08 abril 2020

MdT2: TIC-TAC 10 - Antúnez (I)

TIC-TAC 10 (El tiempo en sus manos)
ANTÚNEZ (I)

   En el año 685 ab Urbe condita (que vendría a ser el 68 antes de nuestra era), el centurión Caius Bonus era conocido como el más fiel defensor de los delegados romanos de toda Gades: si un magistrado necesitaba protección especial, porque estuviera desarrollando políticas impopulares entre los súbditos de la Hispania Ulterior o porque sus adversarios pretendieran hacerle la vida difícil, Bonus sabía como defender los intereses de la República. En el 2016, sin embargo, a aquel centurión se le conocía sencillamente como Antúnez, el paleta que te levantaba una pared en una hora, aficionado al kickboxing y a las cervezas con los amigos. En realidad, Antúnez era agente de campo del Ministerio del Tiempo, y su especialidad era la seguridad y dar hostias como panes con la mano abierta: como su ídolo, Bud Spencer.
   - Me tienen harto -le dijo su protegido, situado en la proa de la pequeña embarcación.
   - ¿Quiénes? -respondió Bonus.
   - En general, todos. En particular, los que no quieren pagar: que vienen a ser todos. Ni en mis años de abogado en el foro tuve que escuchar tantas excusas para evitar lo inevitable y eludir el bien común. ¿No comprenden que los tributos son necesarios para llevar a Gades a una nueva era de esplendor, para financiar las campañas de la Lusitania? Se les da mucho más de lo que reciben.
   - No tienen vuestra visión, Julio.
   El agente Antúnez estaba destinado a la protección nada menos que de un Julio César de apenas 31 años, que llevaba medio en Gades como recaudador de impuestos. Su vida corría peligro, según había descubierto la red de espías del Ministerio, y Antúnez había pasado un año entero en Gades consolidando su identidad como centurión. Temiendo que fueran a aprovechar el bullicio de la ciudad para atentar contra César, había sido idea suya proponerle la varias veces postergada visita al famoso Templo de Hercules de la isla de Sancti Petri, que ya se divisaba muy cercano.
   - Los tirios lo llamaban Melkart, como los helenos lo apodaban Herakles, pero es nuestro Hércules. Ni os imagináis el tiempo que lleva aquí el templo, y las maravillas que, dicen, esconde.

   Cuando la barca llegó hasta la pedregosa costa del islote, Antúnez pidió al barquero que fuera al templo a avisar: cuando se hubieron quedado solos, habló finalmente con franqueza al futuro emperador romano:
   - Ya sabéis que me preocupa vuestra seguridad.
   - Y a mí, por eso os elegí, Caius. Y porque compartimos nombre, ahí puede haber algo de fortuna.
   - Pero me gustaría que me dijerais exactamente quién puede querer atentar contra vos, si es posible.
   Julio reflexionó. Tenía una idea bastante concisa de quién lo amenazaba, pero nunca había su estilo compartir información privilegiada. Esta vez, sin embargo, se fiaba de Caius Bonus, y solo podía redundar en su beneficio.
   - Partidarios de Sila -dijo quedamente.
   - ¿Del dictador? -se extrañó el centurión-. Pero si murió hace una década...
   - Él sí, pero no sus leyes. Muchas de ellas, absurdas. Cuando murió mi esposa Cornelia el año pasado, y al poco mi tía Julia, yo organicé sus funerales y exhibí imágenes de sus familiares queridos que habían sido declarados proscritos por Sila. Y a los optimates no les pareció nada bien...
   Así que era eso: ahora entendía Antúnez algunos de los intercambios que habían detectado los espías del Ministerio. Los optimates venían a ser la aristrocracia romana más estancada: pretendían que no pudieran ser ciudadanos romanos más que los italianos, entre otras lindezas. Frente a ellos, incluso familias de alcurnia como la de Julio César parecían realmente "populares", como los llamaban. Y se caían peor que un Zorongo y un Taranto.
   Callaron, porque volvió el barquero con lo que parecía un discípulo de Arnold Schwarzenegger, un tío cuadrado que lucía el torso aceitado. Claro: el templo de Hércules no iba a tener curitas de sotana.
   - Soy Maxor, clérigo de Hércules. Os doy la bienvenida, questor Julio Cesar, y será un placer haceros de guía.
   - Se nos ha hecho un poco tarde -intervino Caius Bonus-, lamentamos el inconveniente.
   - Ninguno, podéis dormir en el templo y volver a Gades mañana.
   Esa era la idea de Antúnez: despistar un poco a los perseguidores de César rompiendo sus costumbres habituales, a ver si así los desanimaba y pasaba el peligro.
   El barquero se llevó la pequeña embarcación con instrucciones de volver a la mañana siguiente. Maxor los guió hasta la entrada, una puerta flanqueada por dos enormes columnas que recordaban las que empujó el semidios para separar Europa y África, y que estuvieron admirando durante un rato, ya que el frontispicio presentaba relieves sobre los doce trabajos: el león, el jabalí, la cierva, la hidra, los pájaros... El sol comenzaba a acercarse al horizonte cuando entraron por fin en el templo. 

   Una docena de sacerdotes tan musculosos como el que les acompañaba se ejercitaban en el patio central, levantando pesos, practicando lucha o dando puñetazos a enormes sacos de trigo. A su alrededor se articulaban una serie de edificaciones que componían una estructura más compleja de lo que parecía desde fuera. Julio César desviaba a ratos la mirada a diestro y siniestro, como buscando algo:
   - El altar se encuentra allí -dijo Maxor señalando hacia un templete protegido por dos clérigos aún más impresionantes que el resto, la puerta estaba entreabierta y del interior salía la luz titilante del fuego reflejado en el bronce. Y notando la distracción del questor, añadió-. No hayaréis imágenes de Hércules aquí dentro.
   - No es la suya la que busco.
   - Puedo mostraros los dos pozos que tenemos, estoy seguro de que su peculiar relación con las mareas os sorprenderá.
   Julio aceptó aquella sugerencia de Maxor y todas las siguientes, visitando cada una de las peculiares de tan majestuoso lugar. No le extrañaba a Antúnez que César tuviera tanto interés por las cuestiones religiosas, sabía que dentro de pocos años Julio iba a ser pontífice máximo en Roma. Si conseguía salvarle la vida...
   Acabó de caer el sol, y Maxor les acompañó hasta su habitación, una estancia doble bien preparada para invitados ilustres y sus acompañantes. Al mismo tiempo, dos esforzados sacerdotes cerraron las puertas del templo, que no volverían a abrirse hasta el amanecer. Y, por primera vez, Antúnez se preguntó si había sido buena idea aislarse en este lugar...

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