22 abril 2020

MdT3: Crisis en Españas infinitas (I)

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    Madrid: la Puerta del Sol, Nochevieja. Un binomio indisoluble durante décadas. Un rito moderno, una ceremonia. ¿Cómo cantaba Mecano? "Y en el reloj de antaño, como de año en año, cinco minutos más para la cuenta atrás". Poco champán, incluso pocas uvas: sombreros de papel, plumas de indio y algún cornetín de cartón como gran adorno. Aún nada de Mecano, por supuesto: es 31 de diciembre de 1945, y la gente se mira casi con desconfianza, dudando si este año está permitida la concentración o volverá a estar prohibida. Hablan en voz baja con los que conocen, formando un murmullo colectivo en el que se mezclan buenos deseos, preguntas por la familia y la lotería, y comentarios esperanzados sobre el final definitivo de la Segunda Guerra Mundial (aunque ya hace casi cinco meses que los americanos soltaron las bombas atómicas). Todos van lanzando fugaces y repetidas miradas hacia la torre del reloj, y se sobresaltan cuando pitan y chirrían unos altavoces situados por la plaza, por los que suena una voz que primero temen sea de la autoridad competente ordenando la dispersión, pero que enseguida se lleva un nuevo murmullo de entusiasta reconocimiento. No hacía mucho que esa voz se había empezado a convertir en un referente para todos.
   - Buenas noches, queridos radioyentes desde los estudios de Radio Nacional en Arganda del Rey. Les habla Matías Prats, que llega a los receptores de sus domicilios, y de toda Europa y América, gracias a la potencia incontestable de REDERA, la red española de radiodifusión que alcanza extensiones nunca vistas, o nunca oídas, gracias a casi 200 Kw de potencia. Ante todo, desearles una feliz navidad y que estén pasando estas tan entrañables fechas con sus allegados. Y también un saludo a los cientos y cientos de congregados en la Puerta del Sol, donde dentro de tan solo cinco minutos, cinco minutos, damas y caballeros, dará fin un año para comenzar otro. Cinco minutos: vaya preparando las uvas, señora. No se atragante, señor.
   La voz del locutor parece limpiar las telarañas de la desconfianza, y une a todos los asistentes a este rito en una algarabía mayor, aún contenida porque se reserva el estallido para el momento posterior a la última campanada. Sigue llegando gente a la plaza, aún no está llena, y los que casi no llegan se alegran de ver a tanta gente, y aunque no conozcan a los que tienen al lado, comienzan a atreverse a  hablar aún con los desconocidos, que aportan un poco de ese calor tan necesario en una noche tan fría. Mira, aquella ha venido con el abrigo de pieles. Mira, ese padre sube a su hijo a coscoletas. ¿A qué? A hombros, es que yo soy de Albacete. Mira, ¿aquel no tiene un aire a Lorca? ¡Pero qué dices, bruto!
   Pero sí es verdad que el hombre que entra en la plaza y mira a las gentes con reticencia y simultánea admiración tiene un cierto parecido con el malhadado poeta. Qué pena que desapareciera hace casi 10 años. Qué pena que lo mataran. Que lo fusilaran sin crimen y lo enterraran sin lápida ni nombre, en una cuneta. Que nadie pueda decirlo, y muy pocos ni siquiera aún lo sepan. Qué pena que al muerto lo llamen desaparecido, y no verde que te quiero verde.
   El desaparecido se ha aparecido. Ese hombre que en realidad no se parece al poeta, a Federico García Lorca. Es Federico. Es García. Es Lorca. Avanza entre la gente como el que camina entre la hierba alta, entre el trigo con sus espigas crecidas, sin atreverse a pisar mal ni hacer daño, absorbiendo cada sensación contra su traje, contra su cuerpo. Y la voz de Matías, con una cadencia que acabará siendo omnipresente para todos los españoles, pero que para Federico es nueva, y aún no ha oído nunca, sigue hablando por los altavoces que han repartido por la plaza, que han colgado de algunas farolas, una voz colgada como se cuelgan las luces, como se cuelgan las horas cuando están maduras.
