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Un acto de honor (I)
Un acto de honor (I)
Alonso levantó la pluma del texto que estaba copiando y miró torvamente a Julián:
- ¡Por los clavos de Cristo, qué disparate!
Su interlocutor se encogió de hombros:
- Pues sí: Eso mismo pensé yo cuando me enviaste
de cenita con “los padres de ella” -dibujó unas comillas en el aire,
con un gesto burlón-. Ahora a trabajar, que la idea fue tuya.
- Eh -le atajó Entrerríos-: no sólo mía. También de Amelia.
- Bueno, pero ella no puede escribir esta carta: sus padres reconocerían su letra. Y no puedo enviarla así, ¿verdad?
La caligrafía era buena, pero de trazo demasiado
fino: resultaba evidente que había sido escrita con bolígrafo... que, en la
época de Amelia, aún no había sido inventado.
La voz de Julián cambió a un tono mucho más conciliador:
- Venga... échame una mano. Prometí que escribiría a Amelia desde Cuba. Pero de verdad, hay que pasarla a limpio. Y yo, en limpio, lo que se dice limpio, pues...
En la papelera descansaban los intentos de
Julián de escribir con pluma: un sinfín de manchas. Y ni siquiera había
usado una pluma de ave, sino estilográfica. Alonso casi se preguntaba si
su amigo lo habría hecho tan mal a propósito: ni aún en el siglo veintiuno se podía ser tan torpe...
- A fe mía, que la pluma no es vuestro fuerte. Pero no me refería a eso.
- Entonces, ¿dónde está el disparate?
- Aquí, en el segundo párrafo. ¡Así no es la vida militar!
- Pues no lo puedo quitar: se supone que le
escribo desde la guerra de Cuba. He consultado los libros que hay aquí, y
hago lo que puedo... Oye, si no te gusta, lo haces tú.
- ¿Qué creéis, que no soy capaz?
- ¿Te apuestas algo?
La llegada de Amelia interrumpió el reto:
- ¿Listos para los Tercios?
La mirada de Alonso se iluminó. Esperó a que Amelia iniciara la marcha antes de susurrarle a Julián:
- Ahora sabréis lo que es la vida militar.
Les habían avisado de que la reunión tendría
relación con los Tercios. Pero Alonso torció el gesto cuando el
subsecretario les informó del resto:
- Tercios de mar. ¡De mar! Bien sabe Dios que un soldado siempre obedece las órdenes, pero...
- Vamos a ver... -interrumpió Julián, para intentar disimular la fobia al mar de Alonso, mientras
Amelia silenciaba a este último con una mirada asesina-: ¿me están tomando el
pelo? ¿Qué tiene que ver España con un libro antiguo japonés?
- Filipinas era una colonia española en aquella época -apuntó Irene-. Los japoneses pasaron por allí. Y los Tercios.
- Además, no se trata de un japonés cualquiera -añadió Ernesto-: estamos hablando de Miyamoto Musashi.
Alonso, Amelia y Julián se miraron, confusos: ninguno de los tres reconocía el nombre.
- A mí, es que Japón... si me sacan de Yoko Ono y de los kamikazes...
- Un samurai famoso, Julián; sobre todo, por su obra literaria.
- ¿Un escritor? -se interesó Amelia.
- No, no: ¡esto me lo sé! -sonrió Julián, cada vez más divertido-: los samurais son guerreros japoneses.
Ernesto abrió la boca para continuar; pero para su sorpresa, Alonso se le adelantó:
- Usaban un sable que se empuñaba con ambas
manos, llamado katana. Pensado para atacar con el filo de la hoja, no
con la punta. Nada que ver con el "oficio de armas dobles" de la esgrima española, de espada en una
mano y daga en la otra -Julián se sonrió: sí, lo habían podido comprobar de primera mano...
- Cierto, nada que ver; pero sólo hasta comienzos
del siglo XVII -asintió Ernesto, algo molesto por la
interrupción-. Entonces el libro de Musashi introdujo técnicas que usaban a la vez dos armas, de modo similar al nuestro. El problema es que nuestro contacto
en Filipinas dice lo contrario.
El subsecretario hizo pasar a Angustias. Ésta les presentó dos libros de distintas épocas:
- El Libro de los Cinco Anillos, de Miyamoto
Musashi. Una copia moderna y otra del manuscrito del
siglo XVII que ha conseguido nuestro contacto en Filipinas. Traducidas al
castellano.
