22 mayo 2014

El Festival de los Cerezos/8

Se acercaba inexorablemente el Festival de los Cerezos. Todos los jóvenes que hubieran logrado el primer grado de maestría en sus disciplinas serían entonces oficialmente reconocidos como dignos ejercitantes de las mismas bajo la autoridad imperial. Alfareros, carpinteros, soldados, monjes, hechiceros incluso. Y también los sacerdotes. Sería entonces cuando, si todo seguía su camino, Uchida Katsumi y sus hermanas recibirían la vaina de seda roja que las reconocería como algo más que meras novicias.

Todo el mundo dormía, por supuesto. Pasaba la medianoche. Katsumi había salido a cortar un poco de leña para avivar el hogar, porque las noches de primavera aún eran frescas. alrededor de su cabeza orbitaba una pequeña piedra que parecía envuelta en unas llamas que no ardían: nadie sabía por qué aquellas piedras flotaban. Las vendían como curiosidad en las tiendas de fruslerías arcanas, como una curiosidad llegada desde el lejano Oeste... De pronto, además de por los golpes del hacha contra la madera, el silencio de la noche fue roto por lo que parecía un aullido hacia el sur, siguiendo el curso principal del río. Le siguió enseguida un agudo grito de miedo.

Sin pensarlo dos veces, Katsumi entró como una exhalación en el templo, agarró con premura la funda de su katana y salió corriendo por donde había venido. Las tinieblas cubrían los campos más allá de la esfera de luz que proyectaba su piedra-antorcha, pero los gruñidos y el ocasional grito le indicaban a la novicia de Shizuru hacia donde debía dirigir su carrera. "Si aún grita estoy a tiempo". Un viento providencial apartó por un momento el manto de nubes y la luna creciente esparció su luz por el trigal en el que se encontraba. ¡Bendito Tsukiyo! Apenas a 10 pasos por delante, en la pradera que había tras el campo de la familia Enoga, Katsumi distiguió una mata de pelo gris erizado, un lobo famélico, a juzgar por lo mucho que se le notaban las costillas, que rodeaba en círculos a su víctima caída. Era sólo una niña y lo miraba con pavor.

El lobo solitario gruñió de nuevo, la boca cubierta de babas, los colmillos descubiertos... Katsumi corrió hacia el claro katana en mano haciendo todo el ruido posible para espantar al bicho o distraer al menos su atención.
- ¡Atrás! -gritaba a la bestia-. ¡Atrás!

No pensaba en que iba vestida sólo con el camisón, que la armadura estaba pulcramente guardada en su cuarto junto a las de sus dos compañeras de celda, Sora y Caelina. El animal no pareció demasiado impresionado por sus alaridos, o quizás tenía demasiada hambre: se le notaba la fiereza de su mirada. En cierto modo el plan de Katsumi funcionó... demasiado bien. El lobo se abalanzó sobre ella: sintió como sus fauces se cerraban sobre su desprotegida pantorrilla izquierda, desgarrando piel, músculo y llegando al hueso. El dolor le trepanó la extremidad, y su sangre caliente le bañó el morro cuando la derribó frente a la niña.
En cuanto el animal abrió la boca, listo para lanzar otro mordisco que podía ser fatal, Katsumi se encomendó a su diosa: la respuesta, como siempre, fue instantánea. La herida de la pierna se cerró, y el lacerante dolor se convirtió en una molestia pasajera. La novicia se levantó: el lobo parecía totalmente fuera de sí. La baba del morro, mezclada con su sangre, parecía ya más una especie de espuma. Furioso, volvió a clavarle las fauces... pero esta vez Katsumi esperaba el ataque, y logró desviarlo con la katana. A su espalda, la niña también se levantó y se agarró a su cintura
- Corre hacia el pueblo -la conminó Katsumi. Ahora la reconocía, era una de las hijas de los Ozama, los que cultivaban arroz en los campos inundados de más al sur-. Yo le entretendré.

La niña le dio un último abrazo, resistiéndose a marcharse. Entonces, se dio la vuelta y salió corriendo hacia Koyotei. El lobo dio un salto hacia ella, pero Katsumi se interpuso entre la pequeña y la bestia: volvió a lanzarle una dentellada, que le dejó una marca sangrienta en el muslo, aunque no consiguió hacer presa en ella. Katsumi no estaba dispuesta a ceder ni un paso. El lobo seguía gruñendo, gruñía y gruñía... hasta que la luz de la rabia desapareció de golpe de sus ojos, su gruñido se convirtió en un gañido lastimero, y tras lamerse el morro, desconcertado, se dio la vuelta y se marchó hacia las montañas.
"Qué... raro ha sido eso", se dijo Katsumi. Se permitió entonces notar el dolor de sus heridas: aquella bestia hubiera podido destrozarlas a las dos. Cojeando, pero tan aprisa como podía permitirse sin dejar de observar a su alrededor por si había otras bestias más temibles que hubieran asustado al lobo (bien sabía lo que podía encontrarse más allá del abrigo de los torii), volvió hacia el pequeño monasterio.

Katsumi encontró a la niña agazapada tras una esquina de la fachada del templo.
- ¿Estás bien? -se preguntaron ambas a la vez, y soltaron una risa. La novicia exploró con cuidado el cuerpecito de la pequeña, por si tenía alguna herida de consideración. No se permitía perder a nadie a su cargo. A nadie. Nunca más.
- Shizuru me protege -le contestó-, y a ti también.
- Eres un ángel, ¿verdad? -la niña estaba bien. Algo sucia, algo magullada, pero sobre todo helada. Necesitaba entrar en calor más que unas vendas.
Katsumi sonrió e incluso se le escapó otra risita mientras la acariciaba la mejilla a la chiquilla con el dorso de los dedos de su mano derecha.
- No, no soy un angel. Soy una aprendiz de sacerdotisa del templo de Shizuru, y soy humana, como tú. Deja que el abrigo de Shizuru restablezca tu salud un poco más antes de que me expliques que ha sucedido...

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