01 abril 2020

MdT: TIC-TAC 3 - Marcelo

TIC-TAC 3 (Cómo se reescribe el tiempo)
MARCELO

   Llamarte Marcelo y ser mimo era como llamarte José y tener una carpintería: en el fondo la gente se lo esperaba, pero al mismo tiempo les sorprendía. Pero él no tenía la culpa de llamarse Marcelo, porque ese era su nombre de verdad, ni de tener talento para la mímica: no como Marceau, claro. Nadie podía ser como Marceau. Nadie podía llegar al nivel de sofisticación y control del gesto capaz de crear y representar una vida entera en 2 minutos.
   Por suerte, el Madrid de 2015 tampoco era París tras la Segunda Guerra Mundial, así que Marcelo no se quejaba. Era un día soleado, como lo habían sido los últimos, y eso era ideal para un mimo callejero: porque más gente paseaba por las calles y tenía la posibilidad de ganar algo más de dinero, y porque no tenía que temer que la lluvia le borrase el maquillaje blanco. Últimamente los mimos se habían empezado a granjear mala fama: a algunas personas les asustaban, como los payasos, aunque Marcelo no entendía exactamente qué había de siniestro en unos actores con máscaras pintadas que solo intentaban hacer reír. Pero un mimo o un payaso con goterones de maquillaje corrido, eso sí le daba mal rollo hasta a él.
   Pocos mimos podían permitirse actuar en un teatro, hoy día. Los tiempos del Praxíteles de Marceau o incluso el Slastic de Tricicle llegaban a su fin. Algunos elegidos aún lo lograban, pero para la mayoría de mimos, la calle era todo el teatro en el que jamás iban a desarrollar su arte; con suerte, alguna fiesta infantil. En la calle, sin embargo, Marcelo observaba tanto como era observado:  mantener los ojos bien abiertos siempre era bueno para el arte. Los gestos repetitivos que caracterizaban a los tipos humanos, las profesiones, las edades. A un lado descargaban unas cajas de naranjas: él tomaba buena nota mental de cómo cogían las cajas, ajustaban la posición corporal con el peso, las bajaban del camión... todo para incorporarlo en algún momento a su interpretación, cuando hiciera lo mismo sin ninguna caja, con la intención de que el público la imaginara, prácticamente llegara a verla, y si podía hasta oliera las naranjas. Detectar lo insólito en todo lo cotidiano era parte esencial de la mímica.
   Marcelo solía actuar delante del viejo Palacio de la Duquesa de Sueca, que al menos desde fuera ya no conservaba ni un ápice de la gloria de los días pasados. A veces venía gente, y no tenía claro si eran visitantes o arquitectos. Albañiles no parecía ninguno, y eso que lo poco que alcanzaba a vislumbrar cuando se abría la puerta no invitaba más que a pensar en la restauración de emergencia. El Palacio, por lo tanto, le quedaba por lo general a la espalda; delante tenía la calle y un cilindro metálico de esos de los que pegan publicidad. Hacía un par de días había ocurrido algo curioso: de dentro del cilindro habían salido dos señores. Era un acontecimiento sencillo pero inesperado, como conocer a un mimo que se llama Marcelo, como que Chaplin se comiera su zapato en La quimera del oro. Era una mañana tranquila, así que se había alegrado de tener público por fin, y les había hecho parte de su repertorio, mientras pensaba en la razón de que hubiera dos personas dentro de un cilindro publicitario, e incluso en el propio hecho, que nunca se le había ocurrido. De hecho, llevaba toda la mañana allí, y no les había visto entrar. ¿Quizás había una tapa de alcantarilla dentro del cilindro? Sí, eso tendría sentido...
   Hoy, en cambio, todo fue diferente. Jugando a recorrer una cuerda invisible para hacer reír a un niño, se había desplazado unos metros de su lugar habitual de trabajo, y estaba casi detrás del cilindro cuando oyó que se abría. Por un lado se lo esperaba, y por otro desde luego que se sorprendió. Porque de dentro no salieron los dos tipos del otro día, sino soldados. Muchos soldados. Decenas de soldados. Empuñando viejos rifles, ametralladoras ostentosas, con cascos anticuados y... Marcelo apretó la espalda contra el cilindro publicitario, empapelado con docenas de ojos, y ahogó un grito. Al otro lado de la acera, un tipo andrajoso comentó algo de una película mientras los soldados abrían de una patada la puerta del Palacio y entraban uno tras otro, como una hilera de pesadilla. Porque Marcelo había visto los signos que varios de ellos llevaban en el uniforme: la cruz gamada. ¿Nazis? ¿Neonazis?
   Cuando hubieron entrado todos, comenzó a llegarle el eco de los disparos en el interior del Palacio, y el mimo empalideció bajo el maquillaje. Estaba casi paralizado de miedo, pero mentalmente se obligó a recorrer de vuelta, tirón a tirón, la cuerda invisible que había creado en su cabeza. Antes de ser mimo, Marcel Marceau y su hermano habían colaborado con la Resistencia y liberado a centenares de niños de campos de concentración nazis. Él no aspiraba a tanto heroísmo, pero si habían disparado a alguien y él podía socorrerle, debía hacer algo.
   Entró en el Palacio con mucho reparo: ya no se veían soldados. Avanzó con el sigilo que solo podían tener los ladrones y los mimos, hasta llegar a la garita del guardia, en las sombras que antecedían a un patio soleado en el que ascendía unas escaleras. Poniéndose de puntillas, vio que el guardia de seguridad, un hombre mayor al que no debían faltarle muchos meses para la jubilación, estaba tendido en el suelo en medio del brillo insano de lo que debía ser un charco de sangre. Marcelo ahogó expertamente un murmullo de preocupación y buscó una puerta para entrar en la garita: cuando lo consiguió, se acercó con presteza al guardia. El hombre abrió por un momento los ojos, le miró con sorpresa absoluta, y esbozó una sonrisa en sus viejos labios.
   Sonó el interfono. Una voz pedía insistentemente atención, contacto, respuesta. Marcelo, con el rostro blanco y las manos manchadas de sangre que no lograba detener, enderezó la espalda y pulsó el botón que había junto a un micrófono.
   - Repito, ¿hay supervivientes? -preguntó con más claridad la voz que había al otro lado, acompañada de lejos por un tiroteo que Marcelo oía venir, con un cierto retraso, a la vez del otro lado de la escalera y por el altavoz.
   - No -dijo el mimo, con la voz rota. 

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