- Han tenido que traducir el manuscrito a toda
prisa -observó el subsecretario-: Amelia, por favor, compárelos. Usted
también, Alonso: habla como si ya supiera algo del tema, ¿es que conoce a alguien de los
Tercios de Mar?
- Algo así. Pero, ¿cuál es el cambio? -el veterano
se encogió de hombros-. ¿Que los samurais no aprendieron nuestro estilo
de lucha? Mejor para nuestras tropas...
- ¿Mejor? Tal vez no, Alonso. Si no llegaron a entrar en contacto con nuestra técnica, podría significar que perdimos Filipinas trescientos años antes de lo previsto.
* * * * * * * * * *
Luzón, Filipinas, 1582
En un santiamén: en el tiempo que tardaba
Entrerríos en santiguarse. Así era como se cruzaba de una época a otra,
mediante aquellas puertas. El olor del mar y de la vegetación exótica se
mezcló con el sofocante calor tropical en cuanto
cruzaron el umbral de aquella rudimentaria cabaña: estaban cerca de un puerto. La brusquedad de este
tipo de cambios ya era parte de la rutina habitual, pero nunca dejaba de
maravillarles.
- ¿Nuestro contacto está en el siglo XVII?
- No -contestó Amelia-. En esa fecha ya estaba escrito el libro, y desde
allí nos lo han enviado. Pero lo que lo inspiró tuvo
lugar décadas antes, así que hemos tomado otra puerta, a finales del
siglo XVI. Cerca de tu tiempo, Alonso: sólo trece años después.
- Por eso me han permitido traer mis ropajes de casa. Y mis armas de los Tercios. ¡Cómo las echaba de menos!
- Pues yo lo voy a pasar mal con esta ropa -resopló Amelia, conteniendo las ganas de
aflojar la molesta entrepierna del pantalón y el vendaje del pecho-. ¿Por qué me han vestido de hombre? Más soldados había en Lisboa...
- Ya habéis oído a Ernesto: Lisboa era una ciudad. Esto, sólo campamentos, y las mujeres no pueden pernoctar en ellos... Sería imposible mantener cierta disciplina.
- ¿Inspirarse en qué? ¿Qué tenemos que buscar? -Julián
empezaba a hartarse de tanto improvisar-. En el Samur por lo menos se
molestaban en avisarme del tipo de trabajo: un incendio, un accidente...
- Espero poder ayudar con eso -les sorprendió una voz.
Un hombre enjuto vigilaba la puerta a poca distancia. Les dedicó una reverencia breve, brusca, militar:
- Mi nombre es Pero Lucas, al servicio de vuesas mercedes.
- ¿Pero Lucas? ¡Valiente mentecato!
El atronador insulto sobresaltó a Amelia y a Julián. Pero, sobre todo, al interpelado.
- ¿Quién osa decir eso? -fue la furiosa respuesta.
- Alonso de Entrerríos.
La expresión del veterano Pero Lucas cambió de la furia a la extrañeza... y finalmente al júbilo.
- ¡Alonso! -el amistoso empellón habría derribado
a cualquier otra persona-. ¡El truhán más pendenciero de los Tercios
Viejos! ¡Me dijeron que llegasteis a capitán! No os había reconocido sin
la barba. ¡No aparentáis vuestra edad, bellaco!
- Las puertas, Lucas... vengo de hace trece años. Vos os embarcasteis hace cuatro... no, para vos habrán sido diecisiete.
Amelia, Julián, ¡aquí tenéis al mejor camarada de todos los Tercios!
- Lo mismo digo de Alonso: lástima que no le guste el
mar. A mí no me gustaba el frío de Flandes -rió Pero Lucas, poniéndose
en marcha. Indicó al grupo que le siguiera y bajó la voz-: Alonso... oí
que os ejecutaron. Por traición: eso nunca lo
creí...
- Fue mi superior. Ordenó atacar antes de tiempo,
y me hizo cargar con sus culpas. Pero eso no fue lo que me dolió, sino
perder trescientos hombres. Trescientos valientes, ¡trescientos
amigos...!
Alonso interrumpió la marcha, sin darse cuenta
de ello, ni de que estaba elevando la voz, ni de que temblaba de rabia.
Todavía le hervía la sangre al recordarlo. Julián y Amelia se miraron
nerviosamente.
- Pero el Ministerio remedió las cosas... -quiso suavizar la conversación Pero Lucas.
- Las remedió, a fe mía -sonrió maliciosamente Alonso-. No imagináis cuánto.
Recuperada la calma, el grupo volvió a ponerse en marcha, en dirección al puerto.
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