni de que haya habido... un cambio de un agente. Aún estamos esperando el informe sobre la baja de Julián.
   El ritmo del monitor conectado al corazón de Amelia no se alteró: la joven no estaba dispuesta a darle esa satisfacción a su superior. Se mantuvo impasible hasta que Ernesto salió y cerró la puerta tras de sí.

   Entonces, ya a solas con su compañero, el pitido se aceleró.
  
   - Amelia, tranquila... -Alonso le tomó la mano, más inquieto de lo que quería demostrar: una enfermera se había molestado en explicarle el significado de aquel sonido-. Estoy aquí y os voy a ayudar, ¿me oís?
    - Fue culpa mía, yo fui...
   - Fuisteis a detener a Julián -le atajó el soldado con firmeza. Su otra mano acarició la mejilla de Amelia hasta conseguir que ésta le mirara-. Aunque le dijisteis lo contrario. Pero hicisteis bien.
   Alonso señaló discretamente hacia su oído y hacia la puerta, recordándole que cualquiera podría estar escuchando. Amelia intentó dominarse y repasar la excusa que habían ensayado tantas veces.
   - Sí; para que Julián no lo intentara sin mí. Tal como estaba, habría sido peor. Fui para impedir que salvara a su mujer y que se encontrase consigo mismo: con el Julián del 2012. Eso sí que habría sido grave.
  
   Era una simple mentira, y a veces ni siquiera a ella misma acababa de convencerle. En realidad, Amelia Folch había intentado lo contrario: ayudar a su subordinado a evitar una muerte ya escrita, la de Maite, contraviniendo todas las normas. Era la superior al mando: eso la hacía tan responsable como Julián. ¿Iban a tragarse aquel embuste Ernesto y Salvador? Presentía lo que contestarían.
   - Deberíamos haber impedido que Julián cruzara esa puerta.
   - Sí, pero existen otras. Más tarde o más temprano, lo habría vuelto a intentar.
   - Ya no estoy segura de nada. Alonso... tú no tuviste nada que ver con aquello. Quédate al margen.
 - ¿Cómo podéis decir eso? -  sonrió tranquilamente Entrerríos, mientras le miraba con aquella desconcertante dulzura que casi nunca mostraba a nadie. Cuando en alguna rara ocasión lo hacía, resultaba chocante.
   - Eres uno de los mejores agentes del Ministerio. No manches tu reputación. El error ni siquiera fue tuyo.
   - Yo debería haber estado cerca aquel día. Ahora lo voy a estar. Escuchad, Amelia -Alonso envolvió la mano de su compañera con las suyas: aquel pulso firme, sereno y paternal transmitía seguridad-. No voy a dejaros sola. Yo no.
   Amelia sonrió ampliamente: casi se sentía mejor. Comenzaba a comprender por qué Blanca era incapaz de olvidar a un hombre como aquél.
   - ¿Es que nunca te asustas de nada?
   - Del mar, bien lo sabéis. Y ya que lo mencionáis... de esto.
  
   Alonso, bastante más serio, le mostró un sobre cerrado. Angustias lo había traído poco antes, al arreglar el papeleo del traslado de Amelia: la joven había solicitado que la reubicaran en un hospital de su época en cuanto estuviera fuera de peligro. Un mensajero avisaría a sus padres del “accidente de carruaje” que había sufrido su hija.
   - El membrete es... ¿de la Residencia de Estudiantes? -la joven miró a extrañada a su interlocutor-. ¿De Federico?
   El soldado asintió, bastante intrigado.
   - El jardinero de la Residencia se lo ha traído a Angustias esta mañana. Buñuel sabía que teníamos tratos con él: supongo que ha llegado a oídos de Lorca y... ¿sabéis lo mejor? -Alonso hablaba en susurros, dirigiendo a su compañera una mirada de complicidad-. Que Angustias no se lo ha dicho a Salvador.
   - Me extraña, pero... mira, está a nombre de Julián. No deberíamos abrirlo nosotros.
   - A la orden -suspiró Entrerríos con tristeza-. Pero no prometo nada.
  
   (CONTINUARÁ...)

3 comentarios:

Estelwen Ancálimë dijo...

Acabo de descubrir este fanfic y me encanta. Voy a seguir leyéndolo ^_^

Caris Bennet dijo...

Tiene muy buena pinta. Voy a leérmelo en el bus y prometo comentar cuando lo haya terminado :)

Un saludo.

Posdata: Lo he encontrado en el foro del ministerio en RTVE.es

Nievesg dijo...

Gracias por comentar! Espero que te guste!