"Pero lo que ahora es claro y manifiesto es que no existen los pretéritos
ni los futuros, ni se puede decir con propiedad que son tres los
tiempos: pretérito, presente y futuro; sino que tal vez sería más propio
decir que los tiempos son tres: presente de las cosas pasadas, presente
de las cosas presentes y presente de las futuras".
(San Agustín, Confesiones, 11.6)
La Biblioteca de la Universidad de Barcelona estaba llena de estudiantes, muchachos que buceaban en volúmenes polvorientos tratando de absorber el conocimiento que allí se consignaba, de aprenderlo de memoria y poder recitarlo ante el admirado catedrático. Para la única mujer de toda la Facultad, impresionar al viejo profesor había dejado de ser el objetivo hace tiempo: claro que Amelia Folch tampoco se hallaba hoy en aquel antiguo templo del saber para estudiar ni para preparar un examen. Lo que la había traído allí, lo que la anclaba entre todos aquellos textos, era un asunto de vida o muerte.
"El tiempo es el que es", repetía a menudo el subsecretario Martí. Y sin embargo... sin embargo... El Ministerio del Tiempo se ocupaba de evitar que la Historia fuese alterada. ¿Era posible que eso sucediera? Ella misma había visto al "Empecinado" a punto de morir, con un disparo en el pecho, y si no hubiera sido por la rápida intervención de Julián y Diego, el siglo XIX hubiera sido muy distinto para España y tal vez para el resto de Europa. Sin Juan Martín Diez y sus 10.000 hombres dispersos por la península, la Batalla de Bailén hubiera acabado con un vencedor del signo contrario, francés, y luego...
Pero, ¿y si el tiempo no era tan frágil? ¿Y si el tiempo era perfectamente capaz de cuidarse solo, gracias? Si el tiempo era el que era, el que ya había sido, el que había llevado al momento en que decimos que el tiempo es el que es, ¿cómo podía alterarse de forma significativa? Sin embargo, tampoco eran las consideraciones de altos vuelos, filosóficas, las que le preocupaban y le hacían leer a San Agustín, Kant y Schopenhauer. Tenía una razón mucho más palpable: Amelia Folch quería saber si era la autora intelectual de un asesinato.
Porque tras pensar mucho en ello, suya era la culpa, y no en un sentido religioso. Ahora Julián andaba obsesionado con hablar con su mujer fallecida, pero había sido idea de Amelia que utilizara "el artilugio que le dio Irene" para comunicarse con ella antes de que muriera atropellada. En el XIX había muchos que jugaban o sugerían hablar con los muertos: pues bien, aquel artefacto lo permitía, o cuanto menos comunicarse con ellos antes de que hubieran muerto. Pero si el tiempo es el que es... si como afirmaba Newton el tiempo era absoluto... la irrupción en el mismo de la llamada de Julián había alterado lo que ya estaba establecido. En el momento en que hizo aquella llamada para despedirse de Maite, cambió su rutina, cambió su estado de ánimo, la entretuvo y cambió por supuesto el momento en que iba a salir de casa, y haciendo eso alteró también su relación con el mundo. Por la calle no andarían las mismas personas que dos minutos antes, ni su atención sería la misma que si no hubiera ocupado su mente con la conversación postrera con su marido. Desde luego el coche que la atropelló no estaría en el mismo lugar, no se cruzaría con él. Pero lo hizo. Lo que quería decir que fue la llamada la que condujo al atropello, y su ausencia la que la hubiera salvado. La conclusión era irrebatible: proponiendo a Julián que se despidiera de su mujer había causado los acontecimientos que llevaban a su muerte.
Amelia se tapó la boca para ahogar un grito de angustia. Se mordió el índice, llena de consternación.
Sólo le quedaba un libro por abrir, uno que había sacado sin permiso de los anaqueles del Ministerio, escrito por un tal Martin Heidegger. Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie reparaba en su encuadernación ajena a aquellos días, pero quien la miraba se fijaba en su extraña condición de mujer, no en lo que leía. Se sumergió en el tomo durante horas, olvidando el paso de la tarde y el progresivo vacío en la biblioteca. Aquel hombre decía -dirá- que el ser humano no existe en el tiempo, sino que nosotros somos el tiempo. Que al preocuparnos o recordar el pasado, lo hacemos presente, e igualmente al planificar el futuro. Que es posible transcender nuestra relación lineal con el tiempo. Llegaba a decir que era posible, mediante nuestros pensamientos, salir en una suerte de éxtasis del tiempo lineal. El tiempo de Heidegger podía alterar, mentalmente, el tiempo de Newton.
Pero Heidegger no tenía acceso a las puertas del Ministerio. Con ellas podía ser posible llevar al plano físico la mera acción hipotética. Aún tenía que reflexionar mucho sobre ello, considerar las ramificaciones, pero Amelia había empezado a fraguar un plan: si realmente la muerte de Maite había sido culpa suya, si no tenía que ocurrir, era su deber como agente del Ministerio arreglarlo.
Incluso si eso significaba hacer que Julián nunca ingresara en el mismo.
"Puede decirse también que son tres los tiempos: presente, pasado y
futuro, como abusivamente dice la costumbre; dígase así, que yo no curo
de ello, ni me opongo, ni lo reprendo; con tal que se entienda lo que se
dice y no se tome por ya existente lo que está por venir ni lo que es
ya pasado".
(San Agustín, Confesiones, 11.6)
2 comentarios:
Sé que ha pasado un tiempo, y lo siento si este comentario es molesto, pero me encanta cómo escribes. Gracias por compartir tus historias. :)
¿Cómo va a molestar? Muy amable, anónimo, gracias 🙂
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