02 junio 2020

El secreto de Alastra


   Absalom, la ciudad en el centro del mundo. Absalom, la inexpugnable, la nunca conquistada. Absalom, donde los hombres se convierten en dioses.
   Y, en cualquier caso, una ciudad inmensa con más de 300.000 almas (si admitimos un alma por ser) llegadas de los confines de todo Golarion e incluso de otras dimensiones. Un caldero en ebullición de razas, oficios y credos. El único lugar civilizado donde el culto a Norgorber "Dedosnegros", el dios de los secretos y el asesinato, estaba tolerado, aunque las fes mayoritarias le rezaran a los otros mortales que trascendieron aquí, Aroden, Iomedae y Cayden Cailean.
   En "Uva, Trigo y Cebada", sin embargo, nadie hablaba de dioses ni de asesinatos. La segunda taberna más visitada del Barrio de los Comerciantes, en el Distrito de las Monedas, estaba llena de conversaciones sobre precios, barcos, cargamentos y cotilleos familiares. Oh, y de una animada discusión entre cinco hombres de letras, que llevaban horas hablando de una mujer alrededor de una jarra de vino.
   - Yo creo que debe ser el fuego -dijo el más alto, atacando el mismo punto de vista que había lanzado un rato antes-. La bola de fuego con la que acabó con el monstruo del pantano de Cordelon.
   - ¿Una bola de fuego? -repitió desdeñosamente el que tenía al lado, que vestía una casaca morada como si no se hubieran pasado de moda hacía siete meses-. ¿Ese crees que es el cénit de su magia? ¿El hechizo clave que explica su éxito arrollador?
   Los cinco hombres habían sido contratados por un noble de Oppara para escribir la biografía de Alastra Delenda, la maga más poderosa que vivía por entonces en Absalom. Tras entrevistar a una de sus mayores amistades, Lady Darchana Madinani, archidecana del Arcanamirium, los cinco se habían reunido para debatir cuál era el "momento mágico" central de la arrolladora carrera de Delenda, el punto de inflexión que permitía comprender mejor sus triunfos. Con apenas 46 años, Alastra tenía más conocimientos que muchos hechiceros élficos y había recorrido el mundo de punta a punta, resolviendo misterios mágicos, explorando ruinas malditas y derribando cuanto obstáculo se le pusiera por delante. Su concentración era famosamente inquebrantable, y la ejecución de sus conjuros no solo efectiva sino artística y expresiva: verla hacer magia era como asistir simultáneamente a una conferencia esotérica y un espectáculo de danza conmovedor.
   - ¿Tú qué cree, entonces? -contestó el alto al de morado, mientras se llenaba el vaso de tinto.
   - Creo que su secreto es... su secreto -hizo amago de bajar la voz para que solo le oyeran los integrantes de la mesa, aunque como era un poco grande y la taberna estaba llena, en realidad tuvo que hablar casi al mismo volumen que antes-. Ya sabéis: se dice que la señora Delenda ha enseñado a una docena de discípulos, pero que hay un hechizo de su libro que nunca ha compartido con nadie.
   - Un hechizo de suerte -apuntó el más joven, que intentaba siempre subirse al carro teórico de algún compañero para parecer  más integrado en las corrientes de la profesión-. Creo que ese hechizo oculto es un conjuro de suerte que la ha salvado de peligros y la ha guiado proféticamente a memorizar siempre los hechizos correctos: recordad que Lady Darchana nos habló de cómo siempre parecía tener el conjuro necesario en la punta de los dedos. 
   - No tiene suerte: es sabia -contravino el más anciano, que lucía un poblado bigote blanco que solo reducía un poco el efecto de su ancha narizota-. Alastra Delenda desprecia los hechizos caóticos, y cree que la suerte se la debe fabricar cada uno. Además, perdió dos maridos y un hijo: no me parece alguien que tenga un conjuro secreto de suerte. No creo que tenga ningún secreto. Es algo que hoy en día escasea: competente.
   - Yo sigo creyendo -dijo al final el más tímido, un escriba taciturno y muy reflexivo- que, cuando estuvo en Minkai hace 20 años, aprendió algo de su cultura que la transformó. Tal vez deberíamos profundizar en aquella época, hablar con los que la conocieron e incluso viajaron con ella a Oriente.
   La mesa de biógrafos pidió otra ronda de vino y pasó a ponderar durante otra hora más la viabilidad de cada una de las hipótesis expuestas, y los documentos que podrían consultar para confirmarlas. En una mesa pegada a la pared, con altos respaldos de madera, un halfling bebía tranquilamente una jarra de cerveza: se llamaba Max Moonrun, y esperaba a un cliente que empezaba a llegar tarde. Había estado escuchando toda la conversación y casi se atragantaba de la risa con las peregrinas ideas de los letrados: tenían, desde luego, el problema de no poder hablar con Alastra Delenda. Ella no perdería el tiempo para que le hicieran la biografía, con suerte les dedicaría 5 minutos de entrevista, y desde luego no les iba a hablar de su "secreto".