   - Ahora sí, señoras y señores, prepárense porque van a sonar los cuartos. La bola va a bajar y despediremos a este magnífico año de 1945, que ya nos ha dado todo lo que podía darnos, al que ya toca descansar, para dar la bienvenida al nuevo, novísimo 1946. Ahí están, ahí están los cuartos... -y los tañidos de la campana sonaron extraños a Federico. Qué cosa los sueños, ¿verdad? Que nos parece raro lo normal, y damos por sencillo lo imposible-. Y ahora, ahora las campanadas.
   Una, dos, tres y cuatro... y hasta doce veces tañó la campana, como si tocara a muerto, como si tocara a vida. ¿Por qué no tocan a vida las campanas? Y tras la campanada número 12, volvió a hablar la voz de Prats:
   - ¡Feliz 1945!
   Federico tardó un momento en darse cuenta del desliz del locutor, mientras la gente estallaba de júbilo y abrazaba a los que le rodeaban. Claro, ya había acabado 1945 y empezaba 1946. ¿Cómo debía ser vivir en aquellos años que él aún no conocía? Bueno, era un sueño. Había soñado con 1945 como podía haber soñado con el año 2050.
   El júbilo cesa de golpe, y todo el mundo está lanzando fugaces miradas a la torre del reloj. Hablan en voz baja de nuevo y se sobresaltan cuando los altavoces repartidos por la plaza pitan y de ellos emerge una voz que pronto reconocen:
   - Buenas noches, queridos radioyentes desde los estudios de Radio Nacional en Arganda del Rey. Les habla Matías Prats.
   Federico tuerce el gesto. Esto ya ha pasado. Un año más. El tiempo debe seguir volando, siempre adelante.
   Pero el tiempo se repite. Y la gente vuelve a entrar en la plaza. Y Matías Prats vuelve a explicar anécdotas del año 1945, el que ya ha sido, y describe el mecanismo de la bola que cae, y avisa de los cuartos. Todo con las mismas palabras.
   - Y ahora, ahora las campanadas.
   Y vuelven a sonar, doce veces suenan, una tras otra.
   - ¡Feliz 1945!
   Y el júbilo estalla, y vuelve a apagarse. Y todo el mundo está lanzando fugaces miradas a la torre del reloj. Y miran a Federico porque se parece a Federico, pero cómo va a ser él, si desapareció. Si lo desaparecieron.
   - Vamos a despedir 1945. ¡Feliz 1945!
   A Federico le cambia el semblante, e intenta despertar, pero no puede. Federico retrocede entre la gente, que no para de entrar en la Puerta del Sol para celebrar el ritual, la ceremonia. Un año más.
   - ¡Feliz 1945!
   Federico da un paso atrás y le empujan dos hacia delante, mientras sigue entrando la misma gente en la plaza y no consigue despertar. Pero la voz de Matías Pratas se le clava en el cerebro.
   - ¡Feliz 1945!
   Federico choca con una señora con un abrigo de pieles.
   - ¡Feliz 1945!
   Federico intenta apartar a un señor que lleva a un niño a horcajadas.
   - ¡Feliz 1945!
   El tiempo se ha roto. El tiempo se ha roto y ya no vuela hacia adelante, sino en círculos cada vez más pequeños como un buitre que ronda a su presa. Y el no puede salir de allí, no puede, no puede...
   - ¡Feliz 1945!
   Federico no puede más, se cubre la cabeza con los brazos y se acuclilla. Tratando de dejar de escuchar esa voz que le recuerda que 1945 nunca termina. Intenta despertar, se pellizca y se abofetea, tratando de salir de este sueño que tiene que ser, porque qué otra cosa puede ser...
   Unas manos lo agarran por los hombros y lo obligan a levantarse suave pero firmemente. Federico no quiere abrir los ojos, pero algo en las manos que le cogen lo impulsan a hacerlo: y mira, y ve a la última persona que esperaría ver delante suyo, y a la primera persona que desearía ver. Julián. Su querido Julián. Su imposible Julián. Que lo mira con desconcierto, con cariño y con un temblor en los labios entre el miedo y la emoción. Julián, que se ha afeitado la barba y tiene una fea cicatriz a un lado de la frente.
   - Pero ¿qué haces aquí? -le dice.
   Y Federico lo abraza, lo abraza y luego lo mira a los ojos:
   - Los sueños siempre nos unieron.
   - Esto no es un sueño, Federico. ¿Cómo has llegado a 1945?

(CONTINUARÁ...)
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