   Max, el halfling, conocía a Alastra, y desde luego sabía su secreto. Cualquiera que hubiera acampado con ella lo conocía. Y su secreto era, sí, cierto, un conjuro: pero para nada secreto, tras mucho insistir Max había conseguido que Alastra se lo enseñara. Era el primer conjuro que la maga había aprendido, el hechizo de prestidigitación que su maestra le había enseñado para que limpiara el suelo y planchara la ropa, experimentara sabores nuevos en la comida y renovara el olor del jarrón de flores. Si Alastra Delenda se había convertido en la maga centrada y precisa que era hoy, si había logrado mantener una concentración a prueba de huracanes, era gracias a ese conjuro despreciable para muchos pero tan apreciado para los que le sabían sacar provecho. Porque con ese hechizo de prestidigitación que no podía hacer daño ni curar, ni distraer ni crear siquiera la más sencilla de las herramientas, Alastra Delenda podía rascarse exactamente en el punto de la espalda en el que le picaba. Al instante, sin aspavientos, manteniendo la compostura: una palabra y el más pequeño de los gestos, y una mano mágica diminuta aparecía bajo su ropa rascándole con precisión infalible. Una maga ya de por sí brillante y decidida había conseguido con aquel pequeño extra una tranquilidad vital y una confianza en sus propias capacidades muy superior a la que le tocaba por edad. Max había adaptado ligeramente su técnica y empleaba además el hechizo para masajearse los pies mientras cenaba, tras una larga jornada de viaje. Levantó la jarra y lanzó un brindis al aire: gracias, Alastra. 
   Un hombre se sentó entonces en el asiento de delante suyo. Iba encapuchado, pero cuando se hubo asegurado de que nadie les miraba se descubrió. Aunque tenía las proporciones de un ser humano, era un minotauro, de cuernos cortos y pelaje rubio: un joven "toro fantasma". Incluso en una metrópolis tan cosmopolita como aquella, solo había un minotauro albino en toda Absalom:
   - ¿Le ha costado encontrar la taberna, señor? -dijo Max a su cliente.
   - Tengo que tomar precauciones -respondió Nuar Spiritskin. Solo hacía un mes que había llegado a la urbe, huyendo de su tribu, pero aún veía enemigos tras cada esquina.
   - ¿Quiere beber algo? Le recomiendo la cerveza de trigo.
   - ¿Cerveza rubia? -respondió el minotauro con la ira en el horizonte de su voz, intuyendo una pulla por su aspecto.
   - Es excelente -contestó Max apurando su jarra. Nuar asintió, apaciguado, y Max hizo un gesto a la camarera para que les trajese dos más-. Bueno: ¿para qué necesita a un conseguidor como yo?
   - ¿Ha oído hablar del Laberinto de Agnus Petropox?
   - ¿El arquitecto loco? Sí, claro: no pondría un pie en él ni por 1000 medidas de oro -Max se pellizcó el bigote, inquieto.
   - Quiero pagarle 1000 esfinges de platino para que lidere una expedición de búsqueda -el halfling enarcó las cejas, admirado: eso era diez veces la cifra que había lanzado al aire-. Según he indagado, en algún lugar de las plantas superiores se encuentran dos cosas que me interesa mucho conseguir: un Amuleto Asesino y una Daga de Cristal Resonante. Quiero que me las consiga y que no me haga muchas preguntas.
   - Yo nunca pregunto a qué quieren jugar mis clientes: solo les consigo sus juguetes -Max hizo un gesto distraído para rascarse magicamente entre los omoplatos. ¡Oh, sí! 1000 esfinges eran una fortuna, el platino de Absalom era aceptado en cualquier lugar del mundo, y podían ser su pasaporte para el retiro temprano que tanto anhelaba. Y Nuar decía que solo tenían que moverse por los pisos superiores del Laberinto... Llegaron las cervezas-. Está bien: haremos negocios. Yo elijo al equipo para la expedición, usted les paga.
   - Yo escojo a la mitad, usted la otra.
   - Me parece bien. El 10% por adelantado, cada uno paga su equipo o lo paga usted, como prefiera. Y necesitaré información: un mapa lo más reciente posible de los niveles que tenemos que visitar, y un punto de accceso. Se dice que el Laberinto tiene varios: ¿cuál será la puerta de entrada?

F   I   N

(Descubre cómo acabó la expedición en el relato "Puerta de salida")